Inmediatamente corrió la voz de que otro sistema para fugarse era conseguir la protección de algún Consulado extranjero, sobre todo en Barcelona, en cuyo puerto anclaban a diario barcos de todos los países con la misión de repatriar a sus súbditos. Había consulados —el italiano era uno de ellos— que actuaban con gran eficacia. Era cuestión de conseguir el pasaporte, o de audacia y suerte en los momentos que precedían al levantamiento de la pasarela. A veces el pasaporte se conseguía mediante el soborno de algún miliciano, a veces la suerte llegaba gracias a un disfraz astuto e imprevisible. ¡Un catedrático del Instituto de Gerona, al que Morales perseguía con saña, se presentó en el puerto de Barcelona, vestido de domador, con sombrero de copa y bastón con puño dorado, saludando a todo el mundo en impecable húngaro! Cuando los centinelas de la FAI reaccionaron, el catedrático había entrado ya en el barco. Con respecto al pasaporte falso, fue el sistema utilizado por «La Voz de Alerta». En efecto, el dentista, apenas llegado en compañía de Laura al pueblo de su criada Dolores, comprendió que el peligro era muy grande a causa de «Las patrullas volantes» que barrían la comarca. Alocado, le suplicó a su mujer: «¡Vete a ver a tus hermanos! ¡Diles que me saquen de aquí!» Los Costa no se atrevieron a acompañar a su cuñado a la frontera, pero sí a Barcelona, en una camioneta de la Fundición. En Barcelona, por un precio módico, lograron que la Generalidad les abriese las puertas del consulado de Chile, aunque única y exclusivamente para «La Voz de Alerta». Laura tuvo que quedarse. ¡Qué remedio! Y he ahí que en cuanto «La Voz de Alerta», ya en el barco, oyó que las sirenas cantaban su buena estrella, miró en dirección a los milicianos de los muelles y barbotó: «¡Hasta la vista, cochinos rojos!»
Los falangistas Octavio y Rosselló, que salieron del piso de los Alvear rumbo a Francia por los Pirineos, tropezaron con mayores dificultades. Se extraviaron en las anfractuosidades de la cordillera y no se atrevían a preguntar ni en las masías ni a ningún colono. Octavio no llevaba nada, y Miguel Rosselló sólo la pistola y las cien pesetas que les dio Matías Alvear. El hambre y la fatiga los acosaban, así como los ladridos de los perros. Los muchachos desanduvieron cien veces el camino y siempre se encontraban en el mismo sitio, rodeados de montañas. Durmieron al raso, y al día siguiente penetraron pistola en mano en la cabaña de un pastor, hombre anciano, que no sabía nada de lo que estaba ocurriendo. «¿Qué pasa? —les preguntó—. ¿Qué queréis de mí?» «Que nos acompañe usted a Francia», le ordenó Miguel Rosselló, simulando seguridad. El hombre los miró con detenimiento. No comprendía que siendo tan jóvenes tuviesen que huir, y no tenían porte de forajidos. Imposible acompañarlos; renqueaba excesivamente, pero podía prestarles una ayuda decisiva: se encontraban a diez minutos escasos de la frontera. «Detrás de aquella roca está Francia.» ¡Santo Dios! Miguel Rosselló y Octavio abrazaron al viejo y le dieron todo el tabaco que llevaban consigo y le bendijeron con ludo el entusiasmo de su juventud zarandeada. Saltando llegaron a la roca, al límite, y una vez allí se volvieron para saludar al pastor, pero éste había desaparecido. Entonces saludaron a España, a la tierra por la que gozaban y sufrían. Octavio se mostraba cauto, pero Miguel Rosselló, el de la eterna afición a los coches, el de la insignia Studebaker en la solapa, a gusto hubiera cantado
Cara al Sol
. Finalmente, consiguió que Octavio inclinara la cabeza en dirección a Gerona y que rezara con una Salve.
