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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (51 page)

BOOK: Un millón de muertos
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Algo saldrá… Los propios compañeros de Ignacio en el Banco Arús vivían sobre ascuas, pues la llamada de quintas afectó ya a uno de ellos, a Padrosa. Padrosa tuvo que dejar la pluma por el fusil —lo contrario de lo que aconsejaban David y Olga cuando, en tiempos pasados, querían abolir el Servicio Militar— y su silla vacía era el aviso constante. El cajero le dijo a Ignacio: «No seas tonto y preséntate voluntario. Podrás enchufarte. Si esperas a que te llamen, te darán un machete y comerás mucha trinchera». ¡Machete! De pronto, palabras remotas adquirían significado. La palabra «machete» se incrustó en la mente de Ignacio como si la hubiera lanzado Sidlo, el anarquista extranjero campeón de jabalina.

Y por si fuera poco, Marta se había ido. La guerra era la dispersión. Todo ocurrió como en un sueño. De la cocina de la escuela, Marta había pasado a Barcelona, a la calle de Verdi, y de la calle de Verdi, al Consulado de Guatemala. ¡Guatemala! Otra palabra que, de pronto, adquiría significado.

Marta, ¡por mediación del coronel Muñoz!, consiguió hacer llegar a manos de Ignacio una carta escrita con letra apresurada y jubilosa.

Querido Ignacio: Todo ha salido bien. El coronel Muñoz ¡por una vez! ha sido un caballero. Mi madre ha ido a buscarme a la calle de Verdi y las dos estamos ya en el Consulado de Guatemala, desde donde te escribo. Mañana zarparemos, no sé a qué hora, rumbo a Tánger, en un barco italiano.

Pensaré en ti a todas horas. ¡Querido Ignacio! Yo había soñado con estar juntos siempre, siempre, y la guerra se ha interpuesto. Pero te quiero. Y te querré dondequiera que vaya, cada día más.

Nuestra intención, puedes imaginarla: entrar cuanto antes en la España nacional. Tal vez pueda allí ser útil a España, a la Falange. Allí encontraré a mi hermano José Luis y a Mateo…

Prométeme una cosa, Ignacio: que harás lo imposible para reunirte conmigo. ¡Prométemelo! ¿Lo intentarás? No pierdo la esperanza. Gerona me da miedo… Inténtalo. Mil veces te digo: inténtalo…

Tuya siempre,
MARTA.

Ignacio tuvo celos. Tuvo celos de la Patria, del
Cara al Sol
, de Mateo y del hermano de Marta.

«Ser útil a España, a la Falange…» Temió que Marta en la España «nacional» lo olvidara todo, que olvidara incluso amar y se alimentara exclusivamente de yugos y flechas.

«Mañana zarparemos rumbo a Tánger…» «¡En un barco italiano!» ¡Qué insólito resultaba todo aquello! «¡Marta, también yo soñé con estar contigo siempre, siempre!» «¡También yo te quiero y te querré cada día más dondequiera que vaya!»

«También Gerona me da miedo… Y me da miedo el invierno que se acerca. ¡Que Dios te proteja, Marta!»

* * *

Desde mediados de noviembre hasta fin de año ocurrieron muchas cosas. Guatemala, Italia y Alemania reconocieron, como antes lo hiciera la República de El Salvador, el Gobierno de Burgos, de Franco, éxito internacional y diplomático que, aun siendo notable, no compensaba del revés militar sufrido en Madrid. Y luego, además, por extraño signo murieron, en poco menos de veinticuatro horas, José Antonio Primo de Rivera y Buenaventura Durruti. José Antonio murió el día 20, fusilado en Alicante; el 21 murió Durruti, en la Ciudad Universitaria, de una bala disparada desde el Hospital Clínico por mano desconocida, tal vez por un comunista o por un enemigo personal.

