No fue hasta que bajó de la plataforma tendida entre los caballetes, para apartarse a mirar lo que había hecho, cuando Daniel se dio cuenta de su presencia.
—Hola —dijo, más feliz de verla de lo que quería admitir—. ¿Cuánto hace que estás ahí?
—Unos cinco minutos.
—Lo siento. No te he oído entrar.
—Lo sé. Me encanta mirarte pintar. Además, no quería interrumpir.
—Tú nunca interrumpes —dijo—. ¿Me buscabas para algo especial o solo has venido a inspeccionar mis progresos?
—Tus progresos me parecen fantásticos, pero no he venido para eso. Solo me preguntaba… —Isobel vaciló, empezando a lamentar el impulso que la había empujado a ir y sintiéndose cohibida, algo poco natural en ella. Parecía tan violenta que Daniel se preguntó qué demonios le iba a decir.
—Es que —dijo y pareció que le costaba mucho ir al grano—, por casualidad tengo una mañana bastante libre… algo poco habitual. —Se detuvo de nuevo.
—¿Y?
—Y me preguntaba si querrías empezar ese retrato mío que Giles parece empeñado en que pintes. Pero seguramente no querrás dejar lo que estás haciendo ahora… y no tiene ninguna importancia.
—Claro que tiene importancia. Giles me dio una gran alegría cuando me pidió que te pintara… Además —dijo, mirándola, extrañamente conmovido por la expresión de inseguridad de su cara—, quiero hacerlo por mí, en cualquier caso.
La primera vez que se tropezó con Isobel le pareció una persona extravertida, despreocupada, cómoda en su piel, segura de su matrimonio. Ahora de repente se le ocurrió que parecía infeliz, y no solo por Edward.
—La verdad es que ya he hecho unos dibujos preliminares —añadió—; solo apuntes, nada importante.
—¡Dios mío! Pero ¿cuándo? Nunca te he visto.
El se echó a reír ante su sorpresa.
—Oh, de vez en cuando. Tengo el útil don de la invisibilidad.
—No te creo; yo siempre me doy cuenta de si estás o no. —Isobel, desprevenida, lo soltó sin pensar y luego notó cómo se ruborizaba.
—A mí me pasa lo mismo contigo —dijo Daniel, en voz baja, mirándola a los ojos.
Ella fue la primera en apartar la mirada y descubrió que, de repente, le costaba respirar, como si hubiera caído desde una enorme altura y se hubiera quedado sin aliento.
Daniel, que no había tenido muchas ocasiones en su vida para confiar en las personas o en los acontecimientos, pensó que acababa de conocer a alguien que carecía notablemente de doblez. Con Isobel, lo que veías era lo que tenías y lo que estaba recibiendo en aquel momento lo inundó de calidez, penetrando hasta su corazón, tan cuidadosamente provisto de aislamiento. No quería que se sintiera incómoda.
—Con frecuencia, la gente no se da cuenta de que los estoy dibujando porque están muy acostumbrados a verme con el cuaderno y el lápiz. Siempre estoy haciendo apuntes de algo.
—¿Como los gallos de Ed?
—Como los gallos de Ed; solo que tú eres un reto mayor que ellos. Ellos no tienen un rostro tan expresivo. Ven, te lo enseñaré. —Isobel lo siguió hasta el escenario y él abrió una caja plana, de madera.
—Ed tiene tus dibujos sujetos con chinchetas a la pared, encima de la cama —dijo Isobel—. Son algo precioso para él. —Se echó a reír—. Es halagador pensar que me he unido a Claws y Pecker y que ahora soy uno de tus modelos.
De repente volvía a estar cómoda, volvía a ser ella misma.
Daniel sacó unas hojas de papel y se las pasó a Isobel.
