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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (47 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Éste, apenas se apeó en la estación de Barcelona, apenas dejó de sentir a su lado la protección de los dos ferroviarios, tuvo la impresión de que a lo largo del andén enormes ojos lo miraban inquisitivamente, empezando por el ojo del reloj. Nunca hubiera sospechado que tantas cosas en el mundo pudieran parecer ojos. Procuró serenarse, disimular. Ahora bien, era sacerdote. Y lo que uno es ¿no se trasluce al mirar, no lo delata el ademán, aun llevando mono azul, carnet de la UGT y un cajón de herramientas? Al salir de la estación oyó a su espalda los pitidos de las locomotoras y por un momento temió que fuesen sirenas de la policía.

La encerrona había sido larga, entre espejos, en casa de las hermanas Campistol. «Cuando os persigan en una ciudad, huid a la otra.» Apenas sabía andar y sentía la palidez resbalarle por las mejillas. En el trayecto no vio sino montañas y el color ocre de octubre; en Barcelona, casas, hombres, los colores de la revolución. Fue un impacto para el vicario comprobar que los instintos galopaban desnudos. No sabía adónde ir. Avanzó por el paseo de Colón y, al llegar a los pies de la estatua, pensó: «¿Por qué no he ido a pasar delante de la catedral?» El puerto estaba allí, rebosante de lentejas diminutas llegadas de Odesa, de baterías de costa recién engrasadas. Siguió andando Paralelo arriba, hasta los palacios de la Exposición, que habían sido tomados al asalto por una masa de refugiados aragoneses. Los palacios que en 1929 exhibieron maravillas industriales, exhibían ahora bocas famélicas, que al hablar acentuaban la última sílaba. ¡Refugiados! Todo el mundo se desplazaba; era el ciclón de la guerra.

Mosén Francisco orinó detrás de un pabellón y abandonó en el suelo su caja de herramientas. Con ello se sintió libre, encendió un pitillo y se internó por las Rondas, y luego, volviendo sobre sus pasos, tomó la dirección del Barrio Chino, de acuerdo con el consejo que le dio Ignacio. A media tarde se encontraba exhausto. Sentóse en un bar frente al cual una inscripción decía: «Menos comités y más pan». ¡Pan! Mosén Francisco tenía hambre. Pidió un bocadillo y un vaso de vino. El vino era vino, pero el vaso no era cáliz. Lo alzó, lo miró y lo bebió. «Confío en Vos, Señor; haced conmigo lo que os plazca.»

Poco después, una mujer se le sentó en las rodillas. Fue el más grande de los sustos, casi un grito. «¡Calma! ¿Por qué todo aquello?»

—¿Qué haces aquí?

—Aquí estoy.

—Sales del hospital…

—Sí.

Era una mujer sin edad. Cuando pasaban cerca los milicianos y los miraban, mosén Francisco, sin poderlo evitar, apretaba un poco a la mujer contra sí.

—Eres un aprovechado. ¿Invitas?

—No faltaba más…

También bocadillo y vino, vino para la Loli, vino que era vino, vaso que no era cáliz.

—Cuéntame algo.

—¿Yo?

—¿Pues quién va a ser?

Pasaban niños y perros y, arrastrándose por la calzada, la infancia y las promesas que mosén Francisco había hecho el día de su ordenación.

—¿Luego nos iremos?

Tengo quehacer.

Los minutos parecían horas, ¡pero la mujer pesaba poco sobra las rodillas de mosén Francisco! Dramática belleza de la tentación…

—¡Salud y muchas gracias, «rajao»!

Salud, cuerpo de Dios, alma de Dios…

Mosén Francisco se levantó, aturdido. Pagó y echó a andar, desentumeciéndose, en dirección a la Vía Layetana, al establecimiento fotográfico de Ezequiel. Se sentía desfallecer, no quedaba otra salida. Las carteleras seguían clamando lo mismo que cuando el viaje de Julio: «Sífilis, o tú para mí». «Adán no era hombre.» Al cruzar las Ramblas asistió, estupefacto, a la manifestación de unas treinta mil personas que se dirigían en bloque al puerto a dar la bienvenida al mercante ruso Zarinym, que traía alimentos para Cataluña.

