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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (50 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Cuando los observadores «nacionales» entendieron que la preparación era suficiente, el general Varela dio la segunda orden:

—¡Adelante!

Ahí se produjo lo inesperado. La réplica de los defensores fue tan varonil y contundente, que los atacantes se inmovilizaron sobre el terreno. «¡No pasarán!» Las espitas de la metralla y del plomo, esta vez proyectadas en sentido contrario, cayeron sobre ellos. La artillería disparaba desde las inmediaciones del Palacio Real; algunos cañones habían sido emplazados en el último piso de los edificios. Ojos de ametralladora resplandecían en cadena y, sobre los tejados, cruzaba la «Gloriosa», dispuesta a enseñorearse del cielo. «¡No pasarán!» Todo el cinturón de Madrid se convirtió en un solo clamor. «¡No pasarán!» Los atacantes gritaban: «¡Adelante, que ya son nuestros!» Mentira. Detrás de cada árbol, de cada ventana y de cada saco de arena se escondía una voluntad. Y apenas una posición quedaba desguarnecida, brotaban de la tierra combatientes de refresco. En determinadas zonas, los milicianos desprovistos de arma esperaban anhelantes la caída de un compañero para hacerse con su fusil. Mujeres de todos los sindicatos ayudaban trajinando, llevando municiones, cantimploras, ejerciendo tareas de enlace y espoleando a aquellos hombres que, súbitamente iluminados, ofrecían el pecho y la vida, mientras a sus espaldas discos lejanos tocaban
A las barricadas
y
La Internacional
.

El general Varela comprendió al punto que se había producido una mutación. Los informes que llegaban a su puesto de mando reconocían que los defensores formaban un ejército experto, sin duda mandado por jefes intrépidos, que disponían de material de excelente calidad. El general Monasterio, que con sus escuadrones de caballería tanteaba aquí y allá en busca de brechas de penetración, fue conciso: «Largo Caballero no mintió. Gran parte del material que utilizan es óptimo y las Brigadas Internacionales han alterado los términos de la lucha. El enemigo con que nos enfrentamos en estos momentos no tiene el menor parecido con la pandilla de guerrilleros que conocimos hasta hoy».

¡Brigadas Internacionales! Fue el elemento perturbador. Aquellos hombres que Fanny y Julio vieron hacer cola en los banderines de enganche, en París. El general Lucasz, con su comisario político Vittorio, el general Kleber, con su comisario Luigi Longo, los batallones Garibaldi, Dimitroff y Commune de París, y otros muchos batallones. «¡Voluntarios de la Libertad!» Un nimbo poético seguía enmarcando su intervención. Al igual que ocurrió en Aragón, cada uno de sus gestos implicaba una enseñanza para los neófitos milicianos. Sabían guarecerse del fuego enemigo, las culatas de sus fusiles se adaptaban coma ventosas a sus hombros. ¡Defendían tantas cosas! Polo Norte estaba allí. Y nadie le preguntaba por Suecia ni por qué había venido: Su pelo era blanco; sus disparos, certeros. Linotipista de profesión, ahora defensor de la Facultad de Filosofía y Letras. El Negus estaba también allí. No pensaba en su raza, judía, ni en su país de origen, Alemania. Disparaba. Defendía España, el mundo y, confirmando la tesis de Julio, se vengaba de algo íntimo, personal; se vengaba, al igual que José Alvear, de las muchas mujeres burguesas que desde su fealdad física y su escasa educación había amado en vano. También estaban allí los dirigentes comunistas españoles Jesús Hernández, Díaz, Mije, Uribe… Las fuerzas «nacionales» no conseguían reponerse de la sorpresa. El Alto Mando ordenaba al general Varela una y otra vez: «¡Adelante! ¡Avanzar!», pero la Infantería vacilaba. Especialmente, los moros. Los moros, excelentes maniobreros en campo abierto, en terreno ancho, lloriqueaban angustiosamente ante aquel tipo de guerra suburbial, la guerra del palmo a palmo, del forcejeo, del piso por piso. Además, la aviación los aterrorizaba, ya que «si al morir su cuerpo quedaba descuartizado y sucio, no sería admitido en el reino de Alá». Tampoco los legionarios se movían a sus anchas. Los legionarios, incomparables en el asalto a la bayoneta y en el lanzamiento de granadas de mano, a la vista de los carros de combate se cohibieron y miraron de extraña manera a sus jefes. «¡Adelante! ¡Avanzar!» Pero los «rojos» exclamaban: «¡No pasarán!» Y los falangistas y los requetés y los guardias civiles andaban desconcertados.

