—Comprendo. En realidad, no soy inglesa sino estadounidense y prefiero el vodka.
—También tengo.
Se pone de pie y, con su andar varonil, se dirige al otro extremo del
salone
y se detiene delante de un armario estrecho, cuya madera rugosa está pintada de un verde amarillento claro, como el corazón del apio. Abre la puerta y deja a la vista un bar (con espejos y tapizado con terciopelo negro azulado) que podría competir con el del vestíbulo de cualquier buen hotelito de Manhattan, Viena o Roma. De una neverita negra esmaltada extrae una botella con una etiqueta escrita en letras rojas en alfabeto cirílico. Con torpeza, llena una copa de vino de cristal tallado y me la ofrece.
—No tengo hielo —me dice, sin disculparse.
—No me hace falta —le informo, con tono helado. En el desprecio refinado de Tosca hay algo de burla esta tarde; su desdén elegante despierta el mío. Se entretiene con su gin tonic mientras yo me quedo detrás. Se vuelve y alza la copa.
—A su salud,
signora
—dice, una vez más con fingida cortesía.
—
Alla postra salute, signora
—le respondo, con menos hielo en la voz.
Nos quedamos de pie, mirándonos y evaluándonos la una a la otra. Contengo la risa, por mí, por ella, por las dos, que estamos de pie en el
salone grande
de una villa soberbia en medio de las montañas áridas del centro de una isla en la que sólo el pasado parece presente. Una funda negra de anafalla, una esmeralda al cuello, dedos largos y marrones enroscados en torno al pie de bacarrá; bebe un sorbo y pienso que ella también quiere reírse… de mí, de mis vaqueros, de la camiseta que llevo hace tres días, de mi enorme mata de pelo, otra vez suelta. Regresa a su silla y me hace gestos de que me siente frente a ella.
—Me gusta mucho hablar inglés, pero hace años que no lo hago y me temo que, a estas alturas, sólo puedo repetir como un loro frases de Dickens y de las Bronte. No sé si seré capaz de encontrar el vocabulario apropiado para mantener una conversación espontánea con usted, pero me gustaría intentarlo.
—Pero creo que nos marchamos mañana o pasado…
Pasa rápidamente y con resolución sobre lo que no quiere oír:
—Claro, por supuesto, tiene razón. Acabamos de empezar y usted ya se marcha.
Como una prueba más de su afición a lo anglosajón o tal vez sólo para prolongar el momento, añade:
—Hay un ejemplar de la
New York Times Magazine
allí, en el primer cajón de aquella consola. Puede que le apetezca echarle un vistazo.
—Gracias. Me la llevaré a mi habitación, si no le molesta —le digo y me dirijo a coger la revista del arcón alto estilo Imperio francés que me señala—. Ah, aquí está. ¡Qué bien! —digo, pero me fijo en lo descolorida y arrugada que está, miro la fecha: enero de 1969, y me echo a reír—. Pero,
signora
, si esto es una pieza de museo.
Ella vuelve al italiano y dice:
—Claro que no. ¿Qué supone que ha cambiado en veinticinco años, más o menos? La publicación me pareció bien escrita entonces, cuando alguien la dejó aquí, y pensé que explicaba las cosas muy bien y que trataba los acontecimientos de la época que, desde luego, son los mismos que los actuales. Piénselo. Por mucho que su teatro y sus motivos se representen en un lugar geográfico distinto, sigue habiendo guerra, ¿no es cierto? Aún hay avidez, odio, violencia y temor. Siguen prosperando la pobreza y la rectitud, lo mismo que la revolución, la arrogancia y las mentiras. Siempre hay perversión y tormento, desde luego. Lo que me pareció particularmente digno de admiración en esta publicación fue la perspicacia del patetismo esparcido entre la miseria y la inmundicia, ¿sabe?, la buena nueva. Por eso, cuando me quiero informar de lo que ocurre fuera de estas montañas, leo
The New York Times Magazine
. Es posible que la relea cada dos o tres años para asegurarme de no haberme saltado nada. También suelo trastear en esa misma consola en la que guardo un aparato de televisión Sony, en blanco y negro, con su propia antena y una pantalla de veintidós centímetros en la que, cuando me entra nostalgia, puedo ver los telediarios de la noche que se emiten desde Roma o desde Milán, como si fueran una película vieja, con la diferencia de que las noticias me dejan vacía, enfadada, y me tengo que repetir una y otra vez que basta sintonizar una sola vez en la vida las noticias de la noche para conocer la historia crónica del hombre, para saber lo mal que está el mundo y lo mal que lo juzgamos. No me escondo del mal, evidentemente, no lo niego, pero todavía tiene que encontrar el camino para subir hasta aquí y yo hago todo lo posible por desorientarlo.
De pie todavía con la revista en la mano, digo:
—Le agradezco la reflexión,
signora
.
Me vuelvo hacia el «arcón de los medios de comunicación», abro el cajón y, con suavidad, vuelvo a poner dentro la revista; a continuación, regreso a mi silla, frente a ella.
