Un verano en Sicilia (10 page)

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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

BOOK: Un verano en Sicilia
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»Y así se fue fraguando mi plan para huir, para escapar del demonio rubio y sus higos confitados, sus avemarías, su esposa con las cuentas en el vestido y sus hijas con las mariposas en las medias, el plan para huir del palacio y regresar a mi vida con Mafaldita. Como aún no estaba en condiciones de escapar del palacio para siempre, tendría que conformarme con las escapadas que hacía dos veces por semana para ver a Mafalda y llevarle comida. Hallaba una paz relativa en mi alma de nueve años, si estaba segura de que mi hermanita no pasaba hambre. No sé por qué no me preocupaba casi nada por su seguridad, por qué confiaba en que el corazón de mi padre, a pesar de lo negro y frío que era, no haría daño a Mafalda. Después de tantos años, todavía no sé por qué confié en él, pero lo hice.

»No tardé en comenzar a complementar la recogida de alimentos con el acopio de ropa para mi hermana. No fue tan ostensible como aquella vez, durante la primera semana, cuando le dejé mi delantal blanco nuevo y regresé al palacio vestida con la bata azul con rosas rosadas de mi difunta madre. No fue así. Con elegante sutileza, de vez en cuando cogía unas medias de la cesta de costura de Agata, o un vestido, una falda pantalón, una camiseta de seda con una cinta rosa alrededor del cuello. Algunas veces de mis propias cosas y otras, de la pila que quedaba en la cesta de la ropa sucia que había en el exterior de las habitaciones de Yolande y Charlotte, robaba lo mejor que podía encontrar. Cogía jerséis, chales y mantas de viaje de los salones y del aula y hasta de la capilla. Nunca saqueaba las habitaciones privadas, sino que me apoderaba de las cosas que quedaban atrás o se olvidaban o se perdían en las habitaciones que todos compartíamos. El botín era maravilloso. Mafaldita y yo escondíamos de nuestro padre los tesoros femeninos de seda y de lana en el cuartito donde se guardaban las tinas de lavar, las fregonas y las escobas, donde él no entraba jamás.

»Cuando mi hermana tenía siete años y yo acababa de cumplir los diez, habíamos reunido para ella un verdadero ajuar, al menos para nuestros ojos asombrados. Tenía suficiente comida, ropa, mantas, libros y chucherías para mantener a una princesa campesina en su lugar y entonces mi parte árabe comenzó a exhortar a Mafaldita a vender el excedente en los mercados. Con la misma compostura que había usado yo para adquirir las mercancías, ella ofrecía los artículos de uno en uno y sólo de vez en cuando. Las mujeres empezaron a buscarla, a preguntar si no tenía, por ejemplo, un camisón u otro chal con flecos largos de seda. Evidentemente, si nuestro padre se hubiese enterado, si alguien le hubiese revelado la verdad: que su hija estaba vendiendo en los mercados artículos robados y escondiendo liras en el dobladillo de su enagua, no sé con que severidad la habría castigado y no por lo que ella había hecho, sino por no haberle entregado a él sus ganancias. Sin embargo, ni nos preocupamos de que alguien se lo contara a nuestro padre. Es lo maravilloso de ser siciliano, una de las cosas maravillosas: el silencio. Es decir, que mi padre no encontró nunca la comida guardada ni la ropa ni el bolsillo secreto en el dobladillo de la enagua o, si lo hizo, no se enfrentó con Mafaldita ni tocó sus tesoros.

»Organicé mis visitas para no ver a mi padre; eso me pareció de lo más ingenioso. Semana tras semana y mes tras mes, una Juana de Arco serena cabalgaba a toda prisa sobre la carretera blanca y las patatas, el azúcar y las faldas pantalón de encaje eran mis armas contra el hambre de Mafalda. Como era una niñita arrogante, nunca percibí el rastro del demonio rubio en todas mis empresas. Fue Leo. Mucho después me enteré de que fue él quien despejó mi camino hacia Mafalda. Él comprendió que nos añorábamos y fue él quien ordenó a Agata y al caballerizo y a los demás que me facilitaran el trabajo, que escondieran la muñeca de trenzas rubias, tejida con pequeñas espigas de maíz y vestida con un largo vestido blanco, en la caja de madera de la
dispensa
y que desparramaran chales y jerséis por la capilla y los salones. Fue Leo.

C
APÍTULO
II

—Fue Leo el que, al cabo de un tiempo, empezó a invitar a Mafaldita a comer en el palacio los domingos con la intención, fácil de deducir, de que al final se quedara a vivir allí. Enviaba un chófer a buscarla por la mañana y ella se veía envuelta en los rituales dominicales del palacio. No tardó en convertirse en la niña mimada del personal y hasta Yolande parecía encantada con ella. La llamaban
pupetta
, "muñequita", pero mi hermana, aterrorizada simplemente por la cantidad de gente que se movía en el palacio, por su manera de hablar y de mirarla, por todas aquellas caras que se agachaban hacia ella y las manos desconocidas que le tiraban de los rizos, no correspondía a su afecto. Mientras que a mí me sentaban de maravilla las proporciones desmesuradas del palacio, Mafaldita se encogía; se aferraba a mí, sólo me hablaba a mí y apenas gimoteaba alguna palabra a los demás. Mafaldita era huraña, hosca: lloraba en misa y lloraba en la mesa y las lágrimas se derramaban a través de las manitas regordetas que apretaba contra sus ojos.

