Un verano en Sicilia (34 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

BOOK: Un verano en Sicilia
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Entonces fue Cosimo el que se puso de pie y tendió la mano a Mattia. Sin tenderle la suya, Mattia añadió:

—Pensé que había olvidado las historias que mi abuela y mi madre solían contarme de cuando eran jóvenes, sobre el hambre y el frío y el calor y el trabajo, y sobre las palizas, sobre que las golpeara y después las violara el capo del señor si lo contrariaban de alguna manera. Pensé que había olvidado todas aquellas historias, pero, por algún motivo, hoy me vuelven todas a la cabeza. Todas y cada una de ellas. Lléveselo, Cosimo; lléveselo antes de que me vuelva a olvidar de aquellas historias. Ah, y aquella chaqueta que lleva siempre, consérvela, désela a la muchacha.

Cosimo dijo que esto último sirvió para demostrarle que la vigilancia de Mattia era total, puesto que era verdad que Leo llevaba siempre la misma chaqueta de montar de ante, pero muy pocas veces había salido del recinto del palacio con ella puesta, conque la vigilancia se llevaba a cabo desde dentro.

Cosimo preguntó:

—¿Quién es,
signor
Mattia?

Dijo que entonces Mattia se echó a reír; reía y sacudía la cabeza. Acompañó a Cosimo hasta la puerta.

De modo que, gracias a los buenos oficios de Cosimo, Leo fue exiliado, en lugar de asesinado. Tiene dos preguntas en los labios, ya lo sé. ¿Qué habría ocurrido si el propio Leo hubiese ido a ver a Mattia? Y, sin la intervención de Cosimo o si Leo no se hubiese entregado, ¿qué habría hecho Mattia?

Se las he formulado tanto a Leo como a Cosimo. Ya se puede imaginar cuántas veces. Ninguno de los dos y, sin duda, yo tampoco, puede conocer la respuesta a la primera. Siempre ha habido un consenso vacilante entre los dos hombres de que Leo, en su estado de debilidad, tal vez habría expuesto la cuestión de forma menos convincente. En cuanto a la segunda pregunta, no parece caber duda acerca del resultado: Leo habría sido asesinado.

Conque Leo había vivido conmigo tres años en el palacio en un exilio que se impuso él mismo y después vivió catorce años en el exilio que le impuso Mattia. Querrá saber adónde lo enviaron, qué hizo, cómo vivió y con quién.

Llevaron a Leo a vivir a una finca cuyos trigales abarcaban todo lo largo y lo ancho de una meseta elevada. Los campos situados por debajo de la meseta quedaban a apenas unos cuantos kilómetros de las lindes occidentales de la tierra que él acababa de ceder a los campesinos. Tan cerca y, sin embargo, tan lejos. Una táctica retorcida, podría pensar usted, pero, como verá, no fue así.

Junto a un clan familiar numeroso de arrendatarios, Leo trabajaba como peón agrícola durante las estaciones de crecimiento y, en los meses más fríos, ayudaba a mantener en buen estado los establos y la alquería. Lo trataban como el trabajador valioso y el compañero agradable que demostró ser. Dormía en el desván tenebroso de una de las construcciones anexas, donde no estaba incómodo. Comía en la mesa con la familia y las mujeres de la casa se ocupaban de su vestimenta y de su ropa de cama. Aquellos montañeses sencillos lo invitaban a asistir y a participar en sus escasas excursiones y celebraciones. Aunque trabajaban mucho y vivían con sencillez, Leo dijo que aquella familia no parecía pobre. Más que vivir al día, parecían vivir de la forma que habían elegido. Un sacerdote itinerante iba a decir misa en una capilla en el campo todos los domingos. Parían a sus propios hijos y enterraban a sus propios muertos. Grupos reducidos de hombres y a veces de mujeres iban al mercado dos veces al mes, a una u otra de las aldeas más cercanas. Leo solía ir con ellos. Usted se preguntará si nadie lo reconocía en aquellas aldeas. Aunque vistiera ropas de pobre y puede que incluso adoptara modales de pobre, estoy segura de que quien hubiese conocido a Leo alguna vez lo habría reconocido con el aspecto que fuese, pero no olvide usted la inexorabilidad del silencio siciliano.

