Un talibán en La Jaralera (7 page)

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Authors: Alfonso Ussía

Tags: #Humor

BOOK: Un talibán en La Jaralera
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—Pero…

—No se hable más. Y ahora déjame tranquila que es como mejor estoy.

Difícil papeleta la mía. Esta mujer ha recuperado su altivez
y
soberbia de antaño
y
, además, cuenta con la complicidad de Marisol. Claro, que si le cuento a Marisol lo de Mustafá y sus amenazas es capaz de sacar a mi madre de casa a guantazos. Y si no, de marcharse a Sevilla con los niños. Y lo de Sevilla no me conviene porque ahí se va a instalar Marsa. Algo tendré que pensar, y rápido, para salvar nuestras vidas.

La temperatura ha invitado a los ánsares a volar hacia el norte de Europa. La albariza y el lago se han quedado casi desnudos de patos. Y el río Guadalmecín, con las pocas lluvias del invierno, baja perezoso y turbio, con la decisión muy limitada.

Modesto, el guarda, me ha comentado la posibilidad de vender la caza la temporada que viene, desde la berrea. No me atrae la idea, porque se llena La Jaralera de pelmazos con zahones y sombreros con plumas de arrendajo. Claro que las cifras que me adelanta el guarda son para pensárselas. Con cinco venados más o menos buenos, cubro los gastos de La Manchona. Cuando pase -si es que pasa y lo podemos contar- lo de Mustafá, me sentaré con Modesto y Alcoceba, haremos numeritos y decidiré lo que hago. Mientras tanto que vivan tranquilos los venados de mi sierra, que llevan años y años de ausencia de sustos, y que sólo se soliviantan cuando la naturaleza les pide posesión y dominio.

El propietario y profesor de la escuela de ultraligeros se felicitaba por los avances de su alumno Mustafá, que además de hábil y competente, pagaba por adelantado las clases y los gastos. Cuando le preguntó la razón de tanto celo y entusiasmo, Mustafá se limitó a responderle:

—Quiero poner un negocio igual en Marruecos.

Mustafá aprobó el curso con un sobresaliente y recibió un diploma acreditativo. Al dueño de la escuela de vuelo le sorprendió la oferta de su aventajado alumno.

—Le compro uno de los aparatos.

Mustafá había sacado de la bolsa de deportes un buen fajo de billetes de quinientos y doscientos euros. La escuela contaba con tres ultraligeros, y la demanda no se correspondía con la flota. El enlace de Al Qaeda en Sevilla le había proporcionado dinero suficiente para comprar una avioneta más grande y poderosa, pero Mustafá, jardinero al fin y al cabo, eligió la sencillez de los ultraligeros para llevar a buen fin su venganza. Además, no despertaría recelos ni sospechas. La oferta de Mustafá, en un principio rechazada, fue finalmente aceptada por el profesor. Veinticuatro mil euros escapados del control de Hacienda y quinientos más a la semana en concepto de alquiler del hangar. El profesor no sospechó nada porque no era hombre de suspicacias acentuadas, y veinticuatro mil euros por aquel cascajo le dormían la intriga. El primer paso estaba dado.

Cerca de Aznalcollar, en una venta perdida entre manchones de eucaliptos, Mustafá se entrevistó con su inmediato superior, Ahmed Nasshalam. Ahmed, en realidad, se llamaba Raimundo Higueras, era natural de Chiclana y tenía larga experiencia revolucionaria. Fue del Partido Comunista Maoísta de España, después presidió el Partido Ecologista del Pueblo, y harto de los lagartos y los somormujos, abrazó la fe musulmana con entusiasmo indescriptible. Ahmed Nasshalam era en ese momento el enlace de Al Qaeda en Andalucía la Baja y tesorero de la organización. Cuando Mustafá abandonó la venta llevaba en el coche una maleta con cincuenta kilogramos de explosivos. Se los había proporcionado el astuto Ahmed Nasshalam, nacido Raimundo Higueras. Mustafá se dirigió a la escuela de vuelo y allí ocultó la maleta. El profesor no sospechó nada, porque como ya se ha apuntado con anterioridad era menos curioso que una chumbera. Después de cerrar con llave el pequeño almacén que le había asignado el profesor, Mustafá montó en su coche y puso rumbo a Sevilla. No se percató, al pasar junto al Hotel Alfonso XIII de la presencia del marqués de Sotoancho, que ascendía por las escaleras de la entrada principal con rumbo, empaque y señorío.

