Un millón de muertos (86 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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Llegados a Valladolid, Ignacio se apeó y a los pocos minutos pulsaba el timbre del piso en que residía la familia Martínez de Soria. El edificio, severo y exacto, hacía presentir la cercanía de Marta… Y no obstante, Marta estaba lejos… Marta no estaba ni siquiera en España. Esa fue la sorpresa que Ignacio se llevó y que lo dejó sin palabra. La madre de la chica, que acudió en persona a abrir la puerta, intentó por todos los medios hacer entrar en razón al muchacho. Marta se encontraba en Alemania… Había salido hacía una semana, formaba parte de una delegación de la Sección Femenina. Unas chicas alemanas del Partido las habían invitado y…

—¿Quién iba a suponer? Al recibir tu telegrama me dije…

—Pero ¿qué diablos se le ha perdido en Alemania?

—¡Comprende, Ignacio, que es una torpe coincidencia!

Costó Dios y ayuda calmar a Ignacio. El tacto de la viuda del comandante lo consiguió; el tacto y la certeza de que un cable había sido ya enviado a Berlín. Ignacio, desconcertado, iba asintiendo a los informes que la madre de Marta le daba referentes al piso. «Aquí trabajaba el comandante.» «Aquí nació José Luis.» «Allí está el mirador.» Y Marta, ¿dónde estaba? Sin embargo, Ignacio, en un momento determinado, miró sin encono a aquella mujer enlutada que le hacía los honores de la casa y tuvo que admitir que por aquella paredes se deslizaban gotas de ternura.

—Te quedas a almorzar conmigo.

—De acuerdo. Muchas gracias.

Vencida la intransigencia. ¡Mesa familiar, manteles parecidos a los del piso de la Rambla! El Hospital Pasteur quedaba lejos… Una sirvienta se acercó con un puchero humeante. «¡Hum!»

—Dime: ¿qué has hecho desde que nos marchamos, desde que te dejamos plantado? ¿Y cómo has conseguido pasar? ¿Y en tu casa?

Ignacio fue contestando por orden, orden que le ayudó a vencer su desconcierto.

Luego le correspondió a él hacer preguntas. Y se hubiera dicho que cada respuesta era una bengala de fantasía. Miguel Rosselló andaba por Madrid dedicado al espionaje. Jorge Batlle volaba entre las nubes, eludiendo los cazas rusos. José Luis se disponía a ser juez. «Si haces rabiar a Marta, te condenará a treinta años y un día.» De los hermanos Estrada, el menor navegaba en el Baleare; el mayor se salvó de milagro en Belchite. Mateo saldría alférez muy pronto. «Lo que son las cosas, tendrás que cuadrarte ante él.»

—¿Y «La Voz de Alerta»? ¿Qué ha sido de «La Voz de Alerta»?

—¡Uf, en San Sebastián, hecho un potentado! Servicio de Información… ¡Psst! No se lo digas a nadie.

—¿Y mosén Alberto, el bueno de mosén Alberto?

—También en San Sebastián, supongo que esperando tu visita… Ignacio se rió. La madre de Marta era una señora, había resuelto perfectamente la situación.

—Te agradezco que estés aquí, Ignacio. Confieso que no estaba segura de que te pasases. —A Ignacio se le humedecieron los ojos—. Y tal vez no lo creas, pero hoy ha sido la primera vez que me he reído desde que empezó la guerra. —Le tendió la mano por encima de la mesa, e Ignacio, dulcemente cohibido, correspondió—. Además, ¡Marta te quiere tanto! Cuando esto termine… ¡Oh, Señor! Dios quiera que sea pronto.

Ignacio retiró la mano y con la servilleta se secó los labios.

—Prométeme una cosa, Ignacio.

—¿Cuál?

—Prométeme que harás feliz a mi hija… ¡Necesito tanto creer en la felicidad! ¿Me comprendes? Querría que todo el mundo fuera feliz.

La viuda del comandante Martínez de Soria estalló en sollozos.

