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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (23 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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»Me di cuenta de que tenía miedo, pero no por él mismo, sino por mí. Juntos en la quietud temprana del bosque, yo sería un blanco tan fácil como él; por eso nuestros paseos matinales a caballo se interrumpieron de golpe, al igual que mis excursiones solitarias. Mi propio temor creció con fuerza, sin revelarse. Poco a poco, Leo fue podando y comprimiendo nuestras vidas, que ya eran reservadas. Como un niño que arrastra un palo por la arena, trazó los límites de su reino inexpugnable. Como si el clan no pudiera escalar los muros, teníamos que vivir dentro del palacio. No nos aventurábamos más allá de los jardines, los huertos de limoneros, el
borghetto
y algunos de los campos más cercanos. "Sin embargo, esto pasará. Ahora está sufriendo el primer impacto de un miedo espantoso, pero recuperará la paz en primavera", me decía a mí misma. Que recuperaría la paz en la primavera siguiente a aquella. Durante casi tres años, en el mejor de los casos fue tan sólo una quimera, pero, incluso así, su paz iba y venía. Rendijas de luz desde detrás de la sombra. Sin embargo, en todo aquel período, no recibió más invitaciones lacradas en rojo en sobres de papel grueso de color vainilla a la hora del desayuno. Tampoco interrumpieron sus días ni citaciones ni reprobaciones. Ni una serpiente en la hierba por la que se dignaba pasear. Aunque nunca más volvimos a salir a caballo juntos ni volvimos a hacer nuestras breves excursiones al mar, nos adaptamos. En realidad la forma en que vivimos durante aquella época no era tan diferente de como habíamos vivido cuando yo era más joven. Volvimos a respetar los rituales otra vez. Era la única vida que las princesas habían conocido y aquella con la cual, cuando estaba presente, Simona se sentía cómoda. Si queríamos ropa nueva, los comerciantes o sus representantes acarreaban baúles y traían armarios sobre ruedas al pequeño
salone
. Si una noche queríamos música, se invitaba a algunos concertistas a cantar y a tocar. Si queríamos cenar en el
borghetto
, atravesábamos los prados cargados con cestas de dulces y frutas para ir a ver a nuestros vecinos. A menudo trabajábamos por las mañanas en los campos, codo con codo con los campesinos o con los
ortolani
en los huertos del palacio. Yo quería aprender a cocinar, de modo que me quedaba con el grupo del palacio entre las fuentes para el horno y las ollas que hervían a fuego lento y los montones de harina puestos en fila en la mesa de madera restregada en la que se amasaban el pan y la pasta. Siempre había invitados, más aún que en mi primera época. Generaciones de primos, tías viudas y tías abuelas que habían enviudado mucho antes, además de cuñados y amigos de amigos, venían y se marchaban y volvían a venir, como si fuera verdad, como si de verdad se sintieran más seguros en grupos grandes. Si había cuchicheos entre ellos, jamás me enteré. De alguna manera y en algún momento, me había convertido en uno de ellos.

***

—Era el día de la Ascensión, el día en que dicen que el agua dulce se convierte en agua bendita y en que los campesinos se van a bañar en las aguas curativas de Jesucristo que asciende al cielo y después descansan al sol, comen pan con jamón y beben vino. Si bien en aquel día de precepto siempre habíamos ido con los campesinos, en aquella ocasión Leo prefirió quedarse tranquilamente en el palacio, aunque el día no había tenido nada de tranquilo.

»Poco después de la puesta del sol, Leo, Cosimo y yo estamos de pie en la carretera junto al
borghetto
, esperando que pase la procesión de carros viejos que transportan a las mujeres a su casa. Vemos las luces desde lejos, desde el otro lado de los campos segados en primavera, los destellos de los faroles que se balancean colgados de los ejes de los carros. A medida que se acercan, oigo los carros que chirrían y crujen bajo el peso de las mujeres sentadas sobre sillas vacilantes, con chales de encaje sobre las trenzas y alrededor de los hombros. Sé que van cogidas de la mano y aguzo el oído para escucharlas entonar su canto llano bajo la luna naciente de mayo. Me gustaría estar con ellas en sus sillas inclinadas, oscilando al ritmo de las palmadas sobre los flancos de los caballos y de las fuertes pisadas de sus cascos sobre las piedras antiguas.

