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Authors: Patricia Sverlo

Tags: #Biografía, Histórico

Un rey golpe a golpe (8 page)

BOOK: Un rey golpe a golpe
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Con motivo del primer aniversario de la muerte de Alfonso, el conde de Ruiseñada decidió inaugurar un busto del niño en su finca del Alamín y quiso que Juan Carlos presidiera la ceremonia. Pero cuando informó a Franco de su propósito, éste le sugirió a Alfonso de Borbón Dampierre como alternativa al príncipe. Franco ya empezaba a pensar en él, o a amenazar con él, para la sucesión. Le dijo al conde: «Quiero que le cultive usted, Ruiseñada. Porque si el hijo nos sale rana, como nos ha salido el padre, habrá que pensar en Don Alfonso».

Aquel mismo verano el Dampierre acudió a Estoril acompañado de un abogado, con la pretensión de que se le concediera la condición de infante de España. Pero no consiguió nada.

Don Juan no olvidó nunca al que había sido su hijo favorito. Su retrato siempre estuvo colgado en un lugar bien visible en Villa Giralda. En una carta a Franco en 1961, todavía hablaba de cuán significativo era el matrimonio ya anunciado de Juan Carlos «asegurando para el futuro la continuidad de la Dinastía, que era asunto que me preocupaba hondamente desde la desgraciada muerte de mi querido hijo el Infante don Alfonso (q.e.p.d.)».

En Octubre de 1992, por primera vez desde 1956, Don Juan habló a su hijo el rey de su hermano muerto. Entonces Don Juan tenía 69 años y ya estaba desahuciado por un cáncer de colon. Pero no quería morirse sin verlo en el Escorial. Juan Carlos no tuvo más remedio que acceder.

Los restos fueron trasladados desde el cementerio de Cascais. Don Juan salió de la clínica para enterrarlo de nuevo, treinta y seis años después, en la zona del monasterio destinada a los niños.

SEGUNDA PARTE

APRENDIENDO DE FRANCO

CAPÍTULO 5

SEDUCIENDO AL FRANQUISMO

Empieza la «Operación Lolita»

Aquel joven adolescente, rubio y alto, de mirada melancólica, que era Juan Carlos cuando tenía 18 años, no tuvo problemas para seducir a los hombres serios del Opus Dei como López Rodó durante los años cincuenta. La visita a Montellano de Escrivá de Balaguer, en 1955, ya había sido un síntoma claro del deseo de la Obra por aproximarse al príncipe. También hacía años que era una figura constante en su formación Ángel López del Amo, profesor del príncipe en Friburgo (1947), en Miramar (entre 1951 y 1954, durante varios períodos en la escuela especial principesca de Malmequer, en Estoril, y, además, el único civil durante la etapa de formación militar (en Montellano y en la Academia de Zaragoza). Habría continuado siendo una pieza clave si no hubiera muerto en accidente de tráfico, en los Estados Unidos, en 1956.

La lucha política entre las familias del Régimen se definía muy claramente a finales de los años cincuenta en dos bloques: por un lado, los tecnócratas del Opus; por el otro, la Secretaría General del Movimiento, la Falange pura y dura. Los primeros se decantaban por la monarquía, pero no encarnada en Don Juan sino en un hijo del Régimen engalanado con sus plumas, Juan Carlos.

Los segundos, bien al contrario, gastaban sus energías en intensas campañas contra los Borbones, construidas en entorno a una idea-consigna básica: «No queremos príncipes tontos que no saben gobernar». Tenían una posición visceralmente hostil hacia la monarquía y hacia Don Juan. Pero mucho más hacia Juan Carlos, que para los falangistas significaba la alternativa viable a la que Franco podía dar paso. Juan Carlos gustaba a los tecnócratas de la Obra precisamente por esto.

A partir de 1957, tras la muerte del infante Alfonso, por diversas circunstancias políticas, miembros y simpatizantes del Opus y de la ACNP (Asociación Católica Nacional de Propagandistas, unos cuantos jóvenes que, unos cuantos años después, para darse algo más de distinción pasaron a llamarse «grupo Tácito») iniciaron la denominada «Operación Lolita». Con esta operación intentaban planificar con el suficiente tiempo de antelación cómo tendrían que ser las cosas cuando Franco muriera: una evolución pacífica, sin rupturas, que permitiera la pervivencia del Régimen bajo unas formas modernizadas. La monarquía se consideraba más una salida que una vía alternativa a la dictadura franquista.

Hacían apuestas porque sabían que el Régimen no tenía herederos y se agotaba con Franco. Su «Operación Lolita» (después rebautizada en los libros de historia como «Operación Príncipe», a saber por qué) lo tenía todo previsto para gobernar hasta los años ochenta, como mínimo. Contaban con su cabeza de Estado, Juan Carlos; varias opciones alternativas para dirigir el Gobierno (Carrero Blanco en primer lugar, Torcuato Fernández Miranda después, o López Rodó) y sus «zonas de desarrollo».