* * *

Al día siguiente, Ignacio se presentó en el cuartel, donde consiguió un permiso de una semana. Envió un telegrama a Mateo y otro a Bilbao, a la abuela Mati. Hecho esto, entró en una iglesia. ¡Qué raro se le hizo comprobar que ésta no era un almacén! Y oír misa y ver que las mujeres se arrodillaban sin miedo y que se ponían brazos en cruz.

Luego se dirigió a la estación. Le había prometido a su padre que haría sin tardanza un viaje a Burgos y aprovechaba la ausencia de Marta para cumplir con su palabra. En el tren —otro alemán en su coche, fumando en pipa— iba pensando que de toda su familia paterna no había conocido sino a José. Su tío Santiago había muerto en Madrid sin que él le hubiera estrechado nunca la mano. Ahora su tío de Burgos… ¿Les habría ocurrido algo? UGT. La chica, su prima, llamada Paz y el chico, Manuel. Paz Alvear. ¡Qué extraño! Tan extraño como viajar en un tren presidido por los retratos de Franco y de José Antonio. Tan extraño como vestir un traje azul propiedad de José Luis Martínez de Soria y calzar unas botas propiedad del comandante…

Calle de la Piedra, 12, Burgos. Al otro lado de los cristales, otra vez Castilla, aterida bajo un cielo nublado de noviembre. Castilla, «naturaleza en construcción». En una estación alguien cantaba:

Los requetés de España

cuando van a pelear

le rezan siempre una salve

a la Virgen del Pilar.

Llegado a Burgos, el muchacho dio sin dificultad con el edificio buscado. En el camino pasó delante de Correos y Telégrafos. Todas las escaleras de la calle de la Piedra eran oscuras y la del número doce no era una excepción. Empezó a subir y la barandilla se le pegó a la mano, al igual que la de Madrid, la que conducía al piso de José. «Es una casa triste.» «Toda la familia de mi padre ha vivido siempre en casas tristes.»

Pulsó el timbre y esperó. A poco la puerta se entreabrió y apareció el seco rostro de una mujer.

—¿Qué desea?

—Me llamo Ignacio. Soy Ignacio, de Gerona…

¡Vive Dios, se hubiera dicho que la mujer iba a cerrar la puerta con estrépito! Cuando menos, ésta fue sin duda su primera intención. Por fortuna, rectificó en el acto y, poco a poco, la puerta fue abriéndose, al tiempo que se encendía la luz del vestíbulo.

—¿Has dicho Ignacio, de Gerona?

—Exactamente. Ignacio Alvear.

Ignacio no tenía idea de lo que iba a ocurrir, si «su tía», a la que reconoció en seguida por las fotografías, se lanzaría a su cuello abrazándolo o si lo recibiría con hostilidad. Ni lo uno ni lo otro. Expectante, la madre de Paz Alvear, lo invitó a pasar. «Pasa…»

Cerróse la puerta tras ellos… Y en breve Ignacio se encontró sentado en el comedor, frente a dos mujeres que le miraban con los ojos cansados de sufrir.

El piso olía a familia mutilada. Las paredes goteaban esto, mutilación, y se hubiera dicho que por el aire silbaban tres letras: U, G, T… «Lo que estás pensando es cierto.» ¡Claro que lo era! «¡En esta casa ha habido un muerto!» ¿Y el niño, Manuel? Manuel estaba en el campo con unos parientes.

Ignacio no acertaba a respirar. Ignacio se temía que su tío estuviera en la cárcel pero no en el cementerio. Así, pues, su padre Matías, se había quedado sin hermanos. «¡En esta casa ha habido un muerto!» Lo que moría en la guerra civil era esto, era la hermandad.

Ignacio sintió como si su cuerpo intruso ocupara la habitación. Por otra parte, su prima Paz era Alvear…, era Alvear de los pies a la cabeza. Se parecía enormemente a José, en el pelo, brillante, que ya le había crecido, en los pómulos y en la longitud de los brazos. Se parecía a él mismo cuando era niño.

