Un mundo para Julius (16 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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Fue por esos días que Julius tuvo una metida de pata terrible. Se quedó muy triste después de que aquello ocurrió y hasta se lo contó a su mamá. Juan Lucas, que andaba por ahí, soltó tremenda carcajada al escuchar la historia y dijo que por fin el chico se estaba avivando. Susan, linda, le dio un beso y le rogó que tuviera cuidado con los ojos de las otras criaturas, no vuelvas a hacerlo, darling. Le dio otro beso al notar que el chico estaba realmente preocupado, y volteó a mirar a Juan Lucas, don't laugh, darling, Martinto era su amigo...

—¿Martinto era tu amigo, darling? —le resultaba tan difícil retener todos esos nombres...

«No tiene un pelo de tonto el mocoso», pensaba Juan Lucas, al escuchar la historia, después de todo Martinto le había volado ya diecinueve veces la oreja derecha y él sólo había logrado pincharle la panza once veces. Lo de la arena se lo había visto hacer a Cornell Wilde en el cine y ya estaba harto de que el gordo no respetara ni una sola de las reglas del duelo. Lo cierto es que andaban en pleno combate en la poza de los saltos, y el otro dale con venírsele encima sin técnica alguna, así cualquiera gana, pero de pronto Julius se acordó de su película y, mientras el gordo retrocedía para cargar de nuevo como Atila, cogió un puñado de arena y se lo arrojó en la cara. «¡Bruto! —gritó Martinto—, ¡no veo nada!» Se refregaba y se refregaba los ojos y Julius esperando desconcertado, quería verlo reír, que siguiera la broma, pero el gordo se iba poniendo cada vez más colorado y los ojos le lagrimeaban y las lágrimas se le mezclaban con la arena. Soltó la espada y se fue caminando ciego, furioso en busca de agua. Julius trataba de acercársele, de ayudarlo a lavarse la cara, pero Martinto lo amenazaba agitando los brazos con los puños cerrados, «¡Vas a ver!, ¡vas a ver!», le gritaba. Y fue verdad porque no bien recuperó la vista empezó a perseguirlo para sacarle la mugre: lo alcanzó, se trompearon, le dio un puñetazo en el ojo, se lo puso negro y hubo lío con las madres.

Tres días después el gordo se volvió bueno de nuevo. No faltaron los intentos de acercamiento, miraditas en fila y durante las clases, pero ya nunca volvió a ser lo mismo. Además, al terminar preparatoria, y como era de esperarse, al gordo se lo jalaron en los exámenes finales. Se lo jalaron por sucio y por flojo aunque lo volvieron a aceptar en el colegio porque su papá acababa de hacer una fuerte donación para lo del nuevo local. Siguió siendo tan simpático como inmundo Martinto, pero eso de estar en clases distintas separa mucho a los niños y, al año siguiente, él ya tenía un amigo narigón y se pasaba el día entero, espada en mano, tratando de volarle la nariz.

Pero todavía ese año de la arena en los ojos sucedió algo que desconcertó bastante a Julius. Por esa época era bien importante tener su pelota propia y traerla al colegio. Lo malo es que el colegio era en realidad casa y no había sitio para que se jugaran tantos partidos de fútbol al mismo tiempo. Arzubiaga lograba poner cierto orden; sabía organizar los equipos, once y once, aunque a medida que avanzaba el recreo se iban metiendo otros, generalmente al equipo que llevaba las de ganar, y los partidos terminaban con veinte jugadores por un lado y siete por el otro (dos perdedores se habían largado y dos se habían pasado al equipo vencedor, a la disimulada). El mismo Arzubiaga era impotente para controlar tanto desbande, lo más que lograba era que el asunto empezara como es debido. Pero no se molestaba. Tenía una paciencia de santo y nunca le pegaba a nadie. Eso sí, nadie lo fauleaba. Otro problema era el del gringo King; nunca, hasta que a su papá lo nombraron embajador en Nicaragua y se fue, nunca comprendió el fútbol a la peruana y, en lo mejor del partido, cogía la pelota con las manos, se arrancaba como un loco y se metía al arco corriendo y gritando ¡gooool!, creía que era como en el rugby. Buena gente el gringo, su hermano menor también era buena gente, pero una bestia para los juegos peruanos. Siempre le traía la pelota a Arzubiaga al terminar el recreo.

Arzubiaga era el dueño de esa pelota. Por las tardes la guardaba en una red blanca y esperaba que vinieran a recogerlo. Pero una tarde, un grupo se quedó junto a la puerta principal, querían jugar un poco. Prohibido jugar en ese jardincito porque ahí estaban las rosas de la Madre Superiora y además había mucha ventana. Sin embargo Arzubiaga sacó la pelota e hizo un pase lateral, Martinto la elevó y de cabecita se la pasó a Julius quien, a su vez, se la entregó a Del Castillo, Del Castillo a Sánchez Concha, Sánchez Concha a Martinto, el gordo a Arzubiaga y así sucesivamente hasta que apareció la Zanahoria como loca con la campanita y reclamando en inglés la pelota. Enseñaban muy bien el inglés en Inmaculado Corazón porque todos entendieron cuando gritó que eran unos demonios y que iba a entregar la pelota para los pobres del catecismo. Se la llevó bajo el brazo, se fue furiosa tocando su campana. Todos los años circulaban rumores de que iban a cambiar a la Zanahoria, pero siempre los recibía el primero de abril, campana en mano, enroscada en su enorme rosario y lista para enfurecer. Como esta tarde. Del Castillo le aconsejó a Arzubiaga que le dijera a su mamá, por qué se la iban a quitar, ni siquiera habían tocado los rosales de la Madre Superiora. Claro, claro; pero era ya tan tarde, seguro que la madre no volvería a aparecer, había desaparecido con su pelota, la injusticia, el miedo, los alaridos así, de golpe, todo junto fue demasiado, Arzubiaga se puso a llorar... Eso que estaba en tercero, eso que era un grande y que el año próximo pasaba al Santa María. El gordo Martinto le dijo que si su mamá hablaba con la Superiora, la Zanahoria tendría que devolverle su pelota. Del Castillo preguntó que quiénes eran los pobres del catecismo. Nadie sabía, pero como que les tenían miedo. Martinto explicó que a lo mejor eran los chicos esos, los que están en los papelitos que te prenden cuando das plata para las misiones. Pero Sánchez Concha lo interrumpió: «No seas bruto, gordo, ésos están en el África.» La discusión se animó un poco y Arzubiaga fue parando de llorar. Al día siguiente, la Zanahoria lo resondró de nuevo pero le devolvió su pelota; eso sí: prohibido comprar chocolates en el recreo, esta semana; todo lo que ahorrara tenía que sacrificarlo para las misiones. Bastantes días estuvo Julius preocupado por lo del llanto de Arzubiaga: ahora resulta que los grandes también lloraban...

Lo del colegio nuevo andaba viento en popa. Las monjitas habían cercado su terreno. «No dejen de fijarse —les decían a los niños—; cuando pasen en sus autos por el fin de la avenida Angamos, no dejen de fijarse: ahí se va a construir el colegio nuevo.» Una mañana pusieron la primera piedra y hubo misa y los vistieron con el uniforme blanco y les dieron el día libre. Felices. Ojalá pusieran la primera piedra todos los días. Además iban a comprar ómnibus nuevo, grandazo, carrocería norteamericana, letrerazo amarillo inmaculado corazón a ambos lados, Gumersindo Quiñones le hacía su reverencia a la Superiora. ¡Además la capilla iba a ser preciosa! ¡Además iba a haber salón de actos! ¡Y cancha de fútbol enorme! Morales sonreía, todos lo miraban implorantes: a mí, Morales, escógeme para el equipo. Ese colegio tenía que ser un paraíso lleno de ventanas, lleno de salas de clase, repleto de corredores, con salón especial para los que estudian piano, con jardines llenos de rosas para la capilla preciosa. El paraíso tenía que ser el nuevo Inmaculado Corazón. Pero faltaba el dinero. La Madre Superiora se venía abajo cuando les decía que faltaba the money. Los arrastraba a todos en su caída. ¡Cómo sufrían! Felizmente volvía a elevarse hasta su categoría para decirles que era necesaria la ayuda de todos. De todos y cada uno. Y como esa mañana habían puesto la primera piedra, primero habría misa, luego entrarían en fila al salón donde estaba el plano, ¡para que vean lo lindo que es!, ¡en colores! En seguida pasarían al comedor de los desayunos con chocolate. Y finalmente... la Madre se callaba un instante, temblaban... finalmente ¡día libre para todos! ¡El himno del colegio! ¡Todos! ¡Canten! Cantaban con un entusiasmo...