La había captado en varios estados de ánimo diferentes y en diferentes lugares, y había una fuerza y una inmediatez en los dibujos que resultaba deslumbradora. En uno de los bosquejos, Isobel estaba acurrucada en el sofá, absorta en la lectura de un libro; en otro aparecía con sus viejos y gastados vaqueros, cargada con el cubo de las gallinas, acompañada por Edward, y en otro más, Isobel tenía a Flapper en brazos y se inclinaba sobre la proa de la barca, con el pelo alborotado por el viento… una fuerte brisa que parecía llenar todo el dibujo.
Incluso la propia Isobel podía ver que el parecido era notable.
—Debes de haber hecho este cuando te llevamos a la isla. No tenía ni idea. Tan pocos trazos y, sin embargo, ahí estoy. Tienes un talento extraordinario, Daniel.
Le tendió otro dibujo. Esta vez ella lo estudió durante un largo rato en silencio, mientras Daniel observaba atentamente su cara, con una expresión inescrutable. Cuando levantó la mirada, Isobel tenía los ojos llenos de lágrimas.
Era un dibujo a lápiz con una aguada sepia, un retrato de Edward en el corral de las gallinas. No era en absoluto un intento de halago artificioso, no había ningún fingimiento. Allí estaba Edward con sus gafas, gruesas como culo de vaso, sus hombros encorvados y su postura torcida, sus manos torpes, con los pulgares muy largos, sus rasgos desiguales, ligeramente grumosos… todo estaba allí, pero Daniel también había captado la mirada de felicidad que a veces, cuando algo lo divertía o le gustaba en particular, le iluminaba toda la cara y le daba, para quienes tuvieran ojos para verlo, su propia y especial belleza. Era Edward en sus mejores momentos.
—Oh, Daniel —susurró Isobel—, no sé qué decir… —Pero su cara lo decía todo.
—Es para ti. Si lo quieres, claro. Me pareció que no aceptarías nada que no fuera absolutamente honesto, pero seguía sin estar seguro de si estaría bien que…
Habría sido algo absolutamente natural en Isobel echarle los brazos al cuello a Daniel y darle un abrazo enorme y espontáneo. No lo hizo. En cambio, permanecieron mirándose, apenas a un metro de distancia, sin que ninguno de los dos hiciera ningún intento por entrar en contacto físico. Sin embargo, era como si estuvieran fundidos en un estrecho abrazo, tan concentrados estaban el uno en el otro.
«Si puedo captar esa mirada que tiene ahora —pensó Daniel por un momento— habré hecho algo de lo que estar orgulloso. Habré dejado de refugiarme en las artes decorativas y dado un salto valiente.» Pero sabía que para él sería un riesgo muy grande. Tanto si lo plasmaba en el lienzo como si no, estaba seguro de que el rostro de Isobel, su expresión de aquel momento, quedaría grabado en su memoria para el resto de sus días. Pensó que, a diferencia de Lorna, Isobel tenía el tipo de físico que no te parecía hermoso a primera vista —era su calidez y su vitalidad lo que te impresionaba, no sus rasgos—, pero también pensó que, en cuanto percibías la belleza de su cara, nunca podrías verla de ninguna otra forma y siempre te preguntarías cómo era posible que no te hubiera deslumbrado la primera vez que la viste.
Isobel sentía como si la hubieran embrujado. Era absolutamente incapaz de moverse.
—Devuélveme el dibujo —dijo Daniel, finalmente—. Me gustaría enmarcártelo. —Lo cogió y sus manos se tocaron ligeramente al hacerlo. Vaciló un segundo y luego dijo con bastante brusquedad—: Bien, has dicho que venías a posar para mí, así que eso es, exactamente, lo que vamos a hacer ahora.
Se apartó de ella de golpe, fue a buscar un caballete, que estaba apoyado en la pared del fondo del escenario, lo bajó y lo montó. Luego cogió un lienzo y lo colocó en el caballete. Era bastante grande y Daniel había sujetado una tela de algodón ligero en la parte superior, tapándolo.
Cuando apartó la tela, Isobel vio que ya había empezado a hacer el bosquejo de su retrato.
