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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (105 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Era su antigua teoría: machacar las Divisiones del enemigo, aunque fuera a costa de unas cuantas baterías y de unos kilómetros de territorio. «Sin duda la batalla del Ebro será poco espectacular, será áspera y
fea
. El enemigo es dueño del sistema de observatorios que dominan la región y está bien provisto de armas automáticas. Pero al mismo tiempo tiene el inconveniente de luchar con un río a la espalda. Su desgaste será total. No comprendo cómo no se han dado cuenta de ello. Señores, anuncio que nuestra victoria en el Ebro será absoluta y que, gracias a ella, el año 1939 verá el triunfo definitivo de nuestras armas.»

El Estado Mayor «rojo» no parecía opinar lo mismo. Los nombres de los pueblos conquistados fueron repetidos hasta la saciedad por los partes de guerra y en las conferencias de prensa. Los periódicos del mundo democrático publicaron monumentales titulares. «Increíble reacción de las tropas de la República.» «Formidable victoria del pueblo español, que cambia el cariz de la guerra». Fanny y Bolen subrayaron en sus crónicas esta impresión. El propio José Alvear, en un momento de cínica euforia, envió a Gerona una postal dirigida a su tío Matías, diciéndole: «Estaba a punto de tomar el tren para haceros una visita, pero de pronto preferí darme una vuelta por Gandesa». Y canciones elegíacas brotaron como por ensalmo, calentando el corazón:

Al filo de la medianoche

cruzaron el Ebro barcas.

Los hombres que en ellas iban

llevaban Madrid en el alma.

Las aguas del río Ebro

cantan bajo la metralla:

¡Franco, bilioso traidor,

perderás esta batalla!

Era, en verdad, un momento crucial, pues cabía la posibilidad de aniquilar entre dos fuegos a todo el Ejército «nacional» que combatía en Levante y restablecer la comunicación entre Cataluña y la zona central.

Franco maduró su respuesta, y cuando ésta llegó evidencióse implacable. Primero fueron abiertas las compuertas del pantano de Camarasa, con lo que el nivel del Ebro se elevó de pronto varios metros, llevándose algunas pasarelas y algunas barcas. Inmediatamente después fueron tiradas a la corriente del río minas de pólvora, que al chocar contra cualquier objeto sembraban la muerte a su alrededor, trayendo a la memoria de los anarquistas el rumor de envenenamiento de las aguas del Ebro que circuló al comienzo de la guerra cuando el ataque de Durruti a Zaragoza. La artillería vomitó un fuego increíblemente certero y, ¡por último!, en oleadas sucesivas, apareció la aviación. Fue una lluvia apocalíptica, que hubiese justificado el bando de Líster prohibiendo mirar el cielo. Los pilotos «rojos», en su mayor parte españoles adiestrados apresuradamente, demostraban extraordinario coraje, pero lamentable bisoñez. Uno tras otro caían fulminados, algunos en el propio río Ebro, ante la angustia de los milicianos que contemplaban los combates.

¿Por qué habían sido elegidos julio y agosto para la aventura? Sol impío sobre las secas tierras de Aragón. ¿Por qué Moscú no mandaba a toda prisa un poco de la nieve que cayó en Teruel? El catedrático Morales apenas si sabía sostener el fusil y era tal su hábito de simultanear visión y comentario, que se olvidaba de disparar. Dimas, que nunca miraba a lo lejos, sino al suelo inmediato, les iba diciendo a Ideal y al Cojo: «Fijaos… Este ha muerto ametrallado por la espalda. Y éste también… Y éste…»

Era cierto. Los automutilados caían en manos de los comisarios políticos, muchos de los cuales eran seres desconocidos, que apenas si hablaban media docena de palabras en español. Los soldados que en el curso de la lucha se extraviaban, oían silbar balas disparadas desde cualquier ángulo. Alejarse para orinar podía significar la muerte. Caerse de sueño estando de guardia significaba la muerte. Exigir mejor rancho significaba sanción. Prohibido tener sed.

