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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (90 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Fanny, aterrorizada, inquirió:

—Pero ¿cómo es posible que un general grite «Muera la inteligencia»?

—Parece ser —sugirió el corresponsal portorriqueño— que tradicionalmente los intelectuales españoles de valía han sido en su mayor parte izquierdistas, por lo que los militares miran ahora con gran desconfianza la letra impresa.

Bolen, al oír esto se rascó la barba y sentenció:

—Entiendo que dichos militares son inteligentes y demuestran saber dónde les aprieta el zapato.

¡Bueno! Estaban en Salamanca, Cuartel General, ombligo do la zona «rebelde». Enfermeras de casas ricas, oficiales golpeándose la rodilla con una caña de bambú… Y además, moros, legionarios, alemanes, italianos… Desde el mirador del hotel presenciaron el paso de una procesión. Más tarde, pasó un entierro. Chicas de la Sección Femenina, haciendo tintinear sus huchas, les pidieron un donativo para el «Aguinaldo del soldado». ¡Claro, se acercaba Navidad! Se despidieron gritando: «¡Arriba España!»

Raymond Bolen, de pronto, estalló:

—No lo puedo remediar —dijo—. Prefiero a los otros.

Así era. Raymond Bolen prefería a los «rojos», lo mismo que Fanny. Ambos serían muy capaces de justificar y de razonar sus preferencias; no obstante, comprendían que su adhesión procedía de algo más hondo que la dialéctica. Era una adhesión instintiva, como la que los irlandeses podían sentir por las gaitas gallegas. Estaban de parte de los «rojos» y deseaban su triunfo. Creían, con David y Olga, que a base de perseverancia el pueblo podía ser educado cívicamente y que, en cambio, jamás podrían serlo ni los obispos, ni los terratenientes, ni los jefes de Estado Mayor, ni Hitler, ni Mussolini. Hitler había escrito: «La mayoría jamás podrá substituir al hombre». En cambio, Mussolini había dicho: «La historia la han hecho siempre las grandes ciudades». Tales contradicciones eran graves en el cerebro de quienes pretendían redimir al alimón el mundo. «Que se contradigan los diabluchos de la FAI, no importa; pero que se contradigan quienes monopolizan el poder, es trágico.»

Por otra parte, Fanny y Bolen estaban seguros de que Alemania e Italia no hacían más que probar en España su poderío a fin de lanzarse más tarde contra Francia e Inglaterra. «Prueban aquí las armas.» Por eso les producía asfixia ver tantos Mussolini y tantos Hitler en los quioscos de Salamanca ¡y en el bar del hotel!

—No lo puedo remediar —repitió Bolen—. Soy de los otros.

Bien ¿y qué? Estaban allí para informar a su público, a través de la cadena de periódicos que insertaban sus crónicas. Cada noche Fanny y Raymond Bolen tecleaban en sus máquinas de escribir, estimulados por el tabaco y el
whisky
. Sabían que su público tenía una idea muy esquemática de la guerra española, a causa de prejuicios heredados y de la distante geografía. De modo que procuraban no complicarle la vida con sutilezas y darles una visión plástica de lo que ocurría.

Su propósito inicial era visitar Valladolid, Ávila, Toledo, los frentes del Sur, Badajoz, ¡saber lo que ocurrió en la plaza de toros de Badajoz! Granada, ¡saber cómo fue asesinado García Lorca!, y luego Sevilla y por último Zaragoza, próxima a la línea de fuego y plaza fundamental desde el punto de vista estratégico. Pero aconteció que España los hipnotizaba desde cada rincón. Cada pueblo, cada monumento, e incluso cada cuartel. Sobre todo en lo referente a Bolen, el verbo «hipnotizar» era exacto. Bolen consideraba que la guerra de España tendría trascendencia suma para el porvenir de Europa y aun del mundo habitado. «Así como las grandes transformaciones científicas —le decía a Fanny, entre dos besos— suelen producirse en pequeños laboratorios o en una modesta pizarra, del mismo modo las dos grandes y modernas concepciones de la vida se enfrentan en esta reducida plataforma que es España.»

