La señorita Griffith, a quien había escogido con ojo clínico como persona más apropiada para hacerle un resumen sucinto de los acontecimientos que le habían hecho sentarse donde estaba, acababa de salir de la estancia tras ponerle al corriente de los sucesos de la mañana. El inspector Neele se había propuesto tres razones distintas por las que la fiel mecanógrafa pudo haber envenenado a su jefe, rechazándolas como poco probables.
Clasificó a la señorita Griffith como:
a) No perteneciente al tipo de envenenadoras.
b) No enamora a su jefe.
c) No desequilibrada mental.
d) E incapaz de guardar rencor a nadie.
Por todo lo cual sólo iba a necesitarla como informadora.
El inspector Neele echó una ojeada al teléfono. Aguardaba una llamada del Hospital de San Judas, de un momento a otro.
Naturalmente, era posible que la repentina indisposición del señor Fortescue fuera debida a causas naturales, mas el doctor Isaac de Bethanal Green no fue de esta opinión, como tampoco
sir
Edwin Sandeman.
El inspector Neele pidió por el dictáfono que se presentara la secretaria particular del señor Fortescue.
La señorita Grosvenor había recobrado algo de su aplomo, aunque no todo. Entró un tanto recelosa, sin acordarse para nada de su andar felino, y diciendo en tono defensivo:
—¡Yo no he sido!
—¿No? —repuso el inspector en tono sosegado.
Le indicó la silla donde solía sentarse block en mano, cuando el señor Fortescue le dictaba las cartas. Ahora la ocupó de mala gana y mirando al inspector Neele con temor, mientras en la imaginación de éste aparecían los temas: ¿Seducción ¿Chantaje? ¿Rubia platino comparece ante el jurado? etc., y todas le parecieron posibles y al mismo tiempo estúpidas.
—En el té no había nada —dijo la señorita Grosvenor—. No podía haberlo.
—
Ya
—repuso el inspector Neele —¿Su nombre y dirección, si me hace el favor?
—Grosvenor. Irene Grosvenor.
—¿Cómo se escribe?
—¡Oh! Igual que la plaza: Grosvenor.
—¿Su dirección?
—Rushmoor Road, 14, Muswell Hill.
El inspector asintió satisfecho.
—Ni seducción —dijo para sus adentros—. Ni un nidito de amor. Sino una casa respetable donde vive con su familia. Ni chantaje.
Oirá buena serie de teorías que quedan descartadas.
—¿De modo que fue usted quien hizo el té? —dijo complacido.
—Bueno. Tenía que hacerlo. Quiero decir que siempre lo hago yo.
Sin prisas, el inspector Neele hizo que le explicara el proceso de la preparación del té del señor Fortescue que realizaba cada mañana. La taza, el plato y la tetera habían sido enviados al departamento apropiado para su análisis. Ahora supo que únicamente Irene Grosvenor había tocado aquellos utensilios. La marmita donde calentó el agua era la misma que se utilizaba para hacer el té de las oficinistas, y la propia señorita Grosvenor la llenó en el grifo.
—¿Y el té?
—Era el que toma siempre el señor Fortescue, té chino especial. Se guarda en un estante de mi habitación; es la de al lado.
El inspector asintió. Acto seguido le preguntó por el azúcar, pero el señor Fortescue no tomaba azúcar con el té.
Sonó el teléfono, y el inspector Neele atendió la llamada. Su expresión cambió un tanto.
—¿El Hospital de San Judas?
Hizo una inclinación de cabeza a modo de despedida.
—Eso es todo, de momento, señorita Grosvenor. Muchas gracias.
La señorita Grosvenor apresuróse a abandonar la estantía.
El policía escuchó atentamente la voz inexpresiva que le hablaba desde el hospital, mientras dibujaba unos signos secretos en una esquina del secante que tenía ante él.
—¿Y dice usted que ha muerto hace cinco minutos? —Miró su reloj de pulsera, y luego escribió en el secante:
Las doce cuarenta y tres
.
La voz inexpresiva dijo que el propio doctor Bernsdorff quería hablar con él.
—Está bien. Póngame.
Se oyeron varios zumbidos y murmullos lejanos. El inspector Neele aguardó pacientemente.
Luego, sin previo aviso llegó hasta él una voz fuerte que le obligó a apartar el teléfono de su oído.
—Hola, Neele, viejo buitre. ¿Ya vuelve a rondar los cadáveres?
El inspector Neele y el profesor Bernsdorff del Hospital de San Judas habían trabajado juntos en un caso de envenenamiento hacía sólo cosa de un año, y desde entonces eran muy buenos amigos.
—He oído decir que nuestro hombre ha muerto.
—Sí. Cuando llegó aquí ya no pudimos hacer nada.
—¿La causa de su muerte?
—Desde luego hay que hacerle la autopsia. Es un caso muy interesante. Vaya si lo es. Celebro haberle atendido.
El tono del profesor Bernsdorff le hizo comprender una cosa.
—Me figuro que no se trata de muerte natural —dijo secamente.