Los comunistas aprovecharon la ocasión para acabar con los militantes propios que por una u otra causa hubieran sido sentenciados por el Partido. De ahí que cayera acribillado por la espalda el catedrático Morales. Dio una voltereta, giró los ojos y cruzó el gran puente que lo unía al más allá. La Torre de Babel, que estaba a su lado, se afectó en gran manera. Se arrodilló y sin saber por qué le quitó al cadáver las gafas y luego lo registró en busca de la documentación, que era casi nula. El catedrático Morales no llevaba en la cartera sino el carnet del Partido; un plano de la checa de Gerona, con cinco o seis nombres ilegibles, y la fotografía de una espléndida mujer oliendo una rosa.

El forcejeo entre ambos ejércitos fue, en verdad, monótono y triste. La respuesta de Franco devoraba hombres, pero no parecía aclarar la situación y sus pérdidas eran también tan elevadas que el embajador alemán, Von Fardel, creía asistir a una recíproca matanza decretada por militares ineptos. Cierto que en el bando «rojo» se declararon epidemias de tifus y de disentería, al tiempo que entre los centinelas menudearon los cascos de insolación e incluso de locura; pero, a su vez, infinidad de soldados «nacionales» mordían el polvo, incesantemente machacados por la artillería, sin que les fueran de utilidad las corrientes de humo lanzadas para cegar los observatorios. La Bandera «Gerona», la Bandera de Mateo, en una sola noche de perra suerte quedó diezmada, esquelética.

* * *

En el momento en que el parte de guerra del Gobierno empezó a hablar de «ataques rechazados», todo el mundo supo a qué atenerse. Julio García comentó: «A base de rechazar ataques nos encontraremos aquí, en Perpignan».

Los «nacionales» iniciaron la contraofensiva en el Ebro y desde el primer cañonazo su superioridad fue tan manifiesta que en el ánimo general se impuso la idea de que Franco llegaría, en su embestida, primero a Tarragona, luego a Barcelona y por fin a la frontera. Las palabras de Franco pronunciadas cuatro meses antes se propagaron sin necesidad de los altavoces de Núñez Maza. «Señores, os anuncio que nuestra victoria en el Ebro será absoluta y que el año 1939 verá el triunfo definitivo de nuestras armas.» ¡Tarragona, Barcelona, la frontera! Si se pensaba con calma, ¡cuánto dolor, cuánta insensatez!

El general Kindelán, jefe de la Aviación «nacional», decidió organizar una exhibición de poderío que perpetuase en la memoria de los milicianos el instante exacto en que Franco había dicho: «Se acabó». Para ello organizó unas maniobras aéreas con la participación de quinientos aparatos, los cuales, después de volar sobre los fugitivos del Ebro, se internaron hasta Barcelona, donde efectuaron impresionantes acrobacias, trazando en el aire banderas bicolores y desapareciendo en el cielo azul. El día elegido fue el día de la Virgen de Loreto, patrona de la Aviación «nacional», y el espectáculo fue tan terrible y tan majestuoso a la vez que las azoteas de Barcelona se llenaron por ensalmo de temerarios observadores. ¿Cuántos eran los aviones? ¿Medio millar? ¿Un millón? ¡Virgen de Loreto!

Axelrod se conocía de memoria la canción. Los «nacionales» eran así, tomaban sus grandes decisiones en jornadas de significación religiosa. De ahí que al finalizar la alarma aérea le preguntara al presidente Companys si por casualidad «se acercaba el aniversario de otra Virgen». Companys, después de pensar un momento, le dijo: «El ocho de diciembre es la Inmaculada Concepción». ¡Inmaculada Concepción! Axelrod frunció el entrecejo: «Preparémonos para recibir cien mil kilos de dinamita». Companys agregó: «Y luego… Navidad». Axelrod se tocó el parche negro del ojo y acarició su perro. «¿Navidad? Barcelona arrasada, como si lo viera.» Los milicianos que oyeron el comentario, se achicaron y recordaron aquellos folletos que decían: «Atacar es vencer».