Veinticuatro horas después, por un collado a media hora de camino del cruzado por los dos falangistas, llegaron a Francia el notario Noguer y su esposa, en compañía de mosén Alberto. Siguiendo las indicaciones del guía, que los abandonó en la raya de la frontera, alcanzaron sin pérdida de tiempo el primer pueblo francés, que era Morellás. La presencia de los tres fugitivos despertó la curiosidad del vecindario y la pareja de gendarmes los llevó al cuartelillo, donde, inmediatamente, abrieron con hostilidad el interrogatorio de los fugitivos. Entonces el notario, que se conocía al dedillo la ley, les dijo a los gendarmes: «Por favor, señores… Pedimos acogernos a las leyes vigentes en Francia. Nos entregamos a ustedes en calidad de refugiados políticos». Los gendarmes, aunque remoloneando, levantaron acta y les prometieron salir para Perpignan en el primer camión que hiciera el trayecto. «Más o menos, dentro de una hora.»
Mosén Alberto pidió permiso para visitar la iglesia del pueblo. «Pueden ir.» Con emoción salieron a la calle y vieron sobre sus cabezas el rústico campanario. Mosén Alberto, ¡extraña cosa!, vestido con traje seglar parecía más dúctil. Se hincaron de rodillas ante la Cruz. Rogaron por España y por su propia aventura. Al salir, la mujer del notario comentó: «¡Qué hermoso es que haya cruces en todas partes!»
Al día siguiente, muy cerca de ese mismo collado, fue sorprendida una caravana compuesta de ocho hombres y el guía. Ocurrió que uno de los expedicionarios se torció un pie y cargaban con él por turnos. Por suerte, la patrulla de vigilancia no era de milicianos, sino de carabineros. Con los milicianos hubiera significado la muerte en el acto. Los carabineros condujeron los fugitivos a Gerona, a la cárcel del Seminario, donde el profesor Civil, al identificar a uno de los detenidos, se levantó con visible emoción, y lo abrazó. Se trataba de un compañero suyo de estudios. Era mudo, pero sus facciones hablaban, y además tocaba el piano mil veces mejor que el profesor Civil. «¡Mi querido Manuel!» Los «veteranos» detenidos instruyeron a los recién llegados sobre las costumbres de la cárcel, a la que llamaban «la sala de espera». El profesor Civil les ahorró, de momento, el discurso sobre los judíos y sobre el mar Mediterráneo; en cambio, les hizo saber que rezaban cada día el Rosario. ¡Y que en cada celda había una cruz! Su amigo Manuel parpadeó. «Sí, hombre, sí, fíjate.» Y el profesor Civil les enseñó una cruz grabada muy tenuemente, con la uña, en la pared.
Más a la derecha, en los Pirineos, en el paso llamado «del Perthus», cruzaron la frontera Mateo y Jorge. Les costó tres días y tres noches, cálidas noches de julio, pues Jorge quiso evitar a toda costa el adentrarse en terrenos de propiedad familiar. Su última visión de Gerona había sido la de las columnas de humo ascendiendo cielo arriba, tanto más numerosas cuanto más los muchachos ganaron en altura. Desde arriba, prácticamente vieron columnas en toda la llanura del Ampurdán, y el espectáculo les produjo un gran desasosiego.
¿Qué había ocurrido en Gerona? ¿Qué estaría ocurriendo en toda España? No habían encontrado a nadie ni leído ningún periódico.
Una vez en Francia, los muchachos tiraron las pistolas a un barranco y se dirigieron sin rodeos al pueblo más cercano, Banyuls-sur-Mer, por entre viñedos amorosamente cultivados. En el momento de pisar la vía del tren, dos gendarmes, que con los prismáticos habían estado observándolos desde que aparecieron en el recodo de la Fuente, les salieron al paso.
Vos papiers, messieurs, s'il vous plait
.
Los llevaron al cuartelillo y se mostraron mucho más amables que sus colegas de Morellás. En seguida les dijeron que podían beneficiarse del derecho de asilo vigente en Francia y que podían cambiar allí mismo la moneda. Les pidieron excusas por verse obligados a cachearlos minuciosamente. «Luego los acompañaremos a la Prefecture de Perpignan.»