Fanny correspondía a los besos de Bolen, pero discrepaba de su teoría.

—No estoy convencida de que esto sea tan importante —replicaba—. Desde la Torre Eiffel el general Franco debe de verse pequeñito y desde el
Building Empire State
, de Nueva York, la batalla de Brunete nos parecería un juego de niños.

—Te equivocas, fiel colega. Ya van siendo trescientos mil los combatientes de cada bando y además el número no hace al caso. Lo que importa es saber quién vencerá.

Su próxima parada fue Ávila, donde evocaron el rumor según el cual «la mano de Santa Teresa guiaba a Franco en las batallas y lo inspiraba en los momentos difíciles». Lo que más los impresionó en Ávila fueron las campanas y la resonancia de sus propios pasos en la piedra y en las calles estrechas. Los cadetes de la Academia, de la que Mateo Santos acababa de salir con el nombramiento de alférez provisional, coloreaban con su presencia la ciudad.

De Ávila saltaron a Toledo, donde sacaron muchas fotografías. El Alcázar los impresionó «como impresionan los restos destrozados del enemigo victorioso». Bolen quería visitar la fábrica de armas, pero no obtuvieron el permiso necesario. En cambio, visitaron la Casa del Greco, la catedral, y contemplaron el Tajo hasta que, cansados de oír hablar de Moscardó y del Angel de la fortaleza, pisaron el acelerador y siguieron hacia el Sur.

Rumbo a Cáceres y Badajoz, se extasiaron ante la variedad del paisaje extremeño. Había comarcas tan abandonadas y hostiles, que no les sorprendió que de ellas partieran tantos voluntarios para el descubrimiento de América. Pero las había tan grandiosas, que era lógico que dichos voluntarios enfermasen de añoranza. En Mérida, lugar particularmente afectado por «la limpieza» decretada en los primeros meses por Queipo de Llano, un camarero, al ver la matrícula extranjera del coche, se sinceró con ellos, asegurándoles que muchos campesinos se llegaban cada día a la frontera de Portugal y escupían en terreno portugués, como signo de protesta por la ayuda que Oliveira Salazar prestaba a Franco.

En Sevilla, las anécdotas relativas al general Queipo de Llano eran innumerables. Sin embargo, ninguna de ellas conseguía divertir lo más mínimo a la pareja, hasta que, en el hotel en que se hospedaban, el vigilante nocturno les contó que el general, al que dicho vigilante llamaba don Gonzalo, era verdaderamente popular en la ciudad y en la región, pues poseía el don de la originalidad y una indiscutible magia personal. «Claro que tiene enemigos: todas las familias afectadas por las llamadas “medidas de seguridad”. Pero por la calle lo siguen las mujeres, los niños y los soldados, y gran parte de la población repite sus frases e imita su manera de hablar.»

Les hubiera gustado visitar a Granada y Córdoba, pero se habían entretenido ya mucho y su principal objetivo era Zaragoza. Córdoba, porque, en opinión de varios de los colegas que encontraron en Salamanca, era con mucho la ciudad andaluza más seductora, sobre todo cuando la luna se escurría por sus paredes encaladas, y Granada, porque ansiaban conocer detalles sobre la muerte de García Lorca. Ahora bien, todo el mundo los desanimó al respecto. «El tema es tabú en Granada, nadie soltará una palabra.» «Nadie sabe nada.» El gerente del hotel dio como cierto que los guardias civiles que mataron al poeta ignoraban que se tratase de «un hombre tan eso, tan requeté-conocido». Pero acto seguido añadió: «De todos modos, ¡quién sabe!» En vista de ello, renunciaron a seguir en Andalucía y dando media vuelta tomaron la dirección de Zaragoza.

