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Authors: Maureen Lee

Tags: #Relato, #Saga

Un secreto bien guardado (3 page)

BOOK: Un secreto bien guardado
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Charles pareció entristecido.

—No tiene ningún otro lugar adonde ir, querida.

—Estoy segura de que encontrará algún sitio —replicó Marion amargamente—. Amy hacía amigos con mucha facilidad.

—Creo que debería vivir con nosotros mientras encuentra algo, Marion. —Charles se cruzó de brazos y apretó los labios—. Pearl y yo somos los únicos parientes que tiene en este país. Jacky y Biddy viven las dos en Canadá.

Jacky y Biddy eran las hermanas de mi madre. Lo único que recordaba de ellas era que tenían el pelo rubio y abundante y los ojos azules, como mi madre; pero no eran tan bonitas. Las dos se habían casado y tenían familia. A menudo escribían a Charles y mandaban tarjetas en Navidad con fotografías de los primos que probablemente nunca conocería.

—¿Sabes cuándo sale? —pregunté. No había ojeado el periódico. Quizá debería haberlo hecho. Acaso verlo en blanco y negro me hubiera convencido de que era verdad. En aquel instante no estaba segura de creérmelo.

—Compré yo mismo el periódico. Decía sólo que la liberación sería pronto. Puede ser dentro de unos días, semanas... o incluso meses —repuso Charles—. Estoy seguro de que me escribirá y me dirá cuándo va a ser. Si es necesario, pediré el día libre para ir a recogerla.

Charles miró a Marion, que no dijo nada, pero el ceño perpetuo de su rostro se intensificó.

Después de cenar salí para encontrarme con Trish. Vimos
Si quieres ser millonario...
pero no tenía sentido. No era culpa de la película, sino mía. No podía concentrarme. Ni estaba escuchando, según me dijo Trish cuando fuimos a tomar un café después.

—Estás a kilómetros de aquí, Pearl. ¿Pasa algo?

—No.

Charles me había hecho prometer que nunca le hablaría a nadie de mi madre, por muy amigo que fuera. «Son asuntos privados», había dicho, «y prefiero que sigan así. No quiero que me conozcan como el hombre cuya hermana asesinó a su marido. Para ti sería incluso peor, Pearl. Es tu madre. Habría gente que te miraría como a un bicho raro».

Así que nadie sabía mi verdadero nombre, ni la verdad sobre mi familia. Rara vez me preguntaba alguien por qué vivía con mis tíos en lugar de con mis padres. Si lo hacían, me encogía de hombros y contestaba que mis padres habían muerto.

Cuando llegué a casa, Charles y Marion estaban viendo las noticias de las diez. Charles alzó la vista y dijo:

—No han hablado de ello.

Me limité a asentir y me fui a la cama, rechazando una bebida caliente. De pronto, deseaba estar sola. En algún momento muy cercano iba a ver a mi madre por primera vez en veinte años. Pero no quería. La verdad es que no quería. ¿Esperaría mi madre que la besara? ¿Que la abrazara? ¿Que le dijera que la quería y que la había echado de menos? No le había escrito una sola carta, más que nada porque no sabía qué decir.

Charles enviaba tarjetas en los momentos adecuados firmadas: «De Charles, Marion y Pearl, con nuestro mayor afecto». Esto le molestaba a Marion.

—¿Cómo te atreves a mandar mi mayor afecto? —preguntó una vez.

—Pensé que podrías dedicar un poco de afecto a alguien que está en la situación de Amy —había dicho Charles—. Al fin y al cabo tienes contigo a su hija.

—No pensaría que podría tener a Pearl en la cárcel. —Marion echó la cabeza hacia atrás, pero no puso ninguna objeción cuando Charles metió la tarjeta en un sobre y le puso un sello.

No podían tener hijos. La pérdida de mi madre había sido su ganancia.

