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Authors: Helena Nieto

Tags: #Romántico

Un punto y aparte (10 page)

BOOK: Un punto y aparte
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—Mamá, no me agobies. No he invitado al rey de Inglaterra —le dije cansada de oírla—. Y come de todo.

En realidad no sabía si Sergio comía de todo pero me imaginaba que al igual que yo y los niños de nuestra generación, diríamos que no a muy pocas cosas, nada que ver con los de ahora, e incluyo a los míos, que suelen protestar en cuanto ven algo de color verde sobre el plato. Y eso que yo no me puedo quejar gracias a que en el comedor del colegio han aprendido a digerir de casi todo, aparte de las clásicas patatas fritas o pasta italiana, que por lo general devoran.

Al final la dejé elegir a ella porque todas mis opciones no parecían convencerla.

—¿Pondrás primero un aperitivo? —preguntó.

—Sí, mamá.

—Bien.

Hizo una enorme lista de cosas que debíamos comprar. La miré perpleja. Parecía que teníamos la nevera y la despensa vacías.

—Mamá, por mucho apetito que tenga Sergio, te aseguro que no se va a comer y beber todo esto.

—Vale más que sobre que no que falte, Paula. Y déjame a mi, sé lo que hago…

Suspiré.

—Sí, mamá. Te dejo, te dejo…

10. El intruso

Después de tener todo listo me cambié de ropa. Estaba arreglándome ante el espejo del tocador cuando Vicky entró, como es su costumbre, sin molestarse en llamar. Me miró sonriente, sin decir nada.

—¿Pasa algo? —le pregunté intrigada ante su silencio.

Negó con la cabeza.

—¿Estoy bien así?

Me había puesto una blusa de color rosa pálido y los vaqueros nuevos.

—Muy bien, mamá. ¿Estás nerviosa?

Sí, parecía ridículo, pero lo estaba. Afirmé con la cabeza.

—Pues vaya tontería —dijo—. Ni que tuvieras quince años.

A continuación salió. Suspiré. No hay nada como tener hijos adolescentes para que te hagan sentir estúpida a cada momento. Sospeché que no le agradaba nada la idea de conocer a Sergio aunque se hubiera mostrado tan entusiasmada los días anteriores.

Sergio llegó a la una del mediodía. Abrí la puerta. Estaba ante mi con un bonito ramo de rosas. Le hice pasar, me besó en la mejilla y me dio las flores.

—Oh, son preciosas, Sergio. Todo un detalle.

Estaba guapísimo. Vestido de manera informal con jersey negro, cazadora de cuero y vaqueros claros, parecía más joven.

Lo llevé hasta el salón donde mi madre y los niños esperaban. Todos lo miraron de arriba abajo. Lo presenté sonriente. Y ellos también sonrieron.

Tomamos un aperitivo mientras charlábamos con él las mujeres, porque los chicos no dijeron ni una palabra. Salió a relucir que había estudiado Derecho, oportunidad que Vicky aprovechó para hablar de su primer curso en la facultad. Me alegré, por lo menos ya tenían algo de qué conversar entre ellos. Poco después fui a la cocina a coger una cerveza de la nevera. Cuando regresé al salón vi a Sergio y a mi madre enfrascados en una animada conversación sobre su vida personal, en la que él decía tener cuarenta y dos años y estar divorciado sin hijos, algo que debió complacerla por la sonrisa que mostró. «¡Dios!», pensé.

—Sergio —le dije—, ven. Te enseñaré la casa.

No estaba segura de que a un hombre se le debiera mostrar los recodos más íntimos de mi vida cotidiana, pero prefería sacarlo de allí a que mi madre le siguiera haciendo preguntas tan personales.

Me siguió por cada una de las habitaciones mientras trataba de decirle que no tenía por qué contestar a ningún interrogatorio. Sonrió.

—No te preocupes, Paula —me dijo en voz baja—. Tu madre es encantadora.

