—¡Uno que emigra a Marruecos!
Le hacían señas de que estaba mal de la cabeza o que había bebido demasiado. Y cuando no era una patera repleta de ilegales, la estela de un gran barco que abandonaba el Mediterráneo o que del Atlántico venía, le confirmaban lo fácil que es zozobrar en un pedazo de madera.
—Por Alá, ¡qué oleaje!
Al fin alcanzó la costa marroquí. Un soldado le dio el alto.
—Ahamadá mahud belehé jhamid. (Alto o disparo si no te identificas).
—Majadé tjahalud, haisa, haisa. (Por favor, por favor, un momentito).
—¿Suhedad jh1adad Pamplonihad embuthed? (¿Tienes chorizo de Pamplona?).
—Nehad. Ashimí butifarrahad ajh mortadelahad. (No, sólo butifarra y mortadela).
—Bajid, bajid. Djamelá hin Alhahuí mejed. Hin euros hamod. (Vale, vale. Dámelos y puedes entrar en Marruecos. Y los euros, claro).
—Bajid, bajid. Mahulá. (Vale, vale, maricón de playa).
—¿Ehjmed mi dijhí? (¿Qué has dicho?).
—Nihan, nihan, julufú Mohamedi. (Nada, nada, soldado de Mohamed). Sahabid, haná. (Anda, toma).
Sin embutidos, sin agua, sin dinero, sin autoestima, sin nada, Mustafá pisó la piel de su patria. Y ya pisada, se perdió camino del Atlas, y nunca más se supo de él.
Mojaba mi tercer cruasán en el café con leche, cuando al fin Tomás me anunció la petición de audiencia de Alcoceba.
—Que pase inmediatamente.
Arrugué el ceño, puse cara de marqués antiguo, y me reafirmé en el cruasán. Alcoceba ingresó en mi despacho con el semblante abierto y sonriente.
—Un día sin noticias, Alcoceba.
La expresión de Alcoceba contuvo mi feudal enfado. Un individuo tan ordinario y pesimista no acudehasta su señor con esa sonrisa para comunicarle que el enemigo ha invadido sus territorios.
—Ya era horita, Alcoceba.
El administrador se regodeaba en su gozo.
—Señor marqués. El pájaro ha volado. O mejor dicho. El boquerón ha cambiado de costa.
—¿Cómo?
—Que Mustafá ya ha escapado. No he podido informarle previamente porque la operación ha impedido mi desdoblamiento.
—¿El asesino ha huido?
—En efecto, señor marqués. No hubo problemas en el hospital y menos en la playa. Partió rumbo a Marruecos cuando la cúpula del cielo se encendía con el tintineo de las estrellas.
—Es usted más cursi que una chaqueta de cuero de Sabina.
—Es que también soy poeta en mis ratos libres.
—¿Me puedo olvidar del asesino?
—Completamente, señor. Ya no existe. Es una sombra, un náufrago, una gacela del Atlas, un fennec del desierto, o como mucho, un orix perdido entre las dunas.
—Alcoceba, se ha ganado usted un aumento de sueldo y una silla en el comedor principal los jueves a la hora de comer.
—Lo segundo me colma de alegría.
—Hágase con doce mil euros de gratificación.
—No contaba con tanta generosidad.
—Y no es necesario que devuelva la caja de puros de plata con el anagrama en oro que se llevó usted en febrero.
—¿Lo sabía, señor marqués?
—Nunca lo dudé. Disfrútela. Es buenísima.
—Ya no hay moros en la costa, señor.
—Gracias a usted, Alcoceba. Tómese el día libre.
—Me vendrá de perlas. A sus pies, señor.
—A mis pies, Alcoceba.
Con paciencia, todo se arregla en la vida, menos la muerte, claro. Pasado un mes de la fuga de Mustafá la Guardia Civil nos comunicó que podíamos hacer lo que se nos antojara con los restos del ultraligero. Aureliano, el novio de María, se había convertido en guarda de La Jaralera. Pepillo y Flora ultimaban los últimos detalles de la boda. Los niños empezaban a parecerse a los seres humanos. Don Crispín, más acostumbrado a esta casa de locos, se concedió un tiempo de reflexión, y eso era una buena noticia. Fermina se enamoró del maestro imaginero, y su fealdad estallaba de alegría. Tomás, aprovechando que era agosto, me dejó durante una temporada y se fue a inaugurar su casa en la playa de Fuentebravía, en el Puerto. No obstante, todos los días se preocupaba por mí y la situación de la casa. Rosa se hizo con la cocina y no echábamos de menos a Ramona, que ahí sí, la nube oscurecía un bastante la luz de la normalidad.
