»—"Deja atrás Creta y ven a este templo sagrado, / donde el gracioso manzanar / circunda un altar en el que humea el incienso" —cita, libre ya de toda teatralidad. Repite las frases y me pide que las repita con él. Lo intento. Más que recordar todas las palabras, huelo el incienso y se lo digo. Me dice que ya lo sabe.
»El príncipe consultaba constantemente a los otros profesores sobre mis adelantos y guiaba el proceso global de mi educación. Yo tenía acceso ilimitado a su biblioteca. Cuando subía por la escalera de caracol a la torre que la albergaba, él siempre parecía estar allí. Solía abrir las pesadas puertas y verlo, despeinado en medio del caos de sus volúmenes. Yo hacía una reverencia; él, una inclinación de cabeza. Las lámparas situadas detrás de cada silla arrojaban sobre su mesa una luz melancólica, tan tenue y amarilla que los lomos encuadernados en cuero que se apilaban a su alrededor parecían sombras. Sin embargo, yo podía olerlos, aquel olor agradable y refinado de los libros viejos, y solía coger la linterna de la mesa y subirme a la escalera para buscar lo que quería; a continuación tomaba asiento, dejando siempre una silla vacía entre Leo y yo, pero de todos modos bastante cerca: cerca de su propio perfume, el olor a neroli y a
tweed
húmedo y al barro que conservaban sus botas. En un sereno remolino de alegría, iba penetrando en Safo.
»Algunos días, las oraciones y los paseos por el jardín e incluso las comidas me parecían interrupciones a mis estudios. Prefería mis libros a nuestras comidas que duraban dos horas. Todo el proceso de vestirse y de desvestirse y de volverse a vestir, los gorjeos de admiración de los invitados y la familia que estaba de visita con respecto a las princesas, el juego de luz y sombra sobre el estado de ánimo de Simona y Leo. Además, había aumentado la oleada de visitantes, de personas que se instalaban para quedarse, a causa de lo que Leo y Cosimo llamaban
la grande guerra
, la gran guerra. Parecía que nuestra región de la isla quedaba relativamente a salvo y por eso el palacio se convirtió en una especie de refugio. Yo estudiaba más.
»Cuando hacía calor, leía en los jardines o entre los limoneros, tendida sobre un banco largo de mármol, cuyas patas en forma de garras de león se retorcían en las raíces de los árboles y se hundían a medias en la blanda tierra negra. Sujetando el libro sobre mi cabeza, me tumbaba allí, bajo el baldaquino secreto, mientras las grandes hojas oleosas de los árboles formaban cortinas que imponían la penumbra a mediodía.
»Siempre que podía suplicar una dispensa, con la excusa de un dolor de cabeza, me quedaba sola en mis habitaciones. A la primera euforia que había sentido en el palacio sucedió una especie de gratitud por el mecenazgo, porque me mantuvieran, sin preocupaciones ni obligaciones, para que pudiera aprender.
»Los únicos rivales de mis estudios eran los caballos. Apreciaba una de las yeguas egipcias del establo por encima de todas las demás y Leo se encargó de que la guardaran para mí y me la prepararan todas las mañanas. Salía a cabalgar con el grupo que tocara aquel día. Leo y Cosimo siempre estaban presentes y siempre iban delante. Sobre todo si no conocía bien a los demás jinetes, cuando eran invitados que acababan de llegar, por ejemplo, me quedaba cerca de Leo y Cosimo. Aunque había superado hacía mucho mi época de montar a pelo, Leo sabía que no me importaba prescindir de las formalidades de la silla, de modo que solía desmontar, revisar mis estribos y mis cinchas y decirme que me irguiera más. A veces alargaba la mano hasta la parte baja de mi espalda.
»—Arquea aquí, aumenta la curvatura —decía, presionando con fuerza.
»Aquello me gustaba, me gustaba mucho, de modo que al día siguiente me encorvaba más, esperando su mano. Aunque solía comenzar siguiendo las huellas del grupo, no tardaba en marcharme por mi cuenta, ávida de velocidad y riesgo.
—A última hora de una tarde de invierno de 1942, Leo me pidió que fuera a pasear con él por el jardín. No era frecuente que me llamara así. Recuerdo que hacía mucho frío y que yo había salido sólo con el chal de Agata, que ella siempre dejaba colgado de un gancho junto a la puerta del jardín. Me lo había echado con descuido encima de mi largo vestido de lana gris y Leo me lo ajustó un poco más y me reprendió por no haberme puesto el abrigo. Me acuerdo de que lo hizo y también de pensar que, si no quería que tuviera frío, debía de ser porque tenía que darme alguna mala noticia.
»—Han enviado a Mafalda a vivir con la hermana de tu madre, querida. Tu padre vino a verme esta mañana para decírmelo, para que yo te lo dijera a ti. Es que ella no ha estado bien y, como tu padre no puede quedarse en casa a cuidarla y como Mafalda se ha empeñado en no venir a vivir aquí con nosotros…
»Se interrumpe, porque sabe que sé lo que Mafalda ha elegido.
