Cuando creyó que el temporal había pasado, Juan Carlos telefoneó insistentemente, pero Don Juan no se quiso poner. Seguramente lo hizo su madre, Doña María, y más de una vez. Se dice que durante estos días intervino en favor de su hijo tanto como pudo, calmando los ánimos e intentando evitar que se produjera una situación de ruptura irreversible. Entre ella, Sainz Rodríguez y los otros consejeros, consiguieron que Don Juan prácticamente se retirara, y le arrancaron el compromiso: «Yo contra mi hijo no voy a hacer una guerra civil, no voy a enfrentarme. Yo eso no lo hago». Eso sí, prohibió a los miembros de la familia real asistir al acto de juramento en las Cortes y exigió a su hijo que devolviera la insignia de Príncipe de Asturias. En vísperas de la designación, el príncipe se había quedado sin título. López Rodó con Carrero Blanco, por una parte, y Juan Carlos, con Sofía y el marqués de Mondéjar en La Zarzuela, por la otra, tuvieron que ponerse a pensar deprisa y a salto de mata en lo que podría ser a partir de entonces. Al parecer, fue Sofía quien, inspirándose en su propio apellido, sugirió el de «Príncipe de España», del cual no había ningún precedente histórico. Y a todos los pareció bien. ¿Qué otra cosa podían hacer?
Unos cuantos días antes, con la colaboración de sus ayudantes Mondéjar y Armada, con la de Torcuato Fernández Miranda, que no se lo quiso perder, y con el asesoramiento de Carrero Blanco y López Rodó, Juan Carlos preparó su discurso. Después lo leyó dos veces al dictador para que lo aprobara definitivamente. Todo estaba preparado para el gran momento de quien, a partir de entonces, sería proclamado Príncipe de España: la ceremonia del juramento, un acontecimiento de una relevancia histórica enorme, aun cuando la falta de previsión (o la premeditación, no se sabe) del mismo Franco al fijar la fecha hizo que coincidiera, nada más y nada menos, que con el alunizaje de Armstrong, Collins y Aldrin, acontecimiento que, como es natural, restó un poco de protagonismo al Príncipe en los medios de comunicación.
El 23 de julio de 1969, Juan Carlos de Borbón y Borbón juró en una ceremonia solemne, como sucesor a título de rey del Generalísimo Franco, los Principios del Movimiento Nacional y las Leyes Fundamentales, una especie de compendio, a la manera de una constitución, de todas las disposiciones legales del franquismo. «Mi pulso no temblará para hacer cuanto fuera preciso en defensa de los principios y leyes que acabo de jurar», declaraba en el discurso posterior, que fue muy bien acogido por la audiencia franquista. Sólo mostraron su desacuerdo los carlistas ausentándose de la sala, así como algunos juanistas, que votaron un «no» sonoro al príncipe. En total fueron cuatro minutos de discurso y doce de aplausos. «Ya hay un estado monárquico decidido: la Monarquía del Movimiento», publicaba exultante el diario
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en portada dos días después. Don Juan aquel día navegaba por aguas portuguesas con el Saltillo. Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre si había ido hacia el norte (rumbo a Figueira da Foz), o hacia el sur (al Algarve). Pero lo que importa es que consiguió desembarcar a tiempo para buscar un sitio donde poder seguir la retransmisión de la televisión española: «Qué bien ha leído Juan Carlos», dijo al acabar la ceremonia. Por la noche, en aquella fecha ya legendaria, los recién estrenados «Príncipes de España» cenaron en La Zarzuela con sus colaboradores más próximos. Había una alegría generalizada. Se respiraba este ambiente cuando en un momento de euforia, sin poder reprimirse, Sofía alzó la copa y dirigiéndose a Armada dijo: «Hoy tomamos el mejor vino y yo brindo por usted, Alfonso».
A partir de entonces, las visitas de Juan Carlos al Pardo pasaron de mensuales a semanales. Todos los lunes, a las cinco de la tarde, se sentaba con el dictador para comentar los temas que Armada le había preparado previamente en unas notas y que, al volver a La Zarzuela, trataba con él otra vez.
