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Authors: Helena Nieto

Tags: #Romántico

Un punto y aparte (4 page)

BOOK: Un punto y aparte
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—El pintor que expone es amigo mío… ¿Estás sola?

—Sí…

—¿Puedo acompañarte?

—Claro…

Seguimos el recorrido por la sala sin hablarnos, confieso que miraba los cuadros sin enterarme de lo que veía. Estaba nerviosa y me horrorizaba el hecho de que él pudiera percibirlo. Calculé su estatura, contando que yo medía un metro sesenta y siete y no llevaba tacones, imaginé que llegaba al metro ochenta. No es un «cachas», es delgado, de hombros estrechos, sin grandes músculos. «Elegante», pensé. Con el vaquero oscuro, la camisa color salmón y la americana azul marino parecía un artista de Hollywood. Cuando terminamos de ver todos los cuadros, nos dirigimos a la salida.

—¿Te apetece tomar un café? —preguntó él.

—Vale. ¿Por qué no?

Sonrió y creo que yo también…

Entramos en un café cercano. Nos sentamos en una mesa que había libre junto a la ventana. Cogí la carta y le eché un vistazo mientras llegaba el camarero. Noté que me observaba. Levanté la vista. Sonrió.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó.

—No sé.

Llegó el camarero. Él pidió un café solo y yo, que no me había decidido por nada en concreto, opté por uno con leche.

—La verdad es que no sé por qué he pedido café —dije de pronto—, me altera el sueño. ¿A ti no? Volvió a sonreír.

—No. Siempre tomo uno después de cenar y no me afecta para nada.

—Yo hace mucho que abandoné el café después de las seis de la tarde.

Miró el reloj.

—Pues esta vez te has olvidado de controlar la hora. Son casi las ocho.

—¿Tan tarde? ¡Cómo pasa el tiempo!

El camarero no tardó en servirnos. Sergio pagó la cuenta en ese mismo instante. Observé cómo echaba azúcar en la taza. Me gustaron sus manos, con dedos largos y finos, uñas cortas. Eran manos blancas, como el resto de su piel. Me cautivaron también sus ojos, su sonrisa, su voz tan masculina…

—Me encantan este tipo de cafés antiguos —dijo él.

Asentí con la cabeza.

—Sí, a mi también me gustan.

Se produjo un silencio. Los dos nos miramos sin saber qué decir. Me dio la impresión de que era un hombre tímido, o al menos daba esa apariencia.

—¿Hace mucho que tenéis la asesoría? —preguntó.

Le dije que llevábamos casi once años.

—Bastante tiempo…

—Sí. Sandra y yo nos llevamos muy bien —dije bromeando—. Somos muy distintas pero nos entendemos. Laboralmente, quiero decir…

Volvió a sonreír. Tiene una sonrisa encantadora que hubiera contemplado horas y horas sin cansarme.

—Creo que ha sonado mi móvil —dije.

Rebusqué en el bolso y conseguí encontrar el teléfono. El número de mi ex iluminaba la pantalla. Atendí la llamada. Miguel dijo que llevaría a los niños a cenar una pizza para dejarlos en casa sobre las once de la noche.

—Me parece perfecto. Hasta luego, Miguel.

Me volví hacia Sergio, que seguía observándome sonriente.

—Mi ex, hoy tiene a los niños. Ya sabes… cada quince días… aunque bueno, en este caso llevaba más de un mes sin verlos…

Me arrepentí de haber hecho ese comentario. Seguro que no le importaba para nada mi vida.

—¿Cuántos hijos tienes, Paula? —preguntó.

—Tres. Como ves he superado la media nacional —contesté.

Los dos nos reímos.

—¿Y tú? ¿Tienes hijos?

Negó con la cabeza.

—No estaba en los planes de mi ex tenerlos…

—Ah…

No pregunté más. Él tampoco parecía querer seguir hablando del tema. Había girado la cabeza y tenía la vista fija en la ventana.

