Con Olghina siguió encontrándose, lejos de Estoril. En 1957, en una escala del Elcano, se vieron en Portofino y pasaron juntos unos cuantos días felices. Después, más veces, a lo largo de 1958, sin que al príncipe le importara lo más mínimo el último lío de la Robiland, el de Rugantino, por el que Olghina tuvo incluso un proceso judicial y fue estigmatizada por la alta sociedad. Todo había sido porque su fiesta de aniversario, en noviembre de 1958, en un club nocturno del Trastevere, había acabado con el striptease integral de una bailarina turca, un instante captado por un paparazzi que escandalizó a la buena sociedad en aquella Italia de la
dolce vita
.
Y continuaron así hasta que la relación entró en una zona oscura en 1959, con cartas cada vez más distanciadas y frías. Instalada en Italia, Olghina trabajaba entonces como periodista, haciendo crónica social y entrevistas a personajes famosos para
Lo Spechio
, un diario fascista; y como actriz ocasional cuando caía algo. Precisamente tuvo un papel en una obrita teatral (para la que la habían contratado, más que por sus dotes interpretativas, porque su nombre atraía al público), cuando se dio cuenta de que estaba embarazada por tercera vez.
Esta vez se negó a abortar. Sabía perfectamente quién era el padre y quiso tener al hijo de cualquier manera, pese a la mala situación económica en que se encontraba. Marchó de Roma para dar a luz discretamente. Paola de Robiland nació a finales de aquel año cerca de París. Olghina no le dijo nada entonces a su querido Juan Carlos. Pero sí que lo hizo en agosto de 1960, casi un año después, cuando se lo encontró en el Club 84, acompañado de Clemente Lecquio (el padre del famoso Dado Lecquio). Tras librarse del acompañante, se fueron juntos a la pensión Paisiello y, justo al día siguiente, por la mañana, Juan Carlos le confesó que estaba prometido con Sofía de Grecia. Incluso tuvo el mal gusto de enseñarle el anillo que le había comprado. Fue entonces cuando Olghina le puso al corriente respecto a Paola. Se sabe muy poco de aquella conversación, salvo que él escuchó «con distanciamiento borbónico» y dijo poca cosa; y que Olghina tuvo que pagar la habitación y el taxi, razón por la cual se justificó más tarde que Juan Carlos le enviara un cheque, firmado por él mismo, por una suma indeterminada de dinero.
Públicamente, Olghina ha dado versiones contradictorias sobre la identidad del padre de su hija Paola. Por ejemplo, en la versión española de sus memorias, publicadas por Grijalbo en 1993, desmintió categóricamente que el padre fuese «un hombre alto». A sus padres no les dijo ni tan siquiera que había sido madre hasta que lo descubrieron por su cuenta tres años después. Además, pretendía que se conformaran con el cuento de que el padre de la niña había muerto. Pero no se lo tragó nadie. El 17 de agosto de 1961, el padre de Olghina, el conde Carlo Nicolis di Robiland, le escribió una carta en la que le pedía explicaciones satisfactorias, puesto que su madre se había enterado de la verdad que toda Roma comentaba: el padre de la niña no había muerto, sino que, bien al contrario, tenía pensado casarse con otra mujer próximamente. En este párrafo de la carta (que publicó unos cuantos años más tarde la prensa italiana), había una anotación al margen que decía: «con SAR Sofía de Grecia» (y las fechas coinciden, porque Juan Carlos y Sofía se casaron en febrero de 1962). Por su parte, Carolina de Kent, su madre, la fue a ver personalmente y tuvieron una discusión en la que acabó diciéndole textualmente: «Yo sé quién es el padre de esta niña. No seguiré diciendo que está muerto. Es el príncipe Juan Carlos de España. Un día él lo sabrá y también lo sabrá Paola. Porque ella tiene derecho a tener un padre. Y yo haré que esto ocurra». De este modo comenzó una trifulca familiar que acabó en los juzgados, tras muchos años durante los cuales los padres de Olghina siempre la habían ignorado, absolutamente despreocupados por los problemas, económicos o de otra clase, provocados por el hecho de que pudiera tener un hijo.
Ahora, sorprendentemente, pasaban a interesarse muchísimo por su nieta. En las tertulias se comentaba que al fin y al cabo respondían a una generosidad bien calculada, puesto que la niña en cuestión «podría convertirse en la gallina de los huevos de oro». Los padres de Olghina, abuelos de Paola, iniciaron un proceso judicial para conseguir la custodia de la niña, que ganaron sin dificultad a comienzos de 1962, con el argumento de que Olghina estaba en la indigencia y no podía atenderla.
La ex-amante del príncipe se hundió. Se sentía humillada, desesperada… y rompió definitivamente las relaciones con sus padres, él un alcohólico y ella una manipuladora. En estos meses de depresión profunda, en febrero y marzo de 1962, que coincidieron con la pérdida de su hija y la boda de Juan Carlos y Sofía, escribió un diario para desfogarse. Juan Carlos figura como el verdadero protagonista de manera muy significativa, reapareciendo una y otra vez en alusiones constantes, aunque ya no se veían ni mantenían correspondencia. El 28 de febrero de 1962 escribió que su tía Olga, «por esnobismo inverso al de mi madre», estaba aterrada con la idea de que Olghina se pudiera presentar con la niña en Estoril, cosa que provocaría una tensión límite con los Borbones.
