—Vamos a dar una vuelta —dijo Santiago, encendiendo el motor del Volvo.
—Que no sea muy larga... ya está amaneciendo.
—¿Qué quieres que haga si Lester no da señales de vida?
Regresaron a más de las siete para despertarlo. No fue difícil. Lo que sí, el pobre se sentía pésimo y no paró de quejarse hasta que lo convencieron de que había dormido varias horas y de que allá en casa le iban a dar un buen desayuno para que se acostara luego y siguiera durmiendo. Santiago subió a la camioneta y le dijo a Bobby que regresara en el Volvo.
Eran casi las ocho de la mañana cuando aparecieron pegando de bocinazos en la puerta del palacio. Universo, que regaba siempre muy temprano, les abrió inmediatamente el portón, y tanto Bobby como Santiago tuvieron que maniobrar hábilmente para entrar sin llevarse de encuentro a Julius que salía por la izquierda en su bicicleta. Por mirar a Julius, ninguno de los dos miró a la derecha y ahí sí que casi se llevan de encuentro a una mujer horrible que Lester, desde su ventana, consideró como una prolongación del espantoso malestar que le impedía volverse a dormir.
En cambio ella lo miró sonriente y sólo después, cuando la camioneta ya había entrado, se quedó desconcertada, pensando que ese joven rubio no podía ser uno de los niños. Detrás entró Bobby en el Volvo, pero ella no alcanzó a mirar porque Universo acababa de desconcertarla aún más al impedirle la entrada al palacio. Largo rato estuvieron discutiendo. Universo quería saber quién era Nilda y Nilda quería saber quién era Universo. Los dos se sentían con igual derecho para interrogar al otro. Nilda se consideraba siempre cocinera de la familia y no veía diferencia alguna entre el antiguo y el nuevo palacio; lo único malo es que todo su alegato lo basaba en el antiguo y para Universo, que nunca había sido jardinero allá, no existía más palacio que éste. Total que ni uno era el jardinero ni la otra la cocinera. Nilda se puso insolentísima y le dijo que no había venido a visitarlo a él sino al niño Julius, pero su declaración sólo logró complicar más las cosas, ya que, según Universo, Julius acababa de salir en su delantito de sus ojos de los dos y, por consiguiente, ella no sabía quién era Julius ni Julius la conocía tampoco. Nilda gritaba llenecita de dientes de oro y Universo le contestaba también a gritos y con la boca plagada de caries y uno que otro diente de oro. Furiosos los dos: la carroza, según Nilda, era muy vieja, y, según Universo, nuevecita; por nada de este mundo se ponían de acuerdo, y lo peor es que ya se iban a lo personal y a la ofensa con falta de respeto; cada vez se alejaban más del punto de partida, hasta que terminaron discutiendo quién empezó a faltarle al otro antes. Universo la acusaba de haber dicho que los de la sierra más tercos, más burros no podían ser, y Nilda, después de gritarle que eso era cierto, contratacaba alegando que primero él la había llamado «intrusora» y la había acusado de introducirse al palacio probablemente para robar. Ya no tardaban en irse a las manos de tanto que se faltaban y a gritos, cuando, muy campante, apareció Carlos que llegaba a trabajar, y saludó a Nilda como si nunca hubiera dejado de verla. Nilda se le tiró encima para abrazarlo y, de paso, para que el serrano bruto reconociera cómo ella era casi familia en esa casa. Acusó a Universo, y Carlos, sonriente, le preguntó que quién lo había nombrado centinela, «tú con tu manguera y a cantar huaynitos», le dijo, ganándose por completo a Nilda que se le arrojó nuevamente entre los brazos, esta vez para contarle que, en Madre de Dios, su hijo se le había muerto de tifoidea, que le llaman.
Carlos la invitó a entrar a la repostería, y ahí la informó de todo lo ocurrido desde su partida. Celso y Daniel vinieron a saludarla y le invitaron desayuno, mientras ella les contaba de su vida durante los últimos meses. Hablaba sin parar, mezclando cada historia con la historia de la muerte de su hijo; no bien lo mencionaba, soltaba el llanto a gritos. Los tenía completamente desconcertados con tanta calamidad; le había ido pésimo desde que abandonó a la familia: en ninguna parte habían querido aceptarla con el hijo enfermo y por fin había decidido regresar a su tierra. Pero allá también le fue muy mal, allá había empeorado el chico, el clima, el agua, qué sería que le malogró su barriguita. A la semana de llegados empezó a llorar. Primero, por las noches, después durante el día, al final lloraba día y noche la pobre criaturita, pobrecito, no sabía cómo expresarse, el médico seguro se lo mató con unos jarabes amargos que le dio. Nuevamente a llorar Nilda, y los otros ahí, completamente desconcertados.
