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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (48 page)

BOOK: Un millón de muertos
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—Porque tienen una consigna. «Estaré leyendo el periódico.» «Estaré jugueteando con el mechero.» En fin…

El rostro de mosén Francisco se iluminó.

—Rosita, por Dios… ¿Me encontraría usted personas que acudiesen a mí? Si yo pudiera…

Ezequiel intervino. No quería que el vicario se les muriese de añoranza, y además estaba claro que Rosita se había puesto de su parte.

—No se preocupe por eso, reverendo. Tendrá usted clientes.

El resto fue fácil. Se trataba de elegir el lugar a propósito y de que Rosita corriera la voz por el barrio.

A la noche, Ezequiel le trajo un plano de la urbe y lo extendió en la mesa del comedor. Manolín dijo en seguida:

—¡El Tibidabo!

—Nada de eso, amigo —replicó Ezequiel—. Menos humos.

Después de mucho mirar, estimaron prudente que el lugar elegido estuviera lo más lejos posible de la calle de Verdi, y el más a propósito les pareció el Parque de la Ciudadela, al lado de la estación de Francia.

—Podría sentarme en un banco leyendo
El Diluvio
y teniendo una caja de cerillas, a mi lado, a la izquierda.

—¡Ele! —rubricó Ezequiel—. Cerca de la fuente de la Sirena.

El vicario se acarició la barbilla.

—¿Y disfraz?

Rosita intervino.

—Yo creo que tal como viste usted ahora, con mono azul.

—Quizá sí.

Ezequiel echó los brazos atrás, como si hiciera gimnasia.

—Falta algo… —musitó—. ¡Ya está! Unas letras en la espalda, como si fuera un empleado de alguna industria o de alguna marca de…

—¡Uralita, S. A.! —gritó Manolín triunfalmente.

Y, ante el asombro del chico, se aceptó por unanimidad.

Uralita, S. A…
El Diluvio
, caja de cerillas, fuente de la Sirena… Rosita inició su labor entre las vecinas y se asombró de la gran cantidad de ellas que le merecían confianza. «¿Cómo es posible, que, siendo nosotros tantos, nos tengan así acorralados?» La buena noticia se transmitió como si fuera una mala noticia, y mosén Francisco empezó a gozar y a sufrir en el Parque de la Ciudadela, junto a la estación de Francia.

Se le antojaba raro estar sentado allí, leyendo y releyendo cien veces el periódico, sin enterarse de su contenido. Los granos de arena se familiarizaron con él y quizás algunos pájaros, que a veces lo miraban como si quisieran también confesarse. Cada Vez que alguien asomaba por las avenidas circundantes, el corazón le daba un vuelco. «Ahora…» Su busto se atiesaba, pese a sus esfuerzos. Pero no. Era un alma distraída que no se daba cuenta, que era incapaz de advertir que detrás de Uralita, S. A., bordado en rojo, se escondía el perdón de los pecados.

Pronto todo aquello mejoró y empezaron a acudir asiduamente personas que temblaban aún más que el propio vicario. Personas que se sentaban a su lado, procurando no aplastar la caja de cerillas, llevando en la mano un libro, o un capazo, o migas de pan para las aves.

—Ave María Purísima…

—Sin pecado concebida.

Un rosario de pecados. Mucho odio y mucha sensualidad, y murmuración y envidia, y desavenencias familiares. Avaricia y olvido de Dios.

—Soy mala, padre. Soy una pecadora.

—También yo soy pecador. ¡Váyase tranquila! Que Cristo la Acompañe.

El penitente, hombre o mujer, esperaba un momento, mirándose las alpargatas, hasta que de pronto se levantaba y se iba oteando a derecha y a izquierda, acompañado por Cristo y por aquel sacerdote de mono azul que al decirle
Ego te absolvo
, se había mirado con rara atención la palma de la mano derecha.