José Antonio Primo de Rivera, de quien Núñez Maza opinaba que era quien era, primero por talento natural y segundo porque bebió en las enseñanzas de Ortega y Gasset, murió fusilado. Las reiteradas tentativas de liberación de que José Luis Martínez de Soria le habló a Mateo el día de la llegada de éste al Alto del León, fracasaron. Fracasó la primera, consistente en una propuesta de Canje del fundador de la Falange con un hijo de Largo Caballero, que se encontraba detenido en Sevilla. El Gobierno de la República, pese a la aquiescencia de Prieto, no accedió a ello y el propio Largo Caballero, que tenía la convicción de que su hijo había sido fusilado por Queipo de Llano, se desentendió de la propuesta. Fracasó la segunda tentativa, consistente en el envío de un emisario falangista, vieja guardia, a Alicante —emisario que desembarcó el 24 de septiembre en el puerto de esta ciudad, desde el torpedero alemán
Graff von Spee
, anclado en aguas territoriales—, con la misión de sobornar con dinero a unos jefes de la FAI. Fracasaron las intervenciones del duque de Alba, de Sánchez Román, otra vez de Indalecio Prieto y de varios ministros ingleses y franceses. Y fracasó, por último, por motivos ignorados, la última tentativa —en la que tomó parte el alférez Salazar— que había de Consistir en un nuevo desembarco en Alicante, con el propósito de irrumpir en la cárcel de José Antonio y raptar por la fuerza al detenido.

En el Alto del León, esta última tentativa había despertado esperanzas. La partida del alférez Salazar —al parecer, debía reunirse en Sevilla con otros seis camaradas— había sido emocionante. El alférez estaba intranquilo y toda la centuria formó delante de él cantando el
Cara al Sol
. Salazar había dicho: «No me Importaría dar mi vida por salvar la de José Antonio». Todos lo vieron partir, deseándole lo mejor. «Arriba España!» «¡Arriba siempre!» Mateo, para sus adentros, se dijo: «Yo también daría mi vida por salvar la de José Antonio».

La semana subsiguiente constituyó para los falangistas del Alto del León una tortura. Apenas se hablaban y, en las horas de guardia, miraban con fijeza las estrellas. «Nos proponemos —había dicho José Antonio— devolver a España y a los españoles el orgullo de serlo.» ¡Dios, si el intento tuviera éxito! José Luis Martínez de Soria recordó la visita que José Antonio hizo al Duce el año 1933, a raíz de la cual Mussolini declaró que el jefe de Falange Española era «uno de los espíritus más bellos que había conocido».

Pero la suerte se mostró definitivamente adversa. Fue Núñez Maza el encargado de subir al Alto del León a comunicar la noticia a sus compañeros. Ignoraba los detalles, pero ni siquiera se llegó a intentar el desembarco. Incomprensiblemente, una emisora de radio africana alertó a los «rojos» de lo que se tramaba.

—¿Cómo es posible?

—No sé. Salazar no ha regresado todavía. No sé más.

Al día siguiente, uno de los chóferes que subieron con los camiones de Intendencia afirmó en tono exaltado que en Valladolid circulaba con insistencia un rumor de lo más desagradable. «Al parecer —dijo—, dos de nuestros camaradas al llegar a Sevilla se emborracharon y se fueron de la lengua en un café, con unas mujerucas. De ahí la denuncia de la emisora africana, que fue la de Tánger.» Nadie dio crédito a tamaña insensatez. «Cuando Salazar regrese, sabremos la verdad.»

Por de pronto, la única realidad era ésta: José Antonio, a instancia de varios ministros del Gobierno y del Partido Comunista, había sido juzgado en Alicante y condenado a muerte.

Un fugitivo de la zona «roja» suministró los datos precisos a las jerarquías de la Falange, a Hedilla y a su Consejo Nacional. Durante el juicio, la autodefensa de José Antonio constituyó una pieza oratoria de primera calidad, en virtud de la cual no sólo los miembros del tribunal, sino todos los presentes en la sala —milicianas y milicianos que invadieron los escaños, ávidos de contemplar de cerca al «señorito»— perdieron por un rato la facultad de odiar. Además, José Antonio en su discurso patentizó su angustia por el río de sangre que manchaba a España, ofreciéndose para ir a la zona «rebelde» y gestionar allí el alto el fuego, un armisticio, empeñando su palabra de regresar a Alicante, donde propuso dejar en concepto de rehenes a sus diversos parientes detenidos.