Durante la comida hablamos un poco de todo ante la mirada de mis hijos mayores, que no le quitaban ojo, como si estuvieran estudiando cada movimiento suyo o desearan pillarlo en alguna falta. Solo Alex parecía ajeno a todo, inquieto por terminar para poder ver a los Simpson. No me gusta que vean la tele mientras comen porque suelen ensimismarse ante la pantalla y olvidarse de lo que tienen en el plato, ni tampoco escuchan o hablan, y es inútil intentar mantener una conversación con ellos.

—En el próximo puente nos iremos a pasar unos días al pueblo —le dijo mi madre a Sergio—. Por supuesto, si quieres venir, no tienes más que decirlo…

—Muchas gracias, muy amable —contestó él—. No conozco mucho esa zona de Occidente, pero lo poco que he visto me ha parecido muy bonito.

Mi madre sonrió complaciente y yo todavía estaba asimilando en mi cabeza lo que acababa de oír de la invitación, cuando la voz de Vicky sobresalió por encima de todos.

—Yo no pienso ir, conmigo no contéis —afirmó molesta.

Traté de sonreír y la miré.

—Bueno, ya veremos, todavía faltan varios días.

No se calló y volvió a decir que no tenía ninguna intención de acompañarnos. Que se quedaría sola en casa porque no la iba a comer nadie. Y Dani, que no había dicho una palabra en toda la comida y ahora no sé si convencido de lo que decía o solo para fastidiarme, tuvo que hablar.

—Yo tampoco. Me quedo con ella.

—Vale —dije—. Ya hablaremos de eso. Ahora no es el momento.

—Ya —contestó Vicky con tono seco— .Ya sé lo que quieres decir. Que haremos lo que tú digas y punto, como siempre, pero no, mamá. Esta vez no pienso ir…

—Pues yo sí quiero —dijo Alejandro—. ¿Vamos a ir, mamá?

No respondí y miré a Sergio.

—¿Quieres un café? —pregunté tratando de desviar la conversación.

—Sí, muchas gracias.

—Ahora te lo traigo.

Mi madre dijo que ella lo serviría y me quedara sentada. Luego ordenó a Vicky que la ayudara a recoger la mesa. Ni se movió.

—Que vayas a ayudar a tu abuela, Vicky, ¿no has oído?

Se levantó de la silla de mala gana pero no protestó.

—Tú también, Dani.

—¿Yo? —contestó sorprendido.

—Sí, tú…

—Yo…

Alex salió tras sus hermanos y por fin nos quedamos solos.

—Tienes una familia maravillosa, Paula. Tu madre, te repito que es encantadora.

—Mi madre está deseando que encuentre a alguien para que no esté sola, y hará lo imposible para que te sientas como en tu casa —afirmé sonriendo—. Vamos al sofá —añadí—, estaremos más cómodos.

Lo de estar solos fue una ilusión porque enseguida llegó Alejandro dispuesto a sentarse en la butaca para ver los Simpson después de encender al tele. Le dije que se fuera a mi habitación, pero tenía los ojos clavados en la pantalla y ni pestañeó.

—¿Qué te estoy diciendo, Alejandro?

Obedeció y salió del salón despacio como si arrastrara los pies.

Sergio sonrió.

—Ya veo que no te aburres… —dijo bromeando.

—No, con estos tres, imposible.

Tener unos minutos de intimidad se convirtió en una misión más que imposible. Dani entró protestando porque quería ver un partido de baloncesto en la televisión y su hermano había puesto los dibujos.

—Dile que se vaya… —me pidió.

—No. Yo le he dado permiso, así que déjalo…

Vi su gesto de fastidio. Dio media vuelta dirigiéndose a la puerta. Como me temía lo peor le hice una advertencia.

—Ni se te ocurra echarlo. Déjalo tranquilo, ¿me oyes?

No se molestó ni en contestar. Me imaginé que empezarían a pelearse y Alejandro acabaría viniendo en mi busca, llorando. Sin embargo, por una vez me equivoqué y mi hijo mediano se comportó.