El jefe del puesto de Banyuls-sur-Mer les suplicó que se desnudarán. Nada de particular, a no ser el mapa de España cosido en el interior de la camisa azul de Mateo. «
Curieux
», farfulló el gendarme, echándose el quepis para atrás.
Mateo puso cara de falangista y, dirigiéndose a todos, les dijo: «Les deseamos que ustedes no se encuentren nunca en esta situación, que no se vean nunca precisados a esconderse el mapa de Francia». El jefe le miró a los ojos con fijeza e hizo una mueca de escepticismo. «
Merci
…», contestó.
Llegó un gendarme con dos vasos de cristal llenos de un líquido espeso y negro. «¿Café?», les preguntó. «¡Oh, sí!
Merci
…!» Los dos muchachos aceptaron y se bebieron de un sorbo, sin pestañear, aquel mejunje.
Una hora después se encontraban en el tren, rumbo a Perpignan. Los acompañaba el más joven de los gendarmes. El paisaje era triunfal, lleno de pájaros. El tren discurría por entre viñedos y a la derecha aparecía y se ocultaba, coqueteando, el mar.
Aquello era hermoso. Sin embargo, ¿por qué Mateo sentía una tal incomodidad? Desde que llegaron a Banyuls-sur-Mer advirtió que el país le era extraño. Tal vez fueran resabios de propaganda antifrancesa. Nada le gustaba: ni el colorido chillón de las tiendas, ni lo bien provistas que estaban, ni la divisa
Liberté, Egalité, Fraternité
, ni los soberbios camiones y tractores —¡si España los tuviera!— ni, por supuesto, los quepis de los gendarmes.
—¿Qué opinas, Jorge, de esos quepis? ¿Tú crees que esto es serio?
Jorge dijo que sí. A Jorge, todo lo francés le gustaba y desde que pisaron el país abría ojos de gran muñeca. Mateo lamentó la opinión de Jorge y, encendiendo lentamente un cigarrillo, permaneció silencioso. «Claro, claro —pensó—. Cada cual es cada cual.» luego reflexionó sobre lo extraño que resultaba que con sólo cruzar una línea divisoria, una frontera, pudiese cambiar tan radicalmente el mundo. «A este lado —se decía— no hay ametralladoras id bandos de guerra. Viñedos y paz. A este lado, las preocupaciones españolas ya no tienen sentido y nadie conoce al Responsable, un Cosme Vila, ni a Giral.»
—
Messieurs, voilà Perpignan!
Mateo salió de su ensimismamiento y Jorge le dijo, dándole una palmada: «Hale, desciende a la tierra».
Se apearon y salieron a la calle en dirección a la Prefectura. La calle no era ancha. En una carnicería se exhibían colgados una ristra de cochinillos que llevaban un casquete dorado en la cabeza. Sin saber por qué, Mateo pensó en Azaña. La idea le entusiasmó. «¡La France!» Lo mismo que a Rosselló, le daban ganas de silbar
Cara al Sol
. Veía mujeres de gesto desenvuelto y les descubría resabios de Voltaire. Pasaban hombres con una barra de pan bajo el brazo. «Fíjate, Jorge.» «Claro —opinaba Jorge—. Así debe ser. En España, a los hombres nos da vergüenza incluso llevar en brazos a nuestros hijos.» Mateo callaba. Algo en el aire denotaba que en el país había agua.
En la Prefectura todo fue rápido, pues el gendarme que los acompañó llevaba un informe escrito. El prefecto leyó este informe y el gendarme se despidió de ellos estrechándoles la mano. «
Au revoir, messieurs.
» Sólo dos medidas preventivas: vacuna contra no se sabía qué y dejar las huellas digitales.