Por desgracia, el ofrecimiento no cuajó. Y en la madrugada del 20 de noviembre, José Antonio, acompañado por dos falangistas y dos requetés del pueblo de Novelda, que habían sido procesados y condenados con anterioridad, fue conducido al patio de la cárcel, donde se encontraba ya formado el piquete.

Los cinco hombres se alinearon, y José Antonio les dijo a los milicianos del piquete: «Apuntad bien, porque os van a hacer falta todas las municiones». Acto seguido, José Antonio tiró el abrigo al suelo, cruzándose de brazos, y avanzó ligeramente el pie izquierdo. Sonó una descarga, y José Antonio cayó, el primero. A continuación, cayeron sus cuatro compañeros, los dos falangistas y los dos requetés de Novelda.

El cadáver de José Antonio fue trasladado al cementerio y al ser bajado del camión se desprendió de aquél un pequeño crucifijo que José Antonio llevaba sujeto con una cinta roja. El conserje del lugar, Tomás Santonja, recogió el crucifijo y lo prendió de nuevo en los restos de José Antonio, en el pecho. Poco después, el fundador de la Falange quedó inscrito en el libro IV de los Registros del Cementerio, con el número 22.450, fosa número 5, fila novena, cuartel número doce.

El conocimiento de estos hechos exasperó a los falangistas del Alto del León. Mateo repitió por lo bajo el número 22.450 y se dijo que haría lo posible por acordarse de él, en tanto varios camaradas suyos —Salazar no había regresado aún…— se juramentaban para esclarecer sin tardanza lo ocurrido en Sevilla.

—Caerá quien caiga.

—¿Juramos?

—¡Arriba España!

—¡Arriba siempre!

Por lo demás, la noticia de la muerte de José Antonio se propagó en seguida a ambas zonas. En la zona «roja» fue dada escuetamente, sin alardes, lo cual originó que en Barcelona, en «radio Sevilla», la horchatería de la Rambla de Cataluña, corrieran versiones para todos los gustos. En ciertas localidades, las muchachas «fascistas» se colgaron en el pelo una discreta tirilla negra en señal de luto. Pilar fue una de ellas, si bien Matías Alvear, al darse cuenta, se la arrancó de un tirón, como un día había hecho con el cilicio de César.

En la zona «nacional» varios falangistas, entre ellos Mateo, decidieron llamar a José Antonio «el Ausente». Mosén Alberto comentó: «Eso es idolatría». Pero la palabra hizo fortuna. José Antonio era el ausente irreemplazable. José Antonio, en momentos como aquéllos, momentos de desaliento por la derrota de Madrid, con su integridad y verbo cálido hubiera orientado los corazones. Salazar había dicho: «Con él todo sería aún más ceñido…» Ceñido y seguro. Con él la unidad estaba garantizada. «José Antonio adoptaba ante cada circunstancia la actitud exacta, noble y eficaz.» Ahora el jefe nacional sustituto, Hedilla, autodidacto de Santander, se sentiría abrumado por la responsabilidad.

La repercusión de la muerte de José Antonio fue grande. En Burgos, la tía de Pilar y su hija Paz podrían dar fe de ello. La sangre vertida en Alicante las salpicó. Tres jóvenes falangistas irrumpieron en su casa,, las atiborraron de aceite de ricino y se despidieron luego dándoles cariñosas palmadas en las mejillas.

