—Es que hoy no pueden parar y quisieran una propina... Tu papá ha hecho que les manden cerveza pero se ha olvidado de los billetes.
Julius se quedó mudo. Recordó que Juan Lucas se quejaba de que la casa le estaba costando un ojo de la cara: «El arquitecto y el ingeniero se están haciendo ricos a costa mía —había dicho una vez—: mucho whisky en casa, mucha cojudez, pero a la hora de cobrar tiran con palo.» Juan Lucas dominaba este acriollado hablar y lo empleaba a menudo.
«Buenos días señora», dijo el maestro de obra, y Julius volteó a mirar a la mujer que llegaba. Venía trayéndole la comida a Pan con lomo. Instantes después empezaron a llegar otras, todas con su atado igualito y los albañiles empezaron a turnarse para almorzar. Bajaban donde sus mujeres, las saludaban fríamente y ellas abrían los atados. Aparecían entonces unas vasijas desportilladas de lata enlozada, llenas hasta la mitad de comida grasosa, una mezcla de tallarines y carne, pero papas fundamentalmente. De atados más pequeños sacaban cucharas de lata y panes que los albañiles recibían en silencio; luego se sentaban en alguna piedra, formaban un círculo y clavaban la cuchara en la masa de comida, extrayendo un primer bocado grasoso y enorme que introducían rápidamente en sus bocas: llevaban la cara hacia el plato y no la cuchara hacia la boca, como Julius había aprendido desde chico. Desgarraban el pan con los dientes amarillos y formaban un enorme bocado que masticaban hablando y riendo y gritándole a los que aún no habían parado y seguían pujando con sus latas rumbo al techo. Ahí, masticando, fue que le empezaron a hablar y Julius, cojudísimo y loco por ser íntimo amigo de todos, amigo al extremo de decirles así no se mastica, empezó a responder a sus preguntas.
—¿Tienes hermana, gringuito?... ¿Debe estar como cohete, no? —le preguntó Cucaracha.
—Tenía una hermana, pero se murió.
Cucaracha se metió la cuchara vacía a la boca hasta la mitad del mango y la sacó lamiéndola al mismo tiempo que agachaba la cabeza. Julius se acercó al círculo de albañiles, silenciosos todos por un momento, y pudo ver hasta qué punto estaban pintarrajeados, plagados de manchas y con las manos con que comían llenas de cemento que ya nunca les saldría de las uñas. Las mujeres les acercaban más botellas de cerveza y luego, cuando terminaban de raspar el fondo de sus vasijas de comida, las llevaban hasta un caño cercano y las lavaban.
—¿Y otros hermanos no tienes? —preguntó Tortolita.
—Tengo dos, pero uno está en Estados Unidos.
—Tortolita es loca; por hombres no más le gusta preguntar.
—¿Te gusta la cerveza?
—¡Cómo que si le gusta!, ¡dale no más!
—¡Que aprenda hombre!, ¡carajo!
—¡Dale su cerveza al blanquito, hombre!
—¿Sabes tomar cerveza?
—... je...
—¡Cómo que si sabe tomar!, ¡dale no más!
Cucaracha limpió el pico de su botella con la palma inmunda de su mano y se la pasó a Julius, pero el maestro de obra le dijo que no les hiciera caso, «Ya están medio zampados», añadió.
—¡Carajo maestro! ¡Déjelo que aprenda!
—Un poco no más vas a tomar —dijo el maestro; y añadió—: y ustedes ya vayan yendo, para que los otros puedan venir.
Julius, que tenía la botella cogida con ambas manos, acercó muerto de asco el pico hasta su boca y, chorreándose hasta el cuello, logró pasar dos o tres tragos de la amarga bebida. Luego sonrió porque creía que ahora sí ya era amigo de todo el mundo ahí. Cucaracha, entre carajos, le preguntó si le había gustado; Julius le dijo que sí y se bebió otro trago, se volvió a chorrear también y todos se cagaron de risa. Entonces limpió el pico de la botella y se lo pasó a Blanquillo, que llegaba a ese momento. Carcajada general porque el mocoso se estaba portando como Dios manda y a lo mejor hasta era bien machito. Eso estaba aún por comprobarse, y Guardacaballo fue a traer la pinga enorme de cemento con sus pelotas y todo. Se la entregaron, era pesadísima, y le preguntaron qué haría él con una sin hueso igual.
