—Mañana dejo los Donuts.
Lo dijo en alta voz, y Sotoancho no pudo oírlo.
—Zzzzzzzz.
Otro beso y una caricia tímida por su rostro.
—Te quiero, mi amor.
Sotoancho, en el sueño, vio una luz infinita que se le acercaba, le envolvía y le obligaba a sonreír. Mezcló figuras y sensaciones, y después de otro, pero mucho más plácido «zzz», sin salir del sueño, murmuró: -Y yo a ti, mi amor.
Marisol no dijo nada. Se derrumbó sobre la almohada y dejó sus ojos abiertos al poder de la oscuridad. Pero, inesperadamente, Cristián, profundamente dormido, repitió la frase.
—Y yo a ti, mi amor.
Y cuando Marisol había perdido sus esperanzas, el tronco que roncaba pronunció las tres sílabas del milagro.
—Marisol.
Y rompió a llorar después de oír su nombre en la oscuridad, voz inconsciente de aquel hombre, de aquel petimetre, de aquel sujeto, de aquel marrano, de aquel padre de sus cinco hijos al que quería con toda su alma.
Y por primera vez en muchos meses, oyó el llanto de uno de los niños, cerró los ojos, y se durmió.
¡¡¡Los solideos!!!
—Señora marquesa, no grite más, los encontraremos.
María no sabía qué hacer. Se abrió la puerta y se topó con Elena. Entraba Elena sonriente y tranquila en el cuarto de la marquesa, cuando la susodicha, sin abandonar el berrinche, volvió a ulular.
¡¡¡Los solideos!!!
Elena, sosegadísima, se acercó a la marquesa y le dijo algo junto a la oreja derecha, la primera oreja disponible de la marquesa según se entra en la habitación girando hacia la izquierda. Calmante y bálsamo. La marquesa enmudeció como oropéndola desvelada que descubre, a un metro de su nido, la presencia de un búho. Con el triunfo de la gestión reflejado en el rostro, Elena abandonó la alcoba del griterío. La marquesa, asustadísima, no pudo emitir un sonido mayor que «uff», y se durmió. La dosis había sido suficiente.
Elena llegó al departamento pediátrico altiva y sonriente mostrando como un trofeo de caza una jeringuilla vacía. Mientras le susurraba al oído cositas a la marquesa, le metió un chute de Valium capaz de dormir a un hipopótamo durante varios días. Marisol, que desayunaba con Flora, le reprochó la acción.
—Puedes haberla matado.
A Elena no le afectó lo más mínimo el comentario.
—Ya es hora de que la casque.
Eran las nueve de la mañana y Sotoancho se preparaba para salir rumbo a Santa justa. Enterado del acontecimiento que afectaba a su madre, adoptó una decisión brillante. Reunió con carácter de urgencia al personal y ordenó la inmediata evacuación de la amodorrada marquesa de la casa. Los guardas, jardineros, capataces y rastrojeros, al mando de Tomás, cumplieron las órdenes con celeridad castrense. En una hora, la Casa de los Cazadores parecía habitada. En la habitación principal instalaron el cuerpo yacente de la marquesa. También en la planta baja, a la pinche. En la planta superior, a don Crispín y a María. Un destacamento de profesionales de Pro segur fue contratado al vuelo para impedir la fuga de los eventuales habitantes. Cuando todo había terminado, Tomás, muy cuidadosamente, y siguiendo instrucciones del marqués, colgó frente a la cama de la alelada marquesa la colección de solideos papales.
Eran las nueve y diez de la mañana, cuando Sotoancho, después de delegar en Tomás la responsabilidad de la mudanza, partía de La Jaralera con destino a Santa Justa. Llevaba un sobre de grandes dimensiones bajo el brazo. Arrancó el coche, y salió disparado hacia Sevilla.
