Fue en 1968, cinco años después de que regresara de Palermo con Nuruzzu para instalarnos aquí en la villa, cuando Leo subió zigzagueando una mañana por el camino de guijarros, abrió la portezuela del viejo Rover con el motor todavía en marcha, salió de detrás del volante, se estiró, sonriendo a Agata y a las mujeres que estaban en el jardín, y apoyó un dedo sobre sus labios para que no dijeran nada. Entró en la casa, buscándome, y llegó hasta la entrada del
salone francese
, donde yo seguía intentando interpretar a Saint-Saëns. Era un espectro largo y flaco que necesitaba mucho una afeitada y un buen baño; llevaba los mismos pantalones de montar y las mismas botas que la última noche que lo vi y yo llevaba su vieja chaqueta de ante. Las primeras palabras que le oí decir después de catorce años fueron: «Es un cisne, Tosca. La música ha sido compuesta para dar la impresión de un cisne; no hay ningún indicio de que se aproxima un elefante.
Piano, piano, amore mio»
.
No hace falta que grite, Chou. La oigo preguntar: «¿Por qué? ¿Por qué la dejó sufrir tanto tiempo? ¿Por qué no le dijo que estaba bien?». Lo cierto es que, en aquel momento, yo apenas necesitaba saber por qué ni cómo. Después de la primera gran convulsión de estupor, sentí un ruido en mi cabeza, como si una carreta avanzara lentamente por una calle adoquinada, y después, después de verlo allí de pie en la entrada, llegué a una conclusión grandiosa, sublime. Lo único que necesitaba era seguir mirándolo, correr hacia él, como había hecho aquella noche, con quince años. Aquella vez, sin embargo, me cogió en sus brazos y me aplastó contra su pecho. Aquella vez fue él quien me besó —mi cara, mi pelo y mi boca— y después se puso a dar vueltas y más vueltas, agarrándome con las manos por debajo de mis brazos, hasta que ya no supe si lo que veía era el final de un sueño o si el sueño no había hecho más que comenzar. Reímos, dimos chillidos y gritos de alabanza a los dioses, pero sin hablar aún: las palabras a menudo parecen ruidos mezquinos en momentos de pura alegría. Sin decir gran cosa todavía, cogí al príncipe de la mano y lo llevé a recorrer la villa; en lugar de explicárselo, le mostré lo que habíamos hecho juntos. Al andar, nos fuimos encontrando con todas aquellas personas de nuestro pasado: con la querida Agata; con el niño pelirrojo, Valentino, que se había convertido en un hombre muy bien parecido; con Olga, la de las mejillas de piel de melocotón, y con Cosettina, que se santiguaba y tocaba la cara de Leo, como si fuera la de san Francisco. Cosimo llegó corriendo de dondequiera que estuviese, con tanto alboroto como siempre, y los dos viejos amigos se abrazaron durante tanto tiempo que al final tuvimos que separarlos. Cuando llegamos a las cocinas, todas las viudas —también las que Leo no conocía de antes— produjeron una algarabía insoportable de alaridos y aullidos, salmodias y plegarias. Mafaldita estaba entre ellas. Se había mantenido apartada de las demás, que habían ido corriendo a rodear a Leo en un círculo de admiración, pero él la vio y enseguida supo quién era y fue hacia ella y la cogió en sus brazos, como había hecho cuando ella tenía seis años.
«Hay otra mujer hermosa que espera para darte la bienvenida a casa, Leo», le dije entonces. Atontado por la emoción y con todos los habitantes de la casa detrás, dejó que lo llevara a través del jardín. Nos detuvimos a la entrada de la tahona. Con el rostro cubierto de harina como el de una geisha, Carlotta y otras dos mujeres estaban sacando la segunda hornada y, con las palas, depositaban los panes redondos en cestas para que se enfriaran. Creo que Leo captó la escena antes que a las personas, porque se limitó a quedarse allí y a sonreír, hasta que Carlotta susurró: «Papà». Lo repitió en voz más alta y después corrió hacia él, gritando por fin: «Papà, papà!».