Eran días de noviembre, días con escarcha. Madrid se convirtió en cementerio, en muladar. Con el alba asomaba el sol. Ojo irresoluto que apenas si se atrevía mirar el vientre agusanado de la ciudad. El sol recorría su camino, amando especialmente a los niños, a los niños escondidos en Cuatro Caminos, en Tribunal, en el subterráneo de Atocha. Al atardecer, se iba, se despedía amoratadamente. Ojo cárdeno que lloraba por los muertos de la jornada. Cuando los muertos eran muchos, al día siguiente permanecía oculto en el claustro ignoto y enviaba en su lugar viento frío o nubes grises que amortiguaban los sonidos. Nubes que lloraban en su nombre, llanto parecido al sirimiri del Cantábrico, que Carmen Elgazu tanto añoraba.

En Madrid se producían erupciones volcánicas: humildes seres que, a la sombra del general Miaja, se convertían en héroes y cuyas frentes se llenaban de estrellas. Un botones del Hotel Palace les plantó cara de tal suerte a los carros de combate, que fue ascendido a teniente. La mujer de un peón caminero «clavó» de tal modo un coche blindado, que fue nombrada sargento. Cuatro guerrilleros del Campesino, llamados Pancho Villa, Sopaenvino, Salsipuedes y Trimotor, fueron nombrados capitanes. Era, sin duda, una defensa pertinaz. A retaguardia de los atacantes, en el sector de Talavera, los pilotos «rojos» lanzaban de noche, en paracaídas, bengalas de larga duración, que se mantenían en el espacio iluminando los objetivos.

El general Mola llegó, procedente del Norte, al teatro de la lucha. El general Mola llegó del Norte, es decir, sin tener aún experiencia directa sobre el poderío de las Brigadas Internacionales. Horas después de su llegada, ordenó la prosecución a ultranza del ataque, cuyos dos objetivos inmediatos eran: el primero, la ocupación de la Casa de Campo; el segundo, el cruce del Manzanares. La orden del general Mola ¡se cumplió…! A costa de sangre fue derribado parte del muro de la Casa de Campo y los legionarios y los regulares indígenas se derramaron por entre las encinas de aquella mancha borrosa, mancha que, vista desde el aire, confería al paisaje una singular ancianidad. El Manzanares fue cruzado y se penetró en el Parque de la Moncloa y en la Ciudad Universitaria, en la que doscientas ametralladoras «rojas» disparaban sin tregua. Fueron ocupados el Palacete de la Moncloa, la Residencia de Artistas Franceses, el Hospital Rubio, el Asilo de María Cristina y el Hospital Clínico. Cinco mil presos de la Cárcel Modelo sufrían la tortura de ver a los «suyos» aproximarse a los muros de la prisión, sin conseguir llegar a ella.

Todo sería inútil. Los atacantes estaban extenuados y no había posibilidad de relevo, en tanto que, desde Albacete, André Marty seguía enviando más y más batallones de «Voluntarios de la Libertad», los cuales iban taponando, con precisión no exenta de belleza, los flancos que habían sido vulnerados.

«Que prosiga el ataque.» Aleramo Berti, delegado fascista italiano, sin dejar de llevarse a la boca caramelos ácidos en cuyo envoltorio destacaba la efigie de Queipo de Llano, contemplaba el desarrollo de las operaciones y opinaba que aquella lucha era estéril y que lo sensato sería renunciar y atrincherarse. Schubert, nazi alemán, con su miopía y aspecto apocado, opinó que la guerra era la guerra y que en consecuencia se imponía arrasar Madrid. En el bando «rojo» el general Kleber y el general Lucasz no acertaban a explicarse la suicida tozudez del enemigo, cuya inferioridad era manifiesta, y Líster farfullaba una vez y otra: «Aquí los cascamos a todos».

