Un millón de muertos (55 page)

Read Un millón de muertos Online

Authors: José María Gironella

Tags: #Histórico, #Relato

BOOK: Un millón de muertos
3.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

* * *

La estufa del despacho del Responsable, encendida. CNT-FAI ha abandonado el gimnasio y se ha trasladado al piso de uno de los diputados Costa. El ventilador, inútil en un rincón. El mapa de operaciones, una gran fotografía de Bakunin, otra de Durruti, Otra de Eliseo Reclus; y, pequeño, dentro de un marco, Porvenir. El Responsable está sentado, con la gorra puesta. Es un pequeño Napoleón. Tiene a su lado un hornillo eléctrico para calentarse Café. En este momento el café barbotea y los hilillos eléctricos tiemblan y se amoratan como si estuvieran agonizando. El Responsable recibe a menudo la visita de su hija Merche, que lo está Convirtiendo en un goloso.

—¿Por qué te querré tanto, papá?

—Porque soy el no va más.

El Responsable se dispone a escribir una carta a José Alvear, pues
La Soli
de Barcelona ha publicado un reportaje sobre el comportamiento de éste en el frente de Madrid y sobre su amistad con Durruti. Pero ocurre que escribir cualquier cosa le cuesta al hombre grandes fatigas. Caligrafía infantil, haches a voleo y, falto de las lecciones de Gorki, no encuentra manera de expresar lo que siente. Por eso ahora vacila —no sabe si reclamar la ayuda de Merche— y contempla hipnotizado las líneas horizontales que hay en el despacho: la mesa, el techo, el mosaico del piso, las cuartillas, el tampón, sus dedos. ¡Cuántas cosas! Muchas cosas viven acostadas, tumbadas siempre, como si tuvieran sueño. Es el sueño universal…, el sueño de las cosas. El Responsable, tan bajito, no había pensado nunca en ello, pues lo que él querría era estar de pie.

Compañero Alvear: Por si no la tienes, ahí va
La Soli
donde se te nombra. En la foto estás que da gusto verte, pero me hubiera gustado verte nombrado por otros motivos que por la muerte de Durruti. Todavía es el momento que no me hago a la idea. ¡Y
El Proletario
, dos líneas! Son unos canallas. Estoy destemplado y con muchas ganas de dejar la retaguardia e irme con vosotros. Tanta sangre de la CNT y por culpa de Hitler y ese macarroni de Mussolini la guerra continúa. El día 13 bombardearon Barcelona por mar. Ya lo sabrás. ¡Empieza bien el año! Cada día llegan de Madrid más niños evacuados y me huele que Cosme Vila trama algo con ellos. Cuando él dice que le duele la cabeza, agárrate, que vienen curvas. Ahora se hace el pavo real por eso de las Brigadas, cuando tú y yo sabemos que si Madrid se salvó fue por los nuestros. Morales miente a menudo, pero algún día le diré «nanay» y le quitaré al tío los lentes. Y hablando del tío, supongo que mi sobrinito el Cojo se porta bien, dentro de lo animal que es. Dile que bueno, y díselo también a Ideal, que me han dicho que se había casado. ¡Si será marica! Aquí el que está enfermo es Santi, que la noche de Rosas quería matar el mar. Y el que, según me huelo, se está forrando, es Julio, que cada día se va a París a comprar pólvora y aspirinas. Te digo que estoy triste, que hay mucho cuento y mucho «ya lo haré». De la Soler salen polainas que al contacto con el aire se derriten, coma los obispos de los sepulcros. Habrá fascistas allí, seguro que los hay. Me duele no verte disfrazado de capitán. A veces pienso que tú y Merche… Bueno, me callo. Ya has visto que, después de Madrid, los fascistas se han quedado mutis. ¡Y que han con cedido la Laureada a la Virgen del Pilar! Para mondarse. Os mandamos un camión de revistas y postales. A ver si estas postales de «gachís» os inspiran. Claro que tú… ¿Es verdad que les bailas a los comunistas el chotis con la música de
La Internacional
? ¡Y yo que te miré un poco esquinao! Bien, compañero Alvear, escribe algo y te felicito por lo de
La Soli
.