Hay otro pecado de omisión que debo confesar ahora. Carlotta es la versión italiana de Charlotte; en su caso, la princesa Charlotte. Cuando vino a vivir con nosotros, poco después de que yo regresara de Palermo, pidió que la llamáramos por su nombre italiano. ¿Por qué nunca le dije que era la hija de Leo? Ya conoce la respuesta: porque soy siciliana y ella también es siciliana. Le aseguro, Chou, que incluso después de todos estos años, sigo oyendo a Carlotta gritando «Papà». En aquel caso, las palabras no hicieron un ruido mezquino en medio de la pura alegría.
Incluso antes de que yo estuviera en condiciones de empezar a hacer preguntas, Leo comenzó a reunir los fragmentos para contármelo. Le diré que, a lo largo de días y de semanas, fue administrando cuidadosamente los acontecimientos, procurando asegurarse de que yo hubiera asimilado una parte antes de continuar con la siguiente. Ya me daba pavor llegar a esta altura de mi carta, porque las complicaciones de lo que me contó él, tanto al principio como después, a lo largo de los años, sumadas a las complicaciones de lo que me contó Cosimo, son abundantes y enrevesadas. Hay ocasiones en las que, aún ahora, me pierdo dentro de la historia. Sin embargo, debo intentar conducirla a través de ella o, de lo contrario, simplemente finalizar mi carta aquí, que es algo que bien podría decidir hacer, aunque primero intentaré reconstruir la historia de Leo.
Leo me dijo que fue Cosimo quien lo había salvado; lo salvó de sí mismo y después lo salvó del clan. La verdad es que estaba tan desesperado que había llegado a la conclusión de que debía entregarse a ellos, presentarse a aquel hombre, Mattia, que le había susurrado amenazas al oído la noche en que lo llamaron para reunirse con el clan. Leo había decidido hacerlo, aunque el clan no le hubiese dicho ni hecho nada durante los tres años posteriores a aquella velada. Nadie lo había molestado, salvo su propia imaginación fértil; sin embargo, como el miedo lo había erosionado hasta reducirlo casi a la locura, había decidido recordarle a Mattia su promesa.
Leo sabía que Simona y las princesas estaban a salvo —era evidente que estaban muy distanciadas de él—, pero lo que le preocupaba día y noche era que me hicieran daño a mí, a los campesinos o a Cosimo. Aunque creo que jamás lo haría, usted podría preguntarme por qué no se limitó a interrumpir sus actividades, a seguir ayudando a los campesinos de forma menos conspicua, evitando el enfrentamiento, y a vivir tranquilamente conmigo. En tal caso, habría sido la historia de otro hombre, Chou. Somos como somos para siempre.
En aquel momento, Leo prácticamente había concluido todo el papeleo de la partición de la tierra, de preparar los medios para que los campesinos pudieran vender sus cosechas, de abrirles una cuenta que les permitiera hacer extracciones dos veces al año, en caso de necesitar fondos para hacer frente a sus primeros intercambios con las ganancias y las pérdidas. Lo tenía todo calculado. Había hecho arreglos para mí y para Cosimo. Era como si, con todo aquello en su sitio y habiendo acabado su trabajo en la tierra, estuviera listo para pagar por lo que había hecho, como Mattia le había prometido que tendría que hacer. En síntesis, Leo dijo a Cosimo que no esperaría más a que el clan fuera a buscarlo, sino que iría a buscarlos él mismo. El príncipe no quería seguir viviendo encaramado al brocal del pozo.
