Dos hombres de negocios bien conservados, con trajes caros, conversan. Detrás de ellos, el cuello y los hombros desnudos de una mujer de mediana edad con el pelo recogido y ahuecado, teñido de rubio platino. Está de espaldas y luce un collar de diamantes de cuatro vueltas y pendientes a juego de valor incalculable. A la izquierda de la pantalla asoman la mano blanca enguantada y el puño bordado de un camarero cosaco, que ofrece copas de champán en una bandeja de plata.
Primer plano de los dos hombres de negocios. Uno viste esmoquin blanco. Tiene el pelo negro, mandíbula prominente y aspecto latino. El otro lleva una americana cruzada muy inglesa, de color azul marino, con botones de latón: una «chaqueta de sport», como prefiere llamarla cierto sector de la sociedad británica, y Luke debería saberlo, ya que esa es su procedencia. En comparación con su acompañante, este segundo hombre es joven. También es atractivo, a la manera de los jóvenes del siglo XVIII en los retratos que donaban a la antigua escuela de Luke al abandonarla: frente ancha, entradas en el pelo, altiva mirada semibyroniana de prepotencia sensual, mohín agraciado, y una postura con la que consigue mirarte desde arriba por muy alto que seas.
Héctor aún no ha hablado. La decisión del comité era dejar que los subtítulos dijeran lo que cualquiera sabría a simple vista: que la chaqueta de sport cruzada, de color azul marino y con botones de latón, muy inglesa, pertenece a un destacado miembro de la Leal Oposición de Su Majestad, un ministro en la sombra destinado a un cargo estratosférico después de las próximas elecciones.
Es Héctor, para alivio de Luke, quien rompe el incómodo silencio.
—Su cometido, según comunicado oficial del partido, sería «llevar el comercio británico a una posición puntera en el mercado económico internacional», y que alguien me explique qué significa eso —comenta con causticidad, dejando resurgir levemente su energía de antes—. Además de poner fin a los excesos de la banca, claro está. Pero eso van a hacerlo todos, ¿no? Algún día.
Matlock recupera el habla.
—No es posible hacer negocios sin entablar amistades, Héctor —afirma—. El mundo no funciona así, como tú precisamente deberías saber, después de haberte ensuciado las manos ahí fuera. No puedes condenar a un hombre por el mero hecho de verlo en el barco de otra persona.
Pero ni el tono de Héctor ni la indignación poco convincente de Matlock logran disipar la tensión. Y no es ni mucho menos un consuelo que el esmoquin blanco, según el subtítulo de Yvonne, pertenezca a un marqués francés, un tiburón corrupto estrechamente vinculado a Rusia.
—Veamos, ¿de dónde has sacado esto? —preguntó Matlock de pronto tras un momento de reflexivo silencio.
—¿Qué?
—La película. El vídeo de aficionado. Lo que sea. ¿De dónde lo has sacado?
—Lo encontré debajo de una piedra, Billy. ¿Dónde si no?
—¿Quién lo filmó?
—Un amigo mío. O dos.
—¿Qué piedra?
—Scotland Yard.
—¿De qué hablas? ¿La Policía Metropolitana? Has estado manipulando pruebas policiales, ¿eh? ¿Es eso lo que has estado haciendo?
—Me gustaría pensar que sí, Billy. Pero lo dudo mucho. ¿Quieres oír la historia?
—Si es cierta…
—Una joven pareja de las afueras de Londres ahorró para la luna de miel y contrató un viaje organizado a la costa del Adriático. De excursión por los acantilados, se encontraron con un yate de lujo anclado en la bahía y, al ver que se estaba celebrando una fiesta espectacular, lo filmaron. Mientras examinaban las imágenes en la intimidad de su hogar, allá en, pongamos, Surbiton, identificaron, con asombro y emoción, a ciertos personajes muy conocidos de la vida pública británica, en concreto del mundo de las finanzas y la política. Pensando en recuperar el coste de sus vacaciones, ni cortos ni perezosos enviaron su premio a Sky Televisión News. Y de repente se vieron compartiendo el dormitorio, a las cuatro de la madrugada, con una brigada de policías de uniforme, armados y con chalecos antibalas, y bajo amenaza de procesamiento conforme a la Ley Antiterrorista si no entregaban de inmediato todas las copias de su película a la policía; así que, muy prudentemente, obedecieron. Y esa es la verdad, Billy.
Luke empieza a comprender que ha subestimado la interpretación de Héctor. Héctor puede aparentar ineptitud. Puede que solo sostenga en la mano una tarjeta roñosa. Pero no hay nada de roñoso en el plan que ha articulado en su cabeza. Tiene otros dos caballeros que presentar a Matlock, y cuando el encuadre se amplía para abarcarlos, se pone de manifiesto que todos formaban parte de la conversación. Uno es alto, elegante, de unos cincuenta y cinco años, con cierto porte de embajador. Saca casi una cabeza al viceministro en espera. Tiene la boca abierta en actitud risueña. Su nombre, nos revela el pie de Yvonne, es Giles de Salis, capitán de navío retirado.
Esta vez Héctor se ha reservado para sí la descripción del cargo:
—Punta de lanza entre los grupos de presión de Westminster, traficante de influencias; su clientela incluye a buena parte de los más destacados mierdas de este mundo.
—¿Es amigo tuyo, Héctor? —pregunta Matlock.
—Es amigo de cualquiera dispuesto a aflojar diez de los grandes por un
téte-a-téte
con alguno de nuestros gobernantes incorruptibles, Billy —replica Héctor.
El cuarto y último elemento del cuadro, pese a la borrosa ampliación, es la esencia misma de la fuerza vital en la alta sociedad. Luce un esmoquin de exquisito corte. Un excelente ribete de seda define las solapas. Conserva una buena mata de pelo plateado, que lleva espectacularmente peinado hacia atrás. ¿Es acaso un gran director de orquesta? ¿O un gran mâitre? Al igual que un bailarín, mantiene en alto el dedo índice, adornado con un anillo, en un jocoso gesto de admonición. Leve e inocuamente, posa la otra delicada mano en el brazo del viceministro en espera. En la pechera plisada de la camisa luce una Cruz de Malta.
¿Una qué? ¿Una Cruz de Malta? ¿Es acaso, pues, un Caballero de Malta? ¿O es puro oropel? ¿O se trata de una orden extranjera? ¿O se la compró en obsequio a sí mismo? A altas horas de la madrugada, Luke e Yvonne dieron muchas vueltas a eso. No, coincidieron: la robó.
«Signor Emilio dell Oro, súbdito italo-suizo, residente en Lugano», reza el subtítulo, redactado en esta ocasión por Luke con una neutralidad absoluta conforme a las rigurosas instrucciones de Héctor. «Hombre de mundo internacional, jinete, traficante de influencias en el Kremlin.»
Una vez más Héctor se ha atribuido las mejores frases del diálogo:
—Nombre verdadero, por lo que hemos podido averiguar, Stanislav Auros. Armenio-polaco, ascendencia turca, autodidacta, autoinventado, brillante. En la actualidad, mayordomo, facilitador, factótum, asesor social y cabeza visible del Príncipe. —Y sin detenerse ni alterar la voz—: Billy, ¿por qué no sigues tú a partir de este punto? Tú sabes de él más que yo.
¿Es posible coger desprevenido a Matlock? Por lo visto no, ya que, sin pensárselo dos veces, responde:
—Creo que me he perdido, Héctor. Ten la bondad de refrescarme la memoria, si no te importa.
Héctor lo hace. Se ha reanimado notablemente.
—En nuestra infancia no muy lejana, Billy. Antes de hacernos mayores. Un día de San Juan, si no recuerdo mal. Yo era jefe de delegación en Praga; tú eras jefe de operaciones en Londres. Me autorizaste a dejar en el maletero de un Mercedes blanco aparcado, el automóvil de Stanislav, cincuenta mil dólares en billetes pequeños, ya entrada la noche, sin hacer preguntas. Solo que por aquel entonces no era Stanislav; era monsieur Fabian Lazaar. En ningún momento volvió esa hermosa cabeza suya para dar las gracias. No sé qué hizo para ganarse ese dinero, pero sin duda tú sí lo sabes. Por aquellas fechas se abría camino hacia las alturas. Objetos robados, sobre todo procedentes de Irak. Acompañante de señoras ricas en Ginebra, los gastos a cargo de sus maridos. Venta de conversaciones diplomáticas de alcoba al mejor postor. Quizá era eso lo que comprábamos. ¿Lo era?
—Yo no supervisé a ningún Stanislav ni a ningún Fabian, Héctor, eso te lo aseguro. Ni al señor Dell Oro, o como sea que se llame. No fue topo mío. Cuando le entregaste ese pago, yo era un simple intermediario.
—¿Al servicio de quién?
—De mi predecesor. ¿Te importaría dejar de interrogarme, Héctor? Intentas darle la vuelta a la tortilla, por si no te has dado cuenta. Mi predecesor era Aubrey Longrigg, Héctor, como bien sabes, y seguirá siéndolo, si nos paramos a pensar, mientras yo ocupe el cargo. No me digas que no te acuerdas de Aubrey Longrigg, o pensaré que el doctor Alzheimer te ha hecho una ingrata visita. La lumbrera de la casa, eso fue Aubrey, justo hasta su marcha un tanto prematura. Aunque se pasó de la raya alguna que otra vez, como tú.
En la defensa, recordó Luke, Matlock solo conocía el ataque.
—Y créeme, Héctor —prosiguió, agrupando refuerzos en su avance—, si mi predecesor Aubrey Longrigg necesitaba pagar cincuenta de los grandes a su topo en el momento en que Aubrey abandonaba la Agencia para perseguir metas superiores, y si Aubrey me solicitó a mí llevar a cabo esa tarea en su representación para zanjar cierto acuerdo privado, como así hizo, yo no iba a volverme y decir: «Un momento, Aubrey, mientras consigo autorización especial y verifico tu historia». ¿Iba yo a hacer algo así? ¡No con Aubrey! No tal como eran las relaciones entre Aubrey y el Jefe por aquel entonces, conchabados como estaban, en secreto. No, eso ni loco.
Por fin asomó a la voz de Héctor su antiguo temple:
—Bien, y si le echamos un vistazo a Aubrey tal como es siete años después: subsecretario parlamentario, diputado por uno de los distritos electorales más necesitados de su partido, acérrimo defensor de los derechos de la mujer, apreciado asesor del Ministerio de la Defensa en materia de adquisición de armas y… —con un leve chasquido de dedos y la frente arrugada como si de verdad lo hubiera olvidado— ¿qué más, Luke? Hay algo más, lo sé.
Y Luke, tan pronto como recibe el pie, se oye entonar la respuesta:
—Presidente por designación del nuevo subcomité parlamentario sobre ética bancaria.
—Y no del todo desconectado de nuestra Agencia, ¿supongo? —insinuó Héctor.
—Supongo que no —convino Luke, aunque no acababa de entender por qué demonios lo había considerado a él una autoridad en ese preciso momento.
Quizá sea lógico que nosotros los espías, incluso los retirados, tengamos poca predisposición a dejarnos fotografiar, reflexionó Luke. Quizá alimentamos el temor secreto de que la lente de la cámara traspase la Gran Muralla entre nuestras identidades exterior e interior.
Desde luego esa impresión daba Aubrey Longrigg. Aun captado sin él saberlo mediante una videocámara de escasa calidad, con luz insuficiente y cincuenta metros de mar por medio, Longrigg parecía arrimarse a la escasa sombra disponible en la cubierta del
Princesa Tatiana,
iluminada con luces de colores.
Tampoco es que el pobre, todo hay que decirlo, tuviese una gran fotogenia natural, admitió Luke, dando gracias al cielo una vez más por que sus caminos no se hubiesen cruzado nunca. Aubrey Longrigg era medio calvo, narigudo y vulgar, como correspondía a un hombre famoso por su intolerancia hacia mentes inferiores a la suya. Bajo el sol del Adriático, su rostro poco agraciado se ha teñido de un rosa poco favorecedor, y las gafas con montura al aire no hacen gran cosa por alterar su apariencia de empleado de banca cincuentón, que es la impresión que uno tiene de él a menos que, como Luke, haya oído hablar de la turbulenta ambición que lo impulsa, del implacable intelecto que en su día transformó la cuarta planta en un vertiginoso invernadero de ideas innovadoras y jefes en conflicto, y de la inconcebible atracción que ejerce en cierta clase de mujeres —las que, cabe suponer, se excitan al sentirse menospreciadas intelectualmente—, siendo el más reciente ejemplo de ello la que se hallaba en ese momento a su lado en la persona de: «Janice (Jay), señora de Longrigg, anfitriona de la alta sociedad y recaudadora de fondos», seguido esto de una breve selección de organizaciones benéficas entre las muchas que tenían motivos para estar agradecidas a la señora de Longrigg.
Luce un vestido sin hombros con mucho estilo. Un pasador de estrás mantiene en su sitio el cuidado cabello negro azabache. Tiene una distinguida sonrisa y ese andar regio, inclinado y un poco oscilante, que solo adquieren las inglesas de cierta clase y prosapia. Y desde la despiadada óptica de Luke, parece indescriptiblemente tonta. A su lado rondan dos hijas prepubescentes con vestidos de noche.
—Esa es la nueva, ¿no? —prorrumpió de pronto Matlock, el imperturbable laborista, con inusitado vigor cuando la pantalla quedó en blanco al pulsar Héctor el botón y las luces del techo se encendieron—. Aquella con la que se casó cuando decidió meterse en política por la vía rápida, ahorrándose todo el trabajo sucio previo. Vaya un laborista de pega está hecho este Aubrey Longrigg, se lo mire desde el viejo laborismo o incluso desde el nuevo.
¿Por qué Matlock se mostraba otra vez tan jovial? ¿Y ahora con aparente sinceridad? Ninguna reacción habría sorprendido tanto a Luke como una franca risotada, cosa que en Matlock era en el mejor de los casos un bien exiguo. Y sin embargo, su gran torso envuelto en tweed se agitaba con callado regodeo. ¿Era quizá porque Longrigg y Matlock, como se sabía, llevaban años a la greña? ¿Porque disfrutar del favor del uno equivalía a granjearse la hostilidad del otro? ¿Porque había llegado a conocerse a Longrigg como el cerebro del Jefe, y a Matlock, insidiosamente, como sus músculos? ¿Porque con la marcha de Longrigg los ocurrentes de la oficina habían comparado la rencilla entre ambos con una corrida de toros de una década de duración en la que el toro había recibido por fin «la puntilla»?
—Sí, bueno, Aubrey siempre picó alto —comentaba como quien recuerda a los difuntos—. Un gran talento para las finanzas, si la memoria no me engaña. No a tu altura, Héctor, me complace decir, pero no muy a la zaga. Los fondos para las operaciones nunca fueron un problema, eso por descontado, no mientras Aubrey estuvo al timón. O sea, ya de entrada, ¿cómo es posible que esté en ese barco? —preguntó el mismo Matlock que solo minutos antes había afirmado que no podía condenarse a un hombre por estar en el barco de cierta persona—. Y encima confraternizando con un antiguo informante después de abandonar la Agencia, circunstancia sobre la que el reglamento es claro y rotundo, máxime cuando dicho informante es un individuo tan escurridizo como… comoquiera que se haga llamar hoy día.