Los vacunó en un cuarto sucio una mujer con cazadora de cuero. Jorge bromeó: «Es yugoslava». Era ésta una manía de Jorge, del huérfano que ignoraba serlo. Cada vez que algo le hacía gracia o le chocaba, decía: «es yugoslavo». Mateo resistió bien las vacunas; en cambio, le molestó lo indecible facilitar a la policía francesa las huellas digitales. «Es humillante —barbotó—. ¡Caray con las democracias!»
Hecho esto, quedaron en libertad. ¡Extraña sensación! Ahora las calles les parecían más anchas. Eran poseedores de un papel que significaba el derecho a permanecer en la ciudad hasta nueva orden y a elegir domicilio, con la sola obligación de presentarse a diario y no provocar ningún incidente ni habla públicamente de política.
—¡Bah! —comentó Mateo—. Tampoco nos entenderían.
Sin darse cuenta echaron a andar hacia el centro de Perpignan. A la salida de la estación habían visto grupos de compatriotas, también con traza de fugitivos, parloteando. Acaso entre ellos encontraran a Padilla, a Haro, a Rosselló… Perpignan era el lugar de la cita. Por desgracia, no fue así. Todos eran muchachos de Figueras o de pueblos próximos a la frontera. Ningún gerundense. Sin embargo, hablar con ellos les fue útil. Se enteraron de que «la provincia era un volcán» y de que las noticias de toda España referentes a la situación les eran adversas. Ningún periódico francés admitía la posibilidad de un triunfo de la «sublevación militar». Todos relataban extraordinarias hazañas del pueblo español, «defensor de la libertad, cuyo heroísmo se estaba ganando la admiración del mundo entero…» En Asturias, en Toledo, en Huesca, se esperaba de un momento a otro la rendición de los militares. Los aviones «leales» de reconocimiento informaban que en Navarra los requetés habían izado la bandera monárquica «provocando entre el pueblo la mayor indignación». ¡Sanjurjo, el general que debía acaudillar a los rebeldes, había muerto en accidente aéreo al trasladarse de Portugal a España!
Mateo se secó la frente con un pañuelo azul. Y aun cuando le dijo a Jorge: «Hay que tener en cuenta que esos periódicos son del Frente Popular», sintió que le ganaba un intenso desánimo, desánimo que la excitación dolorosa y el miedo impreso todavía en los ojos de los otros fugitivos no hacían sino aumentar. ¿Quién era aquel muchacho, pálido como un cadáver, que se les acercaba? Uno entre tantos. Su odisea personal empezaba con tres aldabonazos a medianoche a la puerta de su casa —y culminaba con la visión, a la salida del pueblo, de seis cabezas de guardias civiles clavadas en las seis puntas de una verja. «Ya no creo en nada. ¡En nada!» Dicho esto, se fue, casi tambaleándose, con una de las mujeres que merodeaban por el lugar.
Mateo y Jorge se alejaron cabizbajos en busca de un hotel. Arrastraban los pies, y un poco el alma. Los limpiabotas, al verles las alpargatas, seguían con indiferencia su camino. Recordando a los seres que habían dejado en Gerona —Mateo pensó especialmente en Pilar—, los asaltaron dolorosos presentimientos. «La provincia es un volcán.» Mateo había encendido otro pitillo. Un hombre se acercó a ellos murmurando: «Compro relojes de pulsera, compro…» ¡Claro, todo se podía comprar! Y todo se podía vender. Todo, excepto aquel terrible cansancio y el miedo.
Descubrieron un hotel que decía «Cosmos».
—Hale, entremos ahí.
Jorge bromeó.
—Cosmos… debe de ser un hotel muy grande.
* * *
No todos los perseguidos en la zona «roja» tenían posibilidades de huir. Eran incontables las personas sin otra solución que esconderse. Ello aguzaba el ingenio, al objeto de dar con el sitio más seguro. El azar contaba mucho, pues era frecuente que el más frágil de los escondites pasara inadvertido a los milicianos, y que, en cambio, lugares calculados con todo empeño, por ejemplo, el interior del depósito del agua, la tapa de éste tocando casi al techo, fueran localizados al primer registro.