—Ya basta —dijo el maestro de obra, cogiendo el inmenso pene de entre las manos de Julius.
—A ver cuéntenos dónde se lo va a guardar —soltó Guardacaballo.
Carcajada general mezclada con un montón de novedosas palabrotas que Julius trataba de interpretar. También él se rió y bien fuerte para que pensaran que seguía el ágil diálogo y porque ya era amigo de todos, aunque si lo viera el padre de la parroquia... ¿qué haría el padre de la parroquia? Otras mujeres llegaban con nuevos atados conteniendo comida seguro pésima y las que vinieron primero se marchaban prácticamente sin despedirse de los hombres. Los ya almorzados flojeaban y no le hacían caso al maestro de obra cuando les decía que la máquina estaba repleta y que había que empezar de nuevo.
—¡Techo de mierda! —gritó uno sin apodo establecido.
—Dale su lata a Julio para que lleve un poco —dijo Agua Bendita, y empezó a toser.
—¡Flaco de mierda! ¡No me tosas la comida! —¡Jauja! ¡Jauja!
Pero Agua Bendita ya estaba acostumbrado y siguió tosiendo como si nada, de pie junto al grupo que comía sentado en círculo. Cuando terminó momentáneamente con su ataque, arrojó un enorme escupitajo que fue a pegarse en la fachada de la casa. Luego cogió su lata y se la alcanzó a Julius.
—¡No!, ¡no! ¡Ya déjense de bromas! —ordenó el maestro, que era medio autoridad y que dialogaba con ingenieros y hasta arquitectos.
—¡No joda maestro!
—¡Déjelo que aprenda!
Blanquillo, blanquísimo, incomprensiblemente obrero e hincha de la U, se incorporó dejando su vasija de comida sobre una piedra, cogió la lata de Agua Bendita y le dijo que lo siguiera. Lo llevó hasta la mezcladora que metía una bulla infernal, obligándolos a gritar constantemente, a mentarse la madre a gritos y a mostrarse ya medio borrachos también a gritos. Le dijo que le iba a echar un poco no más, para que no pesara demasiado: «Tú me dices si puedes con ella.» Vació un poco de mezcla en la lata y la dejó a un lado. Cogió otra y la llenó hasta el borde porque era para él. «¿Listo?» «Sí.» Dejó su lata en el suelo y alzó la de Julius, acomodándosela sobre el hombro y preguntándole si podía con ella. Que sí, respondió Julius. Estaba casi vacía y él muerto de miedo pero feliz al ver que era verdad y que ahora Blanquillo se colocaba su lata rebalsando mezcla sobre el hombro y se dirigía hacia el andamio. Lo dejó pasar primero y le dijo que no tuviera miedo, que él estaría atrás por si perdía el equilibrio. Todos pararon. Los que comían se pusieron de pie. Agua Bendita empezó a toser y alguien le gritó ¡calla mierda! Arriba también pararon. Dejaron sus latas al borde del techo y desde ahí empezaron a mirar la ascensión de Julius y Blanquillo. La mucura esta en el suelo mamá no puedo con ella, empezó a cantar alguien pero lo mandaron callar y a la mierda. Julius pudo haber llorado al principio, y dicho no quiero seguir, pero no le salió o no quiso decirlo y ahora, entre el pánico al ver que se iba a caer, sólo escuchaba la voz varonil de Blanquillo dándole coraje, diciéndole que estaba ahí detrás y que no tuviera miedo: «¡Dale Julio!, ¡dale Julio!» le iba gritando, y él sentía cómo el borde de la lata le causaba cada vez más dolor en el hombro y que tendría que dejarla caer y arrojarse contra la baranda del descanso. «Primera etapa, respiró Blanquillo: ¿quieres descansar un poco?, ¿te bajo la lata?» Y él que sí quería descansar y además desistir, dijo inexplicablemente no, y abajo estallaron carcajadas y putamadreadas alabanciosas, hasta aplausos que ellos casi no escuchaban entre el ruido de la mezcladora. «¡Bájalo! —gritaba el maestro—: ¡va a venir el ingeniero!» Pero Blanquillo había dicho ¡vamos Julio!, y Julius había ensordecido para todo