—No culpe a Cupido de nada. Lo que pasa es que usted es un fresco.
—Me esperaba una reacción violenta y firme de Ramona, cuando -¡Oh gracias, Dios Mío!-, ella no sólo no me afeó la conducta, sino que sujetándome los papos para que no pudiera moverme me devolvió el beso mientras me decía:
»-Ay, Nacho, que estamos los dos malos de la chochola.»
Y a partir de ahí, nuestra relación se formalizó. Le pedí a Ramona recado de escribir, que no sabía bien de qué se trataba hasta que se lo expliqué. Escribí al señor obispo, me mantuve dos días ajeno a casi todo, y al final me decidí a contárselo. Cristián, les dejo. A usted, sobre todo, lamento abandonarlo. Marisol ya no está entre nosotros pero aprendí a quererla como a una hija, aunque en un principio me mostré injusto con ella. Y a su madre, qué le puedo decir, su madre, Cristián, es lo más malo que me he encontrado en mi vida y no lamento ni un grano de mostaza dejar de verla. Pero sí quiero, y mucho, a toda esta casa, que ha sido la mía, y siempre llevaré a La Jaralera en mi corazón.
—Hombre, Nacho, que vas a terminar por emocionarme.
—Soy sincero.
—¿Y Ramona qué? Porque usted, Nacho, nos ha traído un cura, bastante marica dicho sea de paso, que va a suplirle en las tareas propias de su condición. Pero a Ramona no hay quien pueda sustituirla en toda España.
—Dice Ramoncha que…
—Dirá Ramona.
—Bueno, es que yo la llamo Ramoncha desde que somos novios. Dice Ramoncha que la pinche es muy despierta y que tiene muy buena mano para la cocina. En fin, Cristián, que eso es todo. Nos vamos a vivir juntos, y cuando tenga los papeles y la situación en regla, nos casamos.
—¿Y adónde se van?
—Muy cerquita de aquí. A Sancti Petri. Nos vamos a comprar una casita con un jardín junto al mar, y cuando apriete mucho el calor nos iremos a Cardeñosa, mi pueblo, donde tengo unas tierras bastante curiosas.
—No puedo reaccionar.
—Pues hágalo. Lo que no se me ha pasado por la cabeza es despedirme de su madre. Preséntele mis respetos de mi parte.
—Eso no está bien. Al fin y al cabo, usted ha sido su confesor y su víctima, pero también, y durante mucho tiempo, su pelota y su cómplice.
—Amén de su asesino frustrado -terció Tomás.
—Bueno, lo pensaré. Ahora, Cristián, con su permiso, me voy a dar una vuelta por el Guadalmecín con mi Ramoncha, que tiene muchas ganas de ver los patos a mi lado.
—Haga lo que quiera, don Ign… Nacho. Haga lo que quiera.
Cuando el multicolor espejismo abandonó el despacho, Tomás y yo nos miramos con largueza. Y debo reconocer, que no encontramos palabras para decirnos el uno al otro. Que nos habíamos quedado mudos y sin ideas. Que tuve la sensación, no lo sé, de que todo nuestro viejo imperio principiaba su desmoronamiento. Y entonces hice lo preciso y conveniente. Me serví una copa, le ofrecí otra a Tomás, las alzamos ambos, y brindando le dije:
—Por ti, Tomás, que puede que seas un cabrón con pintas, pero siempre me has demostrado que también eres mi mejor amigo.
Y como las reacciones de los hombres son muy extrañas y los dos estábamos afectados por la ausencia de Marisol, nos abrazamos durante un buen rato, tan buen rato, que de habernos sorprendido alguien ajeno a las vicisitudes de nuestra casa, habría pensado, con sobrada razón, que éramos como don Crispín.
Durmió la marquesa viuda hasta bien entrada la media tarde. Pulsó el timbre y María acudió solícita a la llamada.
—Son casi las ocho, señora marquesa. -Estaba agotada, María. -¿Le preparo la copa de la tarde?