»Sin embargo, no hemos venido al
borghetto
a dar la bienvenida a los campesinos, sino a prepararlos para lo que van a encontrar, para lo que ya no está allí. Seguro que sentirán el olor a humo y verán las manchas negras que se arremolinan en el crepúsculo. Ha habido un incendio. Lo provocaron con habilidad y lo dejaron arder furiosamente mientras los campesinos estaban fuera. Dejaron que se quemara el
borghetto
. Desde la galería del palacio, donde nos fuimos a sentar con el café esta mañana, Leo y yo vimos las llamas que brotaban de los edificios. Los hombres del personal del palacio las habían visto antes que nosotros y ya iban hacia allí, Cosimo entre ellos. Habíamos telefoneado a varias de las aldeas y llegó más ayuda. Arrojamos los utensilios de jardinería en la plataforma de un camión. Nos pusimos en fila, echamos paladas de tierra, pasamos agua del pozo en los cubos que se usaban para dar de comer a los animales. Armas sencillas para frenar al monstruo, incluso cuando se agotaba, incluso cuando agonizaba. Los dormitorios son lo que menos se ha estropeado. La
mensa
, las cocinas, la capilla son esqueletos de piedra colmados de ceniza ardiente. Sabemos, puede que todos sepamos, que este incendio es como una tarjeta de visita. El clan es un pretendiente perseverante; es ingenioso, imprevisible y persuasivo.

»De todos modos, al día siguiente los funcionarios que Leo ha hecho venir desde Enna investigan el lugar con meticulosidad de arqueólogos. El fuego no ha sido provocado. No se puede determinar que fuera premeditado. No ha sido obra del clan, sino una simple distracción, una distracción de los panaderos. Cuando el horno había alcanzado la temperatura suficiente para introducir la masa de pan con levadura, los panaderos, como siempre, barrieron el suelo del horno para quitar las pilas de brasas candentes y echaron cubos llenos de cenizas encendidas detrás de la tahona, pero aquella mañana, con las prisas por marchar con los carros que partían hacia el río, fueron poco cuidadosos y las brasas, que no estaban húmedas, cayeron sobre hierbas secas, demasiado cerca del montón de leña. La hierba seca hizo de yesca y las brasas prendieron la madera. El fuego se avivó y se expandió y, cuando llegó a las bombonas de gas para cocinar que estaban en la
mensa
, estalló. En lugar de sentir alivio al saber que el incendio ha sido accidental, Leo se resiste a creer a las autoridades. "¿Acaso no es posible que alguien recibiera instrucciones de llamarlo 'espontáneo'? ¿Quién puede estar seguro? Después de todo, ¿no somos los sicilianos expertos en guardar secretos, hasta el último de nosotros?" Mucho más que sus ya habituales manifestaciones de terror quijotesco, aquel incidente del incendio y la negativa de Leo a aceptar que fuera fortuito me demostraron la gravedad de sus desvaríos y, para hacerles frente, la lógica es tan débil como el hilillo de agua que no pudo apagar el fuego.

—Una noche, durante el largo periodo que duró nuestro asedio, Leo vino a mis habitaciones. Agata le abrió la puerta cuando él llamó. Yo estaba sentada al pianoforte, con un vestido castaño plateado que cubría la banqueta, intentando interpretar a Saint-Saëns; lo seguía intentando; seguía practicando
Le cygne
. Leo se acomodó sobre el
divanetto
.

»Empecé a articular en silencio las palabras incluso antes de que él las dijera en voz alta:

»—Es un cisne, Tosca. La música ha sido compuesta para dar la impresión de un cisne; no hay ningún indicio de que se aproxima un elefante.
Piano, piano, amore mio
.

