Un millón de muertos (104 page)

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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
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Capítulo XLVIII

«La Voz de Alerta» buscó por todos los medios a su alcance el lote de «prisioneros rojos», importantes a ser posible, que le hacían falta para ofrecérselos a Cosme Vila a cambio de Laura; pero no dio con él. Los aviadores caídos en la zona habían desaparecido de las listas oficiales. Arturo Koestler, el escritor inglés que los «nacionales» apresaron en Málaga, había sido ya canjeado, en Gibraltar, por la esposa del piloto Carlos de Haya. «La Voz de Alerta» había supuesto encontrar más apoyo, algo más que consejos, sobre todo, por parte de don Anselmo Ichaso; pero estaba visto que en medio de tanto infortunio los dramas personales quedaban minimizados. Entonces, a punto de expirar el plazo concedido por Cosme Vila, decidió
inventarse
el lote y al efecto redactó la siguiente nota, con destino al jefe comunista gerundense: «Por falta de garantía de que mi presencia personal en la frontera significase la libertad de mi esposa, Laura Costa, le propongo a usted canjear a la prisionera por varios dirigentes comunistas que obran en nuestro poder, para lo cual necesito que me conceda usted una prórroga de quince días».

«La Voz de Alerta», una vez enviada la nota a Gerona, valiéndose para ello del notario Noguer, que continuaba en Perpignan, dirigióse sin perder un minuto a Lérida, con la esperanza de encontrar en esta ciudad los dirigentes que acababa de prometer. Cosme Vila, al recibir el papel, lo leyó ávidamente y accedió. «De acuerdo. Esperaré quince días. Ni uno más.»

Otra persona amenazada que obtuvo una tregua, fue el Responsable. El doctor Rosselló se dirigió pistola en mano a su encuentro en la checa anarquista.

—Llevo dos años dedicando mi vida a curar a tus compañeros amigos. Todos han pasado por mi quirófano y he salvado la vida a muchos de ellos.

—No salvaste a Porvenir —interrumpió el Responsable.

—¿Y qué culpa tengo yo? Su herida era mortal. —El doctor prosiguió—: No quiero discutir lo que mis hijas hayan hecho; pero no eres tú quién para tomarte la justicia por tu mano. De modo que ahora mismo vamos tú y yo y las acompañamos a la cárcel del Seminario. Una vez allí, me ocuparé en que sean juzgadas de modo legal.

—¿Y si me opongo? —dijo el Responsable, mirándole.

—Si té opones, te mataré yo mismo, si puedo. Si tú me matas antes, tengo doce amigos, ni uno más ni uno menos, que me han prometido ajustarte las cuentas.

El Responsable vio la pistola en manos de su interlocutor y decidió: «De acuerdo». Pensó que los presuntos amigos del doctor existían de verdad: los miembros de la Logia Ovidio. Las dos detenidas pasaron a la cárcel del Seminario y en el trayecto su padre les dio tanta lástima, que antes de cruzar el umbral le enviaron un beso de gratitud, beso que tuvo la virtud de emborrachar de felicidad al doctor.

También los internacionales Polo Norte y el Negus, que a raíz de la batalla de Teruel fueron acusados de indisciplina por un Comisario llamado Bineto, el cual los internó en el campo de reeducación de Júcar, salvaron el pellejo. Se escaparon de dicho campo y, al igual que José Alvear, consiguieron llegar a Barcelona, donde Polo Norte planeó salir de España, en tanto que el Negus, de temperamento más aventurero, decidió esperar un poco más. Los dos hombres parecían simbolizar la desmoralización de gran parte de sus camaradas, muchos de los cuales no tenían otra idea que regresar a sus países, sin que la tentativa de mezclarlos con milicianos españoles mejorara la situación. Polo Norte aseguraba que todo les había salido al revés, que la contienda española resultaba un hueso duro de roer, a una distancia infinita del cuadro que les habían presentado en París los encargados del reclutamiento. «Vine para aprender ¡y vaya si he aprendido! Por de pronto, en Teruel pasé más frío que en toda mi vida en Suecia. Luego, es mentira que sólo defienden a Franco los terratenientes y los curas. Y desde luego, no soporto que me emborrachen con coñac, malo por añadidura, para que no me dé cuenta de si me tratan como un hombre o como a un perro.» El Negus matizaba menos y e limitaba a soltar tacos, a despotricar contra André Marty y a enseñar a todo el mundo una estadística publicada por
Le Matin
, de París, el 7 de agosto. «De los quinientos prisioneros hechos por los nacionales en una de las jornadas de la reciente batalla de Aragón, ciento cuarenta y uno eran ingleses, setenta y dos americanos, cuarenta y uno eran franceses, etcétera. ¡Rusos, uno sólo!»