Dos semanas más tarde, el día en que yo volvía a la escuela tras las vacaciones de Pascua, Charles recibió una carta de mi madre en la que le decía que estaba a punto de salir de la cárcel y que la iba a recoger una amiga con la que se quedaría una temporada. «Tengo cosas que hacer las próximas semanas», escribió, «pero te veré en cuanto pueda».

—Típico —dijo Marion con un suspiro—. Sólo espero que no venga aquí y empiece a llamarte Charlie de nuevo.

2.- Amy

Pascua, 1939

Me encanta la Pascua. También me gustan las Navidades, pero en Navidades aún queda por llegar lo peor del invierno. En Pascua tienes el verano por delante, meses y meses, seguido del otoño. Realmente me gusta el otoño, pero de algún modo es el principio del invierno, así que si alguien me pregunta cuál es mi época favorita del año, diría que Pascua.

—¿De qué demonios estás hablando? ¿Quién quiere saber cuál es tu época favorita del año? Yo no. A decir verdad, no puede importarme menos. —Cathy puso los ojos en blanco y sonrió.

Amy sonrió a su vez.

—Pensé que te podía interesar, eso es todo. Es el tiempo. Me ha hechizado. Es el día más bonito que puedo recordar.

—El sol ha salido hace cinco minutos y resulta que es el día más bonito que puedes recordar.

—Me encanta el sol —dijo Amy con una vibración en la voz—. Si no fuera católica, sería adoradora del sol.

—¿Adónde irías a misa? —preguntó Cathy.

—No lo sé —tuvo que admitir Amy—. ¿Y dónde nos confesaríamos?

Cathy no respondió.

Las chicas iban en tren a Southport. Era un tren eléctrico. Amy prefería los trenes que soltaban humo, eran más bonitos y sonaban mejor, pero los eléctricos eran mucho más limpios. Llevaba su mejor vestido de verano —amarillo con botones como caritas—, una chaqueta blanca y una boina blanca de ganchillo hecha por su madre. La boina de Cathy era similar, pero roja.

Vestía la chaqueta roja que pertenecía a una de sus hermanas y que sospechaba que se había caído de la caja de un camión. La hermana, Lily, había ido a Blackpool a pasar el día y Cathy esperaba llegar a casa antes que ella; o eso, o después de que Lily se hubiera ido a la cama.

Era domingo —domingo de Pascua— y Amy se sentía eufórica. Habían cogido el tren a Southport justo al acabar la misa y pretendían pasear por Lord Street, dar una vuelta por la feria, comprar pescado con patatas fritas para comer y luego ir al cine. Sabía que iba a ser un día perfecto.

El invierno había terminado. Por la ventana, veía cómo el campo despertaba a la vida; los árboles, jardines y prados mostraban señales de lo que estaba por venir: unas cuantas hojas y capullos, e hileras e hileras de diminutas y ordenadas plantas. Los vecinos estaban cortando el césped, cavando, arrancando malas hierbas. Un hombre regaba su jardín con una manguera, algo que le gustaba muchísimo a Amy.

—Preferiría tener un jardín —dijo emocionada— en lugar de un patio. Plantaría rosas. Tendría rosas alrededor de la puerta, de las dos puertas, y trepando por las paredes, y también me gustaría tener un conejo en una jaula y una tortuga.

—No pides nada —suspiró Cathy.

—Rosas, un conejo y una tortuga no son mucho. La semana pasada tú querías casarte con Clark Gable. Mis deseos son mucho más alcanzables... ¿Existe esa palabra?

—Me gustaría que no hubieras hablado de Clark Gable. —Los ojos de Cathy se llenaron de lágrimas—. Ahora quiero llorar.

—No seas blanda —dijo Amy, burlona—. Es demasiado viejo para ti. Además, no soporto a los hombres con bigote.

Se daba cuenta de que Cathy se debatía entre soltar una broma o una lágrima. Al final, se decidió por la broma.

—¿Y las mujeres con bigote? —preguntó.

—Tampoco las soporto.

Las dos se echaron a reír.