Mi última estancia en el «Alfonso» no ocupa la parte mejor de mis recuerdos. Aquí me recluí cuando Mamá, tendiéndome una trampa, semanas antes de mi fallida boda con la espeluznante Olimpia de Bolka-Romanov y Repullés, consiguió que un urólogo me hiciera la fimosis en el pito. Aún me escuece con sólo evocarlo, y ahí se iniciaron las hostilidades con mi madre. Estuve cinco días sin salir de la habitación y recibiendo tan sólo la visita de Tomás, que me proporcionaba los Dodotis y las cremitas que mi curación precisaban. Pero hoy, tres años después, hago mi entrada en el Alfonso XIII porque aquí se halla alojada mi Marsa, la mujer que me hizo hombre, el sueño desvanecido por otra triquiñuela de mi madre, que para impedir mi boda con ella simuló su propia muerte con la complicidad de don Ignacio, que en aquella ocasión se comportó como un cabrón con pintas. Lo malo del «Alfonso» es que siempre hay alguien conocido tomando una copita, y las palabras y los chismes no saben detenerse. En efecto, cuando me introducía con pleno disimulo en el ascensor, una mano se posó sobre mi hombro derecho. Volví la cara, y me topé con la mirada inquisidora y la sonrisa displicente de Perico Queipo del Monte, compañero mío en el Consejo de Administración de CAJSA, Compañía Arrocera del Jándula, Sociedad Anónima.

«¡Hombre, Cristián, qué sorpresa!»

—¡Hombre, Cristián, qué sorpresa! Para ir al bar no hay que tomar el ascensor. Parece mentira que no lo sepas.

—¡Hola, Perico! Ya sabes como soy de despistado.

—Te invito a una copita.

—Hecho.

La copa, interminable. Al fin, aprovechando una visita de Perico al cuarto de baño, he podido abandonar el bar como un cohete, subir las escaleras hasta la segunda planta, apoyarme en la pared para no perder el sentido a consecuencia del esfuerzo y enfilar el pasillo de la derecha que me lleva a la habitación 218. Marsa.

A las veinte horas Manolo detenía el coche junto a la puerta principal de La Jaralera. De su interior descendieron, por este orden, don Ignacio y don Crispín, capellán y aspirante a la capellanía adjunta de la casa, respectivamente. Don Ignacio con un humor de perros, y don Crispín con sonrisa blanda y ademanes confusos. Don Crispín vestía de seglar, con camisa a cuadros, pantalones vaqueros y zapatillas de deporte. Para colmo, le cantaban los alerones como los «Tres tenores» cuando finalizan
La donna é mobile
. Tomás actuó de anfitrión en ausencia del marqués.

—Bienvenido, don Crispín. La señora marquesa viuda le espera en el salón.

Cuando don Crispín ingresaba en la casa, Tomás y don Ignacio se miraron. Estaba todo dicho.

La marquesa viuda rezaba el Santo Rosario cuando Tomás introdujo en el salón al nuevo capellán. Unos segundos después, bastante azorado y a punto de la indisposición, entró don Ignacio. Tomás, conocedor de los intríngulis de la casa, se hizo el longuis y permaneció en la estancia a la espera de que se iniciara el espectáculo.

—Señora marquesa, le presento a don Crispín, mi capellán ayudante.

La marquesa, antes de responder al saludo que ya había principiado el clérigo, procedió a aletear sus fosas nasales como un saltamontes aprensivo.

—Tomás, abra las ventanas y traiga un ambientador.

—Le puede sentar mal el fresquito del atardecer, señora.

—Lo que me sienta fatal es el olor a sudor. Padre, encantada de conocerle. Huele usted que tira para atrás.

Don Crispín, apuradísimo, intentó la broma.

—Señora, mi olor es el de la pobreza.

—No, padre. Su olor es el de un guarro que no se ducha.

Don Crispín, efectivamente, no había entrado con buen pie en su nueva casa.

La marquesa se dirigió a don Ignacio.

—Don Ignacio, saque de aquí a esta mofeta, que se bañe, que se vista de lo que es, y cuando esté preparado, que venga a conocerme.

—Ya se lo advertí en Sevilla, Crispín. Tuvo que hacerme caso. Vamos, le guiaré al cuarto de baño. En un santiamén estamos de vuelta.

—Tranquilo, don Ignacio. Que se tome el tiempo que quiera.

Cuando don Crispín salió del salón con don Ignacio, la marquesa viuda y Tomás, por primera vez en treinta años, se sonrieron mutuamente.

