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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (27 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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»La ciudad tiene aspecto de recién saqueada. Junto a edificios negros y vacíos, como si se acabaran de extinguir grandes incendios en sus vientres, hay palacios magníficos que brillan sin avergonzarse, diría yo, de la cruel obstinación de su supervivencia. Palermo está en conflicto consigo misma. Qué bien que el tráfico se mueva con lentitud. Qué bien que el taxista bote al ritmo del chillido despiadado de su radio y que la borla de su fez se eleve hasta rozar el techo del taxi cada tres compases. Estos últimos veinte minutos o algo así son, de lejos, el período más largo que he pasado sin pensar en Leo y seguro que eso también está bien. Antes de lo que yo quisiera, el taxista frena bruscamente delante de un
palazzo
estrecho con estuco rojo, con ventanas en arco y con parteluces. Deposita mi baúl sobre la acera estrecha mientras reúno el dinero para pagar la carrera. Tan pocas veces he manejado dinero que echo demasiadas monedas en su manaza áspera. Con paciencia y sin dejar de botar al ritmo de su música, cuenta la cantidad exacta, se la mete en el bolsillo, me coge la mano, la vuelve palma arriba y deposita en ella el resto de las monedas. Me desea buenas noches. Me quedo allí mirando el taxi hasta que se pierde de vista. Saludo con la mano, demasiado tarde para que el conductor me vea, aunque estuviera mirando por el espejo retrovisor. Maniobro primero el baúl y a continuación la maleta para subir los escasos escalones de la entrada. Presiono el botón que hay debajo de una plaquita de bronce: "Pensione d'Aiello".

Aunque ella y yo hemos estado sentadas juntas durante horas todos los días de la última semana mientras me cuenta episodios y más episodios de esta historia, Tosca me mira casi sorprendida. ¿Cómo he llegado a estar aquí con ella al oscurecer, debajo del magnolio?

—¿Cómo fue su llegada a la
pensione
?

Una pregunta banal con la que pretendo introducirla otra vez en la historia, pero ella sonríe y se queda callada.

—Casi no recuerdo nada de aquella primera noche, de aquellos primeros días. Lo que sí recuerdo es lo que no ocurrió. Es que había pensado que, en un lugar nuevo, yo también sería otra; que el viaje me dejaría limpia y eclipsaría los ruidos. Esperaba dejar atrás los fantasmas, burlarlos. Había contado con que Palermo, el refugio de un lugar nuevo, el refugio de un viaje en tren y la simpatía de un hombre maloliente con un fez rojo hicieran por mí lo que yo no había conseguido hacer por mí misma, pero el hombre del fez rojo, el tren y la ciudad no pudieron con los fantasmas. Leo, Cosimo, Mattia. Todos ellos me esperaban, juntos, en la habitación del tercer piso de la
pensione
d'Aiello. Una y otra vez escuchaba a Simona diciéndome: "Tienes que encontrar tu propio camino a casa".

Ya me había acostumbrado a la manera de narrar de Tosca, ágil y elegante. Ya fuera vivaz o nostálgico, el tono pijo de su voz no titubeaba jamás. Seguía el rastro hacia atrás y hacia delante, atando los cabos que había dejado sueltos, y siempre había tenido algo que decir y algo que añadir, pero ahora es cauta.

—No creo que pueda hablarle de aquellos años en Palermo sin contarle la historia de otras personas junto con la mía y son historias que no me corresponde a mí contar. Hasta que me fui del palacio, la vida tenía que ver en gran medida con Leo y conmigo. En Palermo incluyó, llegó a incluir, a muchas personas más.

—¿Volvió a enamorarse? ¿A eso se refiere?

—Puede que a eso también, pero no sólo a eso. En aquella época, Palermo era una ciudad más explosiva aún que durante la guerra: una ciudad antigua y agotada, a punto de volver a renacer de sus cenizas, sólo que, en aquella ocasión, no la habían invadido los griegos ni los sarracenos ni los normandos, sino los jóvenes de las montañas, muchachos ávidos y desesperados que venían de estas montañas, y unos cuantos más que llegaron del otro lado del mar.