Varias veces al año, Mattia y su propia familia —su mujer y sus hijos grandes, con sus nietos— llegaban en una hilera de automóviles para pasar el domingo con aquella familia en el campo, la familia de Mattia. Efectivamente, aquel exilio que Mattia escogió para Leo no era otro que su hogar matriarcal y todas las personas con las que Leo vivía y trabajaba eran familiares suyos. Fregaban, sacaban brillo, cocinaban, recogían ramas y flores silvestres, subían toneles de la bodega; Leo decía que, para aquellos domingos con Mattia, la familia se preparaba como para la Navidad: él era su benefactor, su protector, el hijo pródigo.

Mattia siempre estrechaba la mano de Leo y lo miraba fijamente a los ojos. Mantenía apoyada su mano enorme y ancha sobre la espalda de Leo durante un rato y le preguntaba por qué tenía la copa vacía.

Mattia castigó a Leo —lo habría matado— por no respetar los dictámenes del clan, pero sólo de forma secundaria había que castigarlo por lo que había hecho en realidad: su intervención deliberada en un sistema jerárquico centenario que mantenía a los ricos en la holgura y a los pobres en la miseria. Era la afrenta, más que el hecho en sí. No le voy a quitar importancia al hecho, desde luego, porque, si todos los terratenientes hubiesen actuado igual que Leo, aquello habría afectado a los ingresos del clan de forma considerable. Era un trabajo mucho más limpio para el clan saquear a un puñado de terratenientes decadentes y muertos de miedo de lo que habría sido quitarles una miseria a miles de campesinos históricamente muertos de hambre blandiendo escrituras recién firmadas y escopetas de caza. Sin embargo, una vez más, el delito de Leo contra el clan consistió en alterar la jerarquía, aunque podría haber adoptado perfectamente otra forma; su falta de respeto se podría haber manifestado por alguna otra causa, pero lo que importa en este caso y lo que parece tan difícil de expresar con claridad es que Leo no fue castigado tanto por lo que hizo como por su afrenta. El duelo de Leo con el clan no era filosófico, sino de deferencia. Leo no se sometió al clan. Leo no dejó que el clan se impusiera. Un pecado mortal. Leo obligó al clan a darle un castigo ejemplar.

Sin embargo, si volvemos a la cuestión filosófica, verá que, a su manera —subvencionando a sus familiares que vivían en el campo—, Mattia hacía lo mismo que Leo había hecho por sus campesinos. No cabe duda de que las circunstancias y los resultados eran distintos, pero al final los dos, tanto Mattia como Leo, habían hecho lo mismo. No creo que hasta que Cosimo fue a verlo y estuvieron fumando cigarros toscanos y bebiendo whisky mientras cantaba la Callas… Creo que sólo entonces impresionó a Mattia aquella verdad: que tanto el príncipe como el jefe del clan tenían determinados sentimientos en común. Es posible que hasta su carácter no fuera demasiado diferente, el uno del del otro, y tal vez, sólo tal vez, Mattia comenzara a pensar que, en su lugar, él habría hecho lo mismo que Leo. Ya sé que son meras suposiciones.

Durante todos aquellos años, Leo nunca le preguntó a Mattia por el tiempo: cuándo podría marcharse de sus tierras ni si podría hacerlo y regresar a su propia vida. Tampoco Mattia mencionó la cuestión ni una sola vez. Creo que el exilio de Leo finalizó cuando murió Mattia. Nadie de los clanes se presentó en lugar de Mattia, aunque Leo esperaba algo así. Esperó que algún automóvil desconocido recorriera el largo camino de gravilla. Esperó durante un año después de la muerte de Mattia, pero no fue nadie, conque Leo supuso que su deuda estaba saldada y que era hora de marcharse de aquella finca. Aunque les daba tristeza perderlo, la familia siempre supo que Leo no se quedaría con ellos para siempre. No creo que ninguno de ellos supiera que Leo había sido su prisionero durante todos aquellos años. Supongo que Mattia les había pedido que le hicieran el favor de brindar refugio a Leo; les habrá dicho que Leo pasaba por un mal momento, que necesitaba mantenerse alejado por un tiempo. Puede que Mattia dijera a la familia que Leo era un fugitivo al que había prometido proteger, lo cual era más verdad que ficción. Además, no creo que Mattia involucrara a ningún otro miembro del clan en su decisión de dejar vivir a Leo. Ante sus hermanos, tal vez dijera que otra facción del clan era responsable de la supuesta
lupara blanca
. No habría sido la primera vez que varias facciones se atribuyen una muerte sin que nadie supiera cuál la había consumado en realidad. Podría haber concluido la cuestión de Leo de otra manera y a un coste elevado para sí mismo, pero logró concluirla. Fuera como fuere que la resolvió, no obstante, la resolución me incluía a mí. Mi seguridad. Mattia se aseguró de que ninguno de los clanes rurales impidiera mi partida ni me siguiera la pista en Palermo. Y esto no es ninguna suposición.