ruido que viniera desde abajo, su mundo se había reducido a ese pedazo de andamio empinado y resbaloso donde ahora pujaba sintiendo la ausencia total de barandas, mirando de golpe abajo para caerse de una vez por todas. Y sin embargo no porque escuchaba la respiración de Blanquillo y de ella sacaba lo que fuera para seguir subiendo, estaba llegando a la mitad de la segunda parte y su cuerpo o él habían comprendido que con Blanquillo detrás nunca una caída sería posible. Y siguió y pujó una vez más como los albañiles pujaban horas seguidas y sintió que también había bebido cerveza y que por eso estaba por fin arriba, íntimo amigo de todos y vaceando su lata que desgraciadamente no ayudó mucho, porque sólo llenó unos centímetros escasos. Volteó para triunfar y vio cómo Cucaracha, Agua Bendita, Tortolita y los demás allá abajo se cogían los órganos genitales y movían el tronco en todas las direcciones: se estaban desternillando de risa. «¡Baja a tomarte una cerveza!», le gritaban. Julius vio por dónde había subido, por dónde tenía que bajar y sintió nuevamente pánico. Le parecía mucho más peligroso el descenso; el abismo lo atraía y cuando quería moverse un poquito, resultaba moviéndose un montón y acercándose demasiado al borde.«¡Julio es un campeón!», gritó Blanquillo, cogiendo ambas latas y arrojándolas al aire en señal de triunfo. «¡Hay que bajarlo en hombros!», agregó, y sin preguntarle nada, llevado por un verdadero entusiasmo, lo alzó en peso, se lo puso sobre los hombros, le gritó ¡abrázame la cabeza!, y empezó a descender. Julius no lograba ver ni el andamio, le parecía volar y casi pide ¡más despacio por favor!, pero para qué si se estaba riendo a carcajadas y no se iba a caer nunca.
Abajo se armó gran reunión. Los albañiles se pusieron felices cuando Julius pidió que le volvieran a pasar la botella, eso que ya se había bebido lo que le dieron cuando llegó en hombros donde ellos. Ya se estaban vaciando las cajas de cerveza. ¡Te toca a ti! ¡No jodas! ¡Anda mierda! ¡Chupa rápido! El maestro les ordenó que empezaran a trabajar de nuevo, pero sólo dos o tres le hicieron caso y se unieron a los que aún no habían almorzado. Los demás querían seguir conversando con Julius y divertirse oyéndolo hablar. Le enseñaron un montón de lisuras en premio por haber cargado la lata hasta arriba. Ahora ya no lo trataban como a mujercita y hasta se pusieron a hablar sus cosas delante de él.
Tu papá ha debido darnos un extra por lo de hoy dijo Blanquillo.
El ingeniero ve que nos estamos sacando la mierda y como si las huevas...
Eso depende de tu papá... él es el que tiene la mosca.
Cerveza dan siempre; lo que no dan es billetes...
Pero mi papá dice que la casa cuesta muy caro... dice que cuesta un ojo de la cara...
Cojudeces...
En serio... eso le ha dicho a mi mamá. Tu papá tiene mucha plata... Es rico. Unos cuantos billetes más seguro que ni le importan.
Viene a ver la obra y pasa sin saludar.
¿Por qué no le dices que nos mande un extra?
¿Dirás que no tiene?
¿El dice que hacerse una casa cuesta muy caro? ¿Entonces para qué se hace una casa nueva? ¿Acaso no tiene tamaña finca en la avenida Salaverry ?
—¡El ingeniero!
Vieron bajar al ingeniero y al arquitecto del automóvil y salieron corriendo en busca de sus latas. La mezcladora los esperaba repleta de concreto, nuevamente empezaba el peligroso desfile de los albañiles. Ese breve reposo, hoy un tanto prolongado por la presencia de Julius, los había hecho perder el ritmo, se tambaleaban sobre todo en la primera mitad de la subida. «Vamos, Julius», le dijo el arquitecto. Lo vio acercarse a darle la mano al ingeniero y al maestro de obra, y enseguida despedirse de los obreros con tremendos adioses.