Después volvió a mirarme y sonrió de nuevo. Terminamos de tomar el café en silencio.

—Hace mucho calor aquí. ¿Quieres que vayamos a dar un paseo?

—Sí, como quieras.

Casi lo agradecí, el ambiente cargado y el humo me estaban asfixiando.

—¿Vamos hacia la playa? —preguntó.

—Vale, de acuerdo…

El paseo marítimo es uno de los sitios más abarrotados de la ciudad, sobre todo para pasear. Un recorrido paralelo a la playa, el lugar preferido de los ciudadanos no solo por el ambiente agradable o las preciosas vistas, también por la omnipresencia eterna del mar.

Llegamos a una de las escaleras que daba acceso a la arena cercana a la antigua iglesia, y fuimos andando despacio, uno al lado de otro, sin decirnos nada. Yo no sabía de qué hablar. Comprobé que no se parecía nada a Félix. Eran distintos en el físico y en el carácter. «No tienen nada en común aparte del apellido», pensé durante un momento.

Me paré a observar desde la barandilla el bonito atardecer, con un mar embravecido que castigaba las rocas.

Me sentí observada y me volví. Sergio sonrió. No pude evitar sonrojarme y, nerviosa, me eché un mechón de pelo hacia atrás desviando la vista.

—Te invito a cenar —dijo.

—No quisiera llegar muy tarde a casa —afirmé excusándome.

—No acepto un no por respuesta —dijo sin perder la sonrisa—. Y además odio cenar solo.

Creo que sonreí aunque no estoy muy segura.

—Es que… no sé…

Estaba deseando seguir con él por más tiempo, pero me había parecido muy precipitado aceptar a la primera propuesta, por eso me hice de rogar un poco. Volví a excusarme y él siguió insistiendo.

—Por favor… me gustaría mucho.

—En ese caso no me queda más remedio que ir —dije.

—Tampoco quiero comprometerte… solo si quieres.

Me miró de una forma que confieso que estuve a punto de derretirme

—Iré encantada —contesté.

Cuando me confirmó que estaba divorciado desde hacía un año, y solo, sin pareja, casi no pude creerlo, me parecía imposible.

Descubrí que teníamos muchas cosas en común, leíamos el mismo tipo de libros, escuchábamos la misma música, adorábamos las películas intimistas y el cine inglés, el arte, el mar, viajar… Tantas cosas que incluso me pareció que había encontrado a mi alma gemela. Ni con Miguel había congeniado tanto.

Sergio me explicó que había estudiado Derecho para agradar a sus padres aunque nunca había ejercido. Dejó la carrera a la mitad para irse detrás de una belleza sueca con la que vivió un tiempo en Estocolmo. Regresó cuando se agotó la pasión de la pareja y comprendió que había idealizado su historia de amor, porque lo de «contigo pan y cebolla», en la vida real no funcionaba. Volvió a la universidad y acabó la carrera.

Le hablé de Vicky, que también estaba matriculada en Derecho y a punto de empezar las clases.

—Una futura abogada…

—Eso pretende. Hasta ahora ha estudiado muy bien, así que no creo que le cueste mucho, eso si no cambia…

—A los dieciocho ya es difícil que cambie… Bueno, no sé, si conoce a algún sueco de repente… —dijo divertido.

Me reí y le comenté que aunque no era sueco, sí salía con un chico.

—¿Y tus otros hijos?

—Tienen catorce y nueve años. Están en el colegio.

—No te aburrirás con ellos —comentó riéndose.

—Pues no, la verdad —respondí riéndome—. No tengo tiempo para aburrirme.

Miré el reloj.

Me pareció que era ya muy tarde y le dije que tenía que irme. Insistió en acompañarme, aunque le comenté que estaba cerca de casa y que no hacía falta, pero no hizo caso y fuimos hasta el portal donde nos despedimos.

—Gracias por la cena, Sergio.