Me doy cuenta de que utiliza el sarcasmo como recurso y que transmite un mensaje visceral. El pasado es el presente. La condición humana perdura. Una interpretación corrosiva de la máxima de Cosimo. Creo que prefiero la de él. No decimos nada. La observo y me pregunto por qué le opongo resistencia. Su autenticidad. Su sabiduría. Ella me repele y me encanta. Tiene tanta tristeza a flor de piel. Como tantos de nosotros, puede que sea rapaz con su tristeza. Y el desdén y la burla son límites que ella establece para protegerla.
Todavía guardamos silencio, cuando entran tres viudas para preparar la mesa para la cena y Tosca, distraída y puede que disgustada por su presencia, se pone a juguetear con su copa y a alisar su corona perfecta de trenzas. Sonríe de vez en cuando. Me pongo de pie, dejo la bebida —no me la he acabado— sobre una mesita y le doy las gracias. Le digo que tengo algo que hacer antes de la cena.
Como si no me hubiese oído, me pregunta, otra vez en inglés:
—¿Ha traído otra ropa? Algo elegante, quiero decir.
—Un vestido bonito, de tul gris —le informo, sorprendida de que se interese por mi guardarropa.
Como si «bonito, de tul gris» no significase «elegante» para ella, dice:
—Puede que tenga algo que Agata podría arreglar para usted. Creo que sí. En ocasiones vienen invitados de fuera a cenar y todos nos ponemos un poco más elegantes.
—Como le he dicho, creo que nos marchamos mañana…
Otra vez, se niega a escuchar lo que no quiere oír.
—No ocurre a menudo que haya alguien nuevo a quien presentar, en realidad.
—
Agata, vieni qua, tesoro
.
Agata se acerca al trote y sólo se entretiene el tiempo suficiente para que le dé órdenes de mirar lo que haya quedado en los baúles del viejo vestidor y de llevarme consigo.
¿Baúles? ¿Vestidor? Subo tras Agata tres tramos de unas escaleras de piedra anchas y desgastadas. En la parte superior, recorremos un corredor que huele a moho y entramos en una habitación toda amueblada de armarios, tocadores y baúles, que se complementan, aquí y allá, con ratoneras, algunas ya accionadas, otras aún con el cebo. Disimula el olor a moho el perfume a roedor en descomposición. Parecen los bastidores de un teatro decrépito. Agata se agacha y revisa el interior de un baúl enorme. Sólo le veo el próspero trasero envuelto en seda negra y la escucho farfullar e implorar a la Virgen. Levantando una especie de vestido o bata de un color que podría ser castaño plateado, declara:
—
Quella giusta
. Ésta es.
Spogliati
. Desvístete —me ordena.
Un instante después, me he puesto lo que antes de la guerra debió de ser un hermoso vestido para la hora del té y Agata me hace girar. El canesú me aprieta y la falda es demasiado larga, pero ella empieza a marcar las costuras con firmeza, recoge el dobladillo y pone pliegues por aquí y por allá y me dice que lo sujete exactamente como me lo pone en las manos. Retrocede para comprobar el efecto.
—
Non è male
—dice—.
Potrebbe essere molto carino
. No está mal. Podría quedar muy bonito.
Después de su prolongado reposo, lo hemos perturbado tanto que, cuando suelto el hermoso vestido viejo, aparecen dos agujeros grandes e irregulares donde mis manos lo habían sujetado. Entonces Agata invoca a santa Rosalía.
—
Toglilo adesso e dammelo
. Ahora te lo quitas y me lo das —me ordena a continuación.
Subiéndome la cremallera de los vaqueros y alisándome el pelo, salgo corriendo detrás de Agata, que lleva el objeto herido color castaño plateado bajo el brazo, pero desaparece por algún pasillo y, cuando llego otra vez al comedor, Tosca ya no está allí, entre las viudas que preparan las mesas.
Más tarde, mientras nos vestimos para cenar, le cuento a Fernando mi visita para ver los frescos y lo que opina Tosca sobre los acontecimientos del mundo actual. Le digo que me ha hablado en inglés.
—Después de tantos días… ¿Cuánto hace que estamos aquí? Casi dos semanas… ¿Qué opinas de Tosca? ¿Con qué impresión te irás mañana? —le pregunto.
Me entrecruzo las cuerdas finas de gamuza de las sandalias negras nuevas alrededor de los tobillos y las pantorrillas. También he sacado el vestido de bailarina de tul gris que llevaba enrollado en mi bolsa de lencería desde Venecia y un chal. La pregunta de Tosca acerca de mi vestuario me ha inspirado.
—En primer lugar, no creo que nos marchemos mañana, después de todo. Cuando fui a pagar la cuenta, hace un rato, ella me recordó que no conviene andar por la carretera en
ferragosto
y tiene razón, sin duda. En cualquier dirección que vayamos, nos toparemos con hordas furiosas de veraneantes. Dice que dentro de unos cuantos días, tal vez una semana, las carreteras estarán despejadas. Hasta el clima va a cambiar, según ella.
A la pata coja sobre el único pie en el que ya me he puesto la sandalia, entro en el cuarto de baño y me siento en el borde de la bañera, detrás de donde se está afeitando.