Axelrod acertó en su pronóstico. Franco había proyectado iniciar su golpe hacia el corazón de Cataluña del ocho al diez de diciembre; pero, obligado por el mal tiempo a retrasar esta fecha, sus tropas franquearon el Ebro pocas horas antes de Navidad, cuando en toda la tierra sonaban villancicos. Con anterioridad, la Compañía de Esquiadores, cancelada la bolsa de Bielsa —la División 43, al mando del Esquinazo, huyó a Francia, desde donde reentró por Port-Bou a la España «roja»—, había ocupado monte tras monte el Pirineo hasta colocarse en linea en Seo de Urgel. Ignacio, ¡cómo no!, se emocionó lo suyo al pisar terreno catalán y le dio a Moncho un enfebrecido abrazo.

—Pronto, Gerona… ¿Te das cuenta? ¡Gerona!

El cabo Chiquilín, que se había ido con permiso, a su vuelta informó:

—De los ochenta mil tíos que cruzaron el Ebro, sólo quince mil han podido regresar a la orilla izquierda.

Los atacantes sumaban unos cuatrocientos mil hombres. Imposible hacerles frente. Los milicianos se entregaban por secciones enteras, a veces al mando de la oficialidad; mientras, hombres aislados, que preferían morir, eran sorprendidos al pie de su ametralladora o se dejaban aplastar por los carros de combate. Pronto el Generalísimo Franco instaló su Cuartel General, su «Términus», en el Castillo de Raymat, cerca de Lérida.

Tarragona fue ocupada el 16 de enero y a partir de este momento la ruta de Barcelona estaba libre. Días antes, diez mil italianos habían regresado a su patria, siendo despedidos en Cádiz con todos los honores. Los que quedaron y participaron en el avance, a las órdenes del general Gambara, se emocionaron de veras cuando, al entrar en la antigua
Tarraco
, se encontraron súbitamente rodeados de monumentos romanos. ¡Castillo de Pilatos!, ¡la Necrópolis!, ¡el Acueducto! No en vano los Escipiones fortificaron la ciudad y la utilizaron como base para la conquista de España.

Los soldados «nacionales» olieron exaltadamente Barcelona, como al llegar al Maestrazgo los legionarios habían olido el mar.

Barcelona era la clave. «Millón y medio de almas.» «¿Por qué, tratándose de habitantes, habláis de almas?», preguntó, muy serio, el comandante Plabb. Un legionario le contestó, clavándose un mondadientes en la encía: «¡Porque somos así, ea!»

Núñez Maza gozaba lo suyo avanzando hacia Barcelona y no paraba de dar órdenes a sus camaradas de Propaganda, sin hacerles maldito el caso a los catalanes adscritos al servicio, los cuales le aseguraban que el léxico que empleaba no era el adecuado para la mentalidad de la región. «Vamos a ver, camarada Núñez Maza. ¿Cómo puedes tratar esto lo mismo que Vizcaya o que Ciudad Real? Cataluña es sentimental. Cataluña es…» «¡Qué sentimental ni qué narices! —barbotaba Núñez Maza—. Se acabaron las diferencias. España es una unidad de destino en lo universal.» Los catalanes se mordían las uñas. «Está bien, mentecato de Soria. Vas a ver el chasco que te llevas.»

Mateo estaba sereno. Sólo gritaba: «¡Arriba España!» Avanzaba disparando sus flechas de cinco en cinco, tostada la piel, abundante la cabellera, infalible su mechero. ¡Cuánta razón tuvieron David y Olga al afirmar, en la orilla del río: «Hay que tomarse el fascismo en serio»! Aquel lenguaje, que juzgaron disparatado, había abierto brecha, había brotado en medio del caos español como un roble de la Edad Media. Mateo comulgaba diariamente y era fiel a su promesa de castidad. A su madrina japonesa le escribió, medio en broma: «Luego implantaremos nuestra doctrina en el Japón».