Vicky apareció detrás y se sentó en una de las butacas. Por su gesto deduje que estaba enfadada. Seguro que mi madre le había dicho algo en la cocina y no le había agradado mucho.

—Vicky —le dije—. ¿Por qué no vas a ayudar a tu abuela?

Soltó un bufido y se levantó de un salto.

—Vale, lo he entendido. Queréis estar solos —afirmó caminando hacia la puerta con un tono que aún hoy no sé cómo calificarlo pero que en ese momento me sonó a burla. Parecía indignada.

«La mato», pensé. ¿Acaso no sabía comportarse? ¿Había olvidado los modales y la buena educación? ¿Qué clase de actitud era aquella?

Sergio sonrió. Debió de notar mi confusión ante las palabras de mi hija porque me cogió la mano y me dijo al oído.

—Tranquila, Paula. Son adolescentes…

Suspiré. El contacto de su mano en la mia me reconfortó y no la separé hasta que mi madre llegó con la bandeja de los cafés. Una hora después se fue. Tenía un compromiso familiar al que no podía faltar. Se despidió de todos sin perder la sonrisa.

—Encantada de conocerte, Sergio —dijo mi madre.

—Lo mismo digo.

Dani y Alex le dijeron un escueto y simple adiós. Vicky algo parecido.

Le hubiera besado de buena gana pero teníamos tres pares de ojos clavados en nosotros como si fuéramos la última atracción del circo, ya que solo mi madre había tenido el detalle de desaparecer del hall. Cerré la puerta y me volví hacia ellos. Miré a Vicky.

—No pienso ir al pueblo —afirmó rotunda.

—Bueno, ya veremos.

—Joder, mamá. He dicho que no voy. Y no empieces.

¿Qué no empiece?, me dije, ¿que no empiece qué?
¿Íbamos a tener otra riña? Últimamente parecía que no hacíamos otra cosa. Pero no, no quería reñir, y no quería disgustarme. Supongo que a ella le daba igual. Me limité a advertirle sobre su repentina afición a decir «Joder» cada vez que se alteraba o se le llevaba la contraria.

—No digas tacos. Menudo ejemplo para tus hermanos.

Soltó un bufido y se fue a su habitación.

Mi madre no hizo otra cosa que halagar a Sergio. Le había gustado en todos los aspectos, y hasta llegó a la conclusión de que hacíamos buena pareja.

—Mamá —advertí por millonésima vez—, solo somos amigos…

—Bueno, hija, por algo se empieza.

—¿Por qué le has invitado al pueblo, mamá?

Pareció extrañada ante mi pregunta. Le dije que tenía que haberme consultado antes. Que me parecía demasiado precipitado invitarle a pasar unos días con nosotras.

—No sé por qué —contestó molesta—. No es nada malo. Según tú, es solo un amigo.

—Ni siquiera sé si iremos.

Me miró y movió la cabeza de un lado a otro.

—Ayer decías muy segura que iríamos. Ahora ya tienes dudas. ¿Es porque le he invitado? Bien, pues lamento haberlo hecho. Por lo que veo he metido la pata. No te preocupes, no volveré hacerlo.

—Mamá…

Odio ese chantaje emocional al que suele someterme cuando algo le parece mal. Me hace sentirme fatal y llena de remordimientos. Me imagino que todos caemos en eso alguna vez pero no somos conscientes de ello. Es como algo aprendido que nuestra mente asume como natural.

—Perdona —dije—. Lo siento, de verdad.

Sonrió.

—No seas tonta e invítalo. Tendréis tiempo para estar juntos a solas —dijo mirándome con picardía.

Confieso que me hizo reír. Sin duda le gusta y quiere verme en serio con él.

—Está bien. Se lo diré, mamá.