—De nada, ha sido un placer.

No sé porqué nos quedamos en silencio unos segundos. Se acercó tanto que por un momento llegué a creer que iba a besarme, pero no, solo sonrió.

—Espero verte pronto —dijo.

—Sí —afirmé abriendo la puerta con la llave.

Me volví hacía él.

—Adiós, Sergio.

—Hasta otro día, Paula.

«Seré tonta», pensé mientras caminaba hacia el ascensor. «Creer que iba a besarme… sin duda he visto demasiadas películas».

Mucho más tarde, cuando ya en la cama apagué la luz para intentar dormir, me sentí sola. Hacía mucho que me sentía sola, a veces lo llevaba con resignación pero otras me desesperaba.

Suspiré. Me había agradado estar con Sergio, por un momento me imaginé cómo sería si fuera su pareja, pero enseguida rechacé la idea. Una mujer de casi cuarenta años y con tres hijos no era atractiva para nadie y menos para un hombre como él.

Escuché llegar a Vicky. Miré la hora en el despertador. Llegaba tarde, como casi siempre. Estuve a punto de levantarme e ir a hablar con ella, pero no me apeteció moverme. Tampoco eran horas de discutir. Lo dejaría para el día siguiente.

5. Buscando una oportunidad

Si una cosa me molesta es llamar a mis hijos al móvil y que nunca me contesten. Me avisaron del colegio para decirme que nadie había ido a buscar a Alejandro a las siete, hora en la que terminaba el entrenamiento de baloncesto. Le había dicho a Dani que se encargara de recogerlo pero al parecer se había olvidado. Le llamé pero fue inútil, no respondió. Tuve que salir una hora antes de la oficina y coger un taxi porque para colmo estaba lloviendo. Cuando llegué a casa y abrí la puerta, Dani se disponía a salir, se paró en seco en cuanto me vio.

—Lo… lo siento… me olvidé —dijo poniendo cara de inocente.

—He tenido que dejar de trabajar para ir a buscarlo ¿y me dices tan tranquilo que lo sientes? —le reprendí—. Y no sé para qué tienes un móvil si nunca lo oyes cuando yo te llamo. ¿Dónde estabas?

—En casa de Héctor.

Héctor es su mejor amigo. Están juntos desde primaria y son tal para cual. A los dos les apasionan los videojuegos y el ordenador, las películas de acción y muy poco los estudios ni nada relacionado con el colegio.

—Fui a hacer los deberes —añadió para excusarse.

Puede que estuviera en casa de Héctor, pero dudo mucho que haciendo los deberes, tal vez jugando a la Play o viendo una película, y atiborrándose a chucherías, conociéndolos.

—Pues estás castigado —dije.

—¡Mamá! —se quejó—. ¿Me castigas por ir a hacer los deberes?

—No, por ser un irresponsable…

—Pero…

—¡Pero nada!

En ese momento Jorge salió del salón seguido de mi hija.

«Y éste que hace aquí», me dije.

—Ho… hola, yo… ya me iba —dijo el chico pasando a mi lado evitando mirarme.

Le contemplé atónita. En ningún momento se me había pasado por la imaginación que Vicky estuviera en casa y mucho menos con él. Supongo que al oír las voces que le solté a Dani, prefirió irse, aunque no sé muy bien por qué, ya que no iba nada con él.

—Adiós —dijo—. Hasta otro día.

Vicky me observaba apoyada en el marco de la puerta con expresión muy seria, lo que significaba que me estaba acusando de algo y que no tardaría en decírmelo.

—¿Se puede saber qué hacíais en el salón tan silenciosos? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—Solo veíamos la tele, mamá.

—Ya…

—Comiéndose los morros, eso hacían —exclamó Dani—. Estaban ahí en el sofá… los he visto, besándose con lengua… no paraban… uno encima del otro…

—¡Qué asco! —oí que decía Alejandro—. Con lengua… ¡Puag!