Lo que no andaba muy viento en popa era la construcción de la casa nueva, en ese terreno enorme que Juan Lucas tenía junto al Polo. Claro que al final todo iba a salir bien, pero por el momento no lograban ponerse de acuerdo sobre los planos. Resulta que el arquitecto era funcionalista y quería casa funcional; además quería que lo dejaran hacer lo que le daba la gana, después de todo él era el artista. Juan Lucas quería, por ejemplo, unas tejitas en este techo, pero el arquitecto decía que tejas en los países en que llueve, que se dejaran de cosas absurdas en Lima. Susan, por su parte, se llevaba el mechón cautivante de pelo hacia atrás y quería un rancho mejicano con patio de piedras, para poner ahí la carroza bien pintadita y restaurada. Eso ya le parecía menos absurdo al arquitecto, y hasta se apareció una tarde con un enorme plano, un rancho mejicano con su ventana y su reja para lo de la serenata y todo. Susan gozó y sonrió feliz, imaginándose la carroza en el patio y el estereofónico sonando a lo lejos, en una sala de paredes blancas y espesas, adornadas con esos cuadros de la escuela cuzqueña y los otros, los de la escuela quiteña; eran tan lindos sus cuadros, ella misma los llevaría a restaurar. Pero Juan Lucas quería moderno y con ventanales que llenaran todo de luz y permitieran ver el campo de polo, al fondo. El arquitecto miraba a Susan, la aceptaba imposible, la adoraba mediante planos y buena voluntad, accediendo hasta olvidarse por completo del funcionalismo. Miraba a Susan y ponía la mano sobre el rancho mejicano bien dibujado en la cartulina, les explicaba. Juan Lucas lo interrumpía insistiendo sobre lo moderno, mientras Susan se imaginaba caminando despreocupada por el rancho y era tan linda, quería tanto que le dieran gusto.

Pero en ese momento Juan Lucas ordenó unas copas más, miró el dibujo y descubrió que también traía sus tejitas y que por consiguiente también era absurdo. Los tres se molestaron finísimos, casi sin cólera; Juan Lucas dijo que por la ventana esa, la de la serenata, cualquier otra chola guapa como Vilma se pasaría la vida asomada conversando con su primo. A Susan se le vino abajo el encanto de la serenata, el mejicano tipo Hollywood, prendido a la reja y diciéndole a la americanita: «I am apasionado for you.» Se llevó el mechón rubio hacia atrás, miró a Juan Lucas y volvió a quererlo tanto mientras Daniel llegaba con las botellas de agua tónica y otro baldecito de hielo, mientras el arquitecto agachaba la cabeza y trataba de imaginar un último dibujo, uno que les gustara a los tres. Meses y meses pasaron sin que se hablara de la primera piedra.

En cambio el colegio de las monjitas sí avanzaba. Pusieron los cimientos y hubo misa y comunión para que esos cimientos fueran bien sólidos, para que el edificio nunca se fuera a venir abajo. El pobre Julius ya no se daba abasto para rezar tanta Ave María; aparte de las doce de reglamento, porque era niño bueno, había las extraordinarias: por la mamá de la Madre Superiora, que está enferma en Missouri, por los cimientos, la otra que nunca se acordaba bien por qué era, y otra por las almas del purgatorio que lo tenían obsesionado.