Leo informó a Cosimo del día que pensaba ir a Palermo a ver al tal Mattia. Puso por escrito sus últimos deseos, instrucciones y advertencias. Dejó cajas de metal cerradas y sus llaves al cuidado de Cosimo. Fusionó las cuentas y transfirió a un lugar seguro los fondos, las escrituras y las joyas que habían estado depositados en distintos bancos. Estaba preparado. Mientras tanto, Cosimo había llegado, también desesperado, a su propia conclusión. Mientras le escribo todo esto, pienso en Isotta, la madre de Leo, y en cómo ella arregló todos sus asuntos y después se preparó para morir.
Anticipándose al viaje a Palermo previsto por Leo, el propio Cosimo se puso en contacto con Mattia. Supongo que al hombre le habrá intrigado que Cosimo le pidiera audiencia y, en cualquier caso, le fue concedida sin dificultad. Sin la menor señal de guardaespaldas —Cosimo había contado con la presencia de adláteres—, Mattia recibió al sacerdote solo en una sala llena de lilas, con la Callas cantando
La Traviata
. Aunque ninguno de los dos debía de sentirse cómodo, representaron el papel de viejos amigos y bebieron café y whisky y fumaron los cigarros toscanos baratos que le gustaban a Mattia.
Como correspondía, el sacerdote lanzó la primera volea: preguntó a Mattia por qué no se había llevado a Leo todavía, por qué lo había dejado, aparentemente, en paz durante aquellos tres años.
—¿Se dedica ahora la Iglesia a pedir confesiones? ¿Se trata, acaso, de otra aberración de Roma?
Un punto para Mattia. Cosimo prosiguió. Dijo a Mattia que el trabajo de Leo estaba casi acabado y comenzó a proporcionar detalles sobre las particiones, pero Mattia agitó la mano como diciendo «Ya lo sé. Ya lo sé todo», conque Cosimo le preguntó por qué había dejado que Leo continuara con unos programas que tanto desagradaban al clan.
Mattia respondió:
—Como somos hombres de honor, hemos tenido nuestras discusiones acerca de su príncipe, don Cosimo. Convertirlo en mártir habría provocado más dolor del que causará la ejecución de lo que usted llama sus "programas".
Mattia comunicó a Cosimo que, en su opinión, el dilema del clan con respecto a la manera de «deshacerse» del príncipe debía de haberle infligido un castigo mucho peor que la bala al corazón que llevaba tanto tiempo esperando. Cosimo corroboró que el siniestro plan del clan de no dirigirle la palabra y no hacer nada realmente había tenido un efecto brutal en Leo. Fue entonces cuando Cosimo dijo:
—Creo que ha llegado el momento de matarlo,
signor
Mattia.
Con aparente tranquilidad, Mattia miró a Cosimo y le preguntó si también había pensado en cómo y dónde podían deshacerse del príncipe.
—
Una lupara bianca, signor
Mattia. Cuando va a pie a través del prado hacia el
borghetto
. Hay pinares, hayedos…
—Un discurso muy bien expuesto y con toda la sangre fría necesaria, don Cosimo. ¿He de entender que se ha sumado a los que estamos en desacuerdo con el príncipe? ¿Acaso me he perdido alguna desavenencia entre ustedes dos? Eso me consternaría; quiero decir, que me consternaría estar mal informado, pero sí, efectivamente, blanca para un príncipe; sí, está bien; pero, dígame, don Cosimo, ¿qué es exactamente lo que gana usted con la desaparición del príncipe? ¿Lo que usted quiere es la
puttanina
? Es guapa, he de reconocerlo, aunque diría que la tiene desde que era niña. Perdóneme si lo ofendo. No me importa decirle que he pensado en quedármela para mí. Podríamos compartirla, don Cosimo. Cuando el príncipe ya no esté, ¿qué le parece si compartimos a la
puttanina
?
Cosimo se dio cuenta de que Mattia pretendía mortificarlo, enfurecerlo, descolocarlo, de modo que aguantó hasta el final y fue Mattia el que quedó desarmado. Cosimo dijo:
—Le daré mis motivos para esta
lupara bianca
, pero antes,
signor
Mattia, ¿sería tan amable de decirme qué gana usted con la muerte del príncipe Leo?