Un hombre mayor que estaba al otro lado del vagón había estado escuchando la conversación. Era difícil no oírlas; las voces jóvenes eran sonoras y llenas de excitación.

—Debe de ser agradable ser joven —comentó.

—Oh, sí —confirmó Amy—. Pero también debe de ser agradable ser viejo —añadió con la seguridad de una chica de diecisiete años que pensaba que lo sabía todo—. Toda edad tiene sus cosas buenas.

—Trato de recordar cuáles son —dijo el hombre, consciente de los dolores en sus articulaciones, lo que le costaba respirar y el hecho de que apenas podía ver con el ojo izquierdo.

El tren entró en la estación de Southport y todos los pasajeros se bajaron. El hombre mayor caminaba detrás de las chicas y pensó en el efecto que causaban con sus ropas de colores vivos y su forma segura de andar. Uno pensaría que eran dueñas del maldito mundo. La rubia era la más bonita de lejos, la típica resultona. Era bastante alta, con tipo de reloj de arena, pero, si tuviera cuarenta años menos y pudiera escoger, se decidiría por la morena. Le parecía una elección más segura. La rubia era peligrosa. Los hombres no la dejarían en paz, casada o no, y él se preocuparía cada minuto que la tuviera lejos de su vista. En ese momento estaba viendo a algunos hombres mirándola con deseo, desvistiéndola con los ojos, tratando de imaginar cómo sería sin nada encima; él mismo lo estaba haciendo. No podía recordar cuándo fue la última vez que había tenido esa sensación, pero había sido hacía mucho, mucho tiempo, y le hacía sentir más desalentado que nunca.

Amy y Cathy se dirigieron a Lord Street. La elegante calle estaba muy concurrida, sobre todo de gente que había ido a pasar el día. Los hombres llevaban chaquetas de
sport
y camisas de cuello abierto, y las mujeres habían cambiado los abrigos por chaquetas de punto, aunque estaban a principios de abril y el aire era fresco. El sol había conquistado a los habitantes. Los niños llevaban cubos y palas. Algunas familias habían ido a la costa y tenían arena en el pelo y en las piernas desnudas. Todos parecían especialmente felices, como si, al igual que Amy, sintieran que era el final de los meses oscuros y el comienzo del verano. Por supuesto, estaba la amenaza de la guerra en Europa, donde un tipo llamado Hitler estaba creando rumores inquietantes; pero sólo era una amenaza y quizá no ocurriera nada.

Amy y Cathy se admiraron efusivamente de la ropa que veían en los escaparates de las tiendas caras —ropa que les costaría meses, o años, pagar con sus sueldos—, fastidiando o divirtiendo a las personas que se encontraban a su alcance. Amy ganaba siete chelines y seis peniques a la semana trabajando en una cantina de Dock Road, y Cathy un chelín más como aprendiza de empleada en las oficinas de Woolworth en la ciudad; se le daban bien los números. En la escuela había sido la primera de la clase en aritmética. Amy no había sido la primera en nada.

—¡Mira ese vestido! —masculló Amy. Era de crepé blanco con lentejuelas alrededor del cuello y los puños de las mangas. La falda era larga y ceñida y parecía la cola de una sirena—. Daría mi brazo derecho por un vestido así —suspiró.

—Te quedaría raro si sólo tuvieras un brazo. ¡Y cuesta quince libras, nueve chelines y seis peniques! —chilló Cathy—. ¿Quién en su sano juicio pagaría tanto por un vestido?

—Yo.

—¿Y en qué ocasión te lo pondrías, querida? Oye, que tiene cola, por amor de Dios. Se pondría hecho un asco en un momento.

—Es una cola corta.

—Corta o larga, Amy, necesitarías a alguien que te la llevara. —Cathy negó con la cabeza como para subrayar la falta de sentido común de su amiga—. Es de lo menos práctico.

—Vale, entonces no lo compraré —rio Amy—. Pero necesito comprar algo. ¿Con cuál me quedaré?