—¿Soy yo?
—Lo será.
—¿Puedo mirar?
—No, definitivamente no —dijo Daniel, tajante, pero le sonreía con los ojos.
—¿Cuál de los bocetos usarás?
—Es probable que todos ellos. Tengo algo en mente. Lo verás cuando esté listo. Veamos, si extiendo aquí esta vieja alfombra —dijo poniendo una sobre el borde del escenario— y añadimos un par de cojines para que estés cómoda, ¿podrías sentarte ahí arriba, en el suelo?
—No estoy acostumbrada a posar. Me siento un poco ridícula. ¿Cómo quieres que me ponga?
—Como estés cómoda. Imagina que te has dejado caer entre los brezos, como hiciste en el picnic el otro día… puede que, al final, te pinte sentada en un muro, balanceando las piernas o acurrucada: es una postura muy habitual en ti. Por el momento, no importa mucho. Charla conmigo. Me gusta que me entretengan.
Isobel se sentó en la alfombra, rodeándose las rodillas con las manos, mirándolo, con Flapper enrollada a su lado.
—Tengo la impresión de que sabes muchas cosas de nosotros —dijo—. Somos tan charlatanes. Debemos de ser como un libro abierto para ti, un libro que sé que lees. Pero tú… no sabemos prácticamente nada de ti.
—¿Qué quieres saber?
—Todo.
—Oh, no —protestó él—. Nadie debería saberlo todo de nadie.
—Bueno, quizá no todo, pero los amigos deberían saber muchas cosas el uno del otro; de lo contrario, ¿cómo pueden llegar a intimar de verdad?
—Yo nunca he querido intimar con nadie.
—No te creo. ¿Nunca?
—No desde hace mucho, muchísimo tiempo.
—Apuesto a que eso no es verdad —dijo Isobel—. Apuesto a que solo tienes miedo. Lo que me gustaría saber es por qué.
Daniel no contestó. Pintaba con una gran concentración, mirándola de vez en cuando con los ojos entrecerrados, de forma que ella tenía la sensación de ser transparente.
—No es justo, Daniel Hoffman —dijo, riéndose de él—, que me pongas así bajo tu microscopio personal. Tú también tienes que revelar tus secretos, ¿sabes?
Daniel sonrió, sin comprometerse, y siguió pintando.
—Giles me dijo que tu padre se suicidó —insistió ella—. Me dijo que le hiciste sentir como un exhibicionista barato, por alardear de la horrible historia de su madre ante ti. Es algo que odio que haga, pero creo que este número tuyo de señor Misterioso es también una bravata, igual que su propia manera de provocar y, posiblemente, más pusilánime.
—¡Uf! —exclamó Daniel. Estaba sorprendido, no de que Giles le hubiera hablado a Isobel de su padre, sino de que hubiera admitido ante ella su parte de la conversación, una parte que, evidentemente, Isobel no aprobaba. Sintió una punzada de envidia al pensar en una intimidad tan llena de confianza entre esposo y esposa—. De acuerdo —dijo, sin dejar de estudiarla, sin dejar de pintar—. Dispara tus preguntas. No te garantizo que te conteste, pero supongo que tu petición es justa.
Le sonrió y un escalofrío de excitación recorrió a Isobel de la cabeza a los pies. Se preguntó en qué se estaba metiendo. En doce años de matrimonio, nunca se le había pasado por la cabeza que pudiera sentirse siquiera tentada por otro hombre que no fuera Giles. Se dijo que debía de ser a causa de Lorna, que todo se debía a que se sentía dolida y no estaba acostumbrada a estar celosa… pero no consiguió convencerse por completo. Sabía que era algo más. Era como la levadura, no ves que esté pasando nada y, de repente, una fuerza poderosa ha hecho que una posibilidad insignificante se haga mayor de lo que creías posible.