»—
Amore mio, cos'hai?
¿Qué te pasa, mi amor? —le preguntaba una y otra vez y ella se dejaba caer de los cojines de raso del banco de la iglesia o de la almohada de damasco rojo de su silla hasta un lugar seguro donde llorar—. ¿No quieres vivir aquí conmigo? —le preguntaba—. Aquí tendrás tres vestidos bonitos y comerás pasteles glaseados de color violeta todas las mañanas a las once, como la princesa del cuento. ¿Te acuerdas?

»—Ya no me gustan los vestidos bonitos ni me gustan los pasteles. Quiero que vuelva mamá y que vuelvas tú y que vuelva papá también. Es decir, quiero que deje de estar enfadado todo el tiempo. ¿Por qué se han ido todos, Tosca? ¿No te das cuenta? Si me voy yo también, no quedará nadie en casa esperando por si alguien vuelve. ¿No lo entiendes?

»La respuesta de mi hermana a aquel momento de nuestra vida ha sido siempre un símbolo para mí y me ha demostrado que lo que nos determina no son los acontecimientos ni los traumas ni sus autores, sino las piedras: cómo caen las runas cuando las tiramos. Yo era yo y ella era ella. Éramos hijas del mismo hombre y la misma mujer y habíamos vivido la misma vida y, aunque nos queríamos la una a la otra con todas nuestras fuerzas, éramos el día y la noche. Y así fue: la mismísima Mafaldita frustró el plan de mi padre y de Leo de ir a vivir al palacio. Se había nombrado a sí misma guardiana de la casita de la calle blanca al otro lado de las dos colinas. Ella sabía cuál era su sitio, aunque el resto de nosotros lo hubiese olvidado.

—Pero ¿qué fue de Mafalda? ¿Vino a vivir al palacio a pesar de todo? Ahora está aquí; ¿cuándo…?

—No siga interrumpiéndome. Tenga paciencia y sus preguntas tendrán respuesta a su debido tiempo. Déjeme contar la historia como la recuerdo.

«¿Seguir interrumpiendo? Si casi no he ni respirado», me digo a mí misma. Asiento con la cabeza y ella prosigue.

—La vida en el palacio, a menudo disciplinada, armoniosa y en ocasiones tumultuosa, desconcertante, comenzó a parecerme cada vez más mi vida. Aparte de los placeres carnales de la mesa y de los encantos estéticos del sitio en sí, el aula fue el primer lugar en el que me sentí cómoda y allí era yo la
diva
.

»Había aprendido a leer a los cinco años, un logro bastante insólito para un niño en nuestra aldea y más aún para una niña que para un niño. Mi madre me había enviado a la escuela del convento, donde
suor
Diana, una monjita regordeta con pelos en la barbilla y aliento a regaliz, era
maestra
. No creo que hubiera más de veinte alumnos en total en todos los cursos. Fue ella,
suor
Diana, la que me insistía para que me sentara con los niños mayores, que estaban aprendiendo a leer, en lugar de con los de mi edad, que todavía repetían a gritos el alfabeto, y los sábados, cuando solía ir con las monjas a limpiar la iglesia y a preparar el altar para la misa del domingo,
suor
Diana y yo pasábamos juntas una o dos horas, el tiempo que pudiéramos dedicarle, y ella me ayudaba a leer. Me leía en voz alta y me hacía leerle en voz alta. Cuando me llevaron a vivir al palacio, yo ya había desentrañado todos los libros de texto, todos los libros sin tapas y de hojas arrugadas que había en las estanterías de la biblioteca infantil del convento, todos los folletos de la iglesia sobre las misiones en Guadalajara y en África occidental y, cada vez que podía echar mano de uno, me leía el periódico de cabo a rabo y, cuando no comprendía algo, marcaba las páginas con un lápiz azul grueso. Solía llevar el documento profanado a mis sesiones de los sábados con
suor
Diana y, entre misterios y fábulas, ella me traducía la extraña jerga del periodismo y me revelaba las historias más fantásticas aún de la política y las artes y las fechorías de un grupo de hombres del campo muy malos que el periódico llamaba "el clan".

