—Bueno, ya veremos.
Cathy fue a casa de los Curran cada pocos días, más por la señora Curran que por ella. Era demasiado sensible y orgullosa como para permitirse sentirse desgraciada durante mucho tiempo porque su amiga la hubiera abandonado. Había montones de chicas en Woolworth con las que podía ir al cine o a bailar al Rialto o al Floral Hall en Southport. Hacía nuevas amigas rápidamente, pero le prometió a la señora Curran que se acercaría el día que Amy cumpliera dieciocho años, y compró un regalo —una caja de pañuelos bordados— para ella.
—Va a traer a Barney. Al fin —dijo la señora Curran sin aliento durante su última visita—. No será exactamente una fiesta. Estarán Charlie y Marion, Jacky y Biddy y, por supuesto, tú, cielo. Haré unos sándwiches y un bizcocho, y traeré una botella de jerez.
Cathy prometió pasarse a las seis y media. Resultó ser un día que nunca olvidaría.
El 1 de junio fue horrible. El cielo era una espesa manta de oscuras nubes grises y, aunque no llovió, el aire estaba cargado de humedad y se pegaba a la cara como telarañas mojadas.
Unos minutos antes de las seis y media, cuando Cathy iba de camino hacia Agate Street, salió el sol justo a tiempo para la fiesta de Amy. Qué suerte tiene Amy pensó ella. Todo parece salirle bien, hasta el tiempo.
Cuando dio la vuelta a la esquina, vio que el coche de Barney ya estaba delante de la casa de los Curran. Cathy llamó y Biddy abrió la puerta. Puso los ojos en blanco y exclamó con una voz que temblaba de emoción:
—¡Ahora sí que Amy la ha armado!
—¿Qué ha pasado? —preguntó Cathy alarmada.
—Ella y ese novio suyo se han casado hoy, nada menos —dijo Biddy con una enorme sonrisa—. Mamá la está volviendo loca y Charlie está enfadadísimo. Yo estoy muerta de envidia. Desearía que un chico que tuviera coche me pidiera que me casara con él.
—Tienes mucho tiempo por delante, Biddy —le aseguró Cathy. Sólo tenía catorce años.
Entró y se encontró a toda la familia, aparte de Marion, en el salón. Barney estaba de pie delante de la chimenea con aspecto de sentirse en su casa, mientras que Amy y Charlie trataban de consolar a la señora Curran, que estaba teniendo un ligero ataque de histeria.
—¿Cómo has podido hacerme esto? —sollozaba—. ¿Cómo has podido? Mi propia hija casándose sin invitar a su madre...
—Era una boda privada —dijo Amy, medio a Cathy, medio a su madre—. No había nadie más. Pedimos a dos invitados de la boda de al lado que fueran nuestros testigos. Después fuimos a un fotógrafo y nos hicimos las fotos.
—Deberías haber sabido lo mucho que iba a dolerle a tu madre —terció Cathy fríamente.
—No conoces las circunstancias, Cathy —le espetó Amy, con la misma frialdad.
Por primera vez, Cathy se dio cuenta de que su amiga tenía puesto un precioso vestido blanco de seda que le recordó vagamente al que tanto le había gustado en el escaparate de la tienda de Southport. No tenía cola, pero parecía igual de caro. Llevaba el pelo recogido en un moño en lo alto de la cabeza, del que escapaban pequeños rizos que le caían sobre la frente, alrededor de las orejas y sobre el cuello, blanco y esbelto. El sombrero estaba adornado con dos rosas de seda y un retal de redecilla blanca. Cathy nunca la había visto tan guapa.
Y Barney no se había quedado al final de la cola cuando el Señor repartió belleza. Estaba tan guapo como una estrella de cine con su traje negro y su resplandeciente camisa blanca, con un mechón de pelo castaño y rizado cayéndole seductor sobre un ojo. Sonreía con una sonrisa realmente encantadora y no podía quitarle los ojos de encima a su flamante esposa. ¿Me mirará alguien así alguna vez?, se preguntó Cathy con un estremecimiento.