—¿Qué mar?

—Soldados estadounidenses. Me refiero a los soldados que volvieron a desembarcar aquí en 1943: algunos habían nacido en la isla, y habían emigrado y habían obtenido la nacionalidad estadounidense. La invasión estadounidense de Sicilia reformó los clanes, que abandonaron su trayectoria histórica como forajidos rurales: eran muchachos capaces de degollar por un saco de harina, para convertirse en otro tipo de delincuentes. Había tráfico de drogas, fondos estatales para malversar, dinero que se cobraba a cambio de protección y un mercado negro para explotar.

—¿Y qué tenía que ver todo eso con usted?

—Piense en los frescos del comedor, en los fragmentos dentro de las alegorías que están vacíos. Aquellos espacios en blanco están vacíos porque no quedaba lo suficiente del diseño original para que el restaurador pudiese recrear aquellas partes con autenticidad. El artista encargado de la restauración habría tenido que pintar sus propias figuras, con lo cual habría desvirtuado el valor intrínseco de la obra. Con la vida ocurre algo parecido. Hay espacios en blanco que no puedo rellenar.


Io capisco. Io capisco
. Comprendo —le digo mientras ella recoge su cepillo.

—Yo era una figura de Pirandello, Chou, un personaje en busca de autor, en busca de una historia. Estaba tan acostumbrada a la vida predeterminada del palacio, tan acostumbrada a las campanadas y a los rituales, hasta a que Simona me eligiera el vestuario y a que Agata se ocupara de mi ropa y de mí… En quince años, jamás había elegido por mí misma lo que iba a comer, jamás había pensado en lo que costaban las cosas. Nunca me había preparado mi propio baño. No sé ni siquiera si, desde que cumplí quince años y me di cuenta de que estaba enamorada del príncipe, no sé si alguna vez tuve un solo pensamiento que no lo incluyera a él. Cuando era una huérfana de seis años, había sido mucho más hábil en la empresa de vivir de lo que lo era a los veinticinco. Alguna vez pensé que Leo había hecho una mujer de la niña que había en mí, aunque puede que en realidad me hubiese conservado, creo que sin quererlo, como una niña. Me pulió, me estimuló, me educó y me protegió tanto que, sin él para infundirme vida, yo también morí. Un personaje en busca de autor.

»Elegí un vestido y me lo ponía todos los días: un vestido marrón oscuro con un motivo de camelias blancas y hojitas verdes; un chal largo de lana marrón; medias negras gruesas y zapatos negros acordonados. Me peinaba con una sola trenza que me llegaba a la cintura y me ponía un bolero blanco. Como no quería nada de la familiaridad forzada que habría surgido si me hubiese sentado tres veces diarias a la mesa de la
pensione
, mentí a los dueños: les dije que había arreglado para comer en otro sitio. Asediada por fantasmas, yo también sería uno de ellos.

»Solía bajar corriendo los tres pisos de escaleras alfombradas y salir discretamente por la mañana. Volvía con la misma discreción a descansar. Volvía a bajar por la tarde, antes del anochecer. Una última vuelta de la llave larga y plana en la cerradura y subía a mi habitación a pasar la noche. Dos veces salía y otras dos entraba sin decir una palabra. Era un fantasma sin complicaciones.