La capital aragonesa les pareció, de entrada, caótica, pero sin duda de la máxima utilidad, pues en ella se habían dado cita combatientes de todas las armas, desde chóferes del Parque Móvil, entre ellos Miguel Rosselló, hasta pilotos de bombardeo, entre ellos Jorge de Batlle. Zaragoza era, en resumen, una suerte de balance de la complicada máquina de guerrear, y les pareció muy natural que Durruti se obsesionara con tomarla al asalto. Fanny y Bolen visitaron varias veces el templo del Pilar, cuya arquitectura juzgaron horrible, comprobando que a cualquier hora del día en su interior avanzaba en fila india una multitud de fieles para besar la columna marmórea que sostenía la imagen de la Virgen, columna que aparecía ya desgastada por el roce de tantos labios. Alguien les dijo que en un bombardeo enemigo una bomba cayó en la acera del templo y que al rellenar el boquete se vio que la silueta tenía forma de cruz. Fanny y Bolen estuvieron contemplando esta cruz, que les pareció bastante perfecta. «Llega un momento —comentó Bolen— en que no sé si los idiotas son ellos o si lo soy yo.»

Sí. Zaragoza fue para la pareja la piedra de toque, y sus calles y cafés constituyeron para sus profesionales ojos un documento válido. El Ebro bajaba fangoso. En un bar asistieron al singular reto de dos legionarios ya maduros, con cuatro ángulos en el antebrazo, que apostaban sobre quién se clavaría más palillos en las encías y en los intersticios de los dientes. En el altar del Santísimo de una iglesia muy concurrida, un cartel advertía a los visitantes: «Cuidado con los bolsos». Los limpiabotas vendían postales pornográficas, dotadas de movimiento, y los camareros, al recibir la propina, gritaban: «¡Bote!» De pronto sonaban las sirenas de alarma, y Bolen temía por su coche.

El ocho de diciembre, día de la Inmaculada, se disponían a cruzar por centésima vez el Paseo de la Independencia, cuando advirtieron que delante de una librería se había formado un ruedo de curiosos, pendientes de algo que ocurría en el centro. Los dos periodistas se acercaron al grupo, preparadas las máquinas de retratar. Cuando estuvieron a pocos metros, alguien les dijo:

—Un moro. Han matado a un moro. Llevaba un cinturón de orejas.

Fanny y Bolen se miraron, creyendo que se trataba de una broma de mal gusto. Sin embargo, se acercaron más y comprobaron que no había tal broma. En el suelo yacía, en efecto, un moro muerto, cuyo cinturón consistía en un alambre en el que había ensartado, agujereándolas por el centro, una retahíla de orejas. Orejas, según se decía, cortadas a los cadáveres «rojos» después de un combate en el sector de Huesca. Un teniente del Ejército se había dado cuenta de ello porque el moro se emborrachó e iba perdiendo la ropa, y sacándose la pistola lo dejó seco.

Fanny, horrorizada, huyó. Por el contrario, Bolen no se cansaba de sacar fotografías del teniente, de las orejas, del moro muerto y por último de la ambulancia, que llegó a toda prisa alborotando la ciudad.

No obstante, la euforia del periodista belga duró poco. Apenas Fanny se reintegró a su lado, y en el momento en que el moro penetraba horizontal y dulcemente en la parte trasera de la ambulancia, tres muchachos con uniforme de Falange se plantaron delante de Bolen y le rogaron que les entregara la máquina fotográfica. Su tono era tan enérgico, que Fanny se anticipó y descolgándose la suya del hombro se la entregó al falangista más próximo.

Bolen dudó. Seis ojos como seis flechas lo miraban. Por fin hizo una mueca y accedió:

—De acuerdo.

—Vengan con nosotros.

