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Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (9 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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—El elixir de Sicilia: amargo y dulce —me dice, me advierte.

Paso el dedo por el borde del vaso y le sonrío.

—Como usted, entonces. También usted es el elixir de Sicilia: amargo y dulce.

Tosca se echa a reír y —me parece— se sonroja, aunque puede que sólo sea un rombo de luz que revolotea entre las hojas lo que da un tono rojizo a su piel.

—Ya sabía que era usted la persona adecuada. Quiero decir que me alegro de que esté aquí, me alegro de que haya aterrizado aquí, precisamente aquí.

Bebo un sorbo; me agrada y vuelvo a beber y siento que la bebida me acaricia el nudo que tengo en el pecho, una tensión que, hasta ahora, no sabía que estuviera allí, aunque puede que me hubiese acostumbrado a ella en las últimas semanas o hace más tiempo. Me vuelvo hacia Tosca como si ella tuviera la respuesta, pero está entretenida con su poción, que vierte y revuelve en su propio vaso. Bebe casi la mitad del contenido de un solo trago largo. Como si se fuera a marchar, se pone de pie y camina uno o dos metros hacia otra mesa —es de metal oxidado y sobre ella se amontonan en desorden varios tiestos de plantas medicinales— y arranca, aquí y allá, las hojas marchitas; conserva en una mano las marrones y secas y con la otra escarda la planta.

—En realidad, no se puede —dice, pero no sé si me lo dice a mí o a sí misma—; quiero decir que es imposible domesticar las plantas silvestres.

No dudo de que se refiere a algo más que a la mejorana reseca. Vuelve a la mesa ante la cual sigo sentada y se hunde en el cojín rojo desvaído de su silla como si fueran ruinas, sus propias ruinas, creo; aplasta las hojas marchitas en su mano y la extiende con el polvo que le queda en la palma para que lo huela. Así lo hago, pero el único perfume que percibo es el de ella.

Tosca comienza.

—Tuve dos infancias. Pasé la primera con mi familia: mi madre, mi padre y mi hermana. Desde que nació, mi madre la llamaba "la piccola Mafalda", Mafaldita, todo junto, como si fuera una sola palabra, y así la he seguido llamando desde entonces. Cuando mi madre murió, mi hermana y yo cuidamos de mi padre lo mejor que cabía esperar a los cinco y ocho años. Mi padre nunca sirvió para cuidar de nadie, salvo de sus caballos y de sí mismo, pero yo sí y Mafaldita también, así que estábamos bien los tres juntos. Bastante bien. En nuestra aldea, comer por lo menos una vez al día y dormir menos de seis en una cama desvencijada, sin que nadie te golpee ni te viole habitualmente, se consideraba estar bien. Sólo desde la perspectiva de la infancia siguiente comencé a comprender lo pobre que había sido yo y lo pobre que había sido mi familia, pero la perspectiva no me la dieron el espacio ni el brocado ni las camas de plumas, sino la comida.

»Nunca supe el hambre que había pasado hasta que me senté a la mesa del príncipe y me puse a comer y comer hasta saciarme, pero aquello no ocurrió el primer día y puede que tampoco la primera semana. Le hablaré de eso más adelante.