Charlie palmeó a su madre en la espalda y Amy le dio un pequeño apretón.
—No te lo tomes así, mamá. Barney y yo no nos imaginamos que te iba a afectar tanto.
—Sólo quería estar en la boda de mi hija —dijo lastimeramente la señora Curran—, pero no en una de esas horribles oficinas del registro. Debería haber sido en una iglesia católica, para que os casarais ante los ojos de Dios.
—Oh, mamá, esas cosas no importan.
—A mí sí me importan, cielo —lloriqueó su madre—. ¿Sabe la madre de Barney que os habéis casado?
—Todavía no, señora Curran —contestó Barney.
Cathy no estaba segura de lo que había sucedido a continuación. Al mirar hacia atrás, recordaba vagamente que, como un mago, Barney había sacado una botella de champán, una caja de elegantes copas de flauta y un dije con cadena de oro para la señora Curran. Después empezó a besar a todos los presentes, incluida Cathy. Dio a Jacky y a Biddy un billete de una libra a cada una, convirtiéndose así en su eterno amigo, y estrechó la mano de Charlie; un apretón caluroso y largo a la vez que apretaba el hombro de Charlie con la otra mano. La madre de Amy seguía llorando mientras examinaba el dije, en el que Amy prometió que un día estarían las fotos de ella y de Barney, pero las lágrimas eran más de alegría que de tristeza. Él había conquistado a todo el mundo.
O al menos eso pensó Cathy. Se había olvidado de Marion. Cuando entró en la sala de estar, estaba sentada ante la mesa mirando al vacío.
—¿Quieres un poco de champán? —preguntó Cathy—. Aún queda un poco.
—No, gracias.
Marion era una joven de piel amarillenta con el pelo muy negro, una nariz extrañamente fina y cejas pobladas que la hacían parecer un poco hombruna. Tenía apenas veinte años, pero aparentaba sus buenos veinticinco. También era un tanto esnob e insistía en llamar «Charles» a Charlie. Se iban a casar en septiembre, pero nadie entendía qué veía él en ella.
—No sé cómo Amy ha podido hacerle algo así a su madre —dijo amargamente—. Charles me ha contado lo duro que ha trabajado ella durante años y años para que a sus hijos no les faltara de nada, ¡y mira cómo se lo devuelve su hija! Yo me puse a trabajar en el negocio familiar a los cinco años. Pero el diamante corta diamante, eso solía decir mi madre.
Cathy nunca había oído aquella expresión. Resultó que quería decir «ojo por ojo».
Abril, 1971
La señorita Burns encendió otro cigarrillo. Su despacho olía como un
pub.
El cenicero que estaba sobre su escritorio ya estaba lleno de colillas y no era más que mediodía.
—El diamante corta diamante. ¿Has oído ese dicho, Pearl?
—Marion lo dice todo el tiempo. Significa recibir lo que has dado. Retribución. Algo así.
—Ojo por ojo. Es lo que dijo el día que tus padres se casaron. Era la única persona a la que tu padre no conquistó. Muy pronto tuvo a todo el mundo comiendo de su mano, incluso a mí. Creí que no me gustaba, lo que era injusto; apenas lo conocía hasta entonces. ¿Recuerdas algo de él... de tu padre?
—No mucho —reconocí. Había sido una figura distante y me imponía respeto, miedo incluso. Me asustaba el modo en que gritaba a mi madre, insultándola. A veces me contaba un cuento, inventándolo sobre la marcha, sin que ninguno de los dos supiéramos cómo iba a acabar.
Como mi madre había salido de la cárcel hacía una semana y, según los periódicos, se había escondido, la señorita Burns me había llamado a su despacho cada día para hablar de dónde podría estar y con quién. Se pasaba la hora de la comida mirando al vacío y recordando a su vieja amiga.