El Responsable era insincero, no sabía por qué… Se inventaba la tristeza, cuando lo cierto era que pasaba unos días contento. En su ánimo, las buenas noticias vencían las malas. ¡Cuatro ministros de la CNT en el Gobierno! ¡Seis Fiats facciosos derribados en Madrid! ¡Los fascistas, mutis! Y por si fuera poco, dos sonrisas nuevas en casa, dos niños de Madrid. El Responsable los había recogido por nostalgia de los que Merche hubiera podido tener con Porvenir. Se llamaban uno Pepe, el otro Antolín, y se pasaban el día recortando banderitas y correteando por los soportales de la Rambla. Para Merche eran también un consuelo y a escondidas de su vegetariano «papi» les daba buenos bistés. El Responsable, al regresar a casa, sintiéndose abuelo, se sentía niño. Y también estaba alegre porque habían «cascao» a Murillo. Y porque en un viaje que hizo a la frontera vio los quepis de los gendarmes franceses. El Responsable se creyó que era una broma. Al enterarse de que no era así, se puso de buen humor y todavía le duraba. Ahora, su aspiración inmediata era saber qué diablos se llevaba entre manos Axelrod, que dos veces a la semana subía con su perro, en un misterioso camión, a un pueblo pirenaico que Se llamaba La Bajol, en el que había unas famosas minas de talco. «¿Para qué querrán el talco un hombre y un perro?» El Responsable estaba tan alegre, que a no ser porque en el cine sólo ponían películas con el bigote de Stalin, se hubiera ido al cine. Y empezaba incluso a reírse de cosas que en los primeros días de la revolución se tomó muy en serio, como por ejemplo los vales para «sostenes» y la colectivización de las barberías. Sí, se reía pensando en ello y pensando en los días que estarían pasando «sus» detenidos, los de su cárcel particular, pues, por Inspiración de Blasco, habían sido privados de toda clase de papel, lo cual los hacía salir del W.C. hipando y caminando de Una forma rara. El Responsable silbaba mucho, sobre todo zarzuelas, contagiado de Pepe y Antolín, los dos chicos de Madrid. Por otra parte, contrariamente a Cosme Vila, a él le estimulaba el frío. La Dehesa, por ejemplo, ubérrima y primaveral, le asfixiaba como si tuviera demasiados brazos. La Dehesa desnuda de enero le exultaba, dándole sensación de libertad. «Por eso me quieres tanto, Merche, porque no hay por donde cogerme, porque Soy el no va más.»

* * *

Dos hombres y una mujer en la que fue iglesia de San Félix —ta-ta-ta; Teo disparó—, en lo que fue sacristía, iglesia ahora convertida en almacén de víveres, en gigantesca cooperativa. Los sacos se amontonan sin poder llegar al techo, sólo a los púlpitos. Forman laberintos que los niños del barrio recorren pinchando los sacos y abriendo el bolsillo si lo que mana de éstos les apetece. La iglesia huele a cereales, a madera quemada, a esparto. Hay lenguas ahumadas en las columnas y hasta en la bóveda. Hay notas de órgano escondidas todavía en los intersticios de la piedra. Extraña resonancia de los pasos, del silencio. En el altar mayor hay un montón de bacalaos que desde lejos semejan un túmulo con un ataúd. La pila bautismal es ahora recipiente de aceite, vertido en ella para probar su calidad. La mujer de Casal entró allí un día y, sin advertirlo, hizo como si tomase agua bendita.

Antonio Casal, David y Olga en la sacristía, abarrotada de trigo de Bulgaria y de garbanzos. Son las seis de la tarde. El sol se ha pegado un tiro al fondo de las montañas de Rocacorba. «Parecía un avión que se caía al mar.» No saben si están tristes o alegres. Más bien tristes. Los tres aplastan con la puntera de los zapatos cualquier cáscara que descubren en el suelo. Hablan lentamente, sentados donde antes hubo albas y casullas. Antonio Casal lleva el algodón en la oreja ¡y David fuma! Se ha decidido a fumar, «pero no por el tabaco, sino por el humo». Olga viste una curiosa sahariana de charol, que le echó desde la ventanilla del tren un voluntario internacional. La lleva con respeto, como llevaría una alma. No se oye nada en la iglesia, ahora almacén. Los tres tienen frío. ¿Por qué hará tanto frío en las iglesias? Hablan de cosas heterogéneas. David dice: «A los rusos les gusta mucho jugar al ajedrez».