Pasado el aluvión, reanudó la marcha hasta llegar frente al establecimiento de Ezequiel. Miró al interior: las cabinas runruneaban y un grupo de milicianos esperaban el turno. Ezequiel estaba allí, fijando cabezas, y era tal y como Ignacio lo describió: altísimo, melena, con gestos que de repente adquirían comicidad y una evidente honradez en toda su persona.

Mosén Francisco rectificó su plan y llamó a un taxista. Los milicianos lo asustaron y además pensó que Ezequiel no le conocía, por lo que le pondría en un apuro. Mejor ir directamente a la calle de Verdi, donde Marta podría responder por él.

Al cabo de un cuarto de hora llamaba al domicilio de Ezequiel. Le abrió la mujer de éste, pero ni siquiera les dio tiempo a intercambiar una palabra; Marta, desde el comedor, reconoció al vicario, rápidamente. Salió al encuentro de mosén Francisco y no supo si abrazarlo, darle la mano o estrechársela. Pero lo importante era que el vicario había llegado a buen puerto.

En cuanto estuvieron sentados en el comedor, ¡y mosén Francisco pudo quitarse las gafas oscuras!, presentó su solicitud: necesitaba quedarse allí, con ellos, en aquella casa. Era un cobarde y necesitaba protección. «Ignacio me dijo que…»

—No se apure, reverendo —cortó Rosita, la mujer de Ezequiel—. Está usted en su casa.

Mosén Francisco sintió que algo parecido a un leve vuelo de pájaro le rozaba las mejillas, devolviéndoles el color. «¿Por qué, Señor, sois tan bondadoso? ¿Por qué escucháis mis plegarias? ¿Es que no soy capaz de sufrir?»

Manolín miraba al vicario con gran curiosidad. Éste iba a preguntarle algo al chico, pero Rosita se anticipó con una hermosa pregunta: «¿Le gustan a usted las lentejas, reverendo?»

¿Cómo advertir a Rosita que no le llamase reverendo? ¿Por qué tanta claudicación?

Rosita dijo:

—A Eze le gustará tener un cura en casa…

—¿Quién es «Eze»? —preguntó, torpemente, el vicario.

—Ezequiel. ¿Quién va a ser? Un profeta que las acierta todas sin cobrar un céntimo.

—Ezequiel…, bonito nombre.

Inesperadamente, Marta rompió su silencio y se rió.

—¿De qué te ríes, hija?

—De las patillas que lleva usted.

—¡No me hables! Son culatas de fusil.

Manolín no decía nada, pero pensaba algo que lo entusiasmaba. Exactamente pensaba que si el sacerdote se quedaba en la casa, cuando hubiesen pasado unos días pediría confesarse. Se ilusionaba con esto: confesarse en un lugar que no fuese la iglesia. «Por ejemplo, en el patio, debajo de los pinos.»

Ezequiel llegó a la una y cuarto, como de costumbre. Su saludo cinematográfico no podía faltar esta vez. «¡A comer!», bramó en el pasillo, mientras se acercaba al comedor. «¡El negro q ue tenía el alma blanca!»

Sin problema. «Pese a ser cura, no parece usted mala persona.» Ezequiel confió siempre en su buena estrella. Ahora mismo, en pleno torbellino, creía a pies juntillas que ni a él ni a sus protegidos les ocurriría nada malo. «Quédese usted… Y a ver si me convierte, que ando un poco flojillo.» Se las prometió muy felices con mosén Francisco, porque le pareció que el vicario era alegre y al margen de prejuicios.

—Sí, quédese usted. Comerá muchas lentejas, pero paciencia. La patrona las disimula muy bien. Por lo demás, somos gente casi tratable, lo cual es mucho en los tiempos que corremos.