Por la ventana del automóvil que se ponía en marcha, Julius pudo ver por última vez a los albañiles subir y bajar pintarrajeados los andamios peligrosos que llevaban hasta el nuevo techo. Sí, seguían pareciendo payasos locos de circo barato, expulsados además por usar sólo groserías para hacer reír al público. Y luego se habían trompeado desgarrándose la ropa y se habían puesto a beber frente a una construcción; y tal vez porque estaban borrachos y eran locos habían tratado de entrar en la casa sin encontrar nunca la verdadera puerta pero sin desistir tampoco; y por eso es que ahora continuaban subiendo y bajando como hormigas y cargando latas para tapar un hueco enorme, para que no les cayera la lluvia del invierno y, finalmente, para que cuando todo quedara listo fuera otro el que encontrara la puerta de mierda. Julius le hizo cuatro preguntas que el arquitecto de moda consideró absurdas en un hijo de Susan. «Cosas de niño, claro», pensó. Pero sus respuestas tampoco convencieron a Julius. Preguntaba porque quería saber; no conocía las respuestas, pero en todo caso sentía que las del arquitecto no eran las que quería aprender: se parecían demasiado a las de Juan Lucas... «¿Por qué no le dices que nos mande un extra?»
Por eso esperó ansiosamente que sus padres regresaran del Golf. Por eso deseó que esta noche también hubiera reunión en casa y no en otra parte, para que se quedaran, para poderles decir. Por eso tuvo tantas dificultades en terminar sus tareas escolares de ese fin de semana. Por eso se sintió feliz al escuchar a Susan llegar y decir que comerían en casa y temprano porque estaban cansados y mañana era otro día de toros. Por eso la besó sonriente y corrió a decirle a Nilda que se apurara con la comida. Por eso le contó a ella, por tercera vez en esa tarde, la aventura de los albañiles y las latas, la suya con Blanquillo y ella lo acusó de travieso pero sintió que Julius era el de siempre. Por eso la Selvática le ordenó las ideas y le dijo qué debería contar antes, qué después y cuándo exactamente soltar lo del dinero extra para los obreros. Por eso esperaba ahora ansioso que Daniel, medio cómplice también, terminara de pasarles la inmensa sopera de plata con el gazpacho andaluz que Juan Lucas gustaba tomar durante las semanas que abarcaba la feria de octubre. Y por eso estalló ahora finalmente con su historia que Nilda escuchaba escondida detrás de la puerta del comedor.
Susan, linda, empezó abriendo los ojos inmensos, sonriéndole y poniéndole su mejor cara de adoración al único hijo niño que le quedaba. Juan Lucas empezó interrumpiendo con algo de que la Selvática esa no captaría nunca la verdadera idea de lo que es un gazpacho andaluz, ¡esto parece una vulgar sopa de tomate! Y Susan, linda, como sabía que muchas veces las historias de Julius lo molestaban, trató de que no siguiera contando la que acababa de empezar y le dijo que tomara rápido su sopa, se te va a enfriar, darling. Juan Lucas soltó la carcajada, nadie como él para festejar las distracciones encantadoras de Susan: «¡Mujer! —le dijo—: lo que estás tomando es frío y tiene que ser frío.» La quiso más todavía cuando ella apoyó deliciosamente el codo sobre la mesa y enterró el mentón en la palma de su mano, abriendo inmensos los ojos distraídos, en un desesperado esfuerzo por volver a la realidad y captar que el gazpacho es una especie de sopa que le gusta a Juan Lucas en octubre y que se toma fría; el maravilloso mechón de pelo se le vino abajo, ocultando su cara por un momento. Al ver que lo recogía entre sus dedos y que lo llevaba nuevamente hacia atrás, Julius dejó escapar el aire contenido de su respiración y soltó el resto de la historia. Miraba a Susan, pero se la dirigía a Juan Lucas: ¿se estaría enterando de que los obreros habían trabajado hoy como muías?, ¿le estaría haciendo caso cuando decía que necesitaban un poco más de dinero?, ¿sabría que eran buenos y que lo habían hecho pasar una mañana inolvidable? ¿Escuchas, tío? ¿Por qué no me miras? ¿Por qué no dejas reposar un instante tu cuchara y me miras? ¿Por qué comes cada vez más rápido como si no quisieras escucharme? ¿Por qué no me clavas los ojos un momento como mami?, claro que mami me mira pero está en las nubes. ¿Por qué no te enteras de que Blanquillo me ha enseñado a cargar las latas? ¿Y que me ha ayudado? ¿Y que con él no me podía caer? ¿En qué momento te vas a molestar conmigo?... ¿me vas a llamar algo que no me gusta?... algo nuevo siempre... porque tú siempre ganas... tú siempre sacas alguna palabra nueva. ¿Por qué te limpias la boca ahora y sigues sin mirarme? ¿Por qué llamas a Daniel y le pides el segundo plato y vino y rápido? Escucha, necesitan un extra. Plata. Y si yo pudiera... Déjame terminar... nunca me dejas terminar...