El departamento de Pediatría funcionaba de dulce. Al mando de Marisol, la joven, fondona y hasta ayer, bellísima marquesa, Flora, Elena y Fermina cuidaban a los niños vestidas de laboratorio. Blancas batas, blancos guantes, almas blancas. Cuando se acercaban a los niños, blancas mascarillas. Una exageración demasiado blanca.

Marisol, en efecto, había roto en culona. Sus pechos de soltera, firmes y tersos, pitones en punta albertianos, se comprimían angustiados bajo la coraza de un sostén prebélico, de aquellos que llevaban las señoras de antes de la guerra. Y el culo, melocotón temprano, albaricoque almibarado, redondo y perfecto, se le había desparramado por oriente y occidente conquistando al aire un territorio jamás apetecido. Era un culo marujo, de cajera de ultramarinos, de vicepresidenta regional de asociación de Amas de Casa, de madre con dieciocho hijos recibiendo de Franco y doña Carmen Polo el Premio a la Natalidad. Elena, en cambio, mantenía su atractivo mórbido e intrigante, y aunque abandonada de amores, los buscaba inconscientemente. Flora, en puertas de su boda con Pepillo, guardaba la buenez de su cuerpo para futuros revolcones, y Fermina, más fea que Picio, pasaba, como siempre, inadvertida. Pero el equipo funcionaba sin chirridos ni desavenencias, y los niños, bastante feos pero no tanto como los veía su abuela, comían, dormían y lloraban con la seguridad de la atención constante. Le daba el biberón complementario Flora a Tomasito cuando Marisol, que pasaba a su lado, le susurró.

—Mi marido me pone los cuernos. Estoy segura.

—¡Qué bobada, Marisol!

—Me los pone, y punto. ¿Y sabes lo que te digo? Que no me duele tanto como dicen que duele. Sí, es una herida, pero no pasa de rasguño.

—Habla con él.

—Me aburre. Mejor dejarlo tranquilo. Al fin y al cabo, gracias a Cristián, tengo estas cinco maravillas, que son mi vida.

Elena se sumó a la charla.

—Elena, ¿tú crees que Cristián me la pega con otra tía?

—No pondría la mano en el fuego por él. Hace un mes intentó ligar conmigo.

—¿No lo ves, Flora?

—Pero no te preocupes, Marisol. Hasta los pingüinos vuelven con su pingüina cuando se sienten agobiados.

—Eso es una tontería, Elena.

—Sí, pero no se me ocurría nada más convincente

El llanto de uno de los niños ahogó las risas.

La habitación 218 del Alfonso XIII ha resultado pequeña para albergar tanto amor, tanta pasión, tamaño terremoto. Lo hemos decidido. Marsa se comprará una casa en Sevilla.

—No busco nada, Cristián, ni quiero estropear tu vida. Por mi parte, seré siempre tu amante.

—¡Qué agobio Marsa! ¿Por qué no viniste cuando te llamé?

—No lo vi claro.

—No me habría casado con Marisol.

—Mentiroso, te encantaba Marisol.

—Aquella Marisol.

—No atormentes tu nostalgia.

—¡Si la vieras ahora!

—Prefiero verte a ti.

Siento angustia. No soy libre, como antes. Para irme con Marsa necesito fortalecer una frialdad que no tengo. Quiero y respeto mucho a Marisol, y los niños, que todavía no han hecho otra cosa que darme la lata, son mis hijos, sangre de mi sangre, carmesí de mi carmesí, como dice la copla. Y está Mamá, que ha vuelto por sus fueros y embiste con más intención que nunca.

Pero también está Marsa. Aquí a mi lado, ofreciéndome todo. Su vida, su amor y hasta su hacienda, que me molesta reconocerlo, es superior a la mía. Si ya tenía dinero de cuna, con sus dos maridos balaceados, su cuenta corriente no tiene fin en dólares. Si tendrá dinero que me ha sugerido hacer una oferta por la Casa de Pilatos, de Medinaceli. Es tan suya, que me ha dicho que si la duquesa no quiere venderla, la compra con la duquesa dentro.

Un primo de Marsa está prisionero de las FARC, y han pedido a cambio de su vida diez millones de dólares. Marsa los ha puesto encima de la mesa, como si fuera calderilla. Pero no quiere vivir en Colombia, porque la próxima puede ser ella, y pedirán por su vida los millones que sean, pero lo que más temo es que ni con millones la devuelvan y se la tiren los terroristas. Pienso en Marsa en manos del «Tirofijo» ese, y se me obstruyen los conductos urinarios.