Había mañanas fecundas, otras estériles. Un día quien se sentó a su lado fue otro sacerdote; otro día, un hombre con dos pistolones. El corazón de mosén Francisco dejó de palpitar. ¿Sería una trampa?
Ave María Purísima
. No, no era trampa. Otro día se le presentó Manolín. El muchacho encontraba aquello divertido y al final de su inventada lista de pecados le susurró al oído:

—Hoy no hay lentejas.

Terminado su cometido, el vicario acostumbraba a levantarse, doblar el periódico y regresar andando a la calle de Verdi. Recorría entera la ciudad, para ejercitar los músculos. Al pasar delante de los bares y tabernuchos, se acordaba de la mujer rubia, sin edad, que le dijo: «Eres un aprovechado, ¿invitas?» En el camino se detenía husmeando. Siempre paseaba por la Rambla de Cataluña, una de cuyas horchaterías empezaba a ser llamada Radio Sevilla, pues en ella coincidían a diario, simulando hablar de fútbol, grupos de personas que comentaban la emisión de Queipo de Llano. «La fábrica de armas de Toledo vuelve a funcionar a toda marcha.» «Cuando entremos en Madrid, abriendo el vientre de Prieto sacaremos grasa para varias generaciones.» «Las vanguardias de nuestras tropas han llegado a Carabanchel Alto.»

Gracias a esas caminatas mosén Francisco se enteró de que había guerrilleros en el Montseny y de que los presos del
Uruguay
habían sido trasladados a la Cárcel Modelo. Presenció algunos entierros lúgubres: un cochero en el pescante, una caja de madera sin pintar, sin forrar y ningún acompañante. Siempre llevaba calderilla para las postulantes del Socorro Rojo y un poco de tabaco para los ancianos que encontraba al paso, en las aceras o en el Metro. «¿Tú qué haces para ganar la guerra?» «Las noches son frías en la línea de fuego.»

Una mañana, el vicario se acordó de que existía Ana María. La llamó. La llamó por teléfono y la citó ¡cómo no! en el parque de la Ciudadela. Ana María acudió sin tardanza, al día siguiente, llevando unos pendientes parecidos a los de Pilar. Se sentó al lado del vicario, pero no para confesarse sino para preguntar por Ignacio. ¡Oh, sí!, el pecado de Ana María consistía en estar enamorada, pese al tiempo transcurrido. Enamorada de un muchacho que vivía en perpetua inquietud. Mosén Francisco se dio cuenta de que Ana María ignoraba la existencia de Marta y se calló, sin saber si procedía bien o mal. Los dos se rieron mucho. Parecían novios. Y de este modo los pilló la puesta de sol y más tarde la hora del cierre del parque. El guardián los echó. Parque inmenso, algo descuidado, cuyo rey era el elefante que Santi había deseado matar.

Capítulo XXI

Iba a dar comienzo «la batalla de Madrid», que la población de ambas zonas, así como las radios y los titulares de la prensa, juzgaban decisiva. De su resultado dependía, acaso, el futuro de la guerra. Cada cual se preparaba a su manera. En Pamplona, don Anselmo Ichaso había construido en su red eléctrica una simbólica estación que decía «Madrid» y, para el día en que sus trenes diminutos pudiesen desfilar delante de ella victoriosamente, tenía preparada una fiesta en su casa. En San Sebastián, «La Voz de Alerta» proyectaba comerse, con la ayuda de Javier Ichaso, al que continuaba dando lecciones de
savoir faire
, una lata de caviar que adquirió en su último viaje a Biarritz. Por su parte, en Madrid, Santiago Alvear, padre de José Alvear y hermano de Matías, recorría la ciudad de punta a cabo, gritando: «¡No pasarán!», y el escritor ruso Ilia Ehrenburg, que entraba y salía constantemente de la España «roja» declaraba a sus lectores: «A pesar del bullicio y de las luces de los cafés, se nota en la cara de los españoles el hastío».