Marta puso la mesa —estrenaba un delantal amarillo— y todos se sentaron. En cuanto la fuente ocupó el centro y el humo subió enhiesto como el de la hoguera de Abel, mosén Francisco pidió permiso para bendecir. «Claro que sí…» Mosén Francisco inclinó a cabeza. Manolín aprovechó para fisgar si llevaba tonsura o no. Ezequiel, al terminar, le dijo al sacerdote:

—Me alegra que no rece usted en latín. A lo mejor me entero de algo…

* * *

Tan pronto la guerra era un páramo inacabable, la Gran Monotonía, como imitaba al rayo, cambiando en un instante el destino de los seres. Marta llegaría a conocer las dos cosas. Monotonía en la cocina de David, rayo en el domicilio de Ezequiel. Cuarenta y ocho horas después de la incorporación de mosén Francisco a la familia que se había formado en torno a Rosita, y en el momento en que el vicario se repetía para sí «esto es una bendición» llegó el aviso: el aviso fue la madre de Marta esperando a su hija en, el interior de un coche que frenó delante de le puerta. «Que se traiga sólo lo indispensable; pañuelos, un par de medias, nada. No hay tiempo que perder.» El Consulado de Guatemala aguardaba la llegada de las mujeres. La consigna en la puerta sería: «Orquídea». Marta se enteró de ello como si le hablaran a través de un tabique lejano. De forma atropellada y caótica se despidió de Ezequiel, de Rosita, de Manolín, de mosén Francisco, ¡del gato! Con lágrimas en los ojos. «¿Qué ha pasado, madre?» «¡Abrázame, hija mía! Mañana salimos en un barco italiano para Tánger. Por una vez, el coronel Muñoz ha sido un caballero.»

Marta y su madre prosiguieron, sin contratiempo, su aventura. Rn la calle de Verdi se notó el cambio; los espíritus tardaría unos días en adaptarse. «Han salido ustedes perdiendo», dijo mosén Francisco, mitad convencido, mitad coqueteando. Rosita había ya observado que mosén Francisco a veces exageraba con su humildad. «Es usted un coquetón, ¿verdad, reverendo?» «¿Cómo? Tal vez sí… ¡Pero, por Dios, Rosita, no me llame usted reverendo!»

El vicario se sentía a gusto en la casa, donde se resarcía de los espejos de las hermanas Campistol. Acordóse que mosén Francisco sustituyera a Marta en las clases que Manolín necesitaba y, como era de rigor, el chico correspondía introduciendo a mosén Francisco en el sutil mundo de las sombras chinescas. Torpe mosén Francisco… Retorcía sus dedos una y otra vez sin acertar siquiera a siluetear un conejo, que era lo más sencillo; en cambio, Manolín clavaba en la pared, con pasmoso realismo, toda clase de milicianos y toda clase de curas. El antiguo oficio de Ezequiel, su instinto para las caricaturas, le había permitido enseñar con maestría a Manolín. El día que Marta se marchó, para olvidar la tristeza organizaron una brillante sesión a cuatro manos. Ezequiel y Manolín, sincronizando sus veinte dedos, consiguieron en la pared imágenes espléndidas y originales, entre las que destacaban un obispo con tiara y báculo y un Cristo arrastrando su cruz.

Ezequiel se dejó ganar fácilmente por el sacerdote, sobre todo porque podía discutir con él. Uno y otro, al dialogar, deformaban, sin advertirlo, su propia personalidad. Mosén Francisco, que era muy realista, fingía creer que la vida consistía en una interminable sucesión de prodigios. «Todo es cuestión de fe. ¿No pudo Moisés cruzar el Mar Rojo? ¡Pues…!» Ezequiel, que en el fondo sólo creía en lo que no se podía demostrar, simulaba tener el pensamiento lógico e incluso ser mezquino. «Nada de Moisés, mi querido amigo, nada de prodigios. Aquí se trata de estudiar Física y Química, ¿comprende?»