»—Pero hemos dispuesto una forma de mantener el contacto con ella, con tu tía y los demás que viven en Vicari. Haré que te lleven a verla en cuanto la situación sea más segura. Mientras tanto, tu hermana está en buenas manos, igual que tú, y eso es lo que importa. Con los tiempos que corren…
»Habla cada vez con mayor rapidez, intercalando sandeces como si hablara con una chiquilla, como si hubiese olvidado que tenía doce años, casi trece, como si él no supiera lo que yo sabía tan bien: que hacía tiempo que mi padre trataba de dejar a Mafalda con algún familiar. Leo hablaba como si hubiese olvidado que yo ya había aceptado que mi padre no quería vivir con mi hermana como tampoco quería vivir conmigo. Que Mafalda se haya resignado a vivir sin mí, en cambio, me hace mucho más daño. Durante los tres últimos años, había creído que la nuestra era sólo una separación física; ya no lo era.
»—Por favor, ni se te ocurra que puedes recorrer a caballo los ochenta kilómetros que hay hasta Vicari como hacías en una época con los pocos que te separaban de tu casa; quiero decir, de tu otra casa.
»Se siente incómodo hasta con la conversación más sencilla acerca de mi vida antes de venir al palacio. Lo ayudo.
»—No lo haré. Creo que podría, pero no lo haré.
»—Tengo la dirección para que puedas escribirle o enviarle algo, si quieres.
»—Sí, gracias.
»Resultó que la dirección que mi padre le había dado a Leo no tenía nada que ver con el lugar al que envió a mi hermana o al menos no permaneció allí mucho tiempo y, cuando Leo mandó decir a mi padre que necesitaba verlo, se descubrió que ni siquiera él vivía ya en el criadero de caballos, que los establos estaban vacíos y la casa, abandonada.
—Aunque parezca extraño, Chou, ni antes ni durante ni después de aquel otoño y aquel invierno ocurrió en mi vida nada en absoluto que indicara que el mundo fuera de palacio estuviera en guerra. Dejando aparte las noticias de los periódicos y los programas de radio que Leo y Cosimo y los hombres que estuvieran residiendo en palacio en aquel momento escuchaban con tanta atención, todo parecía increíblemente igual. En realidad, me pareció escandaloso que una mañana, cuando las tres nos dirigíamos hacia el aula, Yolande dijera:
»—¡Ay! ¡Qué cansada estoy de esta guerra y sus privaciones!
»Hasta Charlotte pareció desconcertada y, evidentemente, yo no sabía de qué privaciones hablaba. Explicó que no llegarían más pastelillos con las provisiones semanales procedentes de Palermo, porque no había azúcar. Dijo que se lo había dicho su madre. ¿Podíamos imaginar algo así? ¿Que no hubiese azúcar?
»Dejando aparte los pastelillos, al cabo de un tiempo ya no quedaban provisiones que traer de Palermo, aunque nunca me enteré de eso tampoco. Jamás oí hablar de raciones ni de bombardeos ni de la cantidad de jóvenes italianos que morían o eran tomados prisioneros en el frente ruso, ni de los que morían de frío con aquellos uniformes adecuados para el Mediterráneo o de hambre incluso antes de que pudiera llevárselos el invierno ruso. Salvo la falta de azúcar, ninguna otra verdad mancilló el cumplimiento puntual de los acontecimientos en la vida de palacio para nosotras tres. Ni siquiera se hablaba de una verdad más próxima a casa: que en el
borghetto
, a seiscientos metros de las brillantes cancelas doradas del palacio, los niños se habían ido y a veces se seguían yendo a la cama sin cenar o que las reservas que guardaban los campesinos en sus
magazzini
estaban muy mermadas, si no agotadas, y que, hasta que en primavera no se cosechara el trigo, no tendrían pan sobre el hule que cubría sus mesas restregadas. Lo que sí comencé a comprender fue que Leo estaba algo distraído, apesadumbrado, incluso más silencioso de lo habitual. Durante el último período de la guerra, él y Cosimo y un grupo reducido de los hombres de la casa se ausentaban durante días, desaparecían; puede que Simona estuviera al corriente, pero no se lo decían a nadie más. A su regreso, traían un camión o un carro desconocido, cargado de aceite y latas de verduras y carne, sacos de arroz y comida para los animales que quedaban, todo cubierto con lonas y trapos para dar a la carga la forma inquietante de cuerpos dormidos o muertos. Habían ido a negociar con los estraperlistas de Palermo o donde fuera que se pudieran conseguir productos. Supe que Leo había desembolsado cantidades increíbles de hermosos billetes de diez, de veinte y de cincuenta liras para que sus campesinos pudieran comer y que, en las últimas semanas, las de más hambre, antes de que los huertos y los campos empezaran a producir, cuando ya no se encontraban productos de estraperlo en ninguna parte, Leo abrió las despensas del palacio a los campesinos y, cuando estos dudaban ante el último barril de aceite, el príncipe les aseguró que había más, aunque no era cierto. Cosimo todavía cuenta con qué habilidad Leo intentaba convencer a las cocineras del palacio para que usaran manteca cuando ya no quedaba más aceite.