Sin avisarnos, con nocturnidad y alevosía, don Ignacio y Ramona huyeron de casa dejándonos una nota como única despedida.
—¡Qué pareja de mamelucos! -observó Mamá, que jamás se había decantado por esa adjetivación.
—Una auténtica vergüenza -remachó don Crispín, escandalizado.
Pero Mamá ignora que cinco días después de su huida, Ramona y don Ignacio, o Nacho, o Nachete, me convidaron a cenar en su casa de Sancti Petri, y me lo pasé bomba con ellos. Nacho se puso, para recibirme, un «niqui» naranja y unos «shorts» verdes de imposible olvido. Quiero a mi gente, y ellos han sido mi gente, y lo serán siempre.
Con los días más cortos, y los árboles decididos a cambiar el tono de sus hojas, ya las buganvillas sin apenas flores y los calores remitidos, llegó a casa la imagen de la bisabuela. Un trabajo encomiable. Era Mamá. Al ver la obra de arte, a mi madre se le llenaron, por primera vez en su vida, los ojos de lágrimas. Los dos.
Una tarde, con todos reunidos en la capilla, bajamos a la pobre Santa Irene, y elevamos a los altares a la presunta Beata Mencía Boisseson, viuda de Hendings, mientras don Crispín nos aleccionaba de lo beneficioso que resulta ocuparse de los pobres. Aquella tarde, la más feliz en la vida de Mamá, corrió el vino a raudales y el Atlántico se quedó sin mariscos. Todos estaban en La Jaralera.
Elena seguía melancólica, entregada de cuerpo y alma a mis hijos. Y tuve necesidad de hablar con ella.
—Elena, me parece que Marisol me dice todas las noches que hable contigo.
—Te equivocas, Cristián. Es Marisol la que me dice a mí que cuide a sus cinco niños y no me olvide del sexto, que es el mayor.
—Je refieres a mí?
—Pues claro. Pero no te preocupes. Lo que quiere Marisol es que te cuide, no que la sustituya.
—Ya ha pasado tiempo, Elena, y no me importaría pedirte un futuro a mi lado.
—No te engañes, Cristián. A tu lado voy a estar, porque yo no dejo a estos niños por nada del mundo. Pero no es el lado que tú intuyes. A ti te lo puedo decir. Sigo enamorada de tu tío Juan José. Me ha vacunado contra los hombres. No me interesan. Y, además, que tú no estás para dar tumbos de un lado a otro. Cuando pase el tiempo, y la conciencia te perdone, tienes a Marsa. A esa mujer sí que la quieres. Y por Tomás me he enterado de que es una tipa de bandera, en todos los sentidos.
—Pero yo no puedo pedirte que te quedes en casa sólo para cuidar a los niños. Hipotecas tu vida.
—Mi vida son ellos. Te ha caído un chollo, Cristián. Tienes a Marisol en el cielo, amparándote. A Marsa en el bolsillo, esperándote. Y a mí con los niños, respetándote. Cuando oigo que eres tonto me da la risa.
—¿Lo oyes mucho?
—En el pueblo, bastante. Pero no te preocupes. Es la envidia.
—¿Nada entones, Elena?
—¿Nada, dices? ¿Te parece poco? Todo, Cristián. Me quedo con la obligación de Marisol y te dejo libre. Si existe la felicidad, que lo dudo, lo más parecido a ella es vivir en tu casa, en este paraíso, con una gente tan rara. Sólo el borrón de tu madre, pero también anima a que la vida no sea monótona. Te quiero mucho, Cristian, pero a mi manera.
—Y yo a ti, Elena. No sé qué decirte.
—Pues me tienes que decir que esta charla ha sido demasiado larga y que los niños quieren dormir.
—Los niños tienen que dormir, Elena.
—A eso voy, Cristián.
—Gracias por todo. Y que Dios te bendiga.
No veo. Me ha emocionado tanto esta puñetera que no distingo a mi madre del magnolio de la recoleta.