—Llamé a Harry el otro día por si sabía dónde está, pero no tenía ni idea —decía—. Es sorprendente, después de lo que ocurrió, que no le guarde rencor a Amy, ni tampoco su padre. En cambio, la señora Patterson detestaba a Amy. Después del proceso, armó mucho jaleo, declarando que debían haberla ahorcado; la verdad es que envió una petición al secretario de Estado.
—Apagó el cigarrillo y encendió otro. Me pregunté si habría algún momento a lo largo del día en que no tuviera un cigarrillo en la boca o estuviera a punto de encender otro. Exhaló el humo y lo miró con disgusto—. No me creerás, Pearl, pero cuando era joven juré que nunca fumaría. El problema era que todo el mundo en el Ejército fumaba durante la guerra.
Busqué un modo de cambiar de tema del pasado al presente.
—Quizá la persona que fue a recoger a mi madre es alguien que ha conocido en la cárcel —sugerí.
—Supongo que podría haber sido esa modelo de la que se hizo amiga. Nelly Nosequé.
No contesté. Nunca había oído hablar de Nelly Nosequé. Quizá mi silencio llegó hasta la señorita Burns, que se dio cuenta de lo harta que estaba del tema. O quizá pensara que simplemente tenía hambre. Dijo:
—Estoy ocupándote toda la hora de la comida, ¿no, querida? Quizá pudiéramos ir a tomar algo una noche, invito, yo, claro, y hablar tranquilamente.
—Eso sería estupendo. —Al menos sería mejor que esa costumbre de llamarme a la sala de profesores para pedirme que fuera a su despacho. Hilda Dooley estaba empezando a sospechar. Quizá le preocupara que yo, la profesora más joven de la escuela y la última en llegar, estuviera a punto de ser ascendida.
Aquella noche, Charles se preguntó en voz alta dónde podría estar mi madre. Marion estaba enfadada.
—Es propio de Amy convertirlo todo en un drama —se quejó—. Entiendo que pueda querer esconderse, pero no de nosotros. Bueno, de ti —admitió cuando Charles le lanzó una mirada de advertencia.
Había habido periodistas a las puertas de Holloway el día de la liberación de Amy Patterson, y seguían interesados en su desaparición. Había habido fotos en el periódico de su salida de la cárcel en un Rolls-Royce blanco que había resultado ser de alquiler. Charles pegaba un brinco cada vez que sonaba el teléfono o alguien llamaba a la puerta, por si los periódicos la hubieran localizado. Aintree estaba a muchos kilómetros de Bootle, pero no dejaba de ser una parte de Liverpool.
—Quieren hablar sobre todo contigo, Pearl —dijo—. La hija de Amy. Serías un auténtico hallazgo.
La incertidumbre estaba acabando conmigo. El sábado hice lo que siempre hacía cuando me sentía deprimida: fui al centro y me compré ropa. Me convencí a mí misma de que necesitaba sin falta alguna prenda de verano y que me sirviera para ir a la escuela. Mientras vagaba por el departamento de ropa de señoras en Lewis y Owen Owen, deseando no haber comprado ya un vestido para la boda de Trish, para poder comprarme otro en ese momento, traté de relegar cualquier cosa que no estuviera relacionada con la ropa a lo más profundo de mi mente. Me resultó bastante fácil después de un rato.
Tras probarme una serie de vestidos, blusas y faldas, al final escogí un vestido gris de gasa con cuello blanco que llegaba hasta la pantorrilla en Owen Owen. Apenas llevaba en mi posesión un minuto cuando decidí que era demasiado elegante para ir a la escuela, así que compré también una falda de lino azul oscuro y una blusa de bordado calado.
Me lo llevé todo al restaurante del piso superior y pedí un café. Esa noche iba a ir a cenar con Charles y Marion y quería ponerme el vestido. Repasé mentalmente mis zapatos; el vestido quedaría perfecto con las sandalias blancas de cuña.
La camarera llegó con el café. Al mirar en sus oscuras profundidades, mi humor cambió. Charles y Marion sólo iban a salir a cenar por mí. Era sábado. Trish había ido a Londres a ver un piso para ella e Ian, dejándome sin nada que hacer ni adonde ir un sábado por la noche. Charles y Marion se habían compadecido de mí.