Pan y queso en los bolsillos y la lluvia tibia en el rostro; era mayo, finales de mayo, cuando Leo se despidió de la familia, salió a pie de los campos y bajó de los peñascos escarpados hasta los caminos a medio hacer que conducían de vuelta a su casa. Dijo que nunca esperó encontrarme a mí en el palacio, pero que tenía que empezar por allí; por allí tenía que empezar a buscarme: allí habría alguien y alguien sabría algo de mí. ¿Encontraría a Simona y a las princesas? ¿Encontraría a Cosimo? No podía decir nada a nadie de dónde había estado; no se lo diría a nadie más que a mí, pero ¿adónde me habría ido? ¿Habría arreglado mi vida de tal manera que su reaparición fuese una intrusión? ¿Amaría a otra persona, me habría casado? Llegó al palacio y lo encontró casi abandonado, prácticamente en ruinas. Subió las piedras interminables de la escalinata hasta la entrada, golpeó la gran cabeza de león sin lustre contra la puerta inmensa y gritó:


C'e qualcuno?
¿Hay alguien?

La puerta no estaba cerrada con llave y sus botas produjeron ruidos apagados e inquietantes en el largo corredor sin alfombras. Vio a Mimmo, que pasaba la fregona por las escaleras de mármol; lo llamó, pero Mimmo siguió con la fregona. Leo lo volvió a llamar. Entonces Mimmo, sin volverse para mirar al fantasma que tenía la voz tan parecida a la de su príncipe, respondió:

—¿Señor?

Leo lo llamó por tercera vez y, de nuevo sin volverse hacia él, Mimmo dijo:

—Llega tarde para comer, señor, pero veré lo que puedo encontrarle en la despensa.

—Tengo mi comida, Mimmo —dijo Leo y extrajo el pan y el queso sin envolver, un pequeño botín para una cruzada que había durado catorce años.

Con magnífica arrogancia siciliana, Mimmo apoyó la fregona en el pasamanos, sacó un llavero del bolsillo de sus pantalones y se lo arrojó a Leo por encima de la barandilla, permitiéndose tan sólo una mirada fugaz al fantasma; después volvió a coger la fregona y, mirando hacia abajo desde las escaleras, dijo:

—La encontrará en el pabellón de caza, señor. Se ha puesto más guapa aún, señor.

Cuando Leo se perdió de vista, Mimmo se sentó en las escaleras y lloró de asombro y alegría. Esto último me lo contó el propio Mimmo.

¿Me anticipo bien? ¿Quiere saber cómo reaccionó el clan ante el regreso de Leo? Ya ha quedado claro que Mattia, es posible que sin decirle a nadie cómo, zanjó la cuestión de Leo, pero, cuando él reapareció, aunque, evidentemente, no fue por las aldeas ostentando su resurrección, los clanes de toda la isla se habrán enterado al cabo de pocas horas. ¿Les sorprendió que ninguna de las facciones se hubiese deshecho del príncipe como habían creído durante tanto tiempo? ¿Lo habrían creído así en realidad? ¿Acaso alguno supuso o sospechó que Mattia había salvado a Leo? En tal caso, ¿estarían dispuestos o, sobre todo, serían capaces, siendo lo que eran, de no pretender vengarse de Leo en aquel momento? Muy fortalecido por la tranquilidad que le había impuesto su exilio, Leo opinaba que sí y Cosimo estaba de acuerdo. Yo también era más fuerte después de mi propio exilio y mis propias experiencias con los clanes y tenía mis propios motivos para opinar que no habría vendetta. Al final resultó que los tres tuvimos razón.