»—Es que soy tan grande y estas teclas son tan pequeñas… ¿Qué hago con toda mi fuerza?

»—Es curioso, pero precisamente de tu fuerza querría hablarte esta noche.

»Me levanto de la banqueta y me acerco a él para recibir sus dos besos recatados y él me sienta al borde del pequeño escabel que hay delante de su asiento. Sin preámbulos, dice:

»—En esencia, no tengo herederos. Soy el último, el último descendiente de este linaje mío, noble e innoble. No tengo hijos varones; sólo aquellos dos reflejos de su madre que parlotean y hacen frufrú, benditas sean. Simona las ha criado como mascotas suyas; yo sólo les he dado mi apellido. Es como si ella se las hubiese ingeniado para separar y sustituir hasta la sangre mía que había en ellas, aunque Dios sabe que, si se casó conmigo, fue precisamente por mi sangre, aunque de esto ya te hablaré. Te lo repito: no tengo herederos. No me preocupa en absoluto el bienestar material de Simona, puesto que es propietaria de más tierras y más edificios espléndidos de los que ha tenido tiempo o ganas de ocuparse. Nuestro matrimonio estuvo motivado no sólo por las deudas de mi padre, sino también por la astucia del suyo. Su padre no aportó nada como dote, ¿sabes?: fue una muestra de arrogancia inconcebible. Quería que la riqueza de su hija quedara para ella y que ningún villano se la gastara en beber o en ir de putas o en juegos de azar. Desde luego, el marido tendría los beneficios periféricos de su riqueza, pero sólo tendría acceso a la parte que la propia Simona considerara digna de compartir. Si Simona hubiese sido encantadora, talentosa o simplemente amable, simplemente tierna, habría tenido pretendientes incluso en condiciones tan adversas como aquellas, pero que no fuera nada de todo aquello tuvo consecuencias y, cuando mi padre propuso que me casara con ella, estaba peligrosamente cerca de los veinticinco, la edad oficial en la que una mujer que nunca se ha casado se convierte en
zitella
, "solterona", y su padre se había ablandado, aunque no mucho. Los dos hombres habían sido amigos toda la vida. Mi padre, Laurent, necesitaba ayuda y, aunque sólo fuera por guardar las apariencias, la hija de Federico necesitaba un marido. Todo se llevó a cabo con elegancia. Cumplí mi obligación y fui correcto en mi relación con Simona, pero no interrumpí algunos aspectos de mi vida anterior. Tenía dieciocho años, Tosca: era apenas un niño, un niño al que envían a cumplir su obligación en nombre de su familia. Era algo parecido a ser enviado a la guerra. "Desde la cama de la rica
zitella
, nos traerás la salvación a todos, hijo mío." El acuerdo salió bien para todos, o al menos eso creía yo hasta que me enamoré de ti. Lo que te quiero decir con todo esto es que tú eres mi familia, Tosca: tú y Cosimo y los campesinos, y que todo lo que tengo será tuyo. Cosimo y yo nos estamos ocupando de esto.

»Lo había estado escuchando como si me contase una fábula, pues sí, una fábula extraña y triste; por eso, cuando dijo: "Para sellar el pacto, quiero darte esto", me sobresalté. Por más que yo ya sabía buena parte de lo que me estaba contando, aunque puede que no lo supiera de forma tan fría y detallada, escucharlo todo junto de aquella manera me produjo dolor y algo parecido al enojo.

»—Tu padre fue tan cruel como el mío —le digo.

