Un mundo para Julius (28 page)

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Authors: Alfredo Bryce Echenique

Tags: #Novela

BOOK: Un mundo para Julius
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—¿O sea que el jovencito cree que puede treparse al techo por los andamios? ¿Has oído eso Susan?

—Darling, te has podido matar...

—Y además el jovencito es amigo de Blanquillo y me trae sus encargos...

—Tío, pero...

—¡Mira!, ¡no sé quién es tu compadre Blanquillo ni me interesa!

—Es uno de los hombres de la construcción —dijo Susan, enteradísima—. ¡Te has podido matar por culpa de ese hombre, darling!

—No me ha pasado nada... era bien fácil subir...

—¡Y bien fácil matarse! ¡Ya basta con tus peones!... ¡Ni más a la construcción!... ¡Hay que decirle al arquitecto que última vez! ¡Es que a este mozalbete no se le puede descuidar un momento porque hace de las suyas!... ¿Quieres que te pongan ama de nuevo?

—Tío pero ellos quieren sólo...

—¡Por qué no te callas de una vez por todas! —intervino de repente Bobby.

—¡Aprenda usted jovencito que para eso hay un arquitecto, un ingeniero y toda una tanda de zánganos que viven a expensas mías! ¡Me basta y me sobra con ellos para que tú vengas a decirme lo que tengo que hacer! ¡Ahora termina de comer rápido y a acostarse inmediatamente!... ¡O yo mismo me encargaré de largar a Blanquillo y a toda su colección de compinches!

—Darling, yo creo que Blanquillo puede ser un hombre peligroso...

El arquitecto de moda prometió tener todo listo para el otoño. Susan vivía ahora dedicada a las revistas de casas y jardines, decorados interiores más que nada. Por todas las mesas del palacio andaban regadas El mueble español, House and Garden, El mueble en Francia en el siglo XVIII, Gardening y muchas otras revistas que diariamente hojeaba, esperando la llegada de Juan Lucas para tomar el aperitivo juntos. Cada día se les ocurría alguna nueva idea; la verdad es que se les ocurrían tantas ideas que ya ni siquiera se las consultaban al arquitecto, no porque fueran antifuncionalistas, pues él ya había evolucionado un poco, había madurado, sino porque era imposible meter siete baños o veintisiete terracitas para el té en una misma casa, sobre todo tratándose de estilos tan diferentes. No le contaban nada al arquitecto, pero solitos y abrazados se construían decenas de casas entre gin and tonics y en cada una metían dos o tres de los bares ideados por él, cuatro y hasta cinco terracitas de las soñadas por ella. Eran días lindos; la feria de octubre había terminado pero el sol de las mejores corridas seguía y seguía.

Una tarde Juan Lucas apareció feliz porque acababa de vender el palacio al precio deseado y con todos sus muebles adentro. Llegó encantado; nada le gustaba tanto como liquidar por completo una cosa y empezar desde cero con otra. Sentía nacer de nuevo, le entraba una especie de desesperación por cambiarse de ropa y tomarse un aperitivo novedoso y salir a comer a algún restaurant recién inaugurado y que fuera verano ya ya. En cambio a Susan no le gustó que la obligaran a desprenderse de todos sus muebles, le hubiera gustado conservar unos cuantos para la casa nueva. Tal y tal mueble, por ejemplo, eran irremplazables. «¿Irremplazables? —exclamó Juan Lucas, cogiendo una revista nuevecita, íntegra de muebles—. ¡Que traigan hielo para una copa! ¡Ya te voy a enseñar yo si son irremplazables esos trastos viejos!» Susan misma corrió a traer el hielo al verlo tan alborotado: sabía que eso iba a terminar en bromas y más bromas, a ver quién se burla más; eso iba a ser un duelo crítico lleno de amor e ironía, en el que una frasecita filuda o una comparación precisa tenía que destruir el mueble elegido por el otro; un duelo sin vencedor ni vencido, ya que empezarían sentándose cada uno con su copa, diciéndose chin chin al brindar y abriendo la revista una vez abrazados.