»—Pero la manteca es rancia, señor; es verde como la hierba.
»—Así es cuando sabe mejor. Id a preparar un buen pudding de manteca. ¿Quedan ciruelas? Ponedle algunas.
»¡Cómo le gusta a Cosimo contar aquel diálogo! La pobre Simona no sólo no tenía dulces, sino que tuvo que comer ciruelas con manteca, mientras los campesinos aliñaban lo que fuera que comiesen con su mejor aceite virgen y su confesor sofocaba las risas y desplazaba por el plato los trozos de aquel pastel horroroso. En su dedicación al bienestar de sus campesinos durante la guerra, Leo salió triunfante.
»En 1943 desembarcaron en la isla los estadounidenses. Los alemanes llevaban más de un año allí, protegiendo la patria de sus aliados italianos, e instalaron su puesto de mando en Enna, pero, cuando grandes cantidades de estadounidenses, con sus cañones y su armamento pesado, atravesaron las olas del mar Tirreno y llegaron a las costas sicilianas aquel día de mayo, las tropas de los
tedeschi
, muy inferiores en número y mucho peor pertrechadas, optaron por retirarse. Unos días después de la llegada de los americanos, el rey Víctor Manuel declaró nulo el poder de Mussolini para gobernar y puso a un general llamado Badoglio al frente del gobierno, del gobierno que fuese. A principios de septiembre de 1943, Italia solicitó oficialmente un armisticio a los aliados, con lo cual para nosotros se había acabado la guerra. Como ya he dicho, ni me enteré de que hubiera comenzado.
»La única desgracia que traspasó los muros del palacio adoptó la forma de tres estadounidenses. No recuerdo cuántos centenares o millares de soldados americanos se alojaron en Enna, primero como liberadores, ¿o debería decir "conquistadores"?, todavía hay gente que no se pone de acuerdo sobre este punto, y a continuación como guardianes de la paz después del armisticio. Se requisaron hoteles, casas y villas particulares, conventos y cuarteles militares para alojarlos. Leo fue a ver a su comandante y lo invitó a comer.
Noblesse oblige
. Cosimo intentó disuadirlo, advirtiéndole que, si los estadounidenses veían la belleza del palacio, seguro que lo reclamaban también, pero Leo estaba convencido de que tenía que mostrarles la nobleza de la vida y la cultura sicilianas. Orgullosos de que sus hijas y su pupila pudieran dirigirse a los invitados en su propia lengua, nos acicalaron perfectamente para aquella ocasión. Con ramilletes de rosas blancas en las manos y repitiendo nuestro mantra "Good afternoon, sir, and welcome to our home", esperamos en la galería. En realidad, no sé lo que Yolande o Charlotte o yo esperábamos de aquellos militares yanquis, pero sin duda fue algo diferente de lo que vimos. Uno era muy grueso y alto; creo que ése era el general. De los otros dos sólo recuerdo la voz, que sonaba estridente en el santuario del gran comedor. Nos parecieron escandalosos por los ruidos que hacían al masticar y por su forma de reír, con la boca llena abierta. Leo se encogía y Cosimo resoplaba con suavidad dentro de su copa. No recuerdo si Simona estuvo presente. Una vez dicho y hecho todo, a mí los estadounidenses me parecieron encantadores a su manera, tal vez porque fueron el único símbolo que vi de cerca y del que tuve conocimiento en toda la confusión de aquella época. Sólo una década después y en otra vida, llegué a comprender en parte lo que había sido
la grande guerra
.
***
—Píndaro y Julio César, las inevitables
Vidas de los santos
, francés, inglés, literatura italiana, geometría, astrología, piano. Asistía a misa en los bancos de la familia, me servía puddings en la mesa familiar, iba del brazo de las princesas en los paseos familiares por el jardín. Era uno de ellos. No era uno de ellos. Debió de ser por aquella época, a mis catorce años, cuando empecé a despertar yo también la admiración de los visitantes. El clan familiar. La huérfana salvaje de ojos verdes se había convertido en una joven de habla educada, graciosa e inteligente. Se cuchicheaba.
»—¿La has oído tocar a Brahms?
»—Dicen que se sabe Virgilio de memoria.
»—Un acento parisiense perfecto.
»—Una amazona excelente.
»—
Poverina
, y pensar en lo que habría sido su vida de no ser por Leo.
»—El príncipe tiene tan buen corazón.
»—El príncipe tiene tan buen ojo.
—Poco después de que se firmara la paz, Leo y Simona ofrecieron una fiesta. No había muerto ni uno solo de nuestros jóvenes ni de los hombres que habían sido llamados a filas o se habían presentado como voluntarios para combatir. Habían ido a la guerra once hombres del
borghetto
y seis que trabajaban en el palacio y, aunque tres habían sido gravemente heridos, habían vuelto los diecisiete.