Así los encontró la Decidida, cuando apareció preguntando si Julius había regresado ya. Bastó que Nilda escuchara el nombre de Julius para que, de golpe, cambiara el llanto por una sonrisa la mar de alegre. Celso las presentó como la antigua cocinera y la nueva empleada. La Decidida se infló mientras se acercaba bruscamente para impedir que Nilda se molestara en ponerse de pie. Se saludaron utilizando fórmulas rarísimas. Nilda soltó una y la Decidida le respondió con dos mucho más complicadas, logrando así que la otra le bajara la mirada, en reconocimiento de su mayor estatura, volumen y de su certificado de estudios primarios. Inmediatamente, la Decidida preguntó si ya le habían servido su desayuno a la señora. Celso y Daniel respondieron que sí, que por supuesto, pero como ella siempre tenía razón, les gritó que qué esperaban para ofrecerle otra taza de té. Nilda se lo agradeció y empezó a contarle mil historias sobre la vida de Julius. Los mayordomos se entusiasmaron, se sirvieron más té, ofrecieron más pan: ellos también tenían sus historias, sus recuerdos, sus propias versiones. Nilda se dejaba interrumpir, los escuchaba pacientemente, pero siempre daba la versión final y exacta de cada historia. Mientras tanto, la Decidida tomaba su desayuno en silencio, escuchando con envidia las narraciones de una época totalmente extraña para ella, lo cual le impedía opinar y por consiguiente tener razón. ¡Y los otros dale a contar! Carlos también intervenía, agregando anécdotas que ellos ignoraban porque habían ocurrido en la calle, en alguna de las muchas ocasiones en que había llevado a Julius al colegio, a un santo, donde un amigo. Poco a poco fueron mezclándose y alargándose las narraciones. Los recuerdos abundaban, emocionantes, y Nilda hablaba y escuchaba con los ojos enormes. Un recuerdo se encontró en su camino con el nombre de Cinthia, y la pobre tuvo que dejar volando su taza para soltar el llanto, «Cintita, Cintita», sollozaba. Pero el recuerdo se trasladó a las primeras comidas de Julius en su comedorcito lleno de figuras de animales famosos, y Nilda volvió a coger su taza y a sonreír alegremente hasta que, sabe Dios cómo, en la historia reapareció Cinthia con Bertha escarmenándola, y la pobre tuvo prácticamente que arrojar la taza para evitar que los sollozos contenidos le destaparan los ojos o la acogotaran, Carlos se dio cuenta del mecanismo sentimental de Nilda, y se dedicó a contar historias en las que sólo figuraba Julius. Celso ofreció más té y la reunión volvió a animarse. Todos aceptaron otra taza, menos la Decidida que andaba ya un poco harta de no encontrar oportunidad para intervenir. «Todo tiempo pasado fue mejor», soltó de repente, pero sin mayor éxito porque los otros, en vez de admirarla por su cultura, asintieron rápidamente y se lanzaron con más entusiasmo que nunca a las evocaciones de un pasado que, en efecto, les parecía mejor. Nilda dominaba la escena, hablaba como una cotorra, no paraba de repetir una y otra vez la misma historia sobre la niñez de Julius, ese niño siempre había sido muy noble, siempre fue más correcto que sus hermanos, pensar que ya iba a ser un hombrecito, pensar que ya iba a cumplir los once años, ella siempre se acordaba del día de su cumpleaños, nunca se había olvidado, dentro de una semana cumple sus once años, ¡ah!... ella que lo vio nacer, ¡ella que le enderezó sus orejitas!... dentro de una semana cumple sus once años, sólo que dentro de una semana ella estaría trabajando y no podría venir, por fin había encontrado trabajo en Lima, ahora era más fácil, ahora que su hijo se le había muerto, así son pues la gente... Y mientras soltaba nuevamente el llanto, sacaba de una bolsa de trapo una bolsita de papel, unas gallinitas que tenía, seis huevos de sus gallinitas le traía a Julius por su santo, en nombre de su hijo... A llorar como loca, con todos ahí ofreciéndole más té, más pan, más mantequilla, con la Decidida olvidando sus rencores, corriendo a traer la mermelada, la misma con que desayuna la señora, el niño Julius ya no tarda en venir, todas las mañanas sabe salir a dar un paseo en bicicleta antes del desayuno, órdenes del señor, ya no tardaba en regresar el niño Julius...