* * *

La suerte estaba echada. Nicoletti, al calcular que se hubiesen necesitado sesenta mil hombres para forzar las defensas de la ciudad, calculó seguro. En cambio, Ezequiel fue mal profeta. Las plegarias de Carmen Elgazu se extraviaron camino del cielo. Por primera vez desde el 18 de julio los «nacionales» fracasaron, fracaso que sus jefes iban conociendo en su propia carne, puesto que Castejón cayó herido, cayó herido el jefe marroquí Mizzian e incluso el general Varela iba a sufrir el arañazo de tres cascotes de metralla.

«Nuestras fuerzas han realizado un movimiento de repliegue y se atrincheran en las líneas conquistadas.» Don Anselmo Ichaso reaccionó con violencia. Al tiempo que aplazaba la fiesta que anunció y que tiraba a la basura la estación «Madrid», que tenía preparada, escribió a «La Voz de Alerta»: «Ha fallado el Servicio de Información». Por su parte, «La Voz de Alerta» renunció al caviar y su criada Jesusha se pasaba las tardes en el Buen Pastor haciendo pucheros. Tan desorbitadamente aumentaba el desencanto en la retaguardia «nacional», que los periodistas extranjeros acosaban a Núñez Maza preguntándole: «¿Es lógico que pierdan ustedes tan fácilmente el ánimo, que se desmoronen de este modo?» «¿Cree usted que, en caso de adversidad, esta zona resistiría tanto como ha resistido la zona “roja”?»

La zona «roja»… En la zona «roja» las masas se echaron a la calle vitoreando al general Miaja, a Moscú, a la CNT, a todo cuanto era revolucionario y les pertenecía en algún sentido… «¡Madrid, la tumba del Fascismo! ¡Madrid, invencible! ¡No pasarán! ¡La victoria está cerca!» El Cojo creyó eso, que la victoria estaba cerca, y también lo creyó Teo. Se multiplicaron las felicitaciones y los ascensos. «¡Viva Largo Caballero! ¡Vivan los hombres llegados de Hungría, de Checoslovaquia y del Paraguay!» Felicitaciones al batallón «Los que no corren», formado por ancianos y hombres cojos. Felicitaciones a las dos enfermeras suizas Germaine y Thérèse, cuya destreza y abnegación salvaron la vida a muchos heridos, y a los porteros que subieron a las azoteas para hostigar a los «pacos». ¡Felicitaciones al doctor Rosselló! El doctor Rosselló, que al apropiarse del Hotel Ritz instaló el quirófano en los sótanos, convirtiéndolo en hospital modelo. Felicitaciones a la Pasionaria y a Margarita Nelken, las cuales recorrieron las lineas una y otra vez arengando a los milicianos. Se produjo un estado de cordialidad propicio a la comprensión mutua. El Campesino, hercúleo e inmunizado contra las balas, dijo de los anarquistas: «Son menos tontolicos de lo que me había figurado». En justa correspondencia, los anarquistas dijeron del general Kleber: «Menudo tipejo». José Alvear se dedicó a pintarrajear en las aceras, con caracteres enormes, las iniciales de la FAI, en tanto que su padre moría acribillado, recibiendo la felicitación póstuma de los dos camilleros que lo tiraron a una zanja.

De hecho, el único que no prodigó alabanzas fue el embajador ruso, Rosenberg. Rosenberg, visto el desarrollo de los acontecimientos, entendió que el ataque fue tan mal planteado que haberlo contenido no presuponía ninguna hazaña. «Un juego. Nunca entenderé a los españoles.» Hizo un viaje a Valencia y a la salida del despacho del Presidente del Gobierno, en el que irrumpió con una imponente escolta de técnicos militares, le dijo a Largo Caballero: «Rusia ayudará… Rusia ayudará cada vez más. Pero hay que unificar rápidamente el Ejército y nombrar comisarios políticos de confianza. Además, poco a poco, hay que acabar con los anarquistas y con el POUM».