—¿Hay quien dé más?

Quien no consiguió la tregua deseada fue Octavio… El falangista, caído prisionero en el frente Sur, en calidad de agente del SIFNE, pasó a manos del Tribunal Especial contra el Espionaje. Conducido a Jaén, a lo largo de dos semanas fue sometido a un interrogatorio inclemente. No lo torturaron, pero apenas si le daban de comer. El día de la ocupación de Lérida, tal vez en un arrebato colérico, tres milicianos se lo llevaron al cementerio y lo fusilaron. Octavio murió gimoteando. Se acobardó. Antes de que dispararan cayó de rodillas al suelo, implorando perdón.

* * *

La tesis de Cosme Vila sobre las posibilidades de plantar cara que le quedaban aún al Ejército «rojo», se manifestó cierta. Mezclando con eficacia casi artística la organización y la amenaza, el presidente Negrín, pocas semanas después de la pérdida de Lérida y de la llegada «nacional» a Vinaroz, pudo decirle a Gaiskis, el embajador ruso: «Dentro de ocho días tendré en pie de guerra los hombres que usted me pidió. Diez divisiones, ciento veinte mil fusiles en total».

A raíz de esta afirmación, el mando ruso decidió jugarse la última carta y jugársela a cara o cruz. Concibió una operación pre suntuosa, difícil, destinada a asestar al enemigo un golpe en el pecho. Negrín, oídas las explicaciones de los estrategas, preguntó:

—¿Y las divisiones rusas que me fueron prometidas?

—Dada la actitud de Hitler en la conferencia de Munich, razonable y conciliadora, constituiría una provocación.

—¿Y el arma desconocida, prometida por los checos?

—El invento es, desde luego, una realidad; pero por desgracia no lo es su fabricación en serie.

Se trataba de atacar por el Ebro, de cruzar por sorpresa este río, en el sector de Gandesa, y penetrar en la retaguardia enemiga hasta que el último soldado hubiese perdido el aliento.

La máquina movilizada fue puesta en marcha. Según las características de cada sector, el compás se abría más o menos; pero, por término medio, fueron llamados todos los hombres comprendidos entre los dieciséis y los cuarenta y dos años. En consecuencia, verdaderos niños, bautizados popularmente «La quinta del Biberón», fueron dotados de fusil, mientras por arriba el llamamiento alcanzaba justo la quinta de Ezequiel. ¡Ezequiel, al frente del Ebro! Matías rebasaba la edad y Jaime quedaba incluido, pero consiguió que un médico de la Caja de Reclutas, pariente amigo, lo declarase inútil total. Por supuesto, no faltaban hombres animosos, como José Alvear, quien una vez más se dirigió a primera línea con el firme propósito de perseguir al enemigo hasta Portugal.

Así, pues, la cifra de trescientos mil combatientes deseada y anunciada por Cosme Vila resultó exagerada; pero ciento veinte mil hombres no eran de despreciar, máxime teniendo en cuenta que el Partido Comunista se mostró dispuesto a convertir cada uno de ellos en catapulta. «Todo soldado que abandone o pierda el fusil, será pasado por las armas.» «Todo intento de deserción será castigado con la muerte, pudiendo aplicar dicho castigo los propios camaradas.» El procedimiento fue expeditivo: detrás de los ciento veinte mil hombres, los comisarios políticos, equiparados al grado de capitán, alinearon un cordón de negras pistolas. Objetivos especiales eran la localización de automutilados y la vigilancia de los numerosos presos «fascistas» que habían sido movilizados. Líster observó que sus hombres miraban constantemente el cielo, ¡el pánico por la aviación!, y en consecuencia pensó en publicar un bando prohibiendo mirar el cielo.