—No sé qué decir. Yo…

Extraña comprobación la de Ignacio; le dolía la incómoda situación, pero no la muerte. Le dolía la soledad de las dos mujeres, pero no la desaparición de su tío, al que no conoció.

—También a nosotros, en Gerona, nos mataron a César.

Se oyó un chillido. Un chillido desesperado, que brotó al mismo tiempo de las gargantas de las dos mujeres. Sin embargo, tampoco éstas sintieron pena por César… Les dolió el hecho y la pena de Ignacio, pero tampoco conocieron a César.

—No sé qué decirte, Ignacio…

Fue un forcejeo lancinante. Se hubiera dicho que cada cual defendía con ahínco su muerto, que lo exhibía como una antorcha al objeto de eclipsar al rival. Ignacio, que no se atrevía a fumar, escuchaba el relato de las dos mujeres como quien contempla la construcción de una casa que no ha de tener más que un piso. En cambio, lo ocurrido con César tenía para él pisos innumerables y su remate era un torreón del que colgaban las orejas del seminarista como si fueran campanas. Por su parte, Paz y su madre escuchaban a Ignacio con la torturada disciplina de quien posee una baza escondida, que no está decidido a utilizar. La baza escondida era Venancio. Los muertos habidos en aquel piso eran dos, el padre y Venancio, su más íntimo amigo, fusilado la víspera, al término de una gallarda resistencia en los interrogatorios.

Lancinante forcejeo, que duró dos horas, quizá tres, a lo largo de la comida —Ignacio se quedó en la casa en calidad de invitado— y de la sobremesa. Las dos mujeres pusieron a Ignacio al corriente de la situación general. Le hablaron del despotismo de los militares y de la chulería de los falangistas; de las cabezas rapadas y del aceite de ricino; de la obligada incorporación al Ejército de los hijos de los fusilados cuya quinta era llamada. Le hablaron de Mateo, que se presentó a verlas llevando camisa azul y del que no habían sabido nada más… Le hablaron de los frailes de la Cartuja de Miraflores que habían suplicado mil veces: «Basta ya, basta ya de asesinatos». Ignacio, sin reaccionar… El muchacho comprobó esto con violenta perplejidad. Quería sentir piedad y no lo conseguía. Pensaba en Cosme Vila, en el Responsable, en el 19 de julio en Gerona, en Gascón el conserje… y tales recuerdos sepultaban su pesar. Peor aún, se iba sintiendo piedra cada vez más dura. De piedra las manos, el tórax y la cabeza. Las balas de que las mujeres hablaban rebotaban en él como las pelotas en el Frontón Chiqui. Las personas que ellas citaban pertenecían «al otro bando»; no eran, pues, personas en el sentido natural.

Ignacio optó por no replicar con su catálogo de ferocidades. ¿Para qué? Se interesó por la situación económica en que vivían las dos mujeres. Paz vendía tabaco, cerillas y chicles por los cafés, y su madre lavaba ropa a domicilio.

—En casa de militares, naturalmente… Cada, semana, aquí donde me ves, lavo montañas de calzoncillos de capitán y de coronel.

—¿Qué podría hacer por vosotras?

—Nada —dijo la madre.

—Irte al frente a disparar —dijo la hija.

Ignacio miró a su prima con ternura. Por un momento le pareció que veía a Pilar. Ésta y Carmen Elgazu reaccionarían lo mismo si José Alvear las visitara en Gerona.

—¿No podría hacer algo por ti, Paz? ¿Crees que eso de vender tabaco…?

—Ya te lo he dicho: al frente y disparar. Porque te irás al frente, ¿no?

Ignacio meditó un momento y asintió.

—Pero perderéis la guerra —afirmó Paz, como vomitando—. ¡Lo juro por eso, mira! —Y cruzó los dedos y los besó.

Ignacio se levantó con calma. Miró a las dos mujeres.