—¿Merendamos? —sugirió Cathy—. Podemos permitirnos una tetera entre las dos.

—Vale. Entraremos en el primer café que encontremos, mientras no sea demasiado cursi.

—¿Qué película vamos a ir a ver luego? —preguntó Cathy cuando estaban en el primer piso de un café ante una tetera blanca—.
¿
El rey del hampa,
con Humphrey Bogart, o
Argel,
con Charles Boyer?

—Me da igual. ¿Lo echamos a suertes?

Cathy sacó medio penique del bolso.

—Cara para la primera, cruz para la segunda. —Lanzó la moneda y salió cruz—.
Argel
—anunció.

Amy hizo una mueca.

—Preferiría ver la de Humphrey Bogart.

—Siempre haces lo mismo —dijo Cathy enfadada—. Cada vez que lo echamos a suertes quieres lo que no ha salido. Siempre ganas, pase lo que pase. ¿Por qué has dicho que lo echáramos a cara o cruz?

—Porque me ayuda a decidirme.

—No, es porque te gusta ser rara.

—De acuerdo, es porque me gusta ser rara. ¿Vamos a la feria cuando nos acabemos el té?

—Estupendo. A menos que antes quieras echarlo a cara o cruz.

El rasgo más destacado de Amy era su pelo. Era de un amarillo cremoso: una masa de ricitos, ondas y bucles. Bajo el sol brillante de aquel día en Southport, resplandecía y relucía como si estuviera hecho de oro puro. Todo su cuerpo estaba bien proporcionado, los ojos azules con pestañas oscuras y la nariz del largo perfecto. El labio inferior era ligeramente más grueso que el superior, de modo que, en reposo, parecía estar haciendo un puchero. No mucha gente lo advertía, porque el rostro de Amy solía lucir una sonrisa muy amplia de lo más cautivadora. Aunque no todo el mundo se sentía cautivado. Algunos decían que no se podía fiar uno de una chica tan bonita, que no tenía cerebro.

Por el contrario, su amiga Cathy era de lo más vulgar. Su largo pelo castaño tendía a rizarse, su hermana Frances se lo había planchado aquella mañana y le colgaba por la espalda como un retal de satén marrón. También tenía una ligera quemazón en el cuello que destacaba horriblemente. Planchar el pelo de una persona mientras sigue pegado a la cabeza era una tarea arriesgada, y era fácil que la plancha se escurriera. Cathy tenía los ojos grises, una nariz demasiado larga y una boca demasiado ancha. Era una chica seria y sensata que sólo se sentía inclinada a ser frívola cuando estaba con Amy.

Cuando llegaron a la feria, apenas había sitio para moverse entre los puestos. Se miraron la una a la otra, hicieron inspiraciones profundas, se cogieron del brazo y se sumergieron entre la multitud. Dejaron a un lado los puestos de puntería, que no eran más que una pérdida de dinero, ya que nunca ganaban —y nunca habían visto ganar a nadie—, y no se detuvieron hasta llegar al tren de la bruja. Se sentaron en el asiento delantero y gritaron con todas sus fuerzas cuando aparecieron los fantasmas y los esqueletos, por no hablar del ataúd con la tapa abierta en el que un cadáver se sentó quitándose el sombrero de copa e invitándolas a unirse a él, aunque ninguna de las dos estaba asustada en absoluto. A continuación fue el turno del Gusano Loco, el favorito de Cathy. El joven que les cobró se metió en su coche y lo hizo girar mucho más rápido que los demás. Después se compraron helados y se los llevaron a la noria.

Cathy se mareó la primera. Sugirió que se sentaran tranquilamente en el muelle durante un rato con otra taza de té. Era la una de la tarde. El día se había caldeado y soplaba una brisa agradable. Las chicas se quitaron los sombreros y sacudieron las cabezas, disfrutando de la sensación de la suave brisa que les levantaba las faldas y les revolvía el cabello.

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