***

—Comencé a explorar la ciudad siguiendo a la gente. Algunos días me dejaba conducir a los muelles y otras veces, a los mercados. En cada lugar comenzaba a trazar mi propia ruta, a hacer mi propio mapa: dónde sentarme para observar las barcas; tomaba nota del horario en que las flotas llegaban, salían y volvían a llegar; las esposas de los pescadores que esperaban, rostros bronceados cortados por labios pintados, pechos que desbordaban de los ceñidos delantales de algodón, jerséis gastados que marcaban las cinturas ensanchadas. Con botas de goma parcheadas sobre medias sin zurcir, marchaban en columnas de tres o de cuatro en fondo hasta el borde del muelle y a mí me parecían una
troupe
deslumbrante. Las esperaba como si fueran amigas mías, olvidándome de que para ellas yo era invisible. En los mercados, siempre tenía a mano dos monedas de cien liras: una bolsa de ciruelas; dos cucharadas de pistachos salados con cáscara; siempre una rebanada de pecorino
pepato
y una barra de cuarto de pan de sésamo o dos panes árabes comprados a un hombre al que todos llaman "Santo". Aunque solía ir a los mismos puestos y comprar lo mismo durante días y días, nadie prestaba atención al fantasma bueno en que me había convertido. Si me daban algunas monedas como vuelta, las dejaba caer en la mano extendida de la gitana que olía a galán de noche y sudor rancio, que se ponía en cuclillas cerca de un pescadero que creo que era hijo suyo. Reconocía en ella a otro fantasma y ella fue, durante meses, la única persona que miré a los ojos.

»Aunque todo el que tuviera algo que comer comía en la calle, a mí me daba vergüenza hacerlo. Solía comer en un banco de la
Favorita
, mi atalaya entre las casuchas y los bidones de aceite del muelle, en cualquier sitio. Mientras desenvolvía el queso de su papel blanco grueso, a veces pensaba en la rebanada de pecorino que los pastores cincelaban de sus grandes quesos amarillo oscuro para Mafalda y para mí en los mercados y en cómo ella, pajarillo hambriento, mantenía la boca abierta para recibirla. Ahora podría comprar todo el queso que quisiese, como si tuviera hijos que alimentar, un marido que regresara a casa a comer: "
Di più, di più
, más, más", solía decirle al quesero, que trasladaba la gran hoja brillante de la cuchilla sobre una cuña de queso cada vez más grande. Yo trataba de saborearlo con la misma avidez que antes y cerraba los ojos, esperando en la lengua aquella explosión de calor fuerte y agrio, pero no sentía nada. Volvía a envolver el queso con el grueso papel blanco y me lo metía en el bolso y echaba a andar hasta que encontraba a un niño concentrado en alguna tarea o, con menos frecuencia, a un grupo de niños jugando y les ofrecía el queso. ¡Qué maravilla, qué éxtasis provocaba indefectiblemente aquella rebanada de queso! Aquel impulso siempre me hacía pensar en todas las emociones que componen el hambre.

***

—Fuera donde fuese, lo buscaba. Más que una búsqueda consciente o deliberada, lo mío era la persecución instintiva del amante buscando al amado. En el mercado, en el bar, en la calle, en el muelle, soy la eterna cazadora que sigue la pista a su príncipe muerto. Si por encima de la multitud sobresale algún hombre alto y rubio, se me paraliza el corazón. Echo a correr, serpenteando entre la muchedumbre, cruzo entre el tráfico, que frena en seco con un chirrido, para interceptarlo. "Leo, Leo", lo llamo y la gente me deja pasar, me insulta o me aclama, encantada con la escena clásica de una mujer persiguiendo a un hombre; sus ojos me dicen: "Alcánzalo, bésalo, mátalo, haz lo que tengas que hacer, pero alcánzalo". Por eso, no me llamó la atención en absoluto ver un buen día a mi madre.

»Creo reconocer su belleza frágil en una mujer que está de pie entre los que esperan un autobús. Zarcillos de cabello de color pajizo caen de un pañuelo que lleva sujeto por detrás de la cabeza, igual que mi madre. Un vestido de algodón azul claro, con hombreras, y manoletinas de piel negra con calcetines cortos blancos de algodón doblados a la altura de los tobillos, como vestía mi madre los domingos. Me detengo al final del grupo, como si yo también hubiese ido a esperar el autobús, y miro fijamente a la mujer que, estoy segura, es mi madre. A diferencia de las veces en que me acercaba a un hombre que yo pensaba que era Leo y después me daba cuenta de que no era él, seguro, ahora no me cabe ninguna duda. La parte de mí que está en su sano juicio sabe que es la locura de la pena lo que hace que se me aparezca en este momento. ¿Por qué no me mira? ¿Cómo es posible que no me vea, si yo la veo a ella? Me acerco más y la miro con descaro; la estudio como si fuera de cera.