Eché nata en el café y la estaba revolviendo, cuando una vocecita dijo: «Hola, señorita». Era Gary Finnegan, el niño cuya madre lo besaba en la puerta de la clase delante de todo el mundo, haciendo que los demás niños se burlaran de él. Era un niño amable de carácter encantador. Se suponía que los profesores no debían tener favoritos, pero yo no podía evitar que Gary me gustara más que la mayoría de los demás niños.
—Hola, Gary. —Se me quedó mirando, con sus verdes ojos como platos, como si no pudiera creerse que su profesora existiera hiera de las cuatro paredes de la escuela—. ¿Dónde están tus padres? —pregunté.
—Papá está allí; ahora viene.
Un hombre de aspecto agobiado se acercó, peleando con varias bolsas. Tenía treinta y pocos años, era alto y de buen tipo, con pelo rubio liso y una cara fuerte y agradable. Llevaba un traje gris ligero y su piel se veía bronceada. Me pregunté por qué sus ojos castaños parecían tan tristes.
—Ven, Gary no molestes a la gente —sonrió cansado—. Lo siento. A veces puede ser demasiado sociable.
—Pero, papá —gorjeó Gary—, es la señorita de la escuela.
—Nos conocemos —expliqué.
—Oh, bueno, en ese caso... —Una de las bolsas se le cayó al suelo y se agachó para recogerla—. He comprado ropa para Gary, para la escuela: pantalones cortos y otras cosas.
Arrugué la nariz.
—¿Pantalones cortos?
—¿Qué tienen de malo los pantalones cortos? —Pareció preocupado.
—Nada si sólo son para hacer deporte —señalé una silla vacía con la cabeza—. Siéntese un momento, señor Finnegan. Soy Pearl Curran, por cierto. Doy clase a los alumnos de primero, y Gary está en mi clase.
—Rob Finnegan. ¿Cómo está usted? —Mientras nos estrechábamos la mano, dejó caer el resto de las bolsas. Lo ayudé a amontonarlas debajo de la mesa y acerqué una silla para Gary, mientras Rob Finnegan se sentaba. Una camarera se acercó inmediatamente. Él me miró—. ¿Le importaría que pidiera algo? ¿Está esperando a alguien?
—Pida lo que quiera. No espero a nadie.
—Café, por favor, con leche, y un batido de fresa. ¿Qué quieres comer, hijo?
—Salchichas con patatas fritas, por favor, papá.
—Qué niño más rico y agradable —comentó la camarera—. No tardaré mucho, cielo.
—Bueno, ¿qué tienen de malo los pantalones cortos? ¿La llamo Pearl o señorita Curran? —Se pasó un dedo por el cuello de la camisa y se soltó el nudo de la corbata. Parecía ligeramente menos agobiado.
—Llámeme Pearl. Los pantalones cortos están un poco pasados de moda; ahora sólo se usan para hacer deporte.
—¿Pasados de moda? Pero yo los llevé hasta que tenía once años y cambié de escuela.
—Eso era antes. Ahora es ahora. La mayoría de los niños pequeños lleva pantalones largos, sobre todo vaqueros. Gary destacará como un semáforo con pantalones cortos. —No me apetecía decirle que pidiera a su mujer que en el futuro dejara a Gary en la verja exterior de la escuela.
—¿Qué tal una camisa de manga corta y corbata en verano?
Negué con la cabeza.
—La escuela no tiene una política de uniforme. La señorita Burns, la directora, prefiere que los alumnos lleven ropa de calle: los niños con vaqueros, las niñas con faldas lisas, con camisetas rojas o sudaderas encima. —La señorita Burns no quería que el precio de la ropa no estuviera al alcance de algunas de las familias que podrían tener que recurrir a las tiendas de segunda mano para vestir a sus hijos—. Debería haber recibido una carta en la que lo explicaba antes de que Gary empezara la escuela.