Pero Julius no regresó. Sentado en el asiento posterior de la camioneta, con Bobby al lado, Julius se esforzaba con contener la cólera, la desesperante y violenta timidez que le producía recordar a Nilda, esta mañana, sacando la bolsa con los huevos que le traía por su cumpleaños. Era la misma incontrolable timidez que le impidió entrar en la repostería, cuando llegó tranquilamente a desayunar y se encontró con la mujer horrible que era Nilda, sentada, esperándolo. No pudo entrar. Simplemente no pudo entrar y, ahora, mientras regresaba del aeropuerto, la inesperada escena de la mañana lo asaltaba repitiéndose, desbordándolo por sus manos tembleques, minimizando todo lo que no fuera ese instante en que la vio sentada, llorando, desvaneciendo la pena que normalmente debió producirle la nueva partida de Santiago. Volvían tristes, por lo menos callados, cada uno con lo suyo. Susan, linda, silenciosa, distraída o triste, aceptaba la propuesta de Juan Lucas: dejar a los chicos en casa, salir a comer a la calle. Juan Lucas detenía la camioneta en un semáforo; odiaba los semáforos porque no encontraba qué decir mientras esperaba, porque no tenía nada que decir mientras le cambiaban a luz verde, porque en su vacío impaciente se filtraba la escena del aeropuerto: adiós muchacho, buena suerte, deja saber de tu vida. De pronto se encontraba triste, queriéndolo como a un hijo, tosía inmediatamente para no sentir pena en la garganta, ¿qué tal si dejamos a los chicos en casa y salimos a comer?... luz verde. Susan aceptaba cualquier propuesta, sí darling, buena idea. Sacaba el brazo por la ventana de la camioneta veloz, lo estiraba para sentir el aire tibio de la noche veraniega, miraba su mano allá afuera, entre sus dedos abiertos y estirados veía pasar corriendo las fachadas iluminadas de las casas, metía de pronto rápido el brazo para que no siguiera elevándose en la noche igualito al avión, sí darling, buena idea. Volteaba a disculparse, a decirle a Bobby que era mejor que no viniese, Juan Lucas y ella regresarían tarde, él tenía que levantarse temprano a estudiar. Terminaba con Bobby y descubría a Julius, ¿ahora qué le decía para disculparse?, volteaba tranquila al verlo completamente distraído, como en el aeropuerto, recordaba entonces que prácticamente no se había despedido de Santiago, de Lester, no se interrogaba más porque San Isidro, las casas iluminadas la distraían una tras otra, Susan miraba hacia arriba, las fachadas le escondían el cielo, pero un terreno abierto, una casa ausente le oscureció un trozo de noche, una estrella que se iba rápido, como su mano hace un instante entre el aire tibio igualita al avión que se fue, sí darling, ¿adonde me llevas? Juan Lucas tosió para evitar el nudo y llegó con la garganta alegre al nuevo semáforo en rojo, detuvo la camioneta pensando en Lester: dile a tu padre que lo esperamos en octubre, le tendré al Briceño en Lima, ¡el torero del siglo!, ¡en octubre!, ¡no te olvides!, anda muchacho, ¡buena suerte y hasta pronto!, ¡ja-ja! Volteó donde Susan, ya sé a qué restaurant te voy a llevar a comer, mujer, ¡vas a ver lo que es bueno! Susan le preguntó a cuál, darling, pero la luz verde le permitió arrancar, hacer ruido con el motor, no contestarle, no decirle nada, ja-ja, dejarla mirándome linda de curiosidad. Susan cerró la ventana, quiso sacar nuevamente el brazo y cerró la ventana mientras volteaba donde Julius para olvidar los aviones, recordó que no había palabras para él. Julius le quitó la mirada y se encontró llegando a la cocina, deteniéndose al ver a Nilda, saltando, retrocediendo al verla llorar sacando poniendo los huevos sobre la mesa, nadie lo vio entrar, nadie lo vio estrellarse contra su invencible, repentina timidez, nadie lo vio encontrarla horrible, llorando gritando ¡mi hijo muerto!, nadie lo vio irse, saltar hacia atrás, rebotar, esconderse a escuchar detrás de la puerta...