De pronto: «¡Allá se ve Montserrat!», gritaron unos soldados catalanes, rogándole a Dios no morir precisamente al pie del Monasterio. «¡Líster retira sus puestos!», gritaron los hombres de Asensio y Bautista Sánchez, que se adueñaron del valle del Francolí. Veintitrés mil milicianos se entregaron, sin combatir, al general Moscardó, en una suerte de tardío homenaje al defensor del Alcázar. Luchóse fuerte en Balaguer, en Artesa de Segre. Los Curtiss y los Ratas aparecieron en el cielo como dando sus últimos coletazos, cielo a trechos radiante, a trechos tan lúgubre que recordaba el que cubrió de nieve los eriales de Teruel.

Los jefes del Ejército «rojo» habían pensado levantar en. Barcelona un cinturón defensivo parecido al de Bilbao. «Convertiremos el río Llobregat en lo que fue el Manzanares cuando la ofensiva de Madrid.» Pero los ministros y demás dirigentes políticos se marcharon de la ciudad condal. Se decía que celebrarían un Consejo ¡todavía! en Gerona, en el Castillo de Figueras, en Agullana, pueblo cercano a la frontera. Pero el éxodo de la población había empezado. Éxodo del que formaban parte incluso Ana María y la familia Ley, que había recogido a la muchacha.

En el frente, el Responsable dio a sus acólitos la orden de retirada. La legendaria gorra del anarquista no parecía impresionar al enemigo. El pesimismo del jefe de la FAI gerundense era total. Por suerte, los hados quisieron que, en la estación de Tarragona, se encontrara con José Alvear, flamante capitán que se dirigía también a Barcelona. «¡Responsable!» «¡Alvear!» Los dos veteranos se abrazaron en lo alto de un vagón de carga y acto seguido, viendo que el Cojo se quedaba en tierra, de un tirón lo ayudaron a subir. El tren arrancó con inesperada furia y José le dijo al Responsable: «Cuidado con los túneles». Era verdad. El tren penetraba en los túneles sin hacerles la debida reverencia. El Responsable y José no podían hablar por culpa del ruido de la locomotora, y el Cojo, aturdido, se pasaba una bellota de un lado a otro de la boca. Por lo demás, hacía frío en lo alto del vagón. Eran los últimos días del año. Navidad había pasado, justificando una vez más el pánico de los abetos al acercarse la Nochebuena. Y había pasado el treinta y uno de diciembre, situando a los hombres en 1939, año aciago, según los astrólogos. En las paradas del convoy, los dos anarquistas se referían a Barcelona, que consideraban simplemente estación de paso. ¿Paso para dónde? No sabían. Esta era la desventaja del anarquismo. Los comunistas tenían un punto de referencia: Moscú. Por eso Cosme Vila llamaba también ahora, a Moscú, «la Casa». Pero los anarquistas no disponían sino de la intemperie. Su fundador, Bakunin, no construyó para ellos ningún Kremlin en ninguna ciudad. También Malatesta se olvidó de aquellos seguidores suyos que un día perderían una batalla y serían proyectados hacia el destierro en un vagón de carga.

En Barcelona corrían rumores de todas clases, insistiéndose en que los «rojos» habían decidido volar con dinamita la ciudad, por lo que los miembros de la Quinta Columna organizaron turnos de guardia en los lugares estratégicos. La consigna de dichos voluntarios era «fingir aire abatido y profundo pesar». Y en los vehículos de que disponían instalaron sirenas de ambulancia al objeto de conseguir prioridad en el paso.

Era la hecatombe. Las mujeres les perdieron el respeto a los milicianos. «¿Y esos pistolones? ¿Para qué os sirven? ¡Hale, enseñádselos a Franco!»

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