»Supongo que es cierto que, el día que el príncipe fue a buscarme a casa de mi padre, me comporté como una salvaje de nueve años. Ya sé que Cosimo se lo ha contado. Recurrí a la ira y el mal genio para disimular mi temor, el temor a un demonio nuevo. Mi padre era el demonio conocido, pero ¿quién era aquel demonio sonriente y rubio que hablaba con una voz tan suave? Además, estaban su esposa y sus hijas, otro tipo de demonios. Su esposa era la princesa Simona, ni amable ni cruel, ni bella ni fea, una presencia que iba y venía y despertaba en mí mucho menos interés que las princesitas, Yolande y Charlotte. Ellas tampoco se parecían a nadie que hubiese conocido o visto. Tenían nombres que no había oído jamás. Llevaban medias blancas con mariposas bordadas y zapatos de piel blanca atados con cintas de raso y, aunque tenían siete y ocho años mientras que yo acababa de cumplir los nueve, parecían siglos mayores que yo cuando correteaban por aquel lugar inmenso con gran desparpajo y hacían reverencias al demonio alto y rubio de voz suave que era su padre. Como si aquella familia procediera del rincón opuesto de la tierra, en lugar de separarnos dos colinas y sólo unos cuantos kilómetros por una carretera estrecha y blanca: así me sentía, como si vinieran de otro rincón del planeta. Éramos vecinos geográficos, como somos vecinos todos los sicilianos, y sin embargo uno de sus salones más modestos era más grande que mi iglesia y la casa en la que había vivido se habría perdido dentro de su despensa. ¡Y había tanta gente! No sólo la madre, el padre y las hijas, sino también primos, tías, una institutriz que hablaba incluso más raro que la familia, un profesor de música, un profesor de latín, un profesor de arte, un sacerdote y otros que ahora no recuerdo. Había criados por todas partes e invitados que llegaban y se marchaban, conque era como vivir en el teatro de títeres que había visto una vez en el mercado de Enna. No paraban de entrar y salir personas espléndidamente vestidas que recitaban sus frases con toda perfección. Yo observaba. Los observaba a todos y, poco a poco, la salvaje huerfanita de ojos verdes procedente del criadero de caballos se fue calmando y tanto se calmó que se volvió curiosa y después logró la tranquilidad suficiente para atreverse a participar también en la representación.

»Con campanas, tantanes y avemarías para indicar las horas, el régimen de la casa era rígido y obligatorio. A las tres niñas nos despertaba, nos fregaba, nos peinaba, nos trenzaba el pelo y nos vestía una doncella de trece años llamada Agata. Nuestra Agata, justamente. Ya le contaré más cosas sobre Agata.

»A las 7.45, nos reuníamos todos en la capilla para las oraciones y las bendiciones y a las ocho desayunábamos todos juntos en uno de los comedores pequeños. Nosotras paseábamos por el jardín hasta las nueve, la hora en que comenzaban las clases en el aula. A la una, la familia y los invitados nos reuníamos en torno a la mesa en otro de los comedores pequeños para comer: una procesión de soperas, fuentes y bandejas transportadas por los criados en medio del suave tintineo que produce el cristal tallado al chocar en infinitos deseos de
salute, salute
. Sin arriesgarse jamás a atraer la mala suerte que acarrea cruzar los brazos, cada uno daba la vuelta a la mesa hasta asegurarse de haber tocado la copa de todos por lo menos una vez y mejor si eran dos. El único que permanecía en su sitio, sin moverse, era el demonio rubio, mientras todos los demás acudíamos a él. Hasta la princesa Simona parecía
allegra
en su paseo alrededor de la mesa, deseando buena salud y en ocasiones dando palmaditas casi afectuosas en un rostro o en un brazo. No recuerdo que jamás me tocara la cara en aquella época, aunque sí que recuerdo un vestido gris que tenía, cosido con cuentas brillantes en la parte superior, que peinaba en ondas prietas su cabello cortado a lo paje y que las puntas de sus mejillas enrojecían y casi estaba guapa a aquella hora del día.

»Nos obligaban a hacer
riposo
hasta las cuatro y media, cuando se servía el té en el jardín o, en invierno, en el aula. Aunque las clases se reanudaban a las cinco, algunas tardes se nos permitía cerrar los libros y sanarnos junto a la chimenea con nuestras labores hasta las siete, cuando Agata acudía a rescatarnos, para ayudarnos a vestirnos para la cena. Se servían
aperitivi
en la habitación donde habíamos desayunado y a continuación nos dirigíamos en bloque (a menudo éramos más de veinte) por los pasillos largos y oscuros al comedor principal.