* * *

La muerte de Buenaventura Durruti se produjo en la Ciudad Universitaria de Madrid. El dios anarquista se había empeñado en tomar al asalto el Hospital Clínico. En un momento dado, al apearse del coche que lo llevaba, una bala le penetró. Desplomóse Durruti, un grito ácido rodó por los aires y la plana mayor del jefe llevó a éste al Hotel Ritz, convertido en Hospital de Sangre, donde un enjambre de médicos a las órdenes del doctor Rosselló intentaron salvarle. Fueron horas de ansiedad, pues los camaradas de Durruti consideraban que aquella vida era patrimonio del pueblo. Incluso las Brigadas Internacionales enviaron representación al Hospital y el propio general Miaja pedía ser constantemente informado. Todo fue inútil. Durruti expiró, sin apenas recobrar el conocimiento —sólo en un momento balbució: «Seguid luchando»— y los mármoles del Hotel Ritz contemplaron con estupor cómo hombres duros, al cabo de una vida de desafío a tantas cosas, se tiraban como chiquillos al suelo, entre exclamaciones de rabia.

El cadáver fue trasladado a Barcelona y a su entierro asistieron, según cálculos de la periodista Fanny, trescientas mil personas. Durruti había muerto entre los suyos. De haber caído en terreno enemigo, habría bajado en silencio a una humilde fosa. O lo hubiesen despellejado los cuervos, siempre neutrales.

La sacudida fue casi eléctrica y en Gerona esta vez le tocó a Merche ponerse una tirilla de luto en el pelo. ¿Se cruzaría por la calle con Pilar? Los lutos se cruzaban, ¡claro que sí!, bajo la lluvia de noviembre. Había lutos permitidos; otros, no. Santi, el loco de Santi, decía por todas partes: «Ahora ya no quiero matar al mar. Ahora quiero matar al frente de Madrid».

Entre esos exaltados apocalípticos contábase José Alvear. José Alvear había llegado a sentir por Durruti auténtica veneración, pese a que siempre decía de él: «Y cuidado que es feo…» José Alvear se personó en el Ritz, en compañía del capitán Culebra, y al ver el rostro de Durruti ya muerto, empequeñecido sobre la almohada, se excitó increíblemente. Por otra parte, el primo de Ignacio estaba borracho. Se lanzó a subir y bajar escaleras. Entraba y salía de los cuartos y abría los grifos. Canela, vestida de enfermera, recién llegada del frente de Teruel, iba en pos del muchacho procurando calmarlo. «Pero ¡estáte quieto, haz el favor!» José Alvear no podía con su rabia y Canela temió que cometiese una locura.

De pronto, el capitán Alvear se acordó del doctor Rosselló. El doctor Rosselló era el cirujano que había abierto en canal a Durruti ¡y tenía un hijo falangista! El Cojo se lo había dicho a José. El Cojo había añadido: «No hay quien entienda este lío».

José hizo una mueca y le dijo al capitán Culebra:

—Acompáñame al quirófano.

—¿Qué pasa?

—¡Quiero hacerle una pregunta al matasanos! —José añadió—: Vente conmigo, me portaré bien.

Su amigo accedió y bajó con él a los sótanos del Ritz. Allí encontraron al doctor lavándose las manos en un lavabo del pasillo, rodeado de sus colaboradores.

José Alvear se plantó delante de él e inclinando la cabeza y echándola para atrás le espetó a boca de jarro:

—Durruti ha muerto. ¡Pero apuesto a que tu hijo 'falangista vive todavía!

El doctor tomó una toalla y empezó a secarse, sin perder la calma.

—¿A qué viene eso?

José Alvear miró a su alrededor.

—¿Oís, compañeros? ¡Un hijo falangista y él aquí, abriéndole la barriga a Durruti!

El doctor Rosselló sintió sobre sí varias miradas inquisitivas.

—Oye, mentecato —dijo, con súbita energía, colgando la toalla—. ¿Y si a uno le nace un hijo tuerto? Mi hijo tiene diecinueve años. Cuando me enteré de que cantaba
Cara al Sol
le eché de casa. ¿Qué quieres? ¿Que lo busque y lo mate?

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