—Sí, mamá. Los he visto —volvió a repetir Dani bajo la furiosa mirada de su hermana.

—¿Pero qué dices, idiota? —replicó Vicky—. Mira que eres tonto… y además ¿nos has estado espiando acaso?

—¿Yo? —contestó el otro—. Ni loco. Antes muerto…

—¡Basta! —les chillé—. No quiero oíros.

Los oí murmurar por lo bajo, pero no deseaba escuchar nada más.

Me encaminé hacia mi cuarto. Tropecé con la mochila de Dani que estaba en medio del pasillo y a punto estuve de perder el equilibrio.

—¿Qué hace aquí tirada esta mochila? —dije alzando la voz.

Dani apareció y la recogió del suelo.

—Lo siento…

—¿Lo siento? ¿No sabes decir otra cosa?

Entré en la habitación y cerré la puerta. Lo primero que hice fue descalzarme. Dejé la chaqueta y el bolso sobre la cama.

—¡Qué casa de locos! —dije en voz baja.

El sonido del teléfono me sacó de mis pensamientos. ¿Y ahora quién será? Estiré el brazo y cogí el auricular. No tenía ganas de hablar con nadie, solo deseaba meterme en la bañera y relajarme con un baño de espuma. Por causa del enfado no pude evitar que mi voz sonara demasiado brusca.

—¿Quién es? —contesté molesta pensando que sería alguno de los pesados que llamaban casi a diario para ofrecerme un seguro, una conexión nueva a Internet, enciclopedias o una batería de cocina a precio de ganga.

—Pa… ¿Paula?

En ese momento no reconocí la voz.

—Si, soy yo —afirmé con desgana.

Cuando se identificó como Sergio me maldije por haber contestado de aquella manera tan patética. Traté de disculparme diciendo que acababa de llegar y estaba agotada.

—Perdona, Sergio. No te había reconocido…

Me habló de que se iba de viaje al día siguiente y que deseaba que lo acompañara a un concierto el sábado… Me dejó aturdida sin saber qué responder. Todavía estábamos a martes… y hasta el sábado…

—No sé, Sergio, ahora no sé qué decirte —contesté nerviosa retorciendo un botón de la chaqueta.

¿Me había puesto nerviosa? Sí… era una gran tontería, pero lo estaba. Traté de que no se me notara en la voz.

—¿Vuelvo a llamarte el jueves o el viernes?

—Sí, casi mejor —respondí.

—De acuerdo. Buenas noches, Paula.

—Buenas noches.

Después de colgar el auricular me vi reflejada en el espejo del tocador. Cerré los ojos por un segundo y recordé la mirada de Sergio. Sonreí, pero un chillido agudo me sacó de mi ensoñación. Alex gritaba al otro lado de la puerta, sin duda estaría peleándose con Dani. Preferí ignorarlos. Entré en el baño privado de mi habitación y abrí el grifo de la ducha, no tenía tiempo para relajarme en la bañera, lo dejaría para otro día. De repente me di cuenta de un detalle en el que no había caído. ¿Quién le había dado a Sergio el número de mi casa? «Sandra», me dije. Solo había podido ser ella.

Sandra y yo nos conocimos en el primer año de la universidad, donde aterrizó después de haber estado un año sin decidir qué rumbo tomar ni qué hacer con su vida. Entonces era novia de un chico bajito y muy hablador con el que mantenía una extraña relación de amor y desamor, con continuas rupturas y reconciliaciones, al que dejó casi a punto de dar el «sí, quiero» cuando Raúl se cruzó en su vida. Ser amigas y compañeras de trabajo ha consolidado tanto nuestra amistad que casi nos consideramos como hermanas. Ella fue mi paño de lágrimas en los momentos más difíciles y más críticos de estos últimos años, y sé que está deseando que ponga un hombre en mi vida. Nunca le agradó Miguel, y no le cogió por sorpresa su infidelidad.

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