En comitiva se dirigieron a un local de Falange que había en la calle del Coso, donde ambos corresponsales fueron invitados a sentarse; Bolen, debajo de un retrato de Franco; Fanny, debajo de uno de José Antonio. A sentarse…, ¡hasta el día siguiente! Porque el revelado de las películas delató lo que los falangistas habían sospechado: todas eran imágenes de la España negra y siniestra, con sólo el respiro de unos olivos andaluces y de un par de perspectivas de la catedral de Toledo. Más tarde, las copias fueron implacables testimonios de la selección que Bolen y Fanny habían hecho. Niños descalzos, niños famélicos, viejas enlutadas que al andar casi lamían el suelo, ruinas, dos guardias civiles llevando esposado a un detenido…

—¿Cuánto tiempo llevan ustedes en España?

—Unos meses.

—¿En esta zona?

—Doce días.

—¿Y en doce días no han visto más que eso?

—Somos periodistas profesionales. No sabíamos que estuviera prohibido fotografiar mujeres y niños.

—Saben ustedes muy bien lo que he querido decir. Bueno, acomódense para pasar la noche, y en cuanto amanezca lárguense, y ¡arriba España!

Sin cenar, sin apenas dormir, «acomodados» toda la noche en el incómodo taburete, Bolen debajo de Franco, Fanny debajo de José Antonio. Fanny y Bolen se miraron centenares de veces, procurando conservar el humor. Los centinelas se iban turnando en la puerta. Todos eran muy jóvenes. Disponían de una gramola y obsequiaron a los dos periodistas con interminables sesiones de himnos.

Por fin, amaneció… Y la Falange zaragozana hizo honor a su palabra. A las seis y media de la mañana, Fanny y Bolen se encontraron libres, en la calle. La ciudad estaba desértica, excepto algún tranvía y unos cuantos camiones transportando tanques de gasolina. También se oían algunas campanas. Bolen se desperezó sin pudor y repitió, en broma:

—¡Arriba España!

Fanny pegó un puntapié a una lata vacía que, rebotando a capricho en el enlosado, se detuvo justo en una parada de autobuses. Cogidos de la cintura y besuqueándose se dirigieron al lugar donde la víspera habían aparcado el coche, delante de una tienda de comestibles. El coche seguía allí, pero a Bolen le pareció que era más bajito. Acariciándose la rubia y rizada barba se acercó y descubrió la razón: los cuatro neumáticos habían sido perforados. Además, la carrocería y los cristales estaban atestados de una sola palabra repetida: «Cabroncetes».

Los dos periodistas se miraron una vez más. Por fortuna, eran Veteranos en estas lides.

—¿Qué opinas, Fanny?

—No sé, hijo. La palabra suena bien. Y si mal no recuerdo, mi querido policía particular, Julio García, la empleó en varias ocasiones refiriéndose a ti.

—¡Vaya! —exclamó Bolen—. Nada hay nuevo bajo el sol.

Decidieron seguir tomándolo todo a broma. Vieron pasar, corriendo, un soldado. Luego, los dos periodistas se colocaron uno enfrente del otro y saludaron con el brazo extendido.

—¡Viva Franco!

—¡Viva!

—¡Arriba España!

—¡Arribaaa…!

Bolen bajó, cansado, el brazo.

—Ahora, Fanny, repite conmigo, si quieres: «En España no hay niños pobres».

—No, señor, no los hay.

—Ni mujeres famélicas.

—No las hay.

—Ni cinturones de orejas.

—Tampoco los hay.

—En España no hay más que una pareja extranjera besándose en la calle a las siete de la mañana.

* * *

No todo acabó ahí. De regreso a Francia, dando por terminada su aventura en la España «nacional», en la frontera fueron cacheados escrupulosamente. «La Voz de Alerta», cansado de que «los extranjeros se la jugasen», había dado orden de desnudarlos a todos, sin contemplaciones, excepto a los diplomáticos. Bolen, desnudo, parecía un fauno, con su barbita rubia. Fanny era ya mayor; las carnes se le caían. Los registraron incluso la dentadura y los carabineros se miraron entre sí al advertir que lo único que los dos periodistas se llevaban de España era una colección de insignias de solapa —Bolen las coleccionaba— y dos pares de castañuelas.

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