Largo Caballero miró con fijeza al embajador y le contestó:

—No olvide usted que no estamos en Rusia, sino en España. España es un país pequeño pero orgulloso, y lo primero que necesita es que sean de su confianza los embajadores.

* * *

El frente se estabilizó. Madrid no fue conquistado. El general Mola no bebería todavía café en el Molinero y todas las estatuas de Madrid aparecieron adornadas con graciosos casquetes de papel. En ambas zonas, de Norte a Sur, de Este a Oeste, se tuvo la certeza de que la guerra sería larga.

Capítulo XXII

La escarcha de noviembre y el frío se habían trocado en lluvia. Dios se había hecho lluvia y la lluvia caía mansa sobre Bilbao, gris sobre Gerona, amarilla sobre los campos de Castilla y los eriales de Teruel. Llovía incluso sobre el mar —¿por qué llueve sobre el mar?— e incontables Cármenes Elgazu sentían todo el espanto del invierno que se acercaba, inmersos los hombres en la guerra. La guerra en verano era como un despliegue en abanico, el triunfo de los arroyuelos de agua clara; pero en invierno… Sólo la hija del patrón del Cocodrilo, recluida en el Manicomio, seguía enarbolando aquella pancarta que decía: «Gracias».

Guerra larga… Ningún colapso fulminante, ninguna circunstancia insólita. Los dos bandos irían agigantándose hasta que uno de ellos reventara sumergiendo con su jugo al adversario. Guerra larga…

A Carmen Elgazu le gustaba que lloviese porque ello le recordaba a Bilbao. Cuando llovía, Carmen Elgazu echaba inmediatamente serrín en el rellano de la escalera, e Ignacio, al ver el serrín, se acordaba en el acto del Banco Arús y de don Jorge. Cuando llovía, Carmen Elgazu colocaba en la entrada del piso un cubo para escurrir el agua de los paraguas y le decía a Pilar: «Anda, hija, ponte las katiuskas y ten cuidado, no vayas a tropezar».

Cada vez que Carmen Elgazu miraba el calendario, veía señalada en rojo la fecha del 25 de diciembre. ¿Traería el 25 de diciembre la explicación de lo que estaba ocurriendo? Carmen Elgazu oía las gotas de la lluvia claquear en el río. ¡Ah, aquella blanca Navidad de Gerona, cuando copos del cielo tiñeron la tierra y todos juntos, con Mateo, subieron al campanario de la catedral! Aquello fue libertad, belleza y vida. Aquello fue algo hermoso y una sentía que el frío era bueno porque se detenía en la piel. Si ahora nevaba, ¿qué pasaría? El frío en la guerra debía de cortar como diez guadañas. La nieve en la guerra debía de ser barro maldito. «Señor, protegednos. Proteged a esta familia que os ama.»

Matías Alvear, en Telégrafos, le decía a Jaime: «Este año, por Navidad, no podré comunicar con mi hermano de Burgos. —Luego añadía—: Estoy seguro de que mi hermano ha muerto.» A Matías Alvear le daba miedo Queipo de Llano. «Es un bruto.» Creía que Queipo de Llano representaba a quienes, en la otra zona, podían ser responsables de que en Burgos su hermano hubiese muerto. Jaime le contestaba: «Mataron a García Lorca. ¿Qué se puede esperar?»

Ignacio veía también con ánimo intranquilo acercarse el invierno. Julio le había dicho: «La guerra será larga, me temo que de un momento a otro llamarán a tu quinta». Era cierto. Y el muchacho no sabía qué hacer. ¡Francia, España «nacional»…! ¿Cómo abandonar a aquellos tres seres del piso de la Rambla? Sin embargo, también tendría que separarse de ellos en caso de presentarse a filas. Hubiera querido huir, huir tal y como huyó Marta… Pero no veía el modo. Laura había suspendido
sine die
las expediciones a Francia y al parecer, perros adiestrados rastreaban el Pirineo. ¿Y Julio? Matías Alvear le dijo a Ignacio: «Bien esta, hijo. Acabaría pareciendo nuestra nodriza. Pensaremos por nuestra cuenta y algo saldrá…»

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