Es triste el otoño, y más cuando se abre el camino del final. Mi madre no puede durar mucho. Marisol me ha dejado. Y en poco tiempo, si lo vivo, los cinco niños serán cinco hombres. Y La Jaralera se dividirá, y nunca será la misma, porque vendrán otros niños que tendrán una parte de ella, y poco a poco desaparecerá el último territorio independiente de la Baja Andalucía.
Cuando pasen unas semanas, hablaré con Marsa, o me iré a verla a Madrid, que también necesito unos días de expansión y alivio.
Una tarde, cuando menos lo esperemos, llegarán los ánsares a invernar. El cielo se cubrirá de alas majestuosas y fuerzas invencibles. Echo de menos a mucha gente. La que se ha ido para siempre, y la que nos ha dejado para buscarse otro camino.
Huele a otoño. Los tilos han pintado el borde de sus hojas de un amarillo tenue. Los álamos van más deprisa hacia la muerte de cada año. En primavera volverán a vivir. Siempre nos ganan los árboles. Mi madre está más tratable y eso tampoco es señal de vida larga. Y yo sigo como siempre, con mi inseguridad a cuestas.
No sabes cómo te echo de menos, Marisol, amor mío. No sabes, Marsa, mi amor, lo que te necesito. Prefiero hablar a Dios desde mi campo abierto, porque no me fío de la influencia de la bisabuela, que no pinta nada a su lado, y menos aún, con el rostro de Mamá.
Y a Dios le pido, desde este paraíso que me ha regalado, que mis hijos crezcan fuertes y sanos, que se quieran como hermanos, que mi gente no sufra más de lo debido, que le haga un hueco, aunque sea injusto y arrinconado a mi madre, allá en el cielo, lejos de Papá, que estaba de ella hasta las narices. Y sobre todo, que nunca dejen de venir los ánsares a La Jaralera, ni se pierda el horizonte bronco de la sierra, ni el agua clara del remanso del Guadalmecín, y que mis hijos amen tanto como yo he amado a la albariza de los juncos, esa que me descubrió el cuerpo joven y amado de su madre. Y por Tomás, claro. Por mi buen Tomás, mi amigo…
ALFONSO USSÍA nació en Madrid en 1948, hijo de Luis Ussía Gavaldá y de Asunción Muñoz-Seca Ariza, Condes de los Gaitanes. Es nieto del dramaturgo Pedro Muñoz Seca. Comenzó escribiendo poesía satírica desde muy joven, al tiempo que leía y aprendía casi de forma autodidacta. Estudió en los famosos colegios Alameda de Osuna y colegio del Pilar. Cursó la carrera de Derecho hasta que se vio obligado a realizar el servicio militar. Dos años después, a su regreso, ingresó en Ciencias de la Información, aunque lo abandonaría al poco tiempo.
Su primer trabajo fue en el Servicio de Documentación de Informaciones, siendo director Jesús de la Serna y subdirector Juan Luis Cebrián. Pronto le publicarían su primer artículo en la revista Sábado Gráfico. Más tarde, y a raíz de otras publicaciones en la revista respaldadas por Eugenio Suárez, Torcuato Luca de Tena le propuso un trabajo en el diario ABC.
Aunque la mayor parte de su carrera como columnista la pasó en el diario ABC, trabajó para los periódicos Diario 16 y Ya, y las revistas Las Provincias, Litoral y El Cocodrilo, siendo director de ésta última.
A lo largo de su dilatada carrera como escritor y columnista, ha colaborado también en programas radiofónicos y de televisión como Protagonistas y La Brújula, ambos en Onda Cero, y Este país necesita un repaso de Telecinco, con Antonio Mingote, Antonio Ozores, Chumy Chúmez, Luis Sánchez Polack (Tip) y Miguel Durán de compañeros. Además ideó las series de televisión El marqués de Sotoancho (2000) y Puerta con puerta (1999).
Ha creado, además, numerosos personajes humorísticos, como Floro Recatado, el doctor Gorroño y Jeremías Aguirre, a los que pone voz en la radio. Pero sin duda alguna su personaje más relevante y conocido es el marqués de Sotoancho, un peculiar señorito de la Baja Andalucía al que da vida en sus obras junto a la marquesa viuda y el servicio de La Jaralera, una residencia ficticia ubicada entre las provincias de Cádiz y Sevilla.
En la actualidad, combina su trabajo de columnista en el diario La Razón y el semanario Tiempo con las tertulias del programa radiofónico La Mañana en la cadena COPE.
Fuente: es.wikipedia.org