—Sírvase de esta mermelada, señora Nilda; mermelada inglesa... sírvase, señora... el niño Julius ya no tarda en regresar, sale a dar un paseo en bicicleta antes del desayuno, órdenes de donjuán Lucas...
—Gracias, señorita... ¿no se sirven ustedes también? Ojalá venga pronto el niño Julius; siempre recuerdo su cumpleaños, once años va a cumplir, un hombrecito, ¿recuerdan cuando les disparaba desde la carroza?... ¿recuerdan cuando jugaba con Vilma?... perdón, de ella no quería hablarles, mejor...
Julius abrió rápido la ventana, asomó bruscamente la cara pero allá afuera, entre el aire oscuro y tibio de la noche, Vilma continuó siendo puta, tan chuchumeca como Nilda contó esta mañana. Y más todavía, eso era lo peor, más todavía. Cerró la ventana, se quedó tranquilito, mudo, como si nada hubiera pasado, hijo de Susan casada con Juan Lucas, hermano de Bobby, regresando de despedir a su hermano Santiago que estudia en los Estados Unidos, que acaba de partir con su amigo Lester, regresando de despedirlos en la camioneta Mercury que avanza veloz por la avenida Javier Prado, mírenme, no pasa nada, absolutamente nada, sólo que Vilma es puta más grande que hace un instante cuando abrí la ventana, mucho mucho más que esta mañana: esta mañana cuando él sintió por primera vez que un globo enorme, monstruoso que se infla, se infla persiguiéndolo salió inflándose de la cocina...
—La encontré por la calle, bien trajeada, siempre hermosa la joven Vilma... Muy insolente eso sí... Yo fui cordial... Claro que ignoraba aún... aunque tanto olor, su misma facha de Vilma algo me escondía ya, su propio andar... Yo fui cordial y ella más bien se mostró muy insolente desde el principio... Habla con una lengua inmunda, provocando habla, insolentándose, envalentonándose, burlándose de que una es pobre pero honrada... Como cosa de nada le suelta a uno que es chuchumeca en un burdel de la Victoria...
Tal vez si me hubiera corrido... Para qué: desde que la nombró, desde que agachó la cabeza lo supe, yo te digo a quién me voy a tirar esta noche... Julius controló su rabia, frenó sus brazos que se iban en mil golpes sobre Bobby, sentado detestable junto a la otra ventana de la camioneta. Ni cuenta se dio, adelante tampoco, ni Susan ni Juan Lucas, cada uno con lo suyo. Julius aprovechó tanta paz para quedarse tranquilito, hijo de Susan casada con Juan Lucas, hermano de Bobby, regresando del aeropuerto de dejar a su otro hermano, acercándose por fin a la casa... Pero no bien terminó de revisar su existencia tranquilizante, de agregarle, en un último esfuerzo, estoy vivo, me llamo Julius, no le he pegado a Bobby, no pasa absolutamente nada, no bien se calificó de niño de once años que termina este año su primaria y regresa tranquilo del aeropuerto y nada más, Vilma fue puta mucho más grande, como si el globo enorme y monstruoso hubiera seguido inflándose hasta desbordar el palacio para perseguirlo por las calles de San Isidro de Miraflores de Lima del mundo entero si él seguía huyéndole, si él seguía abriendo ventanas y encontrándolo también ahí afuera, más grande todavía, mucho más grande que esta mañana cuando por primera vez salió de la cocina y él corrió a esconderse en un baño donde Vilma fue puta más grande todavía, mientras el globo lo aplastaba contra las paredes y los caños de la ducha fría, donde Vilma fue puta inmensa, de donde él salió perseguido hasta la piscina, arrojándose a nadar rapidísimo con la cabeza hundida entre el agua para no oír nada, no ver nada, agitando las piernas, los brazos, los pies como loco hasta que se agotó y cuando paró un instante a respirar, Vilma fue puta enorme.