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Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

Un millón de muertos (52 page)

BOOK: Un millón de muertos
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José Alvear eructó y pareció que su mano buscaba la pistola. En aquel momento se encendió en el pasillo la lucecita verde, que significaba que el doctor Rosselló era esperado en el quirófano.

—Anda, decídete… —desafió el cirujano—. Me llaman al quirófano. Mátame o déjame trabajar. —José eructó de nuevo y miraba al capitán Culebra como pidiéndole consejo—. Te advierto —continuó el doctor Rosselló— que no te pego un tortazo porque estás borracho.

Dicho esto, abrióse paso con dignidad. Todo el mundo desfiló y quedaron solos el capitán Culebra y José Alvear. El capitán Culebra sonreía. «A esto le llamo yo hacer el
ridi
.» José Alvear gimoteó un poco. Se sostenía difícilmente en pie. ¿Dónde había dejado el sombrero hongo?

Su espalda fue resbalando por la pared hasta que el primo de Ignacio quedó sentado en el suelo, en el pasillo.

—Durruti ha muerto —repetía—. Durruti ha muerto. ¡Qué cabronada!

En el mismo instante, Salazar se emborrachaba en un bar de Valladolid, en la más completa soledad. Se había echado el gorro para atrás y le decía a la patrona:

—¿Tengo yo cara de idiota? ¿No? Pues lo soy.

* * *

Inesperadamente, todo el mundo advirtió que Navidad andaba cerca. Primera Navidad de guerra. Todo el mundo sintió encima y debajo de la piel, que casi dos mil años antes Alguien había dicho: «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad». Alguien, un hombre, parecido a cualquier otro hombre. Más bien alto —1,84 metros—, con el hombro derecho ligeramente inclinado, al parecer, a resultas de su oficio de carpintero. Hombre de rostro sin duda ascético. No existían fotografías de él, pero su rostro fue sin duda ascético. Hombre de voz profunda. No existían grabaciones de su voz, pero ésta fue sin duda profunda. Hombre que expulsó a los demonios, a los fariseos, que sanó enfermos y devolvió la vida a los muertos. Si ese Hombre estuviera ahora en Gerona, en Madrid, en Burgos, ¡cuánta sangre podría detener!

Y el caso es que ese Hombre estaba ahí, a punto de llegar, con el más portentoso don de la ubicuidad. Hecho un amasijo diminuto en el vientre de una mujer. Llevaba en la frente una estrella no militar, una estrella sin más, luz que tenía forma. Llegaría en el momento en que en Barcelona se incrementaban pavorosamente los abortos y que en Norteamérica moría la esposa de Einstein, de aquel que estudiaba la luz. Llegaría en el momento en que «La Voz de Alerta» entregaba a sus superiores del SIFNE planos de ciudades enemigas en los que figuraban los objetivos que bombardear. Oportuna llegada. «Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.»

El Hombre traería consuelo y desesperación. «Así, de esta manera, se portará mi Padre celestial con vosotros, si cada uno no perdonare de corazón a sus hermanos.» «En verdad os digo que todas estas cosas vendrán a caer sobre la generación presente.» Oiría asombrado a los voceadores de periódicos gritando: «¡Número extraordinario! ¡Cartas de Pío XI a su querida!» Y, con parecido asombro, oiría al infatigable Núñez Maza dirigirse al enemigo: «¡Rojos, que Dios está de nuestra parte!»

¿Qué significaban semejantes palabras? Todo el mundo advirtió que Navidad andaba cerca. Y discretamente, hombres y mujeres, aun sin perdonar de corazón a sus hermanos, se colgaron en el cabello y en el pecho una brizna de ternura y de emoción.