Lo cierto era que, al igual que en otros tiempos en víspera de elecciones, las fuerzas de uno y otro bando parecían tomar aliento para la embestida. Todos los Mateo Santos, los Núñez Maza y los Ichaso, es decir, todos los «nacionales» de ambas zonas vivían auscultándose el corazón. Todos los Durruti, los Gorki y las Paz peladas al rape, es decir, todos los «rojos» de ambas zonas, vivían tomándose el pulso. La inmensa fosa que separaba las dos Españas a no tardar se llenaría de heroísmo, de generosidad, de hombres muertos.

En el bando «nacional» reinaba la confianza. Las columnas de Yagüe venían cosechando éxitos ininterrumpidos desde que se lanzaron a la conquista de Badajoz. Nada las detuvo y por la misma ruta que siguió el Moro Muza y que siguieron los almorávides en el siglo XI, llegaron a Toledo y Maqueda, dejaron atrás estos objetivos y ahora se encontraban a las puertas de Madrid. Tenían Madrid al alcance de la mano, sometido al martilleo de la aviación. El general Mola era el principal portavoz de dicho optimismo. Desde el inicio de la campaña había prometido: «Pronto tomaré café en Madrid», por lo que en el café Molinero, de la capital, unos camareros irónicos habían reservado una mesa que decía: «General Mola», mesa intocable, que esperaba al general desde el mes de julio. En aquellos últimos días de octubre, éste había reiterado por la radio su desafío, anunciando además que a las cuatro columnas que convergían sobre la ciudad cabía añadir una quinta; la «quinta columna», formada por los innumerables «patriotas» que en el interior de Madrid sabotearían los esfuerzos de los defensores y ayudarían a las «tropas liberadoras». La confianza era tan grande que sorprendía a los periodistas extranjeros invitados al acontecimiento, pues desde el comienzo de la guerra habían oído que precisamente la característica de los mandos «nacionales» era la prudencia. Esta vez no fue así. Todo estaba preparado para irrumpir en la capital y dotarla en seguida de lo indispensable. Hileras de camiones de Intendencia se aproximaban lo más posible, aparcando en las carreteras y caminos. Algunos de estos camiones decían ya: «Plaza Tetuán, Madrid». «Glorieta de Bilbao, Madrid». Millares de banderas nacionales se aprestaban a ser clavadas en los balcones y millares de retratos del general Franco estaban también dispuestos a presidir todos y cada uno de los edificios de la capital. Estaban previstos el fluido eléctrico, el abastecimiento de agua, ¡las barras de labios! y las bandas de música de las distintas unidades chorreaban notas alegres. La confianza era compartida, ¡cómo no!, por la tropa. Los moros miraban a su ídolo indígena, el coronel Mizzian, con respeto casi supersticioso. Los legionarios se electrizaban al oír las arengas del general mutilado Millán Astray, quien llevaba siempre consigo, además de su gorro ladeado, un librito de meditación, titulado
Palabras de aliento
, del padre jesuita Daniel Considine. Los falangistas, además de los himnos de rigor, cantaban:

Tengo un dolor no sé dónde

nacido de no sé qué,

sanaré yo no sé cuándo

si me cura no sé quién.

Y por su parte, los requetés, vuelta la cabeza hacia Navarra, cantaban:

No llores, madre,

que me voy a las armas.

Nada vale el cuerpo,

sólo vale el alma.

Los uniformes eran variados como en una gigantesca ópera, y muchos soldados del Ejército llevaban en el casco algo comestible, especialmente latas de conserva, para entregarlo a la población madrileña. Sí, Madrid estaba allí, a vista de hombre. Acaso pudiera tomarse la ciudad sin disparar un solo tiro. En Roma, en Berlín, en Lisboa y en Tokio se esperaba con fruición el comunicado del triunfo.