La guerra de familias la iba ganando la Falange, hasta que Carrero Blanco, considerado la eminencia gris de la dictadura, empezó a ganar cada vez más terreno en el Pardo y consiguió, en febrero de 1957, que Franco desatara una crisis de gobierno que incorporó a los suyos a los círculos de poder… La euforia entre los monárquicos fue enorme.

Torcuato Fernández Miranda actuó desde el comienzo como el ideólogo de la operación, por decirlo de alguna manera. Igual que Carrero Blanco, no pertenecía al Opus pero estaba próximo a éste. Sus planes preveían la necesidad de llevar a cabo ciertas reformas de apertura para romper el aislamiento de España y la autarquía, pero siempre «dentro de un orden» y desde la coherencia total con el Régimen. Más tarde, a la verdadera historia se añadió una infinidad de pretensiones, matices, justificaciones… y, en estudios recientes, se ha intentado presentar aquellos planes como algo que nunca existió, como si aquel grupo de poder, que sólo pretendía consolidarse a sí mismo, hubiera tenido en mente una reforma democrática. En realidad, para Fernández Miranda la sucesión en la persona de Juan Carlos representaba la garantía constitucional de la continuidad, sobre la que escribiría en múltiples ocasiones. En el año 1966 todavía escribía en el diario
Arriba
que el futuro rey «tiene que ser de estirpe real. Pero, además, tiene que ser encarnación de la legitimidad histórico-nacional que el Estado español, surgido del 18 de julio, encarna». Más que claro, lo tenía clarísimo: «Las leyes fundamentales del Estado español», escribió, «exigen un Rey comprometido con la continuidad histórica de la legitimidad nacional surgida del 18 de julio, como fecha irreversible».

¿Cómo vivía Juan Carlos todo esto? Pues a bastante distancia, e incluso inadvertido, se dedicaba a otras cosas. Todo el mundo le trataba como a un niño y, esencialmente, se comportaba como tal, poco consciente de lo que pasaba a su alrededor hasta límites insospechados. En aquella época estaba en la Academia de Zaragoza, y los viernes y sábados se lo llevaba a dormir al Gran Hotel para que se relajara y la vida militar no se le hiciera tan dura. En mayo o junio conoció a Antonio García Trevijano (más popular como Trevijano, a secas), que ejercía de notario de Albarracín y frecuentaba el mismo hotel los fines de semana, muy posiblemente porque era el mejor de la ciudad y el que más visión de futuro le podía dar. Está claro que Juan Carlos no supo quién era hasta unos cuantos meses después. Con la misma candidez que había deslumbrado a aquellos señores tan serios y católicos, acostumbrados a planificar el futuro de la patria, Juan Carlos tomó a Trevijano por un potentado mexicano, sólo porque traía un sombrero de paja de ala ancha, hablaba con acento andaluz y lucía un gran bigote negro. Y ni sus tutores ni el avispado notario le sacaron de su error; ¿para qué? Un día Juan Carlos se había quedado petrificado contemplando el coche de Trevijano, un espectacular descapotable Pegaso, primer premio mundial de elegancia en la exposición de París. Y sin pensárselo dos veces se acercó a Trevijano con interés y timidez al mismo tiempo. «¿Eres mejicano?», «Sí, sí», y entonces le preguntó si le llevaba a dar una vuelta, pero que antes tenía que pedir permiso. «¿Y cómo tienes que ir a pedir permiso, tan alto como eres?», le vaciló Trevijano, que estaba disimulando, como si no supiese quién era él. El príncipe Juan Carlos se acercó a un grupo de generales y volvió emocionado: «Que sí, que sí puedo ir. Me ha dicho el jefe que sí». «Pues venga, sube». Y el notario incluso le dejó conducir un rato. Al día siguiente, además, aceptó llevarlo de vuelta a la Academia, con lo cual satisfizo los deseos del príncipe de llegar en coche. Quería que sus compañeros le vieran y presumir un poco delante de ellos para rehacerse de todas las bromas respecto a su padre que tenía que aguantar. Más de una vez se había tenido que pelear, citándose por la noche en el picadero de la Academia, para ajustar cuentas con alguien a puñetazos. Y varias veces había salido de estos encuentros con un ojo a la funerala.

Desde su primero encuentro, Juan Carlos y Trevijano se hicieron inseparables para las escapadas febriles del sábado por la noche durante este curso y el siguiente. Trevijano le presentaba chicas un poco mayores que él, que eran las que le gustaban. Como Cuqui, la venezolana, y muchas otros, con las que iban a bailar o a merendar, siempre con el Pegaso. Juan Carlos iniciaba entonces su azarosa vida sexual, con miles de aventuras que también tuvieron como escenario el Estoril de los reyes exiliados. Precisamente aquel año empezó sus relaciones con la condesa Olghina Robiland, que, siguiendo la pauta habitual, era unos cuantos años mayor que él, y a quien escribía numerosas cartas con citas de letras de rancheras, que unos años más tarde ella vendió a la prensa.

Con Trevijano, Juan Carlos pasó varios meses en la luna, sin saber realmente quién era su correligionario de juergas, hasta que Don Juan, en unas vacaciones en Estoril, le interrumpió un discurso entusiasta sobre su amigo
el mexicano
: «¡¿Pero no ves que te está tomando el pelo, hombre, que ése es Trevijano, y es de aquí?!»