»Así fue como a los nueve años yo leía mucho mejor que Yolande, que tenía casi nueve también, mientras que Charlotte, a los siete, seguía leyendo con esfuerzo libros ilustrados de veinte palabras. No es que las princesas fueran menos inteligentes que yo, sino que su educación era tan amplia que todavía no dominaban ninguna disciplina en particular. En su plan de estudios, bastaba con tener nociones de francés y un nivel incluso más bajo de inglés; se hacían leves alusiones a la geografía mundial y la historia italiana. La jornada de las princesas comprendía fundamentalmente latín, catecismo, las
Vidas de los santos
, música, pintura y labores de aguja, mitigadas por el comportamiento y la elocución, y yo tenía que adaptarme a su instrucción. Al principio, empecé a pedir más para leer, devoraba lo que me daban y pedía más todavía. Dudando de mi comprensión, los profesores me pedían que contara las historias de los libros que había leído:
un divertissement
, así lo llamaba
mademoiselle
Clothilde, la tutora, gobernanta,
professoressa
francesa, para animar los breves intervalos entre estudios. Agata solía traernos leche manchada con café y galletas dulces y duras y yo me ponía de pie y hablaba de un libro u otro. Un día invitaron al demonio rubio a escuchar mi sinopsis de
Cuore
de De Amicis y yo, inspirada por su presencia, supongo, o, aún más, por una genialidad de los dioses, hablé extensamente y con algo más de confianza de lo habitual: expuse mis ideas con amplios movimientos de brazos y adorné mi exposición con comparaciones con otros libros del género y citando, de vez en cuando, uno o dos pasajes o tal vez una frase del texto. Cuando por fin hice una reverencia a Leo, como me había enseñado a hacer
mademoiselle
Clothilde, y a continuación ocupé mi sitio entre las princesas, se produjo un silencio. Nada de aplausos corteses ni murmullos de "brava" mientras mordíamos los dulces. Las princesas permanecieron impávidas, con el rostro hacia arriba, tan rígido como sus corpiños de shantung, y los demás profesores también permanecieron inmutables tanto rato que yo, sin aliento y eufórica por la tarea que sabía que había hecho bien, tuve la impresión de ser la única que seguía viva dentro del espectáculo embotado del aula. Entonces Leo se puso de pie, me dio las gracias inclinando a medias la cabeza y llamó a los profesores al extremo opuesto de la habitación, donde dio instrucciones sucintas y trascendentales para que se intensificaran mis estudios, y a continuación se marchó. Una vez más, fue Leo.

 C
APÍTULO
III

—A partir de aquel día, leí, escribí y estudié como un acólito jesuita y me fui apartando cada vez más de la frivolidad recargada de la vida en el palacio. El propio Leo se encargó de enseñarme latín, incorporó clases de griego y amontonó en mi mesa de lectura un volumen tras otro de mitología griega, de modo que llegué a saber más sobre la vida de los dioses antiguos de lo que jamás había sabido sobre los santos. Una vez le pregunté si no cometía un pecado al estudiar a los dioses paganos en lugar de leer las
Vidas de los santos
, pero él, que estaba de pie, se sentó a mi lado y dijo, como si me hiciese una confidencia, que algún día comprendería que no había ninguna diferencia entre los santos y los dioses paganos, que eran personajes muy similares, tal vez con determinadas partes de sus biografías y otras partes de sus caracteres más exaltadas en una época histórica que en otra. Aquella aclaración despreocupada, aunque discreta, me había dejado pasmada y con la boca abierta, pero el príncipe aún añadió algo más.

»—Fue el hombre el que se llevó a los dioses del Olimpo y los colocó en la iglesia, Tosca; les dio otros nombres y cambió sus historias para que se adaptaran, por así decirlo, a necesidades más contemporáneas. Esto no es ni malo ni bueno, sino simplemente lo que ocurrió. A medida que progreses en tus estudios tanto de mitología como de religión, tú misma verás las similitudes y has de estar abierta a ellas. Creo que Deméter, la diosa de la agricultura y la maternidad, recuerda acontecimientos en la vida de la Virgen María. Aprende todo lo que puedas sobre Deméter, Tosca, porque está muy presente en toda nuestra vida, sobre todo en la de los que vivimos donde ella vivió.

»Me pongo a temblar ante la nueva revelación de que la diosa griega de la agricultura, que, según me ha informado el príncipe, tanto se parece a la madre de Dios, vive en algún ala remota del palacio.

»—¿Dónde quedan sus habitaciones, exactamente?

»—Su templo, Tosca. Las ruinas del templo de Deméter quedan en una montaña, fuera de las murallas de Enna, y también hay ruinas de otro de sus templos justo aquí, en nuestras tierras.

»Calmada por los kilómetros de distancia entre la diosa y yo, me preocupa que viva en unas ruinas.

»—Algún día comprenderás el esplendor de todos los dioses y su importancia para conocernos a nosotros mismos. Ellos son nosotros, Tosca, y nosotros somos ellos.

»Quiero preguntarle si don Cosimo está de acuerdo con todo aquello de que Deméter se parece mucho a la Virgen María y por qué no hay ninguna estatua suya en la capilla o por qué no hay una santa Deméter, pero se pone a caminar de un lado a otro, abriendo los brazos y hablando en griego y después en latín y a continuación en francés hasta que por fin vuelve a dirigirse a mí en italiano.

»—¿Ya has conocido a Safo, Tosca?

»Me encojo, pensando que aquella Safo debe de ser la hermana gemela de santa Rosalía, pero oigo que me dice que era una
poetessa
.

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