—¿Tan poco le ha costado convencerte para que nos quedemos una semana más? ¿Sólo han hecho falta un informe del tránsito y una predicción meteorológica? Eres una presa fácil.
—No tanto. En realidad, no es que pretendiera convencerme de nada. Se limitó a presentarme información adicional que me hizo cambiar de idea. Y tú, ¿por qué te has arreglado tanto esta noche?
—Tosca. Quería saber si había traído ropa elegante. Pensé que podía mostrarle mi colección.
—¡Qué poco le ha costado convencerte! —me remeda.
Durante el día o los dos días siguientes casi no veo a Tosca, más que cuando pasa corriendo para algo por la villa y los jardines o fugazmente a la hora de comer o de cenar. No se detiene a comentar el estado del vestido castaño plateado ni cuándo vendrán a comer los invitados de fuera y siento una ligera curiosidad sobre las dos cosas.
Una noche, cuando entramos en el comedor, Agata se apresura a indicarnos que no nos sentemos en nuestros lugares de siempre, sino con Tosca y Cosimo. Casi enseguida, Tosca se pone a hablarme en inglés.
—¿Ha tenido un buen día? Mañana estará un poco más fresco.
Prueba con algunos cumplidos agradables y me pregunta si esta o aquella forma gramatical son correctas. Cosimo se ha apropiado de la atención de Fernando y yo quedo a merced de Tosca.
—Me gustaría contarle una historia, Chou —dice—. No quiero decir en este preciso momento, desde luego, sino pronto. Es una larga historia, ¿sabe?, y no podría contársela toda de una vez; podría llevar algunos días, una semana, no lo sé, pero es una historia bonita, me parece. Nunca he intentado contarla del principio al fin, pero quiero contársela a usted y quiero contársela en inglés. Será porque pienso que, si la cuento en una lengua que no es la mía, seguiré sintiendo que no la he contado realmente. ¿Entiende lo que le quiero decir?
Ella sabe que sí.
—Ya sé que Cosimo le ha estado contando cosas en el jardín todos los días y… —Sonríe y levanta las manos en un gesto de incertidumbre—. Tal vez no sea más que el deseo de hablar inglés cuando tengo la oportunidad. No, no es eso. No es sólo eso. Creo que es porque usted es alguien de fuera. Sí, quiero poner a prueba mi historia con alguien de otro lugar. Quiero contársela a usted, dejársela a usted, supongo, sabiendo que se marchará, sabiendo que es improbable que regrese aquí con nosotros y, teniendo en cuenta que mi forma de viajar preferida es a caballo, que volvamos en encontrarnos en su tierra es igualmente improbable…
En el espacio que queda junto a su plato, Tosca enrolla la servilleta formando un cilindro apretado, la desenrolla y la alisa bien plana sobre la mesa; repite la operación varias veces, después empieza a enrollar por una sola esquina, recoge los otros bordes y los dobla hacia el centro para hacer una especie de bolsa: un bolsillo. ¿Un lugar donde guardar su historia? La miro y comprendo por qué, pocos días antes, le había quitado a Fernando las ganas de partir: no fue por las hordas de turistas ni por el tráfico, sino porque Tosca no estaba lista para que nos marchásemos. Recuerdo la primera impresión de Fernando sobre la vida en la villa: «Tengo la inquietante sensación de que todos los que están aquí eran otra persona antes de llegar. Es como esa isla en la cual a todos los niños malos los convierten en borricos».
¿Por qué quiere Tosca que nos quedemos? ¿Será realmente para poder contarme esa historia suya? De ser así, ¿por qué querrá contármela a mí? Ya me ha dado sus motivos: soy alguien de fuera, no volverá a verme nunca más, contará la historia y sin embargo será como si no la hubiese contado nunca. De todos modos. Puede que este deseo suyo se deshaga como el viejo tafetán del vestido castaño plateado o puede que no.
La tarde siguiente, es Tosca, en lugar de Cosimo, la que me espera junto a la mesa bajo el magnolio.
L
A
H
ISTORIA
D
E
T
OSCA
—
Se stai aspettando un racconto di una Cenerentola siciliana
… Si espera que le cuente la historia de una Cenicienta siciliana…
—No espero ningún tipo de historia en absoluto —le digo, de pie aún, sin saber si quiero quedarme—. Por lo general, a esta hora me siento con Cosimo a leer o a conversar.
Sin levantarse de su silla de hierro blanco y respaldo alto con el cojín de terciopelo rojo, acerca otra contigua y menos regia y me hace señas de que me siente. Así lo hago. Consiento. En un vaso delgado y alto, sirve de una jarrita un chorro turbio de leche de almendra, le añade agua de otra jarra, desenrosca la tapa de lo que parece un frasco de medicina y, con un cuentagotas, dosifica en la mezcla blancuzca que gira unas gotas de neroli, la esencia de flores de azahar. Con una cuchara de plata larga revuelve la bebida con violencia, retira la cuchara y la apoya en la mesa, con la concavidad hacia abajo. Suma sacerdotisa en plena ceremonia, sus movimientos parecen litúrgicos. Coloca el vaso delante de mí.