En el bando «rojo» el estado de ánimo era más vario. Los militares profesionales, entre ellos Rojo y Mangada, confiaban en poder contener a los atacantes, precisamente porque éstos venían luchando sin descanso desde Extremadura. ¡Estarían exhaustos! Y sus efectivos disponibles, según los informes del servicio de espionaje —éste, encabezado, en efecto, por el llamado Dionisio— y de los desertores de la zona «nacional», no podían sumar más de cinco mil hombres. ¡Cinco mil hombres cansados, ocupando una capital de un millón y pico de habitantes!

La defensa se organizó apelando a todos los recursos de la inteligencia y del instinto. Largo Caballero anunció al pueblo y a los combatientes que, por fin, gracias a la ayuda extranjera, que Comenzaba a ser eficaz, se disponía de armamento mecanizado idóneo para la lucha. «¡Tenemos aviones, tenemos tanques, tenemos cañones de gran calibre! ¡Podemos concentrar en Madrid cincuenta mil voluntarios! ¡A resistir! ¡A resistir, heroico pueblo de Madrid! ¡El fascismo no pasará!»

Por otro lado, se nombró una Junta de Defensa de la capital presidida por el general Miaja. Al lado de éste, Rojo, Pozas, Asensio y Masquelet, técnico en fortificaciones, y, además, el embajador ruso, Rosenberg. Los Partidos y los Sindicatos establecieron centros de reclutamiento en distritos y calles, donde se suministraban armas y mal que bien se encuadraban las unidades. Combatientes de las cercanías, de Somosierra, de Cuenca, etcétera, abandonaban sus puestos y se dirigían a la capital. Se formaban apresuradamente batallones de toda suerte: Batallón de barberos, de dependientes de comercio, ¡de las cigarreras de Madrid! Llegaron Líster y sus hombres: Líster, el cantero comunista, adiestrado en Moscú, y llegó el Campesino, con sus labriegos levantados en tierras extremeñas: el Campesino, hombre de la tierra, que llamaba «despanzaburros» a su fusil ametrallador. Llegó de Andalucía la unidad «Espartacus» y se alineó con rigor el 5.° Regimiento, que representaba al marxismo ortodoxo. Quien tenía buen pulso, dispararía hasta morir; quien no, a fortificar. Ésta fue una de las consignas dadas por la CNT, cuyos jefes Mora, Cipriano Mera y Del Val hicieron alardes de un admirable sentido del mando. Centenares de manos empuñando de la mañana a la noche toda suerte de utensilios abrieron zanjas, ¡zanjas de nuevo!, en el cinturón de la ciudad, levantaron parapetos de ladrillo, con sacos, e incluso con paquetes de periódicos invendidos, y emplazaron armas en todas las alturas y en todos los agujeros. El trabajo recordaba el rítmico martilleo de las canteras de Gerona, multiplicado hasta el infinito.

Los servicios de Propaganda y el instinto del pueblo hicieron circular, por añadidura, rumores de espeluznante eficacia. La prensa y la radio anunciaron, primero, que los «oficiales nacionales» habían recibido de Franco una lista de cíen mil obreros a los cuales fusilar como botín de guerra; segundo, que Franco, valiéndose de proyectiles especiales, echaría unos soporíferos que adormecerían a la población, dejándola indefensa. Plataforma para el odio lo fue, además, la frase de Mola relativa a la «quinta columna», Los dirigentes moderados clamaban contra el general. «¡Si será bellaco! ¿Cómo contener ahora a los exaltados?» Los exaltados eran Líster y el Campesino, los incontables anarquistas que bajaban del monte y la gente dispuesta a morir. Hubo un proyecto, no realizado, de ejecución colectiva de los cinco mil detenidos en la Cárcel Modelo. Se formaron Tribunales Populares, en sustitución de los comités autónomos, que juzgaron a razón de veinte individuos por hora. El frenesí se veía incrementado por las bombas aéreas —«bombones» eran llamadas—, una de las cuales cayó en el Metro de Atocha haciendo una carnicería.

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