David y Olga están alegres porque su escuela vuelve a funcionar. Los niños refugiados de Madrid los animaron a ello y han encontrado profesores ayudantes en aquellos muchachos de Claridad que estudiaron con Ignacio. Antonio Casal está triste porque su mujer le preguntó: «¿Y qué será de esos chicos si Cosme Vila los manda a Rusia? ¿Te imaginas que mandaran allí a los nuestros?» Eso lo dijo porque era el rumor de toda la ciudad, rumor que
El Proletario
no había desmentido.

La mujer de Casal no cesa de preguntarle a éste «porqués», ¿Por qué tantos trenes, tantos aviones, tanta muerte? Ella no ha comprendido nunca ni siquiera por qué se pone el sol. Ella tiene tres hijos y querría ir con ellos siempre al circo, como fueron por Navidad. Prefiere los payasos, e incluso los elefantes, a los militares y a los milicianos. Preferiría que hubiera más circos y menos masones.

Antonio Casal, David y Olga están tristes porque la guerra será larga. No se forjan ilusiones. Si se abaten seis Fiats, llegarán otros seis. A veces, ven fotografías y se animan; pero a veces temen que la guerra se perderá. Al igual que Cosme Vila, sancionan la anarquía y el sabotaje y, en virtud de su labor de censura en Correos, pueden leer mucha prensa extranjera. Por ella se enteran de que en el frente hay milicianos que apenas sale el sol abandonan la manta y que reclaman otra apenas anochece; de que en los alrededores de Madrid se ha declarado una epidemia de paludismo; de que en la provincia de Gerona se talan pinos al buen tun-tún y en vano
El Demócrata
clama: «Cada pino talado es una batalla perdida». Los tres socialistas prevén el agigantamiento progresivo del fantasma del hambre, y ello los entristece. Ya se forman colas por doquier. Y hay que proveer a diario no sólo a los hombres de primera línea, sino a dos ciudades de más de un millón de habitantes, Madrid y Barcelona, y a pueblos innumerables. Y los campesinos, sobre todo los de la huerta levantina, se niegan a sembrar porque las patrullas en el año anterior se les incautaron de todo. «Necesitaríamos millares de iglesias abarrotadas como ésta —dice David—, para no tener que comernos muy pronto hasta las saharianas de charol.»

Los tres están alegres porque Pablo Casals, «el más grande Violoncelista nacido» —frase del doctor Rosselló—, no sólo daba Conciertos recaudando fondos para los voluntarios ' internacionales, sino que acababa de negarse a tocar en la Alemania nazi y había hecho pública su adhesión a la causa del heroico pueblo español; y están tristes porque en Granada las más rumbosas gitanas bailan cada noche para los militares, sean éstos alféreces imberbes o barbudos coroneles.

Tristeza y alegría ¡qué extraña mezcla! David ha tirado la Colilla de su pitillo y Olga la ha aplastado con el pie. Casal dice: «Julio es un lince». Y de pronto, David gira la vista en torno y descubre en un rincón de la sacristía una mano de escayola. Debe de ser una mano de Cristo. Frunce el entrecejo, le vuelve la espalda y le pregunta a Casal:

—¿Adónde van a parar los que mueren?

Casal y Olga parpadean. ¡Qué pregunta, en labios de David!

Sabido es. La boca se les llena de hormigas o de peces. Van a parar a la tierra o al mar.

—Si van a parar a la tierra o al mar, ¿por qué luchamos?

Inaudita cuestión. Se lucha por el presente y para que los que vengan tengan un hogar y sean dueños de su pensamiento y no tengan que huir de Madrid ni abandonar las mantas cuando salga el sol.

—Pero la vida dura muy poco. No sé si vale la pena…

¿Qué le ocurre a David? Olga se le acerca. Ha sido un momento de flaqueza. Esas preguntas que, según creía el padre del Responsable, nacen en el mundo intestinal. Olga acaricia la angulosa cara de su hombre y Casal vuelve la espalda a la pareja. Los rosetones de la iglesia son ahora esferas negras. Se oyen ruidos bajo la nave de San Félix. No se sabe si provienen del órgano que hubo allí, y que Teo destruyó, o si son los niños del barrio que andan agujereando los sacos para proveerse de cereales llegados de Bulgaria.