La sufrida ciudadanía, años después, tuvo que aguantar mucho cuando a los padres de la Transición los dio por querer convencernos con estudios sensatos de que todo aquello no había sido, en realidad, nada más que una broma pesada. Juan Carlos, el defensor de la democracia, a la sazón ya tenía absolutamente decidido liquidar el Régimen de Franco, según ellos. Vamos, que había jurado los Principios del Movimiento y las Leyes Fundamentales con los dedos cruzados. E incluso después de que, en 1993, el mismo Juan Carlos hubiera declarado públicamente: «No lo comprenderá todo el mundo… Pero si uno lo piensa bien… A menudo me he preguntado si la democratización de España hubiera sido posible al finalizar la guerra civil». Y a continuación aseguraba que la victoria de Franco había logrado «una paz que me transmitió unas estructuras en las que me pude apoyar».
LOS ÚLTIMOS PASOS HASTA LA META
Desde la designación de Juan Carlos hasta 1972, Don Juan no lo quiso ni ver. El reencuentro tuvo lugar con motivo de la boda de la infanta Margarita con el doctor Carlos Zurita, el 12 de octubre, en Estoril. Aun así, con ambiente de fiesta y todo, el conde evitó que le fotografiaran con su hijo.
Fueron años difíciles para el príncipe, sobre todo porque, mientras esperaba al igual que millones de españoles —aunque cada cual con sus motivaciones particulares— que Franco se muriera de una vez, se aburría. «Estoy aburrido», dijo una vez. «He pensado en poner una granja en La Zarzuela. Estoy cansado de esta situación. Quiero saber de una vez y para siempre qué voy a hacer. Si voy a ser carpintero, que me lo digan».
De las escasas actividades que llevaba a cabo durante su jornada laboral, la más entretenida era ir al Pardo una vez por semana. Para la ocasión, Armada le preparaba, con bastante reflexión sistemática, unas notas. Pero lo cierto era que aquellos despachos, que duraban una hora, normalmente los lunes tras la comida, eran mucho más fascinantes para Armada que para el príncipe, puesto que aprovechaba para apuntar los temas sobre los cuales le interesaba conocer la opinión de Franco. El príncipe era ya lo bastante adulto para no tener «tutores», pero a lo largo de toda su vida será una constante llevar el apelativo «Juanito», o «don Juanito», y tener a alguien a su lado para orientar sus pasos en la dirección adecuada en cada momento. Irá sustituyendo a uno por otro, según lo que le conviniera más. En esta etapa en concreto, esta persona era Alfonso Armada, su secretario particular. Le consultaba todo. Le informaba de todo, se dejaba aconsejar en todo…
Aunque, poco a poco, conforme se iba acercando el momento de asumir responsabilidades como rey, Juan Carlos fue dejando que este lugar de influencia, de tutoría política, lo fuera ocupando Torcuato Fernández Miranda, rodeado por un equipo más o menos coordinado y bien avenido de políticos jóvenes.
Aparte de las reuniones de adoctrinamiento con Franco, sus «tutores» franquistas creyeron que era conveniente que se formara un poco en el conocimiento de la Administración pública, pasando por varios ministerios para estudiar las competencias y el funcionamiento de cada uno, aunque se hace difícil imaginar qué podía hacer exactamente en estos sitios en el horario que se le organizó, entre las 5 y las 8 de la tarde, unas horas en que difícilmente quedaba alguien en las oficinas públicas. El resto del tiempo, recibía visitantes insignes en La Zarzuela, como los ministros López Rodó y López Bravo. También solía recibir comunicaciones, informes y encargos del Ejército, de falangistas, intelectuales, empresarios, periodistas…
En fin… todo muy aburrido. Así, pues, para hacerlo más ameno, Franco le aconsejó que empezara a viajar por toda España, para que el pueblo le fuera conociendo. Aquello sí que era emocionante, sobre todo para sus acompañantes. En una localidad cercana a Valladolid, a la que fue escoltado por el ministro de Agricultura, la gente les lanzó patatas cuando pasaron en coche. El ministro estaba horrorizado y el príncipe se vio obligado a tranquilizarlo: «Cálmese, señor ministro, a quien se las tiran es a mí, no a usted». Otro día, en Valencia, cuando iba andando por la calle con el capitán general de la región, vio a un hombre que se los acercaba a salto de mata. Instintivamente, en lugar de andar más rápido, el príncipe dio un paso atrás y el golpe de tomate fue a parar al capitán general, que se había quedado en medio. «Gajes del oficio, como hubiera dicho mi abuelo don Alfonso XIII», le dijo Juan Carlos para consolarlo. También le lanzaron tomates cuando visitó Granada. Y en un viaje oficial a Canarias, el sucesor de Franco se quedó bloqueado durante varios minutos a medio discurso, porque no entendía la letra de quien se lo había escrito. Fue al presidente del Ayuntamiento, que había tenido que negociar la presencia del príncipe con comunistas y socialistas, todavía en la clandestinidad, quién tuvo que aguantar el chaparrón.