»Sacude la cabeza en defensa de su padre. Intenta con torpeza desabotonar el bolsillo del chaleco de su arrugada chaqueta de montar de ante, que, aunque hace tres años que no monta a caballo, es lo que se pone casi siempre. Sus dedos largos y gruesos tiemblan mientras intenta coger algo que tiene guardado allí. Extrae un bolsito que parece un sobre, hecho de una seda acolchada de color marrón oscuro. Leo lo abre y saca un collar: una esmeralda cortada a escuadra cuelga de una cadena corta trenzada de oro rosa. Lo sostiene sobre la palma abierta, ofreciéndomelo, y me dice:

»—Siempre he imaginado que esto, que colgaba del cuello de mi madre sobre mi cuna cuando ella me cantaba, debió de ser el primer objeto que vi. No es probable que sea verdad, pero ¡qué importa! Hasta la noche que murió, no recuerdo haber visto jamás a mi madre sin esto. Si nos hubiéramos casado, este habría sido mi regalo de bodas para ti.

»No cojo el collar. Apenas lo miro, sino que lo miro a él e intento decirle que no es una esmeralda lo que quiero ni lo que necesito, ni siquiera la esmeralda de su madre. Intento decirle que me habría encantado ser su novia, pero que me conformo con ser lo que soy para él, por más que, hasta aquel momento, nunca había estado segura de lo que podría ser aquello, y tengo claro que no quiero ser su heredera. Le digo todo esto y le digo más y él me presta atención. Guarda el collar otra vez en el sobre marrón oscuro.

»—Mi madre se llamaba Isotta. No sé si te lo había dicho alguna vez.

»—Sí, me lo habías dicho —le contesto.

»—¿Alguna vez te he contado cómo murió?

»—No.

»—¿Puedo contarte esta historia, el final de su historia, ahora mismo?

»—Desde luego.


Signora
Isotta, no puede hacer esto —le dijeron las enfermeras.

»—Si tratáis de impedírmelo, haré que os estrangulen en vuestra cama. Traedme a Leo enseguida.

»Las dos enfermeras habían entrado en su habitación con la intención de prepararla para dormir, pero mi madre tenía otra idea sobre la manera en que quería pasar la noche. Yo estaba esperando por allí cerca. Esperaba que Isotta enviara a una enfermera a buscarme o que una de ellas viniera a decirme que había muerto. Yo ya llevaba días y noches caminando de un lado a otro y durmiendo y fumando en el saloncito que había en el pasillo, cerca de su habitación. Me permitían sentarme junto a su cama y acariciarle un ratito la cabeza, hermosa y anciana, cuando las enfermeras consideraban que estaba bastante tranquila para soportar la excitación que le provocaba mi presencia silenciosa. Sin embargo, allí estaba ella, de pie junto a la cama, con una amplia sonrisa en su hermoso rostro.

»—Ay, Leo, ¡cuánto te quiero! Seguro que te lo he dicho centenares de veces, pero te diré una vez más lo orgullosa que me siento de ser tu madre.

»Se me acercó y extendió la mano para tocarme la mejilla; a continuación pasó a mi lado y corrió hacia la ventana y la abrió bruscamente, invitando a la fría tarde de febrero a entrar en aquella habitación que olía a muerte. Era la primera vez que respiraba aire puro desde que se la llevaron corriendo al hospital, casi una semana antes. Las cortinas grises, que apenas se movían, se volvieron locas y se pusieron a ondear como si se sintieran felices. Pidió almohadas; las exigió.

»—Dos, no cuatro.

»Las despojó de sus fundas blancas y extendió las suyas, más bonitas, que extrajo de su maleta, junto con su camisón y una chaqueta de raso a juego con puños anchos de encaje. Roció la habitación de neroli y se echó más en el pelo, que se recogió y sujetó en lo alto de la cabeza en un pastiche desordenado, soltando mechones que le caían por las mejillas en forma de tirabuzones. Había tenido el cabello rubio, como el mío, y así lo seguía teniendo, en su mayor parte. Era hermosa. Anunció que se iba a dar un baño y lo hizo. Sostenía en el brazo el camisón de raso y la chaqueta de raso, una toalla grande como una sábana, con una sola I mayúscula, bien definida, bordada en hilo de oro. Sostenía en la mano el jabón en un bote floreado. Regresó después, con el cabello arreglado con más gracia aún y, como si de un momento a otro esperara invitados para cenar, encendió velas y sirvió whisky en dos copas finas.

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