—Háblame de tu familia, de tu infancia —dijo—. He leído en algún sitio que si sabes qué es lo primero que alguien recuerda, tienes una importante clave para entender a esa persona. ¡Venga, rápido! No te pares a pensar… ¿cuál es tu primer recuerdo?
—Escuchar cómo mi padre cantaba canciones
yiddish
que había aprendido de niño de su propio padre —respondió Daniel al instante—. Yo estoy arriba, en la cama, y me deslizo al rellano para oírlo. Me siento en mitad de las escaleras, con mi pijama, y escucho cautivado. Se acompaña con su viejo violín y las canciones son tristes y evocadoras; me llenan de nostalgia de algún lugar en el que nunca he estado, de personas a las que nunca he conocido. Ese es mi primer recuerdo. Es tan vivido como si fuera ayer.
—¿Cuántos años tenías?
—No sé… unos tres. Seguro que no más. No cantaba esas canciones a menudo, pero cuando lo hacía, a veces lo hacían llorar. Era algo adictivo y perturbador.
—¿Por qué estaba tan triste?
—Justo antes de la guerra mi abuela trajo a mi padre a Inglaterra a visitar a su hermano. Mi tío era psiquiatra infantil y trabajaba con Karl König, el médico y educador que fundó la primera escuela Camphill, en 1940, basada en las enseñanzas de Rudolph Steiner. Se suponía que mi abuelo, también médico, se reuniría con ellos, pero no llegó a hacerlo. El abuelo Hoffman debía de saber muy bien lo que se avecinaba y envió a su esposa y a su hijo a un lugar fuera de peligro. Nunca volvieron a verlo. La mayor parte de la familia desapareció en el Holocausto.
—¡Oh, Daniel! —Los expresivos ojos de Isobel estaban llenos de aflicción—. Háblame de tus padres. ¿Eran felices? ¿Tenías hermanos?
—No. Mi padre era un hombre encantador; amable, poco práctico, idealista… aunque también podía ser muy divertido. Supongo que también estaba un poco chiflado; sufría unos ataques de depresión terribles. En Polonia, su familia era de clase media, judíos intelectuales, maestros y médicos, sobre todo, pero, claro, mi abuela aterrizó aquí sin dinero ni pertenencias. Cuando llegó, ni siquiera sabía más que unas pocas palabras de inglés. Era pintora, sobre todo autodidacta, pero buena, así que supongo que tengo que agradecerle mis genes artísticos. En cualquier caso, se quedó para ayudar en la comunidad donde trabajaba su hermano, a cambio de alojamiento y comida gratis para ella y su hijo; así que mi padre creció allí. Con el tiempo, consiguió el título de maestro en Camphill. Puede que a nuestra generación le parezca sorprendente, pero en los inicios del movimiento, la visión que Karl König tenía de una comunidad residencial terapéutica donde los niños con problemas mentales pudieran vivir y compartir la vida con gente normal en un ambiente familiar se consideraba muy revolucionaria. Yo nací en una de las comunidades Camphill.
—Ah —dijo Isobel—, eso explica que entiendas tan bien a Edward. Sabía que tenía que haber algo. Lo sé todo sobre Camphill.
Daniel no dijo nada más y siguió pintando en silencio. Isobel se sentía como si tuviera que arrancarle las palabras de una en una.
—¿Cómo era tu madre? No has hablado de ella. ¿Te criaste en una escuela Camphill?
—Parte del tiempo, cuando era pequeño, pero mi madre no soportaba el estilo de vida comunal ni a los niños a los que se dedicaban, que ella consideraba bichos raros. No puede haber habido una pareja más dispar que la formada por mis padres. Yo sigo yendo a la comunidad donde mi padre trabajaba, a echar una mano, de vez en cuando. Supongo que es lo más cercano a un hogar que he tenido.
—Pero ¿qué hizo tu madre?
—Desapareció cuando yo tenía cuatro años. Mi abuela ayudó a mi padre a cuidarme.