—Esta guerra la perderemos todos —dijo en voz baja—. Si no la hemos perdido ya…

* * *

De regreso a Valladolid, en un tren mucho más lento que los eléctricos que manejaba don Anselmo Ichaso, Ignacio recordó a su familia de Gerona y recordándola se quedó con la mano levantada sosteniendo el cigarrillo. Luego se concentró en el cigarrillo. Le gustaba fumar. Sopló la ceniza, que se esparció sobre el pantalón azul propiedad de José Luis Martínez de Soria. Luego pensó en las cosas que había vivido en las últimas cuarenta y ocho horas, tan diversas como hojas de árbol. Él era el árbol, a veces desnudo, a veces exuberante, con algún que otro rayo que de tarde en tarde lo partía por la mitad. ¡Intensidad de aquel piso de la calle de la Piedra! «Tabaco, hay tabaco…» Paz se mostraba dura y con razón. A Ignacio le costaba esfuerzo decirse: «Es mi prima». Paz había conocido muy pronto la ley del más fuerte y, de seguir profiriendo juramentos, antes de cumplir los veinte años se encontraría con que sus ojos concentraban en sí todo lo desagradable de las familias Alvear.

Llegado a Valladolid, ya anochecido, Ignacio cenó y durmió doce horas de un tirón, soñando que era trapecista en un circo y que daba saltos mortales a veinte metros del suelo. Y luego se dispuso a esperar el regreso de Marta. La madre de ésta le prometió intervenir en su favor para que en la Caja de Reclutas le permitieran elegir arma. Porque Ignacio iba, a este respecto, a la deriva. No se imaginaba en Infantería, con un fusil. ¿Qué haría con un fusil el hijo de Matías Alvear? Disparar le sería más difícil de lo que Paz podía suponer. ¡Pero tampoco se imaginaba en Artillería, disparando con un cañón! Ignacio no concebía matar ni en el aire ni en el agua, ni en la tierra hermosa, hermosa incluso en noviembre. Con Moncho habían hablado sobre el particular y Moncho le sugirió alistarse en un Batallón de Montaña que, según oyó por radio, se limitaba a montar guardia en la frontera, en los Pirineos. ¡Pero Moncho se quedó en Madrid! Aunque Ignacio tenía la seguridad de que a no tardar recibiría el aviso de que también se había pasado.

A todo esto, Marta llegó. Llegó de Berlín, en compañía de María Victoria y de otras cuatro camaradas de la Sección Femenina. Al pulsar el timbre de la puerta, a la muchacha le dio en el corazón que había novedad, y la hubo. Ignacio en persona acudió a abrir, de modo que Marta se encontró frente a frente de aquel rostro amado y juvenil en el que un año y medio de guerra había impreso una huella de dignidad.

—¡No…! —gritó Marta, tirando al aire su boina roja.

—¡Sí…! —exclamó Ignacio.

Marta deslizó hasta el suelo la mochila que le colgaba de la espalda y los muchachos se abrazaron. La madre apareció en el pasillo, y los observó en silencio.

—¡Ignacio, querido…!

—Ya lo ves…

—¡El telegrama me hizo feliz!

—Temí que no lo recibieras.

—¿Estás bien?

—Lo estoy… ¿No se nota?

—¡Oh, madre, qué contenta estoy! ¿No te dije que Ignacio vendría? —Marta se desligó de Ignacio y acercándose a su madre la abrazó con efusión, mientras Ignacio recogía del suelo la boina roja y cuidaba de entrar en el piso la mochila que Marta dejó fuera, sobre el limpiabarros.

Cerrada la puerta, venció la intimidad. Los tres se interrogaban con la mirada.

—Anda, vamos al comedor.

Marta cogió del brazo a Ignacio y anduvo todo el trayecto del pasillo con la cabeza inclinada en el hombro del muchacho.

—Cuéntame. ¿Por dónde te pasaste?

—Por Madrid.

Llegados al comedor, Marta se separó un momento.

—¡Qué barbaridad! Estás guapísimo.

—Sobre todo, con el traje de tu hermano…

—¡Es verdad! De José Luis…

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