—La vendetta no es un concepto intelectual. Mis hermanos y yo obtendremos esa forma particular de tranquilidad que siente un hombre de honor cuando cumple su palabra. El propio Leo lo dijo aquella noche, ¿no se acuerda?: "Ustedes harán lo que deban hacer, pero yo también", dijo. Leo ha cumplido su palabra y nosotros cumpliremos la nuestra.
—¿Y si cumplieran ustedes su palabra de castigar a Leo, pero haciéndolo de una forma que fuera, como acaba de decir usted mismo, "un castigo mucho peor que la bala al corazón que está esperando"?
Cosimo contó a Leo que Mattia manifestó abiertamente su inquietud, que empezó a levantar y a colgar el auricular del teléfono que había en la mesa entre los dos.
—Cosimo, los dos tenemos muchas cosas que hacer. Le agradezco su visita y le aseguro que daré a sus palabras la consideración que merecen.
Cosimo dijo que Mattia se puso de pie y le tendió la mano, pero que él, Cosimo, permaneció sentado y dijo:
—Por favor,
signor
Mattia; todavía no he respondido a su pregunta: usted quería saber qué gano yo con la desaparición del príncipe. Creo que así es como usted lo formulo. La desaparición que pretendo, la
lupara blanca
que he mencionado, no tiene por qué implicar su muerte; puede significar su supresión, su exilio, el final de todas sus libertades: otro tipo de muerte. No tiene por qué consistir en su muerte física. Usted, como hombre de honor, cubrirá las formas, mantendrá su promesa de castigar a Leo; lo castigará aún más de lo que sus amenazas y sus silencios lo han castigado ya. El príncipe no es su enemigo. Él no le ha quitado nada; no ha incitado a la rebelión; no ha congregado a nadie para que se movilizase contra usted; él no quiere lo que usted tiene; no pretende poder ni influencia, sino sólo ayudar a medio centenar de hombres, mujeres y niños que tenían hambre. El príncipe también es un hombre de honor,
signor
Mattia.
Mattia no dijo nada. Como si estuviera en trance, cerró los ojos. Lo único que se oía en la habitación era a la Callas.
Cosimo volvió a hablar:
—A él le importa muy poco su propia vida; puede que algún día sepa usted qué poco, pero a mí sí que me importa su vida; no para compartirla con él, no para estar en su presencia, sino para saber que un hombre así sigue andando, con las limitaciones que sea, sobre esta pobre tierra nuestra. Esto es lo que he venido hoy a proponerle: destierre a Leo,
signor
Mattia. Decida usted cuándo, dónde y en qué circunstancias, según qué normas. Él lo acatará. Lo único que le suplico, además, es que deje en paz a la muchacha.
—¿A la
puttanina
? No se lo prometo.
—Eso significa que mi misión fracasa.
Como si Cosimo no estuviera allí, Mattia camina por la habitación, se sienta, camina, vuelve las páginas de un libro sin mirarlo, cierra los ojos, musita unas palabras que suenan como una oración.
—Lléveselo. Cuando vuelva al palacio, las instrucciones estarán esperándolo. Lléveselo mañana o esta noche. Convenza a todo el mundo de la
lupara blanca
. Ha sido sacerdote el tiempo suficiente para haber aprendido a mentir, Cosimo. Convénzalos a todos, sobre todo a la muchacha. Yo me encargo de su exilio, mientras usted se queda en el palacio para consolar a la viuda, a las hijas y a la muchacha. Si intentara siquiera hablar con el príncipe o él con usted, los mato a los dos. Y si Leo estableciera contacto, por fugaz que fuere, con la muchacha, la mato a ella: se la envío en una caja, y, si sigue vivo después de ver la manera en que ha muerto, lo mato a él también. Dígaselo.