Eso sí, donde no se podían permitir tonterías era en los viajes al extranjero, y muy especialmente en los Estados Unidos. Cuando en enero de 1971 fue invitado por Nixon, con motivo del despegue del Apolo-14, durante la retransmisión en directo por televisión fue capaz de improvisar, sin papel y en un inglés perfecto, ante las preguntas de un periodista de la televisión norteamericana, supuestamente por sorpresa: «La influencia que tiene en las generaciones contemporáneas la concepción del universo obliga a los hombres a salir de su aldea y procurarse una visión de la vida más amplia que la que tuvieron las gentes de épocas anteriores». La actuación brillante del príncipe se destacó en la prensa como prueba inequívoca de que no era tan tonta como parecía, cosa que no le fue nada mal para lavar su imagen. Ya estaba bastante quemado, e incluso había dicho: «Ya estoy harto de que aquí venda todo el mundo a chuparme el culo y luego me consideren tonto».
Mientras Juan Carlos esquivaba tomates y visitaba los edificios vacíos de los ministerios, los hombres de la «Operación Lolita» continuaban la dura empresa de preparar el terreno para lo que vendría tras Franco. La decisión del dictador de nombrarlo sucesor a lo grande había sido fruto del trabajo tenaz de Laureano López Rodó. A partir de 1969, él y los demás continuaron su estrategia por otros caminos. Para liberalizar la economía y poner fin a la autarquía, tenían que pasar necesariamente por una sensible apertura a las libertades políticas, y eran perfectamente conscientes de ello. El mismo López Redondo votó a favor de la Ley para la Reforma Política de 1976 y a favor de la Constitución de 1978. Para trabajar en este terreno, necesitaban algo más que un sucesor colocado en La Zarzuela. Hacía falta que Franco, al menos, se desprendiera de la función de presidente del Gobierno en favor de una persona que asegurara la entronización política de Juan Carlos cuando muriera el dictador. Sobraban argumentos para hacerlo a la mayor brevedad posible, sobre todo cuando ETA empezó a actuar, en 1968, matando en agosto al guardia civil José Pardines y al policía Melitón Manzanas, primeros de una larga lista que el Régimen no consiguió frenar. A comienzos de los años setenta, se sucedían las movilizaciones de protesta en Euskadi y los juicios del Tribunal Militar de Burgos contra nacionalistas vascos. También fue un impulso el derrame cerebral que inmovilizó al dictador portugués Oliveira Salazar, al caer de una silla, el 7 de septiembre de 1968. El caso era para tomar nota. Aquí podría pasar algo parecido en cualquier momento. Aunque estaba muy aferrado al poder, Franco acabó cediendo en junio de 1973, designando como presidente del Gobierno a su asesor, el almirante Luis Carrero Blanco. Fernández Miranda se convirtió en su vicepresidente, ministro secretario general del Movimiento, y, además, cada vez con más fuerza, fue el hombre de confianza política del príncipe Juan Carlos.