* * *

Habitación número dieciocho del Hotel Majestic, habitación limpia, impersonal. Axelrod, tumbado en la cama, fuma con lentitud un cigarrillo ruso de larga boquilla. Recuerda su infancia en el campo, en Tiflis. La colchoneta era de esparto, o de espinas. Toda su infancia está llena de pinchos que le taladraban la piel y de deseos insatisfechos. Sus padres no podían comprarle nada, ni siquiera enseñarle a leer.

Está contento por múltiples motivos. Por lo de Madrid; porque tiene noticias de que pronto será nombrado cónsul de Barcelona, en sustitución de Owscensco, éste reclamado por Moscú; porque el informe militar sobre el rendimiento de los aviones rusos enviados a España, para su bautismo de fuego, ha sido favorable. Además, el Hotel Majestic —¿qué se habrá hecho del doctor Relken?— le gusta. Le gusta porque su clientela es de tránsito, porque no entabla allí ninguna amistad, hecho básico para él, que, al igual que Stalin en sus primeras etapas revolucionarias, teme que los afectos humanos constituyan un lastre para su actividad. A este respecto, le complace haber enviado a Moscú el siguiente informe: «En opinión del abajo firmante, el pueblo español es de por sí soberbio, indisciplinado, religioso y sensible a la amistad, lo cual le imposibilita para ser comunista en el sentido nato». Al mes de llegar, Axelrod le dijo a Goriev: «En verdad que el único comunista que he encontrado aquí es Cosme Vila».

Axelrod está contento y se diría que sonríe incluso el parche negro de su ojo, ojo que perdió de una manera estúpida en un tiroteo que hubo en Varsovia. ¿Por qué piensa tanto, incluso en el Hotel Majestic, en Cosme Vila? Porque, en su opinión, Cosme Vila se parece a Lenin, no sólo físicamente, lo cual resulta obvio, sino incluso en algunos tics —por ejemplo, posar las manos en el regazo, los dedos entrelazados— y aun en manías tan particulares como escribir sentado en la escalera. Sí, a Lenin le gustaba, lo mismo que a Cosme Vila, esto: echarse de costado en una escalera y escribir sobre el peldaño superior. Además, la austeridad… Ambos habían dormido muchas noches de su vida en el suelo, o en un camastro sin colchón, y habían pasado mucha hambre. Lo único molesto para Axelrod era que la sencillez de Lenin desembocó a la postre en uno de los entierros y de los mausoleos más espectaculares que la humanidad pudo concebir, siendo así que el entierro de Cosme Vila a buen seguro sería tan anónimo como lo Ora ahora su vida privada.

Otro motivo de satisfacción en aquellos días de 1937, primeros del año: Stalin, cuyo temor a la muerte era conocido en el Kremlin, acababa de llamar al profesor Alexandre Borgomolets, especializado en trabajos para la prolongación de la vida. Borgomolets, junto al doctor Nicolás Sparawski, médico de cabecera de Stalin, había salido para la región de Abkhazi, en el Cáucaso, donde al parecer vivían casi cuatro mil centenarios. Stalin había dicho que estaba dispuesto a someterse a cualquier tratamiento Con tal de prolongar su vida. Axelrod tenía de todo ello noticia fidedigna y no le extrañaba, como le extrañaba a Goriev, que ni
Pravda
ni
Izvestia
, los dos grandes periódicos rusos, hablaron de ello. Axelrod no había olvidado el juego de palabras que sobre dichos periódicos se hizo popular en Rusia, juego basado en el nombre de
Pravda
, que significa «verdad», y el nombre de
Izvestia
, que significa «noticia»: «En Rusia tenemos una Verdad que no trae noticias, y unas Noticias que no dicen ninguna verdad».

Other books

Hit List by Jack Heath
Look For Me By Moonlight by Mary Downing Hahn
Family Squeeze by Phil Callaway
Deception and Desire by Janet Tanner
Magnificent Vibration by Rick Springfield
Undead for a Day by Chris Marie Green, Nancy Holder, Linda Thomas-Sundstrom
The Best American Essays 2016 by Jonathan Franzen