—Todavía no. María, ¿sigues pensando que soy una santa?
—Yo no dije una santa, señora. Dije que usted me parecía buenísima.
—Es lo mismo. ¿Lo sigues pensando?
—Sí, señora.
—Me parece que ganas poco en esta casa. -¿No se lo decía? Es usted bue… una santa. -Entonces te puedo contar el sueño que he tenido.
—Me encantaría, señora.
—He soñado que me visitaba Su Santidad El Papa Pío XII. Que se sentaba al lado de mi cama, y me hablaba con dulzura. «Tú eres el ejemplo de lo que hay que ser, Cristina», me decía mientras los ángeles tocaban las trompetas.
—¿Y le permitían las trompetas oír al Papa, señora? -Perfectamente, María. De repente, se llenó la habitación de serafines y querubines, muchos de ellos sin cuerpo y con las alas que les salían de las cocochitas, y cuando el Papa se marchaba de nuevo a sus aposentos celestiales, se volvió hacia mí y me dijo lo que llevo toda mi vida esperando oír: «Tu abuela Hendings, aunque no se hayan enterado mis sucesores, era una santa. Y puedes venerarla en la capilla de esta casa.»
—Se me están erizando todos los vellos del cuerpo, señora.
—Espero que no todos, María. Pero ¿no te ha parecido emocionante? Se lo voy a contar inmediatamente a mi hijo, para que encargue una imagen de su bisabuela y la ponga en la capilla en el lugar que ocupa la pesada de Santa Irene, que hay que ver lo pesada que es Santa Irene. Llama a mi hijo, por favor.
—Ahora mismo. Es usted buenísima.
—Y tú, hija, y tú, aunque…
—¿Aunque qué, señora marquesa?
—Que no se me olvida la escena posterior al accidente del avión. Tú, saliendo de la garita del guardia de seguridad con los «pantys» a medio poner.
—¿Los qué, señora marquesa?
—Los «pantys».
—Bueno, señora, con su permiso, que no entiendo nada.
—Anda, anda, hija. Que ya lo he olvidado.
Me anuncia María que mi madre me reclama. Accedo con resignación. Antes de retirarse, la doncella de Mamá reclama mi atención y sabiduría.
—Señor marqués, ¿puedo hacerle una pregunta? -Una y cien, María.
—¿Qué son los «pantys»? -¿Los «pantys»?
—Sí, señor marqués, los «pantys».
—Pues María, los «pantys» son como unas bragas elásticas.
—Gracias, señor marqués.
—Son fáciles de encontrar en tiendas especializadas y almacenes.
—No, no me hacen falta, señor. Era por curiosidad.
—¿Algo más, María?
—Nada más, señor. Que su madre le llama.
Sorprendente mujer. Le diré a Elena o Flora que le compren unos «pantys», y así satisfacer su curiosidad. Bueno, ya he llegado al punto de encuentro.
—Pom, pom. ¿Se puede Mamá?
—Pasa, Susú.
Mamá está en la cama, con los ojos muy abiertos y una expresión rayana con la alucinación. Me mira, me indica que acerque una butaca y me ordena que asiente en ella mis posaderas.
—Donde tú te sientas, hijo, ha estado Pío XII esta tarde.
—Mamá, no tengo ánimos para soportar más barbaridades.
—Esto no es una barbaridad. Se trata, sencillamente, de una aparición milagrosa.
—Cuéntame, Mamá.
—Su Santidad me ha dicho, para que te lo haga llegar a ti, que tu bisabuela Hendings es una santa, y que puede ser venerada en nuestra capilla, y que es su deseo que su imagen sustituya a la de Santa Irene, que como Su Santidad me ha reconocido sin gran esfuerzo, es un tostón de santa.
—Pero Mamá, a lo tuyo se le llama soñar.
—Sé divinamente la diferencia que existe entre un sueño y una aparición. No quiero impresionarte, pero mientras Su Santidad me comunicaba lo de la bisabuela, centenares de ángeles tocaban las trompetas de alegría y gozo.