El inicio de la batalla tendría lugar el 25 de julio, precisamente el día de la Fiesta de Santiago Apóstol, Patrón de España. El río Ebro se cruzaría a las doce cero minutos de la noche. Los pontoneros habían preparado cinco puentes de ciento cincuenta metros de longitud cada uno, hábilmente construidos sobre flotadores. Y, por supuesto, barcas. Cien barcas lo menos fueron transportadas del mar al río Ebro, de los peces a los hombres. Cada barca llevaría lo menos un oficial y ocho soldados, algunos de los cuales recibieron la instrucción llamada «del silencio»: embarcar, desatracar y remar sin hacer ruido… ¡Cautela! Se prohibiría incluso toser. Los soldados no llevarían ni manta, ni plato, ni saco, sólo un macuto con municiones y comida y la voluntad de morir. El frente se rompería a lo largo de ciento ochenta kilómetros y el terreno en que se combatiría era de formación calcárea, con manchas de viñedos, olivares y cereales.

El Ebro era el río español por antonomasia. Su itinerario, que s e iniciaba en los Montes Cantábricos, era calco fiel del seguido por muchos soldados del bando «nacional». El Ebro nacía cerca de Reinosa, en Santander, y después de recorrer novecientos kilómetros, moría en el Mediterráneo. No otra cosa cabía decir de muchos legionarios, moros, requetés navarros y falangistas. El Ebro era poco más que un arroyuelo para los combatientes llegados de la rica Europa, nacidos a orillas del Rin, el Danubio, o el Sena; pero para los españoles era el símbolo de la fertilidad y especialmente en tierra aragonesa eran tantas las aguas que recogía, que Gorki recordó en
El Proletario
el adagio popular: «Ega, Arga y Aragón hacen al Ebro varón».

A Cosme Vila le hubiera gustado acudir a la cita del Ebro y que a su lado Gerona entera cruzara el río con los soldados. Sin embargo ¡cautela! Axelrod se lo prohibió; disponiendo, además, que por esta vez el catedrático Morales sustituyera a Gorki, disposición que tuvo la virtud de provocar en el catedrático un extraño eructo. Cosme Vila se quedó meditabundo, pues no le cabía la menor duda de que si la ofensiva fracasaba la suerte de la causa popular estaba echada. A veces le dolía que le conservasen su vida como en un frasco de alcohol; a veces le dolía que la existencia del escalafón jerárquico fuera hasta tal punto inevitable.

El Responsable, que no estaba supeditado a nadie, en ocasión tan singular decidió capitanear personalmente la representación anarquista. Sus hijas le objetaron: «¿Qué haremos sin ti?» Santi, que de un tiempo a esta parte parecía enamorado de Merche, saltó decidido: «Yo me quedo, nada os faltará. ¿Aceptas, Merche?». «¡Oh, gracias, gracias!» Antonio Casal hubiera querido alistarse, pero no lo hizo. La mirada de su mujer fue tan expresiva, que el jefe de la UGT no se atrevió a proponerlo siquiera. Tampoco David y Olga tomaron el fusil, pues su pesimismo era tal que de hecho juzgaban ya heroico quedarse en Gerona. En cambio, los empleados del Banco Arús, compañeros de Ignacio —excepto Padrosa, esquiador en el Pirineo «rojo»—, partieron rumbo al Ebro. Partieron precisamente el 18 de julio, segundo aniversario del comienzo de la guerra. Ni siquiera se libró de ello la Torre de Babel, peso a que en Abastos, al despedirse, le dijo a Pilar que un hombre do estatura tan visible debería ser destinado a Servicios Auxiliares.