A fin de año había lo de la repartición de premios. Eso sí que era lindo porque venían todas las mamas, algunos papas, las hermanas menores y mayores, a veces hasta abuelita. Juan Lucas no aportó nunca por ahí. Se entendía con las monjitas por medio de cheques. Le pasaban la cuenta del semestre, la leía entre mil otras en su oficina, y llenaba la suma indicada. La que sí venía, muerta de flojera, era Susan. También los Lastarria vinieron hasta que sus hijos terminaron en Inmaculado Corazón. Juan no se atrevía a besarle la mano a Susan, por lo de las monjitas, y después regresaba a su casa lleno de remordimientos. En cambio la tía Susana gozaba; ésa se sabía el nombre, el apellido, la procedencia de todos los alumnos, y se pasaba la tarde enseñándole sus hijos a sus amigas, como si fueran una joya valiosísima. Corría de monja en monja y se desvivía saludándolas y presentándoles a su marido, para que vieran que era dueña de un hogar formal, que ella no era de esas mujeres que pierden la dirección de la costurera todos los años, como su prima Susan. Susan, linda, se aburría a gritos, no veía las horas de que la ceremonia se acabara. Julius la buscaba con los ojos, la miraba desde su silletita y la adoraba, la controlaba, con el deseo le exigía que prestara atención, que ubicara a cada uno de sus amigos, que se fijara bien cuando los iban llamando, en cuanto esté lista la nueva casa voy a celebrar un santo, uno grandazo y voy a invitar a toda la clase. Santiago y Bobby siempre habían pasado con las justas de año, en cambio Julius estaba entre los primeros de su clase. Recién se enteraron cuando la Madre Superiora lo llamó, le tocó la cabeza y le colgó una medallita. Terminaba preparatoria y era tercero de la clase. La tía Susana casi se muere de envidia, pero vino a felicitar a su prima. Y la pobre Susan loca por largarse, imposible: faltaba el recital, todavía.

Era linda la monjita del piano. Realmente linda y con pecas. Se llamaba Mary Agnes y te hacía entrar a un cuarto con su estatua de San José, en un rincón y con una alfombra cuzqueña, al centro, entre los dos pianos. Julius nunca usó sino el de la izquierda, el otro era para las madres y estaba siempre cerrado. Al principio no sabía si era algo que se echaba la monjita o algún líquido para limpiar las teclas, pero ese olor en el cuarto del piano fue el primer perfume que necesitó en su vida, ayudaba tanto al sentimiento musical... La monjita usaba una especie de babero enorme, blanco y almidonado que le ocultaba los senos y la hacía parecer más buena todavía; por los costados aparecía el rosario interminable que la envolvía con reminiscencias de cadenas. Era muy nerviosa la monjita y se mordía los labios cuando te equivocabas, pero era también buenísima y nunca, nunca jamás se molestó con Julius. Horas se pasaban tres veces por semana, sentados frente al piano oloroso; ella se mordía los labios pero inmediatamente sonreía y le pedía que empezara de nuevo. Y Julius se inspiraba, se llenaba del líquido ese para las teclas y la adoraba; la miraba, buscaba su sonrisa, ella le señalaba las teclas sonriente, «empieza», le decía...

My Bony lies over the ocean My Bony lies over the sea My Bony lies over the ocean Oh bring back my Bony to me!...

...Y el perfume y la adoraba. Cada vez tocaba más suavecito, con más sentimiento.

La monjita de las pecas lo preparó muy bien y él se mató estudiando, para desesperación de Juan Lucas que siempre se quejó de la bulla que mete el mocoso con su música, hasta que un día Susan le dio un beso y lo llevó despacito al salón del piano. «Míralo», le dijo. Estaba de espaldas a ellos, bastante orejón aún, pero tan gracioso; separaba tanto las puntas de los pies que se le resbalaban de los pedales, tocaba y cantaba al mismo tiempo, suavecito, como si quisiera encontrar un olor también en ese piano...

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