Eran las nueve y treinta de la mañana, cuando Marisol, ya desayunada, encomendó a Flora, Elena y Fermina que no descuidaran la atención y vigilancia de los niños. Estaría ausente unas horas. Llamó a Manolo para que tuviera preparado el coche. Manolo, a su vez, reclamó la presencia de su chófer adjunto, Andrés. A las nueve cuarenta y cinco minutos abandonaba Marisol La Jaralera, acompañada de Manolo y Andrés también rumbo a Sevilla.
Eran las diez en punto cuando Sotoancho alcanzó el panel de «Llegadas» de Santa Justa. No tuvo que aguardar mucho. A las diez y cinco, sintió un débil golpecillo a la altura del riñón derecho. Era Mustafá. Con la sequedad que caracteriza a los terroristas islámicos, y omitiendo el recomendable saludo matutino, el musulmán le ordenó:
—A cafetería, señor el marqués.
Eran las diez y treinta y siete de la mañana, cuando Marisol ascendía por las escaleras del Alfonso XIII. Preguntó en Conserjería por el número de habitación de la señora Restrepo Olivares y esperó las noticias del conserje. Cuando la señorita Restrepo Olivares tomó el teléfono y preguntó la razón de la llamada, Marisol ya estaba al aparato.
—Soy Marisol, la marquesa de Sotoancho. Usted y yo tenemos que hablar. La espero en la galería.
Tanto la una como a la otra, con dos pisos de por medio, les temblaron las corvas.
Pedí un café con leche sin entusiasmo. Me dan asco las cafeterías de las estaciones. Mustafá solicitó un té con limón, que sí lo pueden beber los musulmanes, a pesar de lo erótico que resulta el limón. Una joven pareja de enamorados se besaba apasionadamente y Mustafá los miró con repugnancia. Rompí el hielo.
—Aquí me tienes, Mustafá.
—Yo alegrar. Usted saber que en dos días, como mucho, yo cumplir la venganza. Sólo necesito saber dónde se esconde víbora venenosa del desierto.
—Está usted muy pesadito y faltón con mi madre. Otro insulto, y me levanto para denunciarlo a la Guardia Civil.
—Si usted levantar, yo huir como conejo diligente, y matar a todos después.
—No sabe hablar más que de matar, de vengarse y de más barbaridades. ¿Por qué no vuelve a casa a cuidar de las flores?
—Ya cuidaré flores en el jardín del paraíso, con Alá a mi lado.
—Sí, sí, fíese usted del Alá ese.
—¿Cómo dicho?
—Nada, Mustafá. Entonces ¿no abandona su sanguinario plan?
—Jamás. ¿Dónde estar vieja?
Ante tanta decisión, admirable por otra parte, no tuve más remedio que rendirme. Abrí el sobre y le mostré unas fotografías aéreas de La Jaralera, que encargué años atrás para no recuerdo qué tontería. La primera, ocupaba una gran parte del territorio, y se distinguían a la perfección la casa principal, la del Acebuchal y la de Cazadores.
—Ésta es la principal, donde vivo con mi mujer y mis hijos. En la segunda no vive nadie, y aquí -señalé con mi larguísimo dedo índice la Casa de los Cazadores-, aquí Mustafá, fíjese bien, aquí y sólo aquí, no se equivoque, aquí estará mi madre durante diez días. No le dejo las fotografías por elementales razones de seguridad, pero haga el favor de fijarse bien. Como se equivoque, le cae un paquete encima que no se lo quita ni Alá.
—Yo conocer Casa Cazadores. Yo no confundir. Usted jurarme por su Dios que vieja estar ahí.
—Se lo juro.
—Nunca más ver. Suerte, señor el marqués. Usted no malo como víbora del desierto. Un poco tonto como ratón de oasis, que no saber nadar y siempre ahogarse. Pero no malo. Alá sea loado.