—Ni por asomo —replicó el doctor Bernsdorff—. Hablo extraoficialmente, ¿comprende? —agregó con cierta precaución.
—Claro. Claro. Se comprende. ¿Le envenenaron?
—Sin duda alguna. Y lo que es más... esto no es oficial, amigo... sólo entre usted y yo... estoy dispuesto a apostar de qué veneno se trata.
—¿De... veras?
—Taxina, amigo mío. Taxina.
—¿Taxina? No lo había oído nunca.
—Lo imagino. Es
muy
poco corriente. Confieso que ni yo mismo lo hubiera adivinado de no haber tenido un caso hace sólo tres o cuatro semanas. Un par de niñas jugando a tomar el té con sus muñecas... arrancaron unos frutos de un tejo y los emplearon para hacer la infusión.
—¿Y se trata de eso? ¿Del fruto del tejo?
—Del fruto o de las hojas. Son muy venenosas. Naturalmente, la taxina es el alcaloide. No creo haber sabido de ningún caso en que fuera empleado intencionadamente La verdad es que resulta
interesantísimo
y poco común... No tiene usted idea de lo que se cansa uno de los asesinos vulgares. La taxina es algo exquisito. Claro que puedo equivocarme... por amor de Dios, no lo tome como cosa oficial, pero no lo creo. Me parece que para usted también resulta interesante. ¡Se sale de la rutina!
—Vamos a divertimos con todo esto, ¿no es eso lo que piensa? Todos, menos la víctima.
—Sí, sí, pobre hombre. Ha tenido muy mala suerte.
—¿Dijo algo antes de morir?
—Pues uno de sus agentes estaba sentado a su lado con mía libreta. Él le dará los detalles exactos. Murmuró algo acerca del té... que le habían dado algo con el té en la oficina... pero claro, eso es una tontería.
—¿Por qué? —El inspector Neele, que había imaginado a la encantadora señorita Grosvenor agregando el fruto del tejo a una infusión de té, cosa que consideró incongruente, habló extrañado.
—Porque el veneno no pudo actuar con tanta rapidez. Tengo entendido que los síntomas se presentaron en cuanto bebió el té.
—Eso es lo que han dicho.
—Bien. Hay muy pocos venenos que actúen tan rápidamente, aparte de los cianuros, claro... y posiblemente la nicotina pura...
—¿Y está seguro de que no se trata ni de cianuro ni de nicotina?
—Mi querido amigo. Se hubiera muerto antes de que lo trajeran a la ambulancia. ¡Oh, no!, no se trata de nada de eso. Primero sospeché que pudiera ser estricnina, pero las convulsiones no son corrientes. Claro que todavía no es oficial, pero me juego mi reputación a que es taxina.
—¿Cuánto tiempo tardará en averiguarlo?
—Depende. Una hora, dos, tres... El muerto parece un tipo tragón. Si había desayunado bien, tardaremos más.
—El desayuno —repitió Neele pensativo—. Sí; parece que debió ser en el desayuno.
—Desayuno con los Borgias —bromeó el doctor Bernsdorff—. Bien, buena caza, muchacho.
—Gracias, doctor. Quisiera hablar con mi sargento.
Volvieron a oírse los zumbidos y voces ahogadas. Y al fin una respiración agitada, que era el inevitable preludio de las conversaciones del sargento Hay.
—Señor —dijo a toda prisa—.
Señor
.
Neele al habla. ¿El difunto dijo algo que yo deba saber?
—Dijo que fue el té. El té que tomó en la oficina, pero el forense dice que no...
—Sí, ya lo sé. ¿Nada más?
—No, señor. Pero hay otra cosa que me choca. Registré sus bolsillos. Lo de siempre... pañuelos, llaves, calderilla, la cartera... pero encontré algo muy particular en el bolsillo derecho de su americana:
Grano
.
—¿Grano?
—Sí, señor.
—¿Qué quiere decir? ¿Se refiere a algún alimento de esos que se toman para desayunar, o a maíz o cebada?
—Eso es, señor. Grano. A mí me pareció centeno. Hay bastante cantidad.
—Ya... Es extraño... Pero puede tratarse de una muestra... algo relacionado con algún trato comercial.
—Desde luego, señor, pero pensé que debía decírselo.
—Ha hecho bien. Hay.
El inspector Neele, tras colgar el teléfono, permaneció unos instantes mirando al vacío. Su mente ordenada iba de la Fase I a la Fase II de sus averiguaciones... de la sospecha de envenenamiento, a la certeza. Las palabras del profesor Bernsdorff no fueron oficiales, pero no era hombre que se equivocara en sus juicios. Rex Fortescue había sido envenenado, y el veneno le fue administrado probablemente de una a tres horas antes de la aparición de los primeros síntomas, Por lo cual pudiera ser que el personal de la oficina quedara libre de sospechas.
Neele fue a la sala de las mecanógrafas. Se trabajaba algo, pero sin prisas.
—¿Señorita Griffith? ¿Puedo hablar con usted?