Eran días en que todo lleva hacia un delicioso equilibrio anímico y en los que tu único deseo oculto podría ser la playa, completamente al alcance de tu mano. La primavera limeña insistía en ser generosa y el sol reaparecía francamente simpático cada mañana. Un día Susan salió tan encantada de su dormitorio, que al llegar al borde de la escalera la detuvo el choc de verse saliendo, hace diecinueve años, a gozar soltera del sol en un jardín público londinense, uno de esos días en que el tiempo acaba de cambiar súbitamente a lindo: diecinueve años después, iba a salir casada, a gozar del sol, en un jardín privado... «¿Se le ha dormido la pierna a mi mujer?», la sorprendió Juan Lucas, cogiéndola por la cintura y ayudándola a llegar a los bajos, en uno de esos días en que todo lleva hacia un delicioso equilibrio anímico.

—Corro a la oficina... Si sigue haciendo calor, llámame y nos vamos a la playa si te provoca.

Susan se vestía lejos de todas las revistas de modas para sus paseos entre los árboles y enredaderas del palacio. Su ropa no hacía juego con las flores, por supuesto que tampoco desentonaba: era simplemente la mejor compañera que ellas hubieran podido tener. Si te hubieras puesto profesor o tía vieja y les hubieras preguntado, dime con quién andas y te diré quién eres todas las flores habrían mirado a Susan. En cambio ni un clavel marchito habría mirado a Celso, mientras la seguía en fila india, esperando que le entregara la tijerita toledana, porque esa rosa está ideal para el florero del piano. No todo era, pues, caminata hermosísima entre árboles y enredaderas: Susan tenía que pensar en el florero del piano. No bien se decidía por una flor, se la señalaba con el dedo a Celso, sin tocarla porque podría haber una abeja, y le entregaba la tijerita para que la corte. Él cortaba la flor, le devolvía la tijerita y, siempre en fila india, se desplazaban hacia otra planta, donde ella escogía este clavel ideal y volvía a entregarle la tijerita: así hasta que se llenaba mentalmente el florero del piano y ambos se dirigían al lavadero del patio de servicio. Allí Susan vigilaba el lavado de sus flores, indicándole al mayordomo-tesorero qué hojas estaban de más, «ésta podemos suprimirla», decía, por ejemplo y le entregaba la tijerita, siempre cuidando de recuperarla, porque le era indispensable para cortar las flores la próxima vez.

«¡Divino!», exclamaba Susan, contemplando el florero lleno de jazmines, de rosas o de claveles; «listo», decía enseguida, buscando la mirada aprobatoria de Celso, que francamente hubiera preferido adornar la sala del piano con su flor del capulí. Eran las once de la mañana, hora para Susan de instalarse en un sofá orientalizado de cojines, donde esperaba la llegada de Daniel con la tacita de café hirviendo, del cual tomaba dos o tres sorbitos, para evitar el desfallecimiento de las once, del que hablaba un afiche publicitario, leído de paso, una mañana en París. Ahí sentada, hojeando revistas de casas y muebles, iba matando el tiempo que Juan Lucas pasaba en la oficina, o en el Golf o en algún bar donde se había dado cita con Luis Martín Romero. Por eso, cuando llegaba, siempre le tenía alguna nueva idea lista, pero nunca se la contaba antes de que él se hubiese instalado junto a ella, con un aperitivo en la mano y con una fuentecilla de maní al alcance de la mano. Entonces sí, ella le contaba su idea, y se entregaban a una especie de misticismo arquitectónico, a la contemplación de terrazas imaginarias o posibles jardines donde las flores estaban siempre en su apogeo, como en las revistas que tenían en sus manos o descansando sobre sus muslos; jardines y terrazas habitados por gente que siempre sonreía y era feliz, tal vez porque tenía el cabello rubio como Susan, tal vez porque acababa de llegar del Golf y vestía camisa de seda como Juan Lucas. Horas se pasaban mirando por el ventanal que daba al jardín, contemplando terrazas y comedores como en un cortijo en Andalucía, dormitorios como los construidos por la Metro Goldwin Mayer para una película, drama de amor-lujo-hormigas-y-Grace-Kelly, en la selva del Brasil, o bares donde los mozos llevaban galones como en los transatlánticos que Hitchcock necesitó para una película de mayor suspenso que la anterior. No bien entraban a uno de esos bares, aparecía el gordo Luis Martín Romero batiendo cócteles y contando increíbles anécdotas que Juan Lucas le transmitía muerto de risa a Susan, mientras le agregaba hielo a su copa y recordaba el chiste cojonudo que el gordo acababa de contarle, ahora que lo dejé en su departamento, de regreso a casa. Al pobre lo había dejado bañado en sudor de tanto picante que se tragó en el bar de Cúneo. La idea del sudor los llevaba hacia tinas que por su forma parecían todo menos tinas, y cuyas locetas transforman el agua en celestes, sientes que entras a una piscina, darling. De pronto, en la página ciento veintitrés de una revista, encontraron una carroza impecable y Juan Lucas decidió restaurar la carroza. Conocía a alguien en una hacienda, camino a Chosica, que podía encargarse de eso; mañana mismo llamaría por teléfono; ahora no porque le apetecía almuerzo en el Golf y pegarse un remojón en la piscina allá.

Nilda gritó que acá también había piscina y protestó furiosa porque tenía el almuerzo listo, ya eso iba sucediendo demasiadas veces, ¡no hay derecho! Le enseñó toditos sus dientes picados a Susan. Gritó la Selvática: ¡a ella no le pagaban por trabajar en vano! ¡Cuánta gente se muere de hambre en el Perú y en esta casa diario se bota la comida a la basura! Susan, espantada, aconsejó que llevaran todo lo que sobrase al hipódromo y volteó a mirar a Daniel, pero el cholo se dio media vuelta y se marchó a la repostería. Pura solidaridad con Nilda porque le convenía que los señores se marcharan: dos menos a quienes servirle la mesa. Lo cierto es que Susan salió disparada a contarle a Juan Lucas que la cocinera andaba eufórica: «como nunca, darling, parece que la criatura está enferma y no la deja dormir por las noches, parece que estuviera enloqueciendo por falta de sueño...» Juan Lucas hizo stop con la mano y declaró solemnemente que había llegado el momento de terminar con esa mujer, él se encargaría de hacerlo, las selváticas muchas veces toman drogas y enloquecen. La explicación dejó a Susan bien preocupada, sobre todo por Julius: ya le había contado varias historias espantosas y era Nilda quien se las leía en periódicos inmundos. No se lo dijo a Juan Lucas, pero partió muy preocupada al Golf.

Las últimas semanas de ese año escolar las pasó Julius muy dedicado al repaso de las lecciones y a preparar su preludio de Chopin para la repartición de premios. Anduvo medio preocupado el pobre porque a lo mejor salía primero de la clase y eso era cosa de chancones, sobones y mujercitas. Además, Lange, uno medio alemán y bien chancón lo iba a odiar para siempre si le arrebataba el primer lugar. Tal vez por eso le dedicó más tiempo al piano en los últimos días. La monjita de las pecas, los nervios y los olores sobre las teclas estaba feliz con él y se pasaba tranquilamente de la hora con tal de verlo tocar un ratito más su preludio. Lo malo es que Juan Lucas no podría venir este año tampoco a la repartición de premios. Susan le había pedido que la acompañara, pero él tosió tres veces, se arregló el nudo de la corbata y dejó bien establecido que eso no era para él. Además acababan de llegar golfistas de varios países para un campeonato internacional: tenía que atenderlos y tenía que practicar porque él también iba a tomar parte. Que lo dejaran, pues, tranquilo; nada de primeras comuniones otra vez.