—¿Y oías bien con tanto jaleo?
—Como los propios ángeles que tocaban sus trompetas. Los milagros no pueden analizarse desde la vulgaridad. Cuando Dios le dijo a Lázaro «levántate y anda» no le exigió que además diera una voltereta. Los milagros hay que asumirlos como son.
—Pero Mamá, yo no puedo bajar de su pedestal a Santa Irene y poner ahí a la bisabuela. No tenemos imagen de la bisabuela.
—Que te la hagan en Madrid, en Palomeque.
—En Palomeque no conocen a la bisabuela.
—No importa que se parezca. ¿Tú crees que San Francisco de Asís se parecía a nuestra imagen de San Francisco de Asís? No seas ingenuo, Susú.
—Mamá, ahí tiene que intervenir el Arzobispo de Sevilla, porque la capilla está en la provincia de Sevilla, y a ti, el Papa Pío XII se te ha aparecido en tu cuarto, que está en la provincia de Cádiz, y el lío que se va a armar puede ser de los gordos.
—Mira, Cristián. Para que lo sepas. Soy una humilde sierva que Dios ha elegido para que se cumpla su voluntad. Y yo no me muero sin ver a mi abuela, tu bisabuela Hendings, en el sitio que le corresponde. Y ahora déjame, que me apetece tomarme una copita. Dile a María que me la prepare. No voy a cenar. Me siento llena de dicha.
—Pues no bebas.
—Una cosa es la dicha y otra la tensión. Necesito mi copa. Mándame a María.
—A propósito de María, Mamá. Me ha preguntado qué son los «pantys».
—Los que tenía en las rodillas cuando se estrelló la avioneta ésa. Pero ya la he perdonado.
—Si tanto te va en la cosa, encargaré la imagen. -Gracias, hijo, pero advierte al imaginero que la abuela Hendings tenía una pinta estupenda. Que no era una santa pobre como casi todas las demás. Te permito que le facilites una fotografía mía, que me parezco bastante. Empaque, Susú, que las santas de antes no eran de buena familia.
—Llamo a María, Mamá. -Y no te olvides.
—¿Lo has consultado con don Crispín?
—No hace falta. El Papa se me ha aparecido a mí, no a don Crispín. Mi copita, hijo.
—Ya voy, Mamá.
Comprendan mi situación. He perdido a mi mujer, y llevo luto en la apariencia y en el alma. Mi madre ha sido atacada por un talibán y yo no era del todo ajeno a la barbaridad terrorista. El capellán de casa, don Ignacio, se viste de amarillo pollo y pantalones a cuadros y me anuncia que se ha liado con la cocinera y se larga con ella a Sancti Petri. Mis cinco hijos no paran de llorar. Y para colmo, a mi madre se le aparece Pío XII y le dice que tenemos que venerar a la bisabuela Hendings, que quite a Santa Irene de la capilla y que encargue una imagen de la bisabuela, en la que además aparezca elegante y estirada, muy «stiff», como era ella. Y si todo eso no es suficiente, tengo por ahí a Alcoceba comprando una patera y al asesino Mustafá en un hospital simulando que ha perdido el habla. Mi siguiente paso no puede ser otro que el de planear la fuga del hospital del talibán, que tiene la lengua como la de un oso hormiguero y a poca presión que sienta se puede ir de la «muí». Pero necesito previamente la información de Alcoceba. Entretanto, voy a darme un garbeo para ver a mis hijos, a pesar de lo mucho que añoro a Marisol cuando llevo mi cuerpo a ese sector de la casa.
Ahí están los cinco. Y todos duermen. Elena me ha impuesto el silencio con un gesto. Está leyendo una novela. Después de comprobar que los cinco siguen en sus sueños, me ha acompañado al pasillo.
—¿Y Flora, Elena?
—Me parece que está con Pepillo.
—Tengo que decirles algo. Están que se salen. -Déjalos. Yo puedo con todos.