También escribió: «He sabido que Juan Carlos se ha declarado escandalizado (con los primos Torlonia) por mi maternidad clandestina, ¡¡¿Precisamente él?!! ¡Es la monda! A menudo me pregunto por qué me hago la heroína y encubro las meteduras de pata de las malas personas». «¡Si supieras cuánto me debes!», escribía el 3 de marzo refiriéndose a él. Paola de Robiland vive hoy en Nueva York. Es profesora en la Universidad de Columbia, y no quiere saber nada de su madre, ni mucho menos de la prensa rosa griega.
Para entender cómo Juan Carlos llegó a comprometerse con Sofía de Grecia es necesario retroceder en el tiempo. Ya se ha dicho que en 1954 se vieron por primera vez, en un crucero del Agamenón, uno de aquellos viajes por las islas griegas que organizaba la reina Federica de Grecia para promocionar el turismo y, de paso, facilitar las relaciones entre las personas de sangre azul de todo el mundo. Pero no hubo nada. En aquella ocasión Gabriela acompañaba al príncipe.
Juan Carlos y Sofía no se volvieron a ver hasta cuatro años después, en 1958, esta vez en el castillo alemán de Althausen, con motivo del casamiento de una hija de los duques de Württemberg. El general Armada fue testigo de aquel encuentro: «ese baile fue donde conocí a la princesa Sofía. Estaba monísima. El príncipe me la presentó y confieso que, mientras bailaban, me pareció que hacían una pareja colosal». Pero esta vez tampoco hubo nada especial entre ellos.
Precisamente aquel año Sofía estaba muy concentrada en Harald de Noruega, heredero del trono de aquel país. Se estuvieron publicando cosas sobre su presunto noviazgo durante dos años. Pero todo se derrumbó cuando se hizo pública la cantidad fijada para la dote de Sofía. El rey Pablo había pedido para la ocasión 50 millones de francos antiguos, pero sólo concedieron 25. Corrió el rumor de que a la familia real noruega la cifra le pareció demasiado exigua. Hubo negociaciones. La reina Federica estaba dispuesta a conceder de manera anticipada su herencia personal en favor de Sofía para incrementar la suma. Pero la cosa no prosperó. Entre otros razones, de aquéllas que la razón no entiende, porque Harald se quería casar con Sonia Haraldsen, que no era de sangre real. Y lo consiguió seis años más tarde. Sofía quedó desconsolada.
Los futuros reyes de España volvieron a coincidir en 1960, en el mismo castillo, también para una boda (la de la princesa Diana de Francia con el heredero del ducado de Württemberg, en este caso).
Pero la pareja de baile de Juan Carlos seguía siendo Gabriela de Saboya. Y, aparte de Gabriela, en aquella época ya era público que se entretenía con La Chunga, una bailaora española, aunque sólo era la favorita de sus pasiones. Había más amantes, incluyendo a Olghina, con quien todavía mantenía algún vis-a-vis ocasional.
Tras tanto desencuentro con la princesa griega, sin embargo, al cabo de muy poco tiempo, en mayo de aquel mismo año, surgió por arte de magia un enamoramiento repentino. Por aquellas fechas los Borbones viajaron a Nápoles para asistir a la Semana de Vela de los Juegos Olímpicos de Roma, partiendo desde Cascais a bordo del Saltillo con unos amigos (por cierto, incluyendo a la omnipresente Gabriela). Se alojaron en el mismo hotel donde estaban los reyes de Grecia y su familia, y allí —sí, tuvo que ser justo allí— Cupido finalmente consiguió hacer diana.
Nadie se dio cuenta, pero cuando volvió a Estoril, Juan Carlos le confesó a un amigo (Bernardo Alonso, Maná) que se había hecho novio de Sofía y le mostró una pitillera que ella le había regalado. Si se lo explicaba, era porque quería un favor: que él le acompañara para decírselo a su padre. Tenía motivos para pensar que sería una buena noticia, pero no se atrevía a ir solo. En aquellos momentos, las relaciones entre el Pardo y Estoril eran más tensas que nunca y, de rebote, también entre padre e hijo. Tras lo que le había pasado a Alfonso, Juan Carlos se dedicaba a jugar la baza de los franquistas que se querían saltar a Don Juan como heredero legítimo, y aquello, digamos, no agradaba demasiado a su padre.