Susan sí vino a la repartición de premios y no supo qué decir, ni mucho menos qué cara poner al enterarse de que Julius era primero de su clase y que por eso lo estaban llamando a cada rato para colgarle otra medalla. Le llenaron el uniforme blanco de medallas. Las monjitas le tocaban la cabeza cada vez que venía por una más. Susan pensó que una que la miraba odiándola podría ser la mamá de Lange y deseó que la tía Susana estuviera a su lado para acompañarla en tan difícil trance. Pero estaba sola y todos ahí sabían que era la madre de Julius y la miraban sonrientes, esperando encontrar en ella una mujer llena de orgullo. Por supuesto que no faltó quien pensara, hasta se comentó en voz baja, que no se merecía un hijo como Julius, que era frívola y casada dos veces, la segunda con un don Juan que, a lo mejor, hasta la engañaba. Pero la verdad es que muchas ahí hubieran querido ser la esposa de Juan Lucas; Susan miraba a su alrededor y veía esa escenita de repartición de premios llena de mamas bien vestidas y de papas sufriendo con el calor de diciembre: sentía el alivio de no tener a Juan Lucas a su lado: ella nunca hubiera podido querer a un hombre que sabe el día y la hora de una repartición de premios, o que viene un día, a la hora de la siesta o del cognac dormilón en el Golf, a escuchar a un chico tocar un preludio de Chopin. Un hombre que sabe quién es la Zanahoria y se preocupa porque pellizca a su hijo, no es un hombre. Cosas así pensaba y sentía Susan, linda y mejor que todas porque hablaba realmente el castellano mezclándolo con palabras en inglés: cosas así pensaba mientras Julius le señalaba, en los pocos momentos en que no le estaban colgando otra medalla, a ese chico sin mamá que vivía con su abuelita en una casa sucia y que, ella creía, era el Cano de quien tanto le había hablado. «De lo que te salvaste, Juan Lucas», pensaba, y le hacía sí con la cabeza a Julius, cada vez que le señalaba a sus amigos o a sus enemigos. No veía las horas de estar nuevamente en el palacio bebiendo una Coca-Cola helada, único medio para ella de librarse de la pesadilla en que se iba convirtiendo la tarde sin siesta o sin conversación perezosa, al borde de la piscina del Golf. Por fin se paró la monjita profesora de piano y empezó a llamar a sus alumnos. Ella misma los conducía hasta el piano y los vigilaba mientras tocaban maravillosamente bien, con cuánto sentimiento, pésimo para Susan. Uno a uno fueron desfilando los niños genios del Inmaculado Corazón, uno a uno se fueron equivocando y uno a uno recibieron los aplausos que los salvaban cuando se atracaban a la mitad de la pieza y miraban a madre Mary Agnes que mordía su rosario y se moría de nervios. Cuando Julius se acercó a tocar su preludio, la monjita lo detuvo con el brazo, lo hizo voltear hacia el público y lo tuvo así un ratito para que todos vieran que además de premiado era pianista. Luego lo llevó hacia el piano y le dio la señal para que empezara. Pero Julius nada: la miraba fijamente como si algo faltara para que él pudiera tocar. «Dale, dale», parecía decirle la monjita, y él empezó pero inmediatamente se atracó, al comprobar que ése no era el piano que él conocía. Miró despavorido a la monjita: el olor, el olor faltaba; se sentía perdido y atrás la gente murmuraba; faltaba el olor y ése no era el piano y ella no estaba sentada a su lado, así no podía él. Recordó la música en el libro pero todo lo demás se le había borrado: empezó a tocar, a equivocarse lastimosamente... No pasó nada. Susan no sufrió. Era un exceso de sentimiento.

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