Completando el trabajo de los tecnócratas del Opus, durante estos años los Estados Unidos intervinieron en una dirección similar, si bien desde una óptica más amplia. La inestabilidad política de los setenta era lo que más les preocupaba. Consideraban que, tras la purga que había hecho Franco a lo largo de 30 años, España ya estaba lo bastante preparada para iniciar el camino hacia una transición pacífica. Con una módica inversión político-monetaria, pusieron en marcha sus planes para financiar y proteger a grupos de diversa denominación previstos para la Transición, escogidos para organizar partidos políticos que serían legalizados cuando concurrieran las circunstancias. Los partidos que se iban a crear, o recrear, fueron diseñados como si se tratara de sucursales de un centro estratégico supranacional, con cuadros que se tenían que constituir en gestores-delegados territoriales. Al electorado se le reservaba la función de simple consumidor del producto, para cuyo voto un grupo de partidos especialmente escogidos competiría en un régimen de oligopolio. Las «marcas», eslóganes y campañas de los partidos mencionados serían fabricadas con técnicas importadas de los Estados Unidos por personajes formados y teledirigidos para esta función: como Julio Feo para lanzar y hacer llegar al poder a Felipe González, el candidato fundamental que desmontaría los partidos de izquierdas y haría que España entrara en la OTAN.
De acuerdo tanto con los planes de la «Operación Lolita» como con los de los norteamericanos, en torno a la Casa del Príncipe empezaron a confluir una serie de personas de su generación.
Constituyeron algo no muy diferente del consejo privado que tenía su padre en Estoril, aunque nunca se reunían todos juntos. De uno en uno, o de dos en dos, pasaban por La Zarzuela a hablar con Juan Carlos, cuya principal función venía a ser la de servir de núcleo y correa de transmisión entre unos y otros. Se trataba fundamentalmente de jóvenes que ya estaban introducidos en el sistema político del Régimen, como Miguel Primo de Rivera y Urquijo (que era consejero nacional), José Joaquín Puig de la Bellacasa (segundo de Fraga en la Embajada de Londres), Jaime Carvajal (amigo y compañero de estudios de Juan Carlos desde la infancia, e introducido en el mundo de la banca), Nicolás Franco Pascual de Pobil (hijo del que fue embajador en Portugal, sobrino de Franco y consejero nacional) y Jacobo Cano (ayudante de Alfonso Armada en la Secretaría de la Casa del Príncipe), entre otros. Y lo que tenían que hacer, su trabajo, era contactar con personas de diversos sectores, en especial de la oposición, para ir explicándoles todos los planes del príncipe de cara al futuro.
Cada uno hizo una lista de personas con la que le parecía interesante hablar, y sobre la cual se pusieron a trabajar. Jacobo Cano, por ejemplo, facilitó los primeros contactos con el PSOE, a través de los hermanos Javier y Luis Solana. Pero no tuvo tiempo de hacer mucho más. Murió cuando apenas había empezado, en agosto de 1971, cuando el coche en el que iba se estrelló contra un autobús de la Guardia Civil, precisamente en una de las curvas de la carretera de acceso a La Zarzuela, y se partió el cuello. El papel principal de aquellos contactos lo tomó Jaime Carvajal, que trabajaba en el Banco Urquijo con Luis Solana. Luis Solana acabó siendo él mismo un asiduo de La Zarzuela, a la que iba en moto y entraba sin quitarse el casco, para que no lo reconocieran. Al grupo del príncipe le interesaba especialmente porque, siendo un buen chico de la burguesía, tenía el lustre de haber estado en prisión por vinculación con la Asociación Socialista Universitaria, y mantenía algunas relaciones, aunque no eran orgánicas, con el Partido Socialista. Su hermano Javier (el que acabaría siendo secretario general de la OTAN en el momento del bombardeo de Yugoslavia), sí que estaba mucho más encajado en el organigrama del partido, y también estaba enterado de las conversaciones, aunque no participaba personalmente. Aparte de «establecer contactos», el entorno del príncipe, como buen gabinete de relaciones públicas, se ocupaba de ir construyendo una buena imagen del futuro monarca. Esta idea ya surgió en la época en que Carrero Blanco era presidente del Gobierno, un poco preocupado por el hecho de que tantos tomatazos no eran una buena señal.