Cuando un hombre te cita con el fin de averiguar dónde vive tu propia madre para asesinarla, y se lo indicas, y le muestras unas fotografías para que no existan dudas, y no lo denuncias, lo menos que se puede esperar es que te convide al café. Pues ni eso. Cuatro euros como cuatro soles me ha costado la charlita con Mustafá. Corro al Alfonso XIII para tener a Marsa al corriente. Y si, aprovechando que la tengo al corriente, echamos algún polvete, mejor que mejor.
Marisol temblaba. Pasaron tres o cuatro mujeres a su lado y a punto estuvo de incorporarse para darse a conocer. No tenía ni remota idea del aspecto de su adversaria, pero se la figuraba morena y atractiva. Intentaba dominar su nerviosismo, cuando una mujer espectacular se acercó pausadamente. Alta, espigada, bien vestida, bellísima
y
segura. Su pelo, largo
y
rizado, tiraba-al rubio, y sus ojos, taladraban
—No puede ser ésta. Cristián es incapaz de convencer a una mujer así.
Temblaba más aún, parecía una batidora, cuando la belleza llegó hasta ella, y sin humillar la mirada, le preguntó:
—¿Es usted la marquesa de Sotoancho?
La mudanza seguía desarrollándose y la Casa de los Cazadores se iba llenando de muebles, objetos y personas. Don Crispín eligió el viejo armero para montar una minúscula y medida capilla. La marquesa viuda seguía volando por entre las nubes gracias al Valium, pero entre nubes cada minuto más bajas. Se movía incómoda y farfullaba frases ininteligibles. Por ejemplo, al darse la vuelta agarrada al cuadrante dijo en alta voz: «La flota de bajura de Bermeo se ha hecho a la mar.» E inmediatamente después: «O el Papa pone remedio, o para confesarnos tendremos que ir a Arny.» Al oír esto último, don Crispín se puso como un tomate.
Estaba aterrizando. El Valium de Elena la había mantenido en la inconsciencia durante cuatro horas, pero el efecto a punto se hallaba de perder su poder. No obstante, las incoherencias se sucedían. Abrió los ojos, y fijándose en los solideos colgados y alineados en la pared frente a su cama, preguntó: «¿Quién ha colgado ahí tantos orinales? -Al no obtener respuesta, con la boca más seca que un bocadillo de polvorones con mojama, siguió a lo suyo-: Zaragoza 1, Betis 3.» Finalmente, otra vuelta abrazada al cuadrante, y de repente la luz. Abrió los ojos como platos de cerámica de Talavera con escudo familiar pintado a mano, y preguntó alarmadísima: «¿Dónde estoy?»
María se acercó tímidamente a la cama y con la voz dulce y susurrante le ofreció las novedades. «Está usted en la Casa de los Cazadores. El señor marqués, para evitarle un contagio, ha ordenado que la trasladen aquí. Estamos con usted don Crispín, la pinche y yo. Tranquila, señora marquesa.»
Mucha mujer para permanecer tranquila. La marquesa viuda de Sotoancho, tras besar uno a uno los solideos papales con reverencia, se puso la bata y abandonó la habitación mientras amenazaba con volver andando a la casa principal. En bata azul celeste como un atardecer de Patinir, salió al jardín, tardó un minuto en orientarse y tomó el camino hacia la casa grande. No había recorrido cien metros, cuando un individuo uniformado de marrón con una placa en el pecho, le cortó el paso.
—¿Quién es usted y cómo se atreve?
—Pertenezco a su servicio de seguridad, señora. Lo lamento, pero no puede pasar.
—No sabe usted de lo que soy capaz.
—Su hijo nos lo ha advertido. Lo siento, pero tengo que acompañarla a su nueva vivienda.
—Mi hijo es completamente idiota.
—Pero es el que nos ha contratado. Adentro, señora.
—Pues escaparé.
—Si intenta escapar, haremos uso de las armas.
—Sí, yo soy la marquesa de Sotoancho.