En los días que precedieron a la ofensiva, los dirigentes «rojos» desplegaron una actividad fuera de lo común, para convencer a los combatientes de que velaban por ellos. La Pasionaria, en París, en el Velódromo de Invierno, lanzó ante veinticinco mil oyentes la consigna de «España lucha y vencerá». Prieto, cuya destitución como ministro de Defensa fue jaleada por millares de telegramas de conformidad enviados por los comunistas desde todos los frentes, se encontraba en Sudamérica pidiendo ayuda económica para la causa del pueblo español. Alvarez del Vayo saltaba de aeródromo en aeródromo y arrancaba del laborista inglés Clemente Atlee, una nueva y devota declaración en favor «de la lucha por la libertad de España» y el grito de «¡Obreros del mundo, uníos!» Tal vez los únicos que no se mostraron a la altura de las circunstancias fuesen André Marty, llamado a Moscú para responder de «turbias rarezas» en su gestión al mando de las Brigadas Internacionales, y el presidente de la República, Manuel Azaña, el cual se instaló limpiamente cerca de la frontera francesa, en el castillo de Perelada, adonde habían sido llevadas muchas obras del Museo del Prado y donde aquél descubrió con asombro que el cuadro al óleo que pendía en la cabecera de su lecho representaba la huida de Egipto.

Llegó la fecha del veinticinco, hora H. A las doce, cero minutos, tal como estaba previsto, un ejército de fantasmas arrolló materialmente las débiles guarniciones «fascistas» del sector de Gandesa, después de cruzar el Ebro, en un alarde de táctica. El desconcierto entre las tropas defensivas, que no esperaban que el ataque «rojo» se mostrase ni tan violento ni tan rápido, fue total. Los soldados cayeron prisioneros o huyeron, dejando en manos de los milicianos la artillería y las ametralladoras. Se estableció una cabeza de puente, que se iba ensanchando a medida que nuevos atacantes cruzaban el río. La brillantez de la apertura deslumbró incluso a los empleados del Banco Arús… El Responsable se exaltó hasta un punto inverosímil, pues en los sucesos de mayo de 1937, en Barcelona, no pudo sino defenderse detrás de una inocente barricada, en tanto que en el Ebro avanzaba kilómetros lanzando sin descanso granadas de mano. Reparto a voleo, siembra de victoria, que el Cojo rubricaba pegando cada dos por tres un salto mortal.

Lo mismo que ocurrió cuando la pérdida de Teruel, en la retaguardia «franquista» se produjo un estremecimiento de desconfianza. «¿Qué pasa?» Schubert se preguntó una vez más hasta qué punto la población que vitoreaba a Franco hubiera demostrado el temple necesario en el caso de que la suerte militar le hubiese sido reiteradamente adversa. El propio Mateo, que desde Castellón de la Plana fue trasladado, con su Bandera, al igual que otras muchas unidades, a taponar la brecha del Ebro, se descompuso al comprobar el chaqueteo de la población. En los altares de los templos, el número y el tamaño de los cirios aumentaba a tenor del pánico. El agente Difícil, vuelto a Madrid, sonreía desde su rincón del bar Mayor. «Como esto dure —le decía al patrón alemán—, ofrezco mis servicios a Negrín, que no deja de ser un farsante simpático.» Difícil creía saber que Negrín no había sido ni sería jamás comunista «por dentro».

El Alto Mando «nacional» dio prueba de mayor temple. Franco se trasladó al teatro de la lucha. Instaló su Cuartel General, camuflado en unos vagones de ferrocarril, cerca de Alcañiz. Dicho cuartel se denominó, como de costumbre, «Términus». Pocos días le bastaron al Generalísimo para reunir los datos necesarios que le permitieran enjuiciar la situación. Y su comentario, que asombró a varios de los militares que lo rodeaban, fue escueto: «No podíamos tener más suerte. En treinta y cinco kilómetros tengo encerrado lo mejor del Ejército rojo».

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