La Generalidad de Cataluña quiso impedir que se celebraran la Navidad y los Reyes Magos como antaño, y sustituyó esas fiestas por la «Semana del Niño». El niño en abstracto, puesto que el Niño-Dios era concreto. Protección al niño, regalos. David y Olga fueron a Arbucias, el pueblo idílico, y, como antaño la CEDA, abarrotaron de juguetes y pasteles a los cuarenta niños sordomudos evacuados de Santander. Cosme Vila sacó de paseo a su niño, a su hijo militante, y le enseñó Gerona bajo el signo de la revolución. El niño de Cosme Vila ya no se mordía el pulgar del pie: mordía la oreja de su padre, riendo. Doña Amparo Campo se lamentaba con Julio de no haber tenido un hijo, de terminar en sí misma. «¿Has visto los carteles? ¡Semana del Niño! A veces me da una rabia…» Antonio Casal tomó de la mano a sus tres chicos y los llevó al circo, a un circo que acababa de llegar y cuyos payasos bromeaban a costa del Gobierno y decían «boniatos» en lugar de «bonitos». Aparecieron niños por todas partes, sin excluir a Manolín, quien de vez en cuando se daba un paseo hasta el que fue Consulado de Guatemala. Niños que eran de verdad niños, niños que parecían mozos e incluso hombres, niños que levantaban el puño, otros que rezaban a escondidas. «Paz en la tierra…»

Extraño fin de diciembre, extraña Navidad de 1936… La Logia Ovidio de Gerona la festejó reuniéndose como de costumbre en la calle del Pavo. Los H… se abrazaron unos a otros entre, las columnas Jakin y Boaz: se abrazaron por el triunfo de Madrid. El coronel Muñoz pronosticó: «Mil novecientos treinta y siete será el año decisivo.» Los arquitectos Ribas y Massana tenían ganas aquellos días de agitar todas las campanillas de su colección. El comisario Julián Cervera dedicó un recuerdo a Unamuno, que acababa de morir en Salamanca, sin que se supieran detalles, y otro recuerdo a García Lorca. Julio García dedicó un recuerdo al doctor Rosselló, quien en medio de su titánica labor se había acordado de enviarle para su museo particular el cinturón de Durruti. Antonio Casal, cuyo rostro, al decir del catedrático Morales, cada día se parecía más a una cifra, se sacó un papel del bolsillo y dijo que, si sus cálculos eran exactos, en aquellos momentos los «fascistas» disponían de unos cien aviones, contra más de trescientos el Gobierno de la República. Casal supuso que le dedicarían una ovación; nada de eso. El director del Banco Arús se levantó y deseó para todos «buenas fiestas».

En los frentes, a lo largo de las trincheras, corrió el escalofrío de lo eterno. Muchos combatientes pensaron que en el día de Navidad no se podía morir. En el Alto del León fue servida ración extraordinaria. Ciertamente, no hubo tregua, ni en el mar, ni en el aire, ni en la tierra. Sin embargo, millares de balas anónimas desviaron generosamente su ruta y algunas bahías se parecieron, por su quietud, el lago de Galilea.

Y los combatientes cantaron. No era la semana del niño; era Navidad. Unos cantaron para sí mismos, otros para el mundo entero.

* * *

También la familia Alvear celebró a su manera la Navidad… Días antes, Carmen Elgazu propuso:

—Tenemos que construir el belén…

Matías la miró y replicó:

—Ni lo pienses.

—¿Por qué no?

Carmen Elgazu tenía una idea.

—Dentro de esta cajita. —Y sacó del costurero una cajita rectangular de corcho, en la que guardaba los botones, y se la enseñó a Matías. Matías miró un momento el fondo de la cajita y suspiró:

—De acuerdo, tendremos belén.

Así fue. La mañana de Navidad, Ignacio y Pilar confeccionaron en la mesa del comedor tres minúsculas figuritas de papel: San José, la Virgen y el Niño. Por su parte, Matías se hizo cargo del asno y del buey, pero sin conseguir nada que se pareciese lo mínimo a ninguno de los dos animales.

—¡Caray con la pareja!

Carmen Elgazu ironizó, entre bromas y veras:

—Tú tienes la culpa. ¿Cuánto hace que no te confiesas?