Para un siciliano, un engaño ingenioso rara vez clama venganza, porque la astucia es señal de respeto, y Mattia era lo más astuto que uno se pueda imaginar y, por tanto, muy respetuoso con el clan. Resulta que el clan prefirió fijarse en el respeto antes que en el engaño. Que el clan aceptara el engaño de Mattia no fue una rendición sino una resignación, una resignación abrumada y humilde, una especie de empate. Un siciliano a menudo prefiere empatar que ganar. A veces, un empate es mejor que una victoria. Negarle el triunfo al rival es más emocionante que saborearlo uno mismo. El triunfo de un siciliano consiste en negarle la victoria a su rival. Leo concedió a Mattia y, en esencia, al clan, su victoria, aunque Mattia no provocara la muerte de Leo. La victoria que obtuvieron Mattia y el clan fue mayor de la que habrían obtenido si simplemente hubiesen asesinado a Leo, si lo hubiesen hecho callar con aquella bala al corazón. Gracias a Mattia, el clan obtuvo más; mejor que causar la muerte de Leo, Mattia tomó la vida de Leo. Espero que me perdone mis repeticiones al tratar de explicarle todo esto, Chou. Es posible que lo haga tanto para mí misma como para usted.

Leo escogió las habitaciones de la parte alta de la villa y se encerró allí como un monje, sin esgrimir jamás su supervivencia como un trofeo o una señal de éxito, con lo cual supongo que habrá aplacado a quienquiera que aún anhelara matarlo. Fue la delicadeza de Leo con el orgullo y el amor propio de los demás, su refinamiento, su manera de ser tan poco principesca lo que mantuvo el equilibrio del empate y lo que habría hecho parecer vulgar cualquier malevolencia contra el príncipe envejecido.

El príncipe tuvo una encarnación reservada, casi misteriosa, durante los años comprendidos entre su regreso y su segunda muerte. Pocas veces se relacionaba con la gente de paso, los huéspedes, las personas que no pertenecían a la familia, salvo los miembros del clan, que lo visitaban con una regularidad casi obligada, que hasta podría considerarse afectuosa. Uno de ellos es Icilio, a quien usted conoció cuando estuvo aquí. Icilio era hijo de Mattia y es posible que el padre transmitiese al hijo una o dos palabras sobre Leo; no lo sé.

Cosimo había conservado la biblioteca de Leo. Catalogados en cajas y con tabaco desparramado por encima para evitar el moho y el hambre indiscriminada de las criaturas aladas, los libros de Leo se habían almacenado en la sacristía y detrás del altar, en la iglesia de San Rocco. Cuando regresé de Palermo, Cosimo y Mimmo trasladaron la mayoría de ellos a la villa. Creo que tanto como a mí, Leo echaba de menos sus libros y, por sobre todas las cosas, siguieron siendo sus trofeos. Leía junto al fuego o en la sombra de su logia. Cenaba y bebía poco, aunque con agrado. De vez en cuando comía en la mesa con todos los habitantes de la casa. Siempre estaba dispuesto a reunirse con cualquiera de las personas que vivían en ella, para hablar de los problemas más nimios y de los más graves. Me esperaba, me escuchaba, me amaba. Mi amor por él lo deleitaba. Como habíamos hecho en otra época en el espacio mucho más insignificante de nuestra alfombra rojo oscuro con las rosas amarillas, nos creamos todo un mundo en aquellas habitaciones. Mientras yo me ocupaba de la villa, él escribía, escuchaba música, tocaba la flauta. Montaba a caballo durante horas todos los días: en invierno salía justo antes de la puesta del sol y en verano, mucho antes del amanecer. A lo largo de los años, nunca dejé de pedirle que me llevara en sus cabalgatas, pero no me lo permitió ni una sola vez. Aunque racionalmente había descartado el temor a la vendetta, conservaba todavía un atisbo de terror por mí.

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