»En comparación con la
grande bouffe
del mediodía, la cena parecía penitencial: caldo, queso, frutas confitadas, galletas y vino. Reinaba un enfurruñamiento generalizado y contagioso. Los motivos de queja acumulados durante todo el día se llevaban a la mesa cubierta de seda y se pasaban como la leche cortada. Puede que Simona hubiese discutido con la institutriz o la institutriz con el profesor de arte y seguro que había dramas entre ellos que a mí me resultaban menos perceptibles. Sin embargo, siempre parecían acabados por la noche. Solía permanecer sentada con mi vestido blanco y las trenzas en un moño tan apretado sobre las orejas que me dolía la cabeza y pensaba lo mucho que se parecía la cena allí, en el palacio, a la de mi casa. Siempre había que preocuparse por si mi padre estaba enfadado o por qué motivo o si era yo la causante de su ira. Lo peor era preguntarme si debería ser yo la que se esforzara por disiparla. Sin embargo, allí, en aquel ambiente tan refinado, jugaban al mea culpa, tua culpa con mucho más disimulo. ¡Cómo me habría gustado estar sola con Mafaldita en el estrecho camastro en el que dormíamos! ¡Qué precio por aquel delicado vestido blanco, por aquella cena!

—Tenía una habitación en el ala de las niñas; bueno, en realidad eran dos. Los muebles, las cortinas, las alfombras, las paredes, todo era de color amarillo claro y blanco. Hasta los suelos eran amarillos y blancos, con grandes cuadrados de mármol formando un motivo que me mareaba. Y un cuarto de baño para mí sola, con una bañera tan grande que podía nadar en ella, o al menos eso me parecía, porque no tenía la menor idea de lo que era nadar. No sabía mucho de bañarme, tampoco, porque jamás me había dado un baño de inmersión, salvo cuando mi madre nos metía, a Mafaldita y a mí, en la tina de lavar del jardín los días que el agua no quedaba demasiado sucia. Echaba de menos a Mafaldita.

»Había un cubículo detrás de mi cama en el que dormía Agata y yo solía hablarle de mi hermana. A veces aquello me bastaba, pero en general lo que más me servía eran las ocasiones en que me escapaba, a pie o a caballo, a mi casa. Seguro que Cosimo le ha contado acerca de mis escapadas, porque creo que son los mejores recuerdos que tiene de mí: mis escapadas y mis raterías. Claro que las dos estaban relacionadas; estaban relacionadas con el hambre y pienso que la mayoría de los delitos se cometen por hambre, de una cosa u otra.

»Cada vez que me sentaba a la mesa con la familia, no podía pensar más que en mi hermana. ¿Qué estaría comiendo a mediodía? ¿Tendría algo para comer? ¿Se habría acordado mi padre de dejarle dinero para que pudiera comprar? Mi preocupación por ella me torturaba. Más de una vez, esperaba a que Agata y el resto de la casa estuvieran durmiendo la siesta para salir sigilosamente del dormitorio, bajar ligera las escaleras, atravesar lo que me parecían salones y pasillos inmensos y salir por alguna de las puertas, por un corredor cualquiera. Era libre. Salía al respiro fresco y húmedo del jardín, empujaba la gran verja que chirriaba y, sin mirar atrás, echaba a correr. Más aprisa. Llevaba atado un costal o una bolsa con algo bueno para mi hermana. Era agradable correr, sudar, sentir el costal golpeando contra mi pierna. Después, cuando ya había llegado a la carretera, aminoraba el paso; subía el camino blanco y atravesaba las colinas para volver a mi casa.