Pilar acudió en ayuda de su padre y pronto la cajita de corcho se transformó en el portal de Belén. Inmediatamente la colocaron encima de la radio y buscaron en ésta una emisora que retransmitiera villancicos. Ignacio tuvo suerte, dio con Radio Jaca y desde aquel momento todos guardaron silencio, escucharon con devoción en torno al aparato. En la parte trasera de éste resplandecían discretamente las bujías.

A la hora de la comida se bromeó, en el intento de olvidar a César. Carmen Elgazu depositó en el centro de la mesa canalones y pollo, y Matías Alvear clavó en éste, como una bandera, la cartilla de racionamiento.

—¡No te burles! —dijo Pilar.

—Si no me burlo… —contestó Matías—. Me río, que es peor.

Ignacio había comprado un poco de turrón de Alicante. Se empeñaron en que Carmen Elgazu lo comiera, rompiéndolo con sus propios dientes.

—¡Si no podré, si no podré!

—¡A probar…! ¡A romperlo…!

Carmen Elgazu se llevó un pedazo a la boca y todos, mirándola con fijeza, imitaron con las mandíbulas los esfuerzos que ella bacía para masticar.

—¡Duro con él, duro con él!

Carmen Elgazu soltó por fin una carcajada y con ella se le fue el turrón. Matías, entonces, recogió de la mesa los pedacitos y los fue comiendo poco a poco.

—Está riquísimo —dijo.

Terminada la comida no sabían qué hacer, e Ignacio propuso jugar a las cartas. Sabía que a sus padres les gustaba mucho, aunque Matías prefería el dominó. Nunca habían jugado los cuatro a las cartas y en vida de César cinco eran demasiados. Formaron parejas: padres contra hijos, en lucha desigual. Matías se les sabía todas; Pilar, ninguna. Matías le hacía constantes guiños a su mujer, la cual le preguntaba con asombro:

—Pero ¿qué te pasa?

—¡Te estoy diciendo que he pillado el as!

—¡Pues dilo de una vez!

Los padres ganaron todas las partidas. Y con ellas, muchos besos. Y miradas de cariño por parte de Ignacio y Pilar. Ignacio llevaba de hecho muchos meses sin gozar de una velada como aquélla. Le pareció que no era cierto que estuviera absolutamente solo y que algo había en el hombre además del cerebro. Prolongaron la sesión hasta media tarde, hasta que las sombras empezaron a flotar sobre el río.

Merendaron en paz. Merendaron cerca del río, de la caña de pescar, cerca de la radio, la cual de vez en cuando les decía: «Amaos los unos a los otros». Nadie quiso admitir que acaso una de las sombras que pasaban fuera correspondiera a César. En el comedor no había sino luz, luz discreta en los corazones y en las bujías de la radio. Era Navidad. Los pensamientos de los cuatro seres eran un poco más que pensamientos.

Capítulo XXIII

En el puerto de Génova, un hombre extrañamente impasible, que vestía el uniforme del Partido Fascista Italiano, arengó a cuatro mil «camisas negras» que embarcaban para luchar en España.