Ezequiel correspondía a mosén Francisco trayéndole de fuera periódicos y noticias. Al vicario se le había despertado el interés y sabía que Ezequiel, cuyo establecimiento estaba tan cerca de la Jefatura de Policía, podría arreglárselas fácilmente para estar al tanto de la marcha de la guerra y de los sucesos de la ciudad.

Y era verdad. Ezequiel coincidía muchas veces, en los cafés —próximos al Fotomatón—, con agentes de policía, amigos suyos, y raro era que no les sonsacara algo. Por este conducto mosén Francisco supo que el avance «nacional» hacia Madrid seguía incontenible y que en Valencia acababa de formarse una Junta organizadora de un homenaje a Blasco Ibáñez, en el próximo aniversario de la muerte del escritor.

A mosén Francisco le dolía interesarse de verdad por la marcha de la guerra, porque la guerra consistía en lo dicho: en amar a éstos por odio a aquéllos. No, el no había nacido para alegrarse al oír: «Hemos causado al enemigo setecientas bajas». ¡Bajas! ¡De qué modo escueto se referían las cosas, con qué frialdad se bautizaban las catástrofes!

Sus escrúpulos seguían vivos, lacerantes y más lo laceraron al enterarse de que el obispo de Gerona, aquel que lo ordenó sacerdote, que le trasmitió los poderes, había caído en el cementerio de su ciudad. Por otra parte, un día Rosita llegó descompuesta de la calle. De regreso de una tienda de muebles se había encontrado delante del Hospital Clínico y asistió allí al desfile de grupos de personas que, conteniendo su pena, buscaban entre los cadáveres de turno algún deudo desaparecido.

—Todos los días pasa mucha gente por el Hospital. Aquello es horrible.

Ezequiel corroboró la afirmación de su mujer. Ezequiel estaba al corriente de aquello por dos fotógrafos, conocidos suyos, que aran los encargados de retratar los cuerpos precisamente con vistas a su identificación.

—Por cierto —le dijo Ezequiel a mosén Francisco— que tales fotografías han revelado algo extraordinario, que no es lógico que usted ignore. Han revelado que casi a diario, determinados cadáveres, exclusivamente cadáveres masculinos, presentaban un orificio idéntico, siempre en el mismo lugar: la palma de la mano derecha. El hecho llamó la atención de los médicos del Hospital, hasta que por fin se ha descubierto la verdad. Dichos cuerpos corresponden a aquellos sacerdotes que en el momento de ser fusilados levantan la mano derecha para bendecir a los milicianos. Siempre hay una bala que les agujerea en diagonal la mano, las mano abierta de par en par.

La respiración de mosén Francisco se detuvo. El vicario miró Ezequiel, luego a Rosita y por último fue incapaz de contener una especie de alarido. El increíble documento de los sacerdotes de la' diócesis de Barcelona le confirmó que la vida se componía de milagros. Sollozó largamente, ante el estupor de Manolín, y sintió que le penetraban violentos deseos de ser bueno.

Aquella noche no pudo dormir. La cama era tan blanda y confortable, que le parecía que tenía clavos. De nuevo se preguntó por qué había huido de Gerona, por qué no salía a la calle y gritaba ante todo el mundo: «¡Yo también soy sacerdote y pido que me matéis y que me agujeréis la mano derecha!»

Su vergüenza se tradujo muy pronto en actos. Al día siguiente les dijo a Ezequiel y a Rosita que no podía con aquella confinación. «Ayudadme a encontrar el modo de ejercer mi ministerio, de confesar a la gente y de darles la comunión. ¡Qué sé yo! En este barrio habrá, supongo…»

No le dejaron terminar. Ezequiel arrugó el entrecejo, pero Rosita fue más decidida.

—Tengo entendido que hay muchos sacerdotes que confiesan, vestidos de paisano… En los andenes del Metro, en las últimas filas de cualquier cine. Una vecina me dijo que…

—No entiendo. ¿Cómo dice usted, Rosita? Explíqueme… ¿Cómo saben las personas que aquel señor del andén es sacerdote y que confiesa?

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