—Tú de aquí no te mueves, amor mío.

—No te voy a angustiar. Aquí estaré, y cuando me necesites, me encontrarás. A propósito, si la duquesa de Medinaceli no me vende su casa, podría caer la papaya (en Colombia, equivale a «podría caer la breva») de que la duquesa de Alba me vendiera el Palacio de Las Dueñas.

—No hay posibilidad de que caiga la papaya. -¿Ni con todos los millones de dólares del mundo? -Todavía serían pocos.

—Pues los Reales Alcázares.

—Ni de coña.

—Pues este hotel.

—No te preocupes, que encontraremos una casa maravillosa para ti.

—Y para ti, mi amor.

—Si me atreviera…

Habían pasado veintisiete minutos, cuando la marquesa viuda de Sotoancho concedió el permiso de acceso a la pareja representante de la Iglesia de Roma. Don Crispín, limpio y vestido de cura, parecía otra cosa. Ante la aceptable presentación del nuevo capellán, la marquesa viuda, haciendo gala de una amabilidad fuera de lo común -de lo común en su personalidad-, le ofreció la mano al cohibido novato. Cuando éste se acercó, la marquesa volvió a aletear con sus fosas nasales, y después de unos segundos de solemne silencio, sentenció.

—Puede usted sentarse, don Crispín.

—¿Ya huelo bien?

—Tampoco es para tirar cohetes, pero se soporta.

Don Ignacio tomó asiento y Tomás se interesó por las bebidas. La marquesa, su ginebra; don Ignacio, un wishky con hielo, y don Crispín, una caña.

—Esto no es un bar ni una marisquería. Aquí cerveza, don Crispín.

—Eso, eso, una cerveza, señora.

Tomás se iba por la pata abajo de la risa, pero consiguió servir las bebidas sin contratiempos. Lo bueno venía ahora.

—Don Crispín. Ante todo quiero advertirle que está usted de prueba. Nuestro querido capellán, don Ignacio, abrumado por el trabajo que tiene en esta casa, nos pidió que le aceptáramos como ayudante. Pero su primer golpe no ha sido positivo. No se puede llegar a una casa oliendo a estibador de muelle y vestido de solidario. Aquí, don Crispín, téngalo presente y sin descanso, la solidaridad es para nosotros mismos. Aquí no se engaña con las apariencias. Si usted es sacerdote, que me lo creo, tendrá que usar la sotana hasta para dormir. A don Ignacio, que lleva veinte años en esta casa, se le permitirá en un breve plazo de tiempo ponerse el
clergyman
, pero usted con sotana, alzacuellos
y
zapatos negros. La Santa Misa, la dirá de espaldas a la feligresía y en latín. Si no se la sabe en latín, se la estudia. Y si se la estudia y no la aprende, le dejamos que se examine en septiembre a sabiendas de que si suspende, lo metemos en un tren de cercanías y se lo devolvemos al señor arzobispo en mejores y más higiénicas condiciones que cuando nos lo mandó. Añadiríamos una escueta nota de agradecimiento y un buen informe personal. Hará usted el favor de mantener las distancias que su condición recomienda, y no permitirá jamás que el personal le tutee. Procure lavarse los dientes antes de confesar, porque nada hay más repugnante que el tufillo presbiteriano a café con leche. Y no se deje llevar por los impulsos naturales del hombre. Para usted, la hembra y el macho sólo serán diferentes en los venados y los patos. Sus homilías dominicales jamás tocarán los problemas sociales. Sepa usted que esta casa no es corriente, y que el personal de servicio, en su mayoría, es millonario. El propio don Ignacio, que hizo los votos de castidad y pobreza, cumple con rigor el primero de ellos, pero al segundo le ha retirado el saludo hace unos meses. Por su estancia aquí, se le abonarán doscientas mil pesetas mensuales. Cobrará en pesetas hasta que se nos terminen. Teníamos en la caja fuerte un maletín repleto de billetes y vamos a tirar de ellos hasta el final. Se pueden cambiar en el Banco de España, que me figuro tendrá alguna delegación en Sevilla. Y si no la hay, ahorra, y en el primer viaje a Madrid, se pone en la cola y las cambia por euros, faltaría más. Durante el período de prueba comerá y cenará en la cocina, y sólo si es aceptado definitivamente, nos acompañará en el comedor. Éstas, más o menos, son las primeras instrucciones.

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