»—
Mamà
, soy yo —le digo bajito—.
Mamà
, ¿me ves?

»—Tosca —susurra—.
Che cosa ci fai qui?
¿Qué haces aquí?

»No es mi madre, sino Mafalda, ¡Mafalda!, que tiene ahora la misma edad, casi la misma edad clavada que tenía mi madre cuando murió, la que tenía mi madre la última vez que la vi. En los casi trece años transcurridos sin ver a mi hermana, se ha convertido en la sosias de mi madre, su doble.

»—
Ciao, piccola
—le digo y ella se deja abrazar, pero no me corresponde.

»—¿Qué te trae tan lejos de tu palacio, Tosca?

»Se desprende de mí, se arregla el pañuelo y entorna los ojos para no derramar lágrimas.

»—Yo… Ahora vivo aquí.

»—Vaya, ¿tiene tu príncipe también un palacio por aquí?

»—¿Por qué no me dijiste dónde estabas? ¿Por qué me abandonaste o te escondiste de mí o hiciste lo que fuera que hicieses?

»Llevo a Mafalda hacia un asiento que acaba de quedar vacío, porque ha llegado el autobús, pero ella me aleja, extiende la palma de la mano y me pega en la mejilla.

»Me golpea tres veces antes de que yo atine a sujetarle el brazo. Grita:

»—¿Yo? ¿Que por qué te abandoné yo a ti? ¿Estás segura de recordar las cosas como realmente ocurrieron, Tosca? Tú me dejaste y dejaste a papá y…

»—Mafalda, para. ¡Para! Tú no lo sabías, eras demasiado pequeña para entenderlo, pero la verdad es que papá me vendió a Leo. Me cambió por un caballo, Mafalda.

»—Ya lo sé. Ya sé que fue así como comenzó. Te encanta decirlo, ¿no es verdad, Tosca? Te encanta ser la víctima, la pobre huerfanita vendida a un príncipe. La verdad es que papá te hizo un favor al enviarte con ellos. No te vendió como esclava, después de todo, sino que te introdujo en un cuento de hadas, pero tú podrías haber vuelto. No te tenían prisionera, ¿verdad? Puedo entender que te quedaras allí un tiempo, un año o dos, aunque sólo fuera por el alivio, por el cambio. Tú también eras pequeña y te llamaba la atención, pero ¿quedarte? Jamás pensé que te quedarías con ellos. Te esperé y papá también te esperó.

»—Mientes. Papá me abandonó y tú lo sabes. No me dejaba volver. ¿Acaso lo has olvidado?

»—Te estaba poniendo a prueba; hasta yo me daba cuenta: quería que le demostraras que preferías vivir con nosotros antes que con ellos. Eso es lo que creo, Tosca, pero tú te rendiste con demasiada facilidad a las tentaciones del palacio.

»—Tenía nueve años, Mafalda. Estaba asustada y enfadada y triste y hambrienta, y sí, en aquel momento de mi vida, supongo que prefería a Leo antes que a papá, pero me quedé en el palacio, en parte, porque me pareció que era la mejor manera de ocuparme de ti. Eras demasiado pequeña para comprenderlo y puede que yo fuera demasiado pequeña para llevar a cabo mis planes tan bien como habría podido. Sí, tienes razón: me llamaba la atención, pero ocuparme de ti era lo que me había propuesto hacer y lo hice, ¿no? ¿Acaso no iba a verte siempre que podía y te llevaba regalos? Pero cuando tú te marchaste y después se marchó papá también, no pude hacer otra cosa más que esperar. Recuerda que eras tú la que sabía dónde estaba yo. Leo y Cosimo se esforzaron durante años por encontrarte, siguiendo hasta el mínimo rastro. Escribieron a las comunas y las diócesis de los pueblos y las aldeas en las que había empadronadas personas con tu nombre y el de mamá y más de una vez viajaron para hablar con alguien que conocía, alguien que recordaba… pero en vano. Yo también he estado enfadada contigo, Mafalda.

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