»Sin anunciar mi regreso como algo extraordinario, me limitaba a continuar donde lo había dejado al marcharme: revisaba el armario y miraba las cestas para ver qué había para cocinar y me ponía a trabajar. Mafaldita daba vueltas a mi alrededor, me besaba, se estiraba para rodearme la cintura y estrecharme con toda su fuerza infantil; yo me echaba a llorar y entonces ella también y a continuación las dos nos poníamos a reír y a gritar, hasta que entraba mi padre y, sin pronunciar siquiera una palabra ni oír una mía, me arrojaba a la plataforma de su camión y, mientras Mafalda daba patadas con un pie y después con el otro en el último escalón del porche y le gritaba con todas sus fuerzas que me dejara quedarme, me llevaba temerariamente otra vez al otro lado de las colinas, bajando otra vez el camino blanco, de vuelta al palacio.

»Después de aquellos episodios, sabía que mi padre, como tenía que castigar a alguien, sería menos tolerante aún con mi hermana. Supe que aquellas noches a veces comía lo que encontraba sin darle nada a ella. No creo que nunca llegara a enterarse de que lo primero que Mafalda y yo solíamos hacer en aquella época cuando yo volvía a casa era esconder la comida que había robado del palacio. O puede que sí. ¿Sería tal vez porque lo sabía que se acababa la col y el pan y no le dejaba ni un trocito? ¿Sabía que estaba allá arriba en el camastro y que, según mordisqueaba, se iba sorbiendo los mocos?

»Cuando me devolvía al palacio, desesperada como sólo puede estarlo un niño, me echaba en mi cama. Temblando, la furia que me ardía en el pecho me asfixiaba hasta que, como si llegara de un lugar remoto, finalmente escuchaba la voz de Agata, hasta que sentía las caricias de sus manos frías a través de mi cabello húmedo y enmarañado. Me quitaba la ropa, llenaba la gran bañera con agua que siempre estaba demasiado caliente, me escaldaba y me restregaba hasta dejarme roja y dolorida, me pasaba por la cabeza una camisola y me ponía a dormir.

»Al día siguiente yo no estaba arrepentida. Lo cierto es que me encantaba robar aquella comida para llevársela a mi hermana. No sé si me hubiese sabido ni la mitad de bien si el saqueo hubiese sido para mí misma, pero robar para Mafalda era emocionante. Me imaginaba cómo se iluminarían sus grandes ojos tristes y volvía a empezar con mis tejemanejes y mis raterías. Cogía más, cada vez más, y no tenía que esforzarme demasiado para reunir la comida. Agata no tardó en darse cuenta de lo que estaba haciendo y para qué y ella y otra criada me ayudaban. En una caja de madera que había en la
dispensa
, acumulaban queso, embutidos, frutas desecadas. Hasta dos de las cocineras se sumaron a la conspiración. Cada vez que horneaban un pastel, una tarta o un panecillo, hacían otro para Mafalda, lo envolvían en un paño blanco limpio y lo metían en la caja de madera. Como yo había comenzado a reservar parte de mi pan de cada comida y a complementarlo con lo poco que hurtaba de los armarios (un puñado de arroz envuelto en un pañuelo, dos patatas o cosas por el estilo), al poco tiempo el tesoro semanal o bisemanal superaba lo que yo podía transportar. Entonces acudieron en mi auxilio más cómplices.

»Las cocineras y Agata se pusieron de acuerdo con el caballerizo para que me prestara uno de los caballos. Enjuto como un jockey y de cara oscura y antigua, él me esperaba al oeste, del lado oculto del establo, sujetando las riendas de alguna preciosidad, ensillada, dispuesta. Yo me había convertido en una especie de heroína desde el día en que, poco después de mi llegada al palacio, sustraje una yegua recién domada y la monté a pelo hasta la casa de mi padre. Riendo y sonriendo y observándome como si me aclamara, el caballerizo me ayudaba a atar mis mercancías, me subía al caballo como si fuera una pequeña reina guerrera, daba una buena palmada en las ancas del animal y me deseaba buen viaje a gritos, mientras yo partía al trote, bordeando el huerto de limoneros y bajando por el camino blanco.

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