—Desde luego, señor Neele. ¿Pueden irse a comer algunas de las chicas? Ya pasa de la hora. ¿O prefiere que envíe a buscar algo?
—No. Pueden marcharse, aunque deben volver después.
—Naturalmente.
La señorita Griffith siguió a Neele hasta el despacho particular, donde se sentó con aire digno y eficiente. Sin preámbulos, el inspector Neele le dijo:
—Me han telefoneado del Hospital de San Judas. El señor Fortescue ha muerto a las, doce cuarenta y tres.
La señorita Griffith recibió la noticia sin la menor sorpresa, limitándose a menear la cabeza.
—Ya me pareció que estaba gravísimo.
Neele observó que no demostraba pesar alguno.
—¿Quisiera darme algunos detalles de la casa y la familia de su principal?
—Desde luego. Ya he intentado ponerme en contacto con la señora Fortescue, pero está jugando al golf, y no la esperan a comer. No saben en qué campo juega. —Y agregó a modo de explicación—: Viven en Baydon Heath, que es el centro de tres campos de golf muy conocidos.
El inspector Neele asintió con la cabeza. Baydon Heath estaba casi únicamente habitado por ricos ciudadanos. Se hallaba sólo a veinte millas de Londres, con excelente servicio de trenes y en automóvil se llegaba con gran facilidad incluso durante las horas de mayor tráfico.
—¿La dirección exacta, y el número del teléfono?
—Baydon Heath 3400. El nombre de la casa es Villa del Tejo.
—¿
Qué
? —La exclamación brotó de labios del inspector antes de que pudiera contenerla—. ¿Ha dicho usted Villa del
Tejo
?
—Sí.
La señorita Griffith parecía intrigada, mas el inspector Neele volvía a ser dueño de sí.
—¿Puede darme algunos detalles sobre la familia?
—La señora Fortescue era su segunda esposa. Es mucho más joven que él. Se casaron hará unos dos años. La primera señora Fortescue había muerto mucho tiempo atrás, y de ese matrimonio tiene dos hijos y una hija. Esta última vive en la casa, lo mismo que el hijo mayor, que es socio en la firma Por desgracia hoy está en el norte de Inglaterra, por cuestión de negocios. Esperan que regrese mañana.
—¿Cuándo se marchó?
—Anteayer.
—¿Ha intentado ponerse en comunicación con él?
—Sí. Después que se llevaron al señor Fortescue al hospital, telefoneé al Hotel Midland de Manchester, donde pensé que se alojaba, pero se había marchado a primera hora de la mañana. Creo que también iba a Sheffield y Leicester, pero no estoy segura. Puedo darle los nombres de algunas razones sociales que puede haber visitado en esas ciudades.
Desde luego era una mujer muy eficiente, pensó el inspector, y en caso de asesinar a un hombre también lo haría con suma destreza. Mas esforzóse por desechar estos pensamientos y concentrarse una vez más en la familia del señor Fortescue.
—¿Dice que tiene otro hijo?
—Sí. Pero debido a discrepancias con su padre vive en el extranjero.
—¿Los dos hijos están casados?
—Sí. El señorito Percival se casó hace tres años. El y su esposa ocupan varias habitaciones en Villa del Tejo aunque van a trasladarse a su propia casa en Baydon Heath dentro de muy poco.
—¿No pudo usted hablar con la esposa de Percival Fortescue cuando telefoneó esta mañana?
—Había ido a Londres a pasar el día. El señorito Lancelot se casó hace casi un año con la viuda de
lord
Frederick Anstice. Supongo que habrá visto fotografías suyas en el
Taller
... con caballos, ya sabe.
La señorita Griffith hablaba con entusiasmo y sus mejillas se habían coloreado ligeramente. Neele, que captaba con facilidad las reacciones de los seres humanos, comprendió que aquel matrimonio había emocionado a la romántica señorita Griffith. La aristocracia es la aristocracia, y el hecho de que el difunto
lord
Frederick Anstice gozara de dudosa reputación en los círculos deportivos, con seguridad le era desconocido. Freddie Anstice se había levantado la tapa de los sesos antes de que se hicieran averiguaciones acerca de uno de sus caballos de carreras. Neele recordaba vagamente a la esposa del
lord
. Era hija de un Par irlandés y estuvo anteriormente casada con un aviador que fue muerto en la batalla de Bretaña.
Y ahora, por lo visto, estaba casada con la oveja negra de la familia Fortescue, pues Neele supuso que el desacuerdo existente entre padre e hijo a que se refirió la señorita Griffith, fue debido a algún desagradable incidente de la carrera del joven Lancelot Fortescue.
¡Lancelot Fortescue! ¡Vaya nombre! ¿Y cómo se llamaba el otro hijo... Percival? Preguntábase cómo debió haber sido la primera señora Fortescue. Tuvo un gusto muy particular en cuando a los nombres...
Descolgó el teléfono y marcó las letras TOL. Luego preguntó por Baydon Heath 3400.
Al cabo de unos momentos una voz masculina dijo: