Un traidor como los nuestros (27 page)

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Authors: John Le Carré

Tags: #Intriga, polcíaco, espionaje

BOOK: Un traidor como los nuestros
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—¿De todo el Comité de Atribuciones? —preguntó Héctor.

—Tal como se constituyó según la normativa del Tesoro. El Comité de Atribuciones al completo, en sesión plenaria, sin subcomités.

—Es decir, un hatajo de abogados del Estado, un reparto estelar de jerarcas del Foreign Office, la Oficina del Gabinete, el Tesoro, por no hablar ya de nuestra cuarta planta. ¿Crees que puedes evitar filtraciones, Billy? ¿En ese contexto? ¿Y por qué no también a los de Supervisión Parlamentaria? Esos sí son para echarse a reír. ¿Las dos cámaras, todos los partidos, con Aubrey Longrigg a la cabeza, y el coro bien remunerado de mercenarios parlamentarios al servicio de De Salis, todos entonando el himno, leyendo del mismo cantoral?

—El tamaño y la constitución del Comité de Atribuciones es flexible y regulable, Héctor, como tú bien sabes. No todos los elementos tienen que estar presentes en todo momento.

—¿Y eso es lo que propones antes de que yo hable siquiera con Dima? ¿Quieres un escándalo antes de estallar el escándalo? ¿En eso te empeñas? ¿En hacer correr la voz, echar a perder la fuente antes de permitirle siquiera enseñar qué tiene a la venta, y al carajo con las consecuencias? ¿De verdad es eso lo que sugieres? ¿Dejarás que todo el mundo acabe manchado antes de que la mierda empiece siquiera a salpicar, y únicamente por guardarte las espaldas? Y luego hablas del bien de la Agencia.

Luke tuvo que reconocer el mérito de Matlock. Ni en ese momento relajó su hostilidad.

—¡Así que por fin es el interés de la Agencia lo que estamos protegiendo! Vaya, vaya. Me alegra oírlo. Más vale tarde que nunca. ¿Y tú qué propones?

—Aplaza la reunión del comité hasta después de París.

—¿Y entretanto?

—Aunque lo consideres un error y vaya en contra de todo lo más sagrado para ti, como por ejemplo tu propio culo, concédeme un permiso de operación temporal, dejando así el asunto en manos de un agente inconformista que puede ser repudiado en cuanto la operación se vaya al garete: yo. Héctor Meredith tiene sus virtudes, pero es un elemento incontrolado, como todo el mundo sabe, y ha ido más allá de las instrucciones recibidas. Medios de comunicación, por favor, tomen nota.

—¿Y si la operación no se va al garete?

—Reúnes al Comité de Atribuciones en la versión menor posible.

—Y les hablarás tú.

—Y tú estarás de baja por enfermedad.

—Eso no es justo, Héctor.

—No era esa la intención, Billy.

Luke nunca supo qué era el papel que Matlock sacó de lo más hondo de su chaqueta, qué decía ni qué no decía, si lo firmaron los dos o solo uno, si había copia y, en tal caso, quién la guardó y dónde, porque Héctor le recordó, no por primera vez, que tenía una cita, y había abandonado la sala para acudir a ella cuando Matlock extendió su género sobre la mesa.

Pero recordaría toda su vida el regreso a pie a Hampstead bajo el sol de última hora de la tarde, pensando en pasar de camino por el piso de Perry y Gail en Primrose Hill e instarlos a huir ahora que aún estaban a tiempo de salvar el pellejo.

Y a partir de ahí, como le sucedía muy a menudo, su pensamiento, sin él proponérselo, se desvió hacia el señor de la droga colombiano, un sesentón borracho que, por razones que nunca comprenderían ni Luke ni él, decidió no proporcionarle más información secreta —cosa que venía haciendo desde hacía dos años— y encerrarlo tras una empalizada apestosa en la selva durante un mes, abandonándolo a los tiernos cuidados de sus lugartenientes, para llevarle por fin una muda de ropa limpia y una botella de tequila e invitarlo a regresar junto a Eloise si es que encontraba el camino.

Capítulo 11

Entre las muchas emociones que Gail había previsto sentir al coger el Eurostar de las 12.29 con destino a París en la estación de St. Paneras la nublada mañana de un sábado de junio, el alivio era casi la última. Sin embargo fue alivio lo que sintió, bien que condicionado por las más diversas salvedades y reservas, y eso mismo sentía Perry a juzgar por su cara, allí sentado frente a ella. Si el alivio implicaba claridad, si implicaba el restablecimiento de la armonía entre ellos, y reanudar el contacto con Natasha y las niñas y enjugarle la frente a Perry mientras vivía su particular versión de Tierra y Libertad… pues bien, en ese caso Gail sentía alivio; aunque no por eso había tirado por la borda sus facultades críticas, ni estaba tan fascinada como obviamente lo estaba Perry en su papel de espía.

La conversión de Perry a la causa no la había cogido por sorpresa, si bien era necesario conocer a Perry para advertir el alcance de su transformación: había pasado de un rechazo fundado en elevados principios al franco compromiso con lo que Héctor describía como El Trabajo. A veces, cierto era, Perry manifestaba residuales reservas éticas o morales, incluso dudas: ¿de verdad es esta la única manera de resolverlo? ¿No hay un camino más sencillo para llegar al mismo fin? Pero era capaz de plantearse esa misma pregunta a medio camino del ascenso por una cornisa rocosa de trescientos metros.

Las semillas iniciales de su conversión, como ahora comprendía Gail, no las había sembrado Héctor, sino Dima, quien desde Antigua había adquirido la dimensión de buen salvaje rousseauniano, por usar el léxico de Perry: «Imagínate lo que seríamos nosotros si hubiéramos nacido en su piel, Gail. No puedes eludir este hecho: ser elegido por él es casi una insignia de honor. Además, piensa en esos niños».

Y Gail pensaba en los niños, eso desde luego. Pensaba en ellos día y noche, y pensaba muy especialmente en Natasha, que era una de las razones por las que no había dicho a Perry que Dima, aislado en una península de Antigua con el temor de Dios metido en el cuerpo, no tenía precisamente mucho dónde elegir a la hora de designarlo a él mensajero, confesor o amigo del preso, o lo que quiera que Perry hubiese sido designado, o se hubiese autodesignado. Gail siempre había sabido que él llevaba dentro, en estado latente, a un romántico en espera de ser despertado cuando se presentase la oportunidad de actuar con entrega desinteresada, y si se olía en el aire un tufillo de peligro, tanto mejor.

Solo faltaba otro fanático que hiciera sonar el clarín: entra Héctor, el eterno litigante, ingenioso, encantador, falsamente relajado, o así era como ella lo veía, el clásico cliente obsesionado con la justicia que se había pasado la vida demostrando que las tierras donde estaba construida la abadía de Westminster eran de su propiedad. Y probablemente si el bufete dedicaba cien años a su caso, quedaría demostrado que tenía razón y los tribunales fallarían a su favor. Pero mientras tanto la abadía permanecería donde estaba, y la vida seguiría como siempre.

¿Y Luke? Bueno, Luke era Luke, por lo que a Perry se refería, un elemento fiable, sin lugar a dudas, un buen profesional, concienzudo, despierto. Aun así, Perry se había quedado más tranquilo, debía admitirlo, al descubrir que Luke no era, como al principio supusieron, el jefe del equipo, sino el lugarteniente de Héctor. Y como Héctor, a ojos de Perry, no podía hacer nada mal, ese era obviamente el mejor papel posible para Luke.

Gail no lo veía tan claro. A lo largo de las dos semanas de «familiarización», cuanto mejor conocía a Luke más tendía a considerarlo —pese a su nerviosismo y su exagerada cortesía y la preocupación que asomaba a su rostro cuando creía que nadie miraba— el elemento más fiable; y a Héctor, con sus audaces afirmaciones y su descarado ingenio y desbordantes dotes de persuasión, el elemento incontrolado.

El hecho de que Luke, además, estuviera enamorado de ella no la sorprendía ni la turbaba. Los hombres se enamoraban de ella continuamente. Saber hacia dónde apuntaban sus sentimientos le daba seguridad. El hecho de que Perry no fuera consciente de eso tampoco la sorprendía. Su inconsciencia le daba también seguridad.

Lo que más la inquietaba era el fervor del compromiso de Héctor: la sensación de que era un hombre con una misión, la misma sensación que fascinaba a Perry.

«Bueno, yo sigo en el banco de pruebas —había declarado Perry en una de esas autodenuncias que dejaba caer de pasada y a las que era tan aficionado—. Héctor es el hombre forjado», distinción a la que aspiraba en todo momento y era tan reacio a otorgar.

¿Héctor era un Perry en versión forjada? ¿Héctor el hombre de acción en estado puro que hacía todo aquello de lo que Perry solo hablaba? Bueno, ¿y quién estaba ahora en el frente? Perry. ¿Y quién se dedicaba a hablar? Héctor.

Y a Perry no solo lo había cautivado Héctor, sino también Ollie. Perry, que se enorgullecía de su buen ojo a la hora de decidir quién podía llegar a ser un buen compañero de cordada, sencillamente no había sido más capaz que Gail de adivinar que Ollie, tan torpe y en mala forma, tan chapado a la antigua, con su único pendiente y su extrema inteligencia, y ese escondido acento extranjero que ella no acababa de detectar y sobre el que no preguntaba por cortesía, era el modelo de educador nato: meticuloso, elocuente, empeñado en que cada lección fuese divertida y cada lección quedase bien grabada en la cabeza.

Daba igual si los privaban de sus preciados fines de semana o si era última hora de la tarde tras una agotadora jornada en el bufete o el juzgado; o si Perry había pasado todo el día en Oxford asistiendo a insoportables ceremonias de graduación, despidiéndose de sus alumnos, recogiendo sus cosas en el estudio. En cuestión de minutos caían bajo el hechizo de Ollie, ya estuvieran emparedados en el sótano o sentados en una concurrida cafetería de Tottenham Court Road, con Luke en la acera y el gran Ollie en su taxi con la boina puesta, mientras probaban los juguetes de su museo negro particular: estilográficas, botones de americana y alfileres de corbata capaces de escuchar, transmitir, grabar, o todo a la vez; y para las chicas, bisutería.

«A ver, Gail, ¿cuáles nos pegan más?», había preguntado Ollie cuando le tocó a ella el turno de equiparse. Y cuando Gail contestó: «Si te soy sincera, Ollie, no me pondría nada de eso ni muerta», se fueron de inmediato a Liberty's en busca de algo que le «pegara» más.

Aun así, las posibilidades de llegar a verse obligados a utilizar los juguetes de Ollie eran, como él le aseguró con especial insistencia, prácticamente nulas: «¿Héctor? No te dejaría ni acercarte a esos artefactos para el gran acontecimiento, guapa. Son solo para él "por si acaso". Para cuando de repente vayas a oír algo extraordinario que nadie esperaba, y no exista riesgo para la vida ni para la propiedad ni para nada, y solo queremos comprobar que sabéis cómo funcionan».

En retrospectiva, Gail tenía sus dudas a este respecto. Sospechaba que en realidad los juguetes de Ollie eran material didáctico para originar una dependencia psicológica en las personas a quienes enseñaban a jugar con ellos.

—Seguirán el curso de familiarización como más cómodo les sea a ustedes, no a nosotros —les había informado Héctor, hablando a la tropa recién reclutada en su primera tarde con un tono pomposo que Gail no volvió a oírle nunca más, así que quizá también él estaba intranquilo—. Perry, si una reunión imprevista, o lo que sea, lo retiene en Oxford, quédese y háganos una llamada. Gail, sean cuales sean sus obligaciones en el bufete, no tiente a la suerte. El mensaje es: actúen con naturalidad y aparenten que están muy ocupados. Cualquier alteración en el estilo de vida de uno u otro despertará recelos y será contraproducente. ¿Entendido?

Acto seguido, en atención a Gail, reiteró la promesa hecha a Perry:

—Les contaremos lo mínimo necesario, pero lo que les contemos será verdad. Son un par de inocentes en tierra extraña. Así es como Dima los quiere, y así es como los quiero yo, y también Luke y Ollie. Lo que no sepan no podrán estropearlo. Cada cara nueva tiene que ser para ustedes una cara nueva. Cada primera vez tiene que ser una primera vez. El plan de Dima es blanquearlos a ustedes tal como blanquea el dinero. Blanquearlos para introducirlos en su paisaje social, convertirlos en moneda de cambio respetable. En rigor, estará bajo arresto domiciliario allí a donde vaya, y lo habrá estado desde Moscú. Ese es su problema y le habrá dado muchas vueltas para intentar resolverlo. Como siempre, la iniciativa recaerá en el pobre desgraciado que esté in situ. Le toca a Dima demostrarnos qué es capaz de hacer, cuándo y dónde. —Y en uno de sus característicos añadidos, como si acabara de ocurrírsele, dijo—: Soy un malhablado. Me relaja, me obliga a poner los pies en la tierra. Luke y Ollie, aquí presentes, son un par de mojigatos, así que la balanza queda en equilibrio.

Y después la homilía:

—Esto no es, repito, no es un período de adiestramiento. Resulta que no disponemos de dos años, sino de unas horas repartidas en un par de semanas. Se trata, pues, de familiarización, se trata de infundir seguridad, se trata de crear confianza contra viento y marea. De ustedes en nosotros, de nosotros en ustedes. Ustedes no son espías. Así que, por favor, no intenten serlo. No se les ocurra siquiera pensar que pueden estar bajo vigilancia. No son personas conscientes de una posible vigilancia. Son una pareja joven disfrutando de una escapada a París. Así que por nada del mundo anden entreteniéndose en los escaparates, mirando por encima del hombro o escabullándose por callejones. Otra cosa son los móviles —prosiguió sin la menor pausa—. ¿Han utilizado los móviles delante de Dima o su gente?

Habían empleado los móviles desde la terraza de su bungalow, Gail para llamar al bufete en relación con
Samson contra Samson
, Perry para llamar a su casera de Oxford.

—¿Alguien del grupo de Dima oyó sonar sus móviles alguna vez?

No. Categóricamente.

—¿Conocen Dima o Tamara el número de teléfono de alguno de sus móviles?

—No —contestó Perry.

—No —coincidió Gail, aunque sin tanto aplomo.

Natasha tenía el número de Gail y Gail tenía el de Natasha. Pero sus respuestas, desde todos los ángulos, habían sido veraces.

—En ese caso puedes facilitarles nuestros aparatos codificados, Ollie —dijo Héctor—. Azul para Gail, plateado para él. Y ustedes sean tan amables de entregarle a Ollie sus tarjetas SIM, y él hará lo necesario. Sus nuevos teléfonos estarán codificados solo para las llamadas entre nosotros cinco. Nos encontrarán a los tres en la agenda como Tom, Dick y Harry. Yo soy Tom. Luke es Dick. Ollie es Harry. Perry, usted es Milton, como el poeta. Gail es Doolittle, como Eliza. Ya consta en la agenda. Todo lo demás en los teléfonos funciona como de costumbre. ¿Sí, Gail?

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