Decidí que nos iríamos el jueves por la tarde después de que terminaran en el colegio. En menos de dos horas estaríamos allí. Y hasta el domingo eran varios días para alejarse un poco de la ciudad. Sergio aceptó venir con nosotros, pero me confirmó que iría al día siguiente, ya que tenía trabajo. Los que no se sintieron nada entusiasmados fueron mis hijos mayores.

—Ni hablar, mamá. Ya te dije que no.

Dani se apresuró a decirme que él también se quedaba con su hermana.

—Vais a venir los dos. Así que dejadlo ya…

Vicky intentó convencerme diciendo que se aburría mucho en el pueblo.

Hace tres meses no quería volver de las vacaciones. Allí tiene a una pandilla de amigos y a su prima Marta, a la que quiere con toda el alma y de la que no se separa. Así se lo dije.

—Hace tres meses no había empezado a salir con el chico que más me ha importado en la vida, mamá —me contestó.

—No te va a pasar nada porque no lo veas cuatro días.

—¿Quééééééé? Mamá, no puedo creerlo. ¿Lo dices en serio?

—¿Te parece que bromeo? —acabé por decirle ya enfadada.

Ya me estaba cansando de tanta discusión que no iba a llegar a ninguna parte porque yo no pensaba ceder.

—Pues no pienso ir —gritó ella más fuerte.

Se fue hacia la puerta y salió dando uno de sus famosos portazos.

—Bien —me dije, más problemas.

«Cuando les da por fastidiarme, lo saben hacer bien», pensé.

Dani también me habló de la posibilidad de quedarse esos días con Miguel.

—Podemos quedarnos con papá.

Lo interrumpí.

—Por favor, Daniel. Vale ya…

Se calló. Sabe que cuando lo llamo Daniel es porque estoy demasiado enfadada.
¿Quedarse con papá?
Era lo último que deseaba oír. Seguro que él también tenía sus propios planes para esos días, y muy seguro también que sus hijos no estaban incluidos en ellos. Todavía no les ha dedicado ni un fin de semana entero. Me imagino que a su amiguita le hará poca gracia perder su tiempo con adolescentes. Pero lo prefiero, no quiero ni pensar cómo debe ser convivir con «Miss Barbie oxigenada». Tienen la excusa perfecta, viven en un apartamento pequeño donde no tienen suficiente espacio para cinco personas. Recuerdo cómo sonreí cuando Miguel me lo comentó. No es que tenga interés alguno en que se los lleve a dormir. Si cree que es un buen padre por invitarles a comer pizza dos veces al mes, allá él y su conciencia. Yo más no puedo hacer.

Mi madre nació en una preciosa villa marinera rodeada de playas y zonas verdes donde se alternan los bosques de pinos, lagos y hermosos paisajes, en plena naturaleza. A los dieciocho años abandonó el pueblo para empezar a trabajar en una tienda de comestibles de unos primos suyos en la ciudad, y así conoció a mi padre, con el que se casó dos años después. Mis más antiguos recuerdos infantiles me vienen de este lugar, donde pasábamos gran parte del verano en la casa de mis abuelos. Aquí vive mi hermana Maribel. Se casó con un veterinario del que se enamoró en unas vacaciones y con el que mantuvo un noviazgo más de correspondencia y de charlas telefónicas que de contacto físico. Aun así le ha ido bien, muy bien, diría yo. Tienen una hermosa casa rodeada de un bonito jardín, tres hijos y un perro. No nos vemos muy a menudo porque, a no ser que sea yo la que los visite, ellos pocas veces se desplazan a ningún lado. A diferencia de mi hermana, yo nunca podría vivir en un lugar como este. Está bien para unos días, unas semanas… pero yo necesito el asfalto, ver escaparates, ir al cine, a un centro comercial, necesito el ruido y el bullicio de la calle. Ella no. Se ha hecho de tal manera a este pueblo que parece que hubiera vivido aquí toda la vida y no conociese otra cosa, algo que no deja de sorprenderme porque ni mi madre puede aguantar más de un mes sin respirar contaminación y escuchar la bocina de los coches.

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