«Camaradas: Este momento es importante. Vais a España, nación hermana, para impedir que el comunismo se apodere de aquel pedazo de Europa y plante su garra en Marruecos, es decir, en África. España tiene más de la mitad de su territorio sometido a la vil tiranía de las hordas rojas, que se han lanzado a una acción destructora en su suelo sólo comparable a las de Gengis Khan o de Atila. Patrullas a mano armada son dueñas de las vidas y del patrimonio familiar. En ciudades y pueblos se propagan los incendios y son abatidos los templos y los edificios culturales. Fuerzas de orden, al mando de unos cuantos militares de prestigio y con la ayuda de juventudes españolas monárquicas o bien ganadas por el estilo fascista, se levantaron contra el Frente Popular y libran desde hace meses contra Moscú y sus secuaces una guerra civil primitiva y cruel. El Duce ha decidido acudir en su ayuda y al hacerlo no le ha movido sino el afecto por España y la necesidad de responder al comunismo golpe por golpe. Quien ose afirmar que los propósitos que mueven al Duce son otros, miente. Italia desea la paz de Europa y mantener buenas relaciones con las democracias occidentales, aun convencida de que el credo político de éstas es un error. No hacemos más que corresponder al vergonzoso envío de Brigadas Internacionales organizadas en Francia por orden de Moscú y en las que figuran no pocos italianos traidores. No hacemos más que demostrar al mundo que se acabó para Italia la hora de la inhibición. Dondequiera que se nos necesite, acudiremos. Dondequiera que se nos provoque, el Duce responderá. Abisinia es un ejemplo vivo y también lo es vuestra presencia aquí en estos momentos. ¡Camisas negras! ¡Voluntarios Italianos! Id a España y respetad a nuestros hermanos españoles, hermanos en cultura y en religión, hermanos hasta en el color de la piel. Colocad muy alto, como siempre, el pabellón de Italia. Respetad a las fuerzas marroquíes que luchan a las órdenes de Franco y no olvidéis que el hombre español es hombre noble y celoso. Buen viaje, queridos camaradas. No se trata de una conquista, sino de un abrazo. ¡Eso es! Id a España con los brazos abiertos a la generosidad. Respetad sus costumbres. Italia, repito, no reclama nada a cambio. Sólo el orgullo de haber servido una vez más a la salvación de Europa. ¡Camisas negras, viva Italia! ¡Viva España! ¡Viva el Fascio! ¡Viva el Duce!»

Cuatro mil camisas negras se hicieron a la mar. Un mar de enero frío y alborotado. Eran hombres de toda Italia, la mayoría de las provincias del Sur, gesticulantes y en apariencia alegres. Llevaban pequeños instrumentos, abundando las armónicas. El silencio prolongado los hundía en una rara depresión. Muchos de ellos eran, en efecto, voluntarios y habían luchado en Abisinia; pero también abundaban los reclutados del servicio regular. Los mandaba un general muy joven, Roatta, de estampa enérgica, quien creía que era preciso renovar la táctica empleada hasta entonces por las tropas «nacionales». «Motorización», decía. Esta palabra la había aprendido en el desierto, donde los kilómetros eran el gran obstáculo. «Carros de combate abriendo brecha, tropas motorizadas y aviones en vuelo bajo.» «Atacar Madrid de frente, en oleadas sucesivas de Infantería, fue un grave error.» El general Roatta miraba a sus hombres, algo más de cuatro mil, y los veía fogueados, con moral excelente. Pero él confiaba en las máquinas, en la superioridad del acero y de la rueda. La orden que llevaba era la de no inmiscuirse en la política interior española, de lo cual cuidaba el astuto Aleramo Berti.

La mayor parte de aquellos hombres que flotaban sobre el mar tenían de España y de sus habitantes una idea casi tan embrionaria como la de los «Voluntarios de la Libertad». ¿Hermanos de cultura, de religión, de color de piel? «¿Qué significa esto? ¿Y los toros? ¿Y la dominación árabe? ¿Y esos bailes espasmódicos, agitanados y tristes, cuyas letras no hablan sino de la muerte? ¿Qué tienen de común Ávila y Nápoles, los monumentos de Goya y las vírgenes de Rafael? El Mediterráneo y el concepto de Dios, nada más… Y la raíz del idioma.» ¡Oh, no, no bastaba aquello para sentirse unido en la vida de cada día! Sin embargo, los camisas negras iban bien dispuestos. Todos llevaban en el macuto un minúsculo diccionario de tapa roja, en el que aprenderían la traducción de
ragazza
, de
barbiere
y de
ciao
… De repente, cada cual miraba con fijeza al mar y se preguntaba por qué se había metido en la aventura. ¿Para combatir contra Moscú? ¿No sería por el bonito uniforme? Alguien había dicho: «Vestid con un bonito uniforme a los italianos idealistas e irán a combatir para asegurar el suministro de bacalao a los groenlandeses».

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