Maná y Juan Carlos fueron a ver al enojado Don Juan a su despacho, y Juan Carlos, como quien larga una bomba de consecuencias imprevisibles, le dijo: «Vengo para darte una noticia. Papá, ¿sabías que en las Olimpiadas de Italia me he hecho novio de Sofía de Grecia?». Don Juan se levantó y lo abrazó. Estaba contento, muy contento. Y Juan Carlos respiró aliviado. La satisfacción del conde de Barcelona no era tanto porque Gabriela no le gustara, que le gustaba, ni por cómo le encantaba Sofía… que tampoco era el caso. Más bien venía porque enseguida adivinó que a Franco la noticia le sentaría como una patada en el hígado. Precisamente un año antes el Caudillo había rechazado taxativamente a las hijas de los reyes de Grecia como candidatas, en una conversación con uno de los tutores del príncipe, por el hecho de que eran de religión ortodoxa, y su padre «un masón». Por ello, el anuncio del noviazgo era todo un regalo que Don Juan podría utilizar como quisiera para afirmarse frente a Franco. Juan Carlos acababa de inaugurar, quizás inconscientemente, la etapa más difícil de sus relaciones con el dictador, que duró aproximadamente dos años.
Pese a que sabía la importancia que el Caudillo daba a la elección de una compañera adecuada, Don Juan lo mantuvo al margen del noviazgo, y sólo le comunicó la noticia por radio cuando estaba en el Azor. El Caudillo se quedó en blanco durante un par de minutos, hasta que recuperó el habla, de lo cual Don Juan disfrutó enormemente. Y también disfrutó imaginando su enfado, cuando el 13 de septiembre decidió anunciar oficialmente el compromiso sin consultarlo antes, en Lausana, en casa de la reina Victoria Eugenia. Poco tiempo antes, los felices novios se habían presentado públicamente como pareja, cuando coincidieron en Londres en la boda del duque de Kent.
Pero Don Juan no quería hacer enfadar demasiado Franco, sobre todo tras el «Contubernio de Múnich», y aprovechó la ocasión de invitarlo oficialmente a la boda para ofrecerle el Toisón de Oro. El dictador estaba tan disgustado que, aparte de la condecoración famosa, también declinó la invitación a la boda, incluso cuando el mismo Juan Carlos le visitó en marzo de 1962 para pedírselo personalmente.
Los problemas con el Vaticano para solucionar el conflicto religioso entre la pareja fueron toda una complicación que tardó varios meses en resolverse. Pero en enero de 1962, cuando la reina Federica viajó a Portugal con sus dos hijas, Sofía e Irene, para que se reunieran las dos familias y pudieran organizar una boda que se preveía muy difícil, no dudaron en celebrarlo a base de bien. Lo festejaron tanto que varios restaurantes de la zona todavía hoy se disputan el honor de haber sido el local en que tuvo lugar la petición de mano. Cosas de hosteleros, por lo demás atontados por el hecho de que los Borbones decidieran hacer de cada ágape una fiesta, y repartir un trozo de pastel a cada uno de ellos.
Eso sí, nuevamente hubo problemas con el tema de la dote, aun cuando los pretendientes españoles no estaban realmente en condiciones de pedir demasiado. La reina Federica y el rey Pablo pidieron un aumento al Parlamento y, ante el peligro de que se estropeara otra boda y la princesa se les quedara soltera, el Parlamento se hizo de rogar, pero al final aprobó la concesión de una cantidad algo superior a la que había autorizado para el frustrado compromiso con Harald. Al cambio, eran aproximadamente 20 millones de pesetas de 1962, una cantidad que a la izquierda griega le pareció excesiva y a la que los Borbones no pusieron pegas.
El 14 de mayo de 1962 se casaron, en Atenas, Juan Carlos y Sofía de Grecia, príncipes de Asturias, título que les identificaba como sucesores de un supuesto rey: Don Juan. Finalmente, Franco no asistió, pero envió al embajador en Grecia, Juan Ignacio Luca de Tena y, en representación suya, al ministro de Marina, el almirante Abárzuza, al frente del barco insignia de la escuadra española, el crucero Canarias.
También recibió autorización para asistir Alfonso Armada, que se había convertido en un servidor inseparable del príncipe. El testigo del novio fue Alfonso de Borbón y Dampierre, su presumible competidor por la Corona. Juan Carlos prefería tenerlo cerca y hacerle objeto de deferencias.
Siempre se han quejado mucho de que no tenían dinero ni para pagar la luna de miel, pero lo cierto es que estuvieron cinco meses de viaje, visitando «casas de amigos». Comenzaron en aguas griegas, a bordo del yate que el armador Niarchos les había dejado. Después, tuvieron la deferencia de pasarse por Madrid a visitar al Caudillo, para lo cual se puso a su disposición un avión de las Fuerzas Armadas. El encuentro fue breve. Comieron en el Pardo y al día siguiente continuaron el viaje de novios. Pero, por culpa de aquella visita, que no le gustó nada a Don Juan, cesaron al duque de Frías como jefe de la Casa del Príncipe.
Las siguientes paradas fueron Roma y el Vaticano, donde fueron recibidos por el papa Juan XXIII.
Después, Mónaco, donde visitaron a los príncipes Gracia y Rainiero; Jordania, para ver a su amigo el rey Hussein; el Japón, donde saludaron al emperador Hiro Hito; Tailandia; la India; y, finalmente, como fin de fiesta, los Estados Unidos, país en el que las principales atracciones fueron la visita al presidente Kennedy en Washington, y la excursión a Hollywood para ver de cerca y saludar a los famosos de moda.