Naturalmente, también le tuvo que explicar quién era el tal Trevijano (no era fácil sacarlo de un error tan ridículo), un personaje conocido ya en aquella época, metido en toda clase de intrigas políticas, aparte de ser amigo personal del propio Don Juan. El descubrimiento, con todo, no rompió su amistad con el notario. Como estaba tan metido en política y su padre se lo había descrito como alguien muy inteligente, Juan Carlos aprovechó para preguntarle, a ver si lo sabía: «¿Y tú me puedes decir qué va a pasar? ¿Quién va a ser rey, mi padre o yo?»

Trevijano le dijo que él después que su padre, pero la respuesta no le debió convencer demasiado.

Lo poco que percibía de lo que se cocía a su alrededor con los del Opus había logrado que estuviera inquieto, nervioso e impaciente. «Pero yo… no sé. Como rey ¿qué voy a hacer?», le preguntaba. Y Trevijano, medio en broma medio en serio, un día le contestó: «Pues lo primero, me vas a tener que meter a mí en la cárcel». Juan Carlos se rió mucha con la salida, pero Trevijano acertó. El primer Gobierno del rey Juan Carlos, con Fraga como ministro de la Gobernación, le metió en la cárcel el mes de marzo de 1976.

Buscando sitio a derecha e izquierda

A medida que Juan Carlos, desde que estrenó la mayoría de edad, iba escalando posiciones en la carrera hacia el trono, Don Juan iba perdiendo terreno hasta quedar prácticamente sin espacio.

La opción juanista cada vez estaba más difusa y desdibujada. Mientras tanto, su hijo se consolidaba como el representante de la amenaza franquista, y se convertía en un enemigo dentro de la propia casa Borbón. Los vanos intentos de Don Juan para aproximarse a la oposición no acababan de dar el fruto esperado. A menudo, cuando Juan Carlos iba de permiso a Estoril y hablaban de tal y cual asunto, su padre se irritaba: «¡Demonios! ¡Me hablas desde el punto de vista de Franco!». Y ya no se trataba tan sólo de una guerra de familias entre los diversos sectores franquistas; ahora se trataba también de la propia familia, el hogar de los últimos Borbones.

Don Juan no se rindió nunca ante los avances de su hijo. Uno de sus sucesivos giros políticos a la desesperada tuvo lugar en Estoril el 20 de diciembre de 1957. Sucedió cuando intentó recuperar terreno adhiriéndose a la Comunión Tradicionalista de los Carlistas, en un emotivo acto en que aceptó los principios generales con objeto de ganarse el apoyo de sus hombres. Según la legitimidad de origen carlista, los derechos de la Corona recaerían en él, siempre y cuando supiera ganárselos moviéndose hacia la derecha. Un año más tarde, en 1958, en Lourdes, rodeado de unos dos mil carlistas, reafirmó su postura poniéndose la boina roja, símbolo de los requetés. Fue un intento inútil, y poco más tarde volvió a flirtear con la oposición liberal.

En 1958, padre e hijo llevaron a cabo una especie de competición navegadora alrededor del mundo, que resultó ser un fiel reflejo de la que tenían en el ámbito político. Juan Carlos había embarcado en la bahía de Cádiz el 10 de enero como guardia marino del barco escuela Juan Sebastián Elcano. Y Don Juan había salido el 18 de marzo con el Saltillo (el velero del que disfrutaba en Estoril), desde Cascais, para emprender con unos amigos la aventura de atravesar el Atlántico a vela. La coincidencia no tuvo mayor importancia, hasta que en medio de la travesía Don Juan recibió un cablegrama de José María de Areilza, embajador de España en los Estados Unidos. Le explicaba que su hijo había sido invitado a una recepción en Washington en honor del Juan Sebastián Elcano, y como Areilza era muy juanista, también le había invitado a él, para que no fuera menos. Don Juan, que no aceptaba nunca las invitaciones de las embajadas españolas porque no confraternizaba con el Régimen, esta vez dijo que sí sin dudarlo. Además se alojaría, como su hijo, en la residencia del embajador. A partir de este momento, la travesía se convirtió en una auténtica carrera para ver quién llegaba primero. El conde de Barcelona aceleró el viaje haciendo cambios en el itinerario previsto. Al enterarse de que Juan Carlos ya había llegado a la base naval de Norfolk, renunció a visitar Florida y se embarcó en un guardacostas de la Marina norteamericana, que le recogió en alta mar y le dejó en la base aérea de Port Macon, para que un avión militar le trasladara a la mayor brevedad posible a Washington. Llegó justo a tiempo para no dejar a su hijo solo del 8 al 12 de mayo, y el 12 fueron juntos a Nueva York para asistir a una cena en el
Spanish Institute
, que presidieron con Areilza. Juan se engalanó con el Toisón de Oro y la Cruz de Santiago, que casualmente había puesto en la maleta, y, como si fuera el auténtico protagonista y no un añadido de última hora metido con calzador por Areilza, agradeció a las autoridades las atenciones hacia su hijo.

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