—Mi nombre es…
—Sé perfectamente cuál es su nombre y su profesión.
—Lo mismo digo. Usted es Marisol, de profesión «buscafortunas».
—Y usted es Marsa, puta de Colombia.
—Usted, además de «buscafortunas», metomentodo.
—Y usted, además de puta, «quitamaridos».
—Recuerde que Cristián y yo estuvimos a punto de casarnos.
—Y usted que Cristián y yo estamos casados y tenemos cinco hijos.
—Y parece que todavía tiene otros cinco sin salir.
—Es que estoy en la edad. A otras se les ha pasado el arroz.
Parecían dos leonas a punto de lanzarse la una sobre la otra, la otra sobre la una, o simultáneamente ambas al unísono. Permanecieron calladas, mirándose fijamente a los ojos durante unos segundos con vocación de horas. Finalmente, Marsa, más acostumbrada a los regates de la diplomacia, inició la senda de la amnistía.
—Si queremos que este encuentro sirva para algo, y es usted la que ha venido a verme sin citarme previamente, lo primero que tenemos que hacer es respetarnos.
—De acuerdo, pero le advierto que no voy a consentir ni una broma sobre mi físico.
—Ni yo sobre mi honestidad. Mire, Marisol, no es necesario que le cuente nuestra historia. Cuando yo conocí a Cristián, había huido de La Jaralera, de su madre y probablemente, de usted.
—No es así, Marsa; había huido de La Jaralera, de su madre, que se oponía a nuestra boda, y cuando le conoció a usted, me llamó por teléfono para darme pasaporte.
—Si no ponemos punto y final al pasado, estamos perdidas.
—Me hago cargo. Yo he venido a verla a usted para hablar del presente, que no por culpa mía, lo estoy perdiendo.
—Perdone que la rectifique, Marisol. Lo está perdiendo por su culpa y sólo por su culpa. Cristián la quiere, pero el hombre necesita algo más que el cariño y la gratitud de la paternidad. Necesita morbo y ronquido de malanga, y usted se ha dejado llevar por el descuido.
—Con cinco hijos se pierde el norte, el sur, el este y el oeste.
—La entiendo, pero no se puede perder la capaci dad de seducción. Su marido es un macho tardío, pero muy ardiente.
—Usted me lo encendió.
—Por lo menos, algo me reconoce.
—Muchas noches, profundamente dormido, pronuncia su nombre.
—También lo hacía con el suyo los pocos días que dormí a su lado.
—Es muy particular…
—Es único. Marisol, yo lo adoro.
—Y yo, Marsa. Pero entienda que por ahora, y sólo usted puede impedirlo, es mi marido.
—Yo no he venido a España a buscarlo. Él me encontró.
—Por eso estoy aquí. Vengo a rogarle que después de encontrarlo, vuelva a perderlo. Voy a cambiar en todo. Pero tiene usted que desaparecer.
—Me está cayendo usted mejor.
—Lo mismo digo. Desaparezca y déjeme el campo libre. Si en unos meses no he conseguido recuperarlo, yo misma le dejaré volar.
—Se lo prometo. Me voy a Madrid. No le diga nada. Le dejaré una nota de despedida. Siento haberme puesto en su camino, pero le repito, que fue Cristián el que me buscó.
—De no ser por todo esto, usted y yo podríamos ser hasta amigas.
—Sí, Marisol, pero ya es imposible.
—¿Me respondería a una última pregunta, Marsa?
—No me la haga, Marisol.
—Tengo que saberlo, Marsa. ¿Se ha acostado usted con Cristián en estos días?
—En varias ocasiones. Lo siento.
—
¿
Y?
—¿Y qué?
—¿Y… bien? -Maravillosamente.
—Me hiere con sólo figurármelo. -Usted lo ha querido.
—Váyase, Marsa, por favor. No arruine nuestra
casa.
—Se lo he prometido, Marisol. Se lo he prometido.