—Cuando pase un tiempo, me gustaría hablar contigo.
—Puedes hablarme cuando quieras. -¿Te puedo dar un beso? -¿En la frente?
—En la frente.
—Dámelo.
—Gracias, Elena.
—¿Por el beso?
—No, por todo lo que haces.
—Te lo repito. Lo hago por los niños y Marisol. -Por eso, Elena, por eso.
No era, en efecto, el día de don Crispín. Cuando llegó a la cocina, vio a Ramona que hablaba con un señor bastante gordo que se hallaba de espaldas y se mostraba muy dicharachero. Le chocó su indumentaria multicolor. Interrumpió la charla.
—Ramona, ¿has visto a don Ignacio?
—Claro que lo he visto, padre. Y mucho.
—¿Dónde lo podré encontrar? -Esta «sherca».
—Pues no sé, pero parece que se esconde de mí. -Ya verá.
—Lo seguiré buscando. Buenas noches. -¡Crispín!
El grito de don Ignacio sacudió el sosiego de don Crispín. Más aún, cuando el señor que hablaba con Ramona se volvió hacia él y reconoció sobre esos ropajes en technicolor el semblante sonriente de don Ignacio.
—¡Ignacio! ¿Qué haces así?
—Siéntate, Crispín, que tenemos algo que decirte. Como un autómata, don Crispín se acercó a la mesa de la cocina, se sentó en una silla y cerrando los ojos, esperó la tormenta de noticias.
Tomás me ha anunciado la visita de Alcoceba. Viene desencuadernado. Me pone al corriente de la situación. Bien, querido y leal Alcoceba. Todo dispuesto. Sólo me ha engañado con el desodorante, pero pelillos a la mar. Ahora viene lo difícil.
—Mañana voy a visitar a Mustafá al hospital. Usted, Alcoceba, entretanto, y no repare en gastos, tiene que contratar a dos tipos fuertes que, disfrazados de enfermeros, lleguen hasta su habitación por la noche para ayudarlo a huir. Le convenceré para que no ponga pegas. También un coche, que tiene que estar preparado en la puerta del hospital. Y hágase con una cesta con comida y agua para la travesía. Por lo demás, enhorabuena por su trabajo, Alcoceba. Me consta que algo me ha robado, pero se lo tiene merecido. Mañana al mediodía necesito que toda la infraestructura de la fuga se encuentre en perfecto orden para proceder a ella. Y una última cosa, Alcoceba. Si todo sale bien, los jueves podrá comer en el comedor con nosotros.
—¿Sólo los jueves, señor marqués?
—En principio sí. Y si lo hace sin ruido y con la boca cerrada y además se pone desodorante, en Navidad le regalo los viernes.
—Muchas gracias, señor marqués.
Buena amanecida. Baño tibio con pompitas. Tomás en su sitio, el café en su punto y todo dispuesto. Me llama «Moby», mi primo el estafador, al que compré los derechos de los títulos nobiliarios de dos de mis hijos pequeños. Me ofrece un cuadro de Velázquez por doce mil euros.
—Es una oferta única, Cristián.
—No lo pongo en duda. Un Velázquez por doce mil euros es algo que no se puede aguantar.
—Y además es precioso. Lleno de colores.
—Más a mi favor.
—Y no sabes qué maravilla de paisaje, con el ferrocarril al fondo. El humo de la chimenea de la máquina, parece que lo hueles.
—Es que Velázquez era un genio, porque en su época no se había inventado el tren.
—Bueno, Cristián, el tren no es de Velázquez. Pero el paisaje es suyo. Esa loma, ese bosquecillo, ese llano, esa pareja de perdices volando… un auténtico Velázquez.
—¿Ya te has gastado los millones de los títulos?
—No he tenido suerte en mis inversiones, Cristián.
—De acuerdo, te compro el Velázquez. Déjalo en casa cuando puedas. En el cajón de mi despacho, en un sobre a tu nombre, está el dinero.