Read Un verano en Sicilia Online

Authors: Marlena de Blasi

Tags: #Biografía, relato, romántico

Un verano en Sicilia (6 page)

BOOK: Un verano en Sicilia
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Una mujer llamada Nuruzzu manifiesta su preocupación por su hija recién casada:

—Es mujer. Igual que un camaleón, una mujer se acomoda discretamente a todas las partes de su vida. A veces, apenas se distingue, de lo silenciosamente que hace lo que tiene que hacer: dar de comer al niño, limpiar los establos, sacar sopa de las piedras, convertir una sábana en un vestido. No cuenta con el destino para nada: sabe que son sus propias manos, sus propios brazos, sus propios muslos y pechos los que tienen que hacer las cosas. El destino tiene más peso en la vida de los hombres, que lo invitan a entrar en su casa. En cuanto llama, le abren la puerta: "Sí, sí, hazlo tú", le dicen al destino y vuelven a tumbarse en una silla.

Cuando una mujer acaba de contar su historia o sus pensamientos, todas reanudan la salmodia durante unos momentos. A continuación, empieza a hablar otra.

—Nuestros pequeños lloraban cuando los dejábamos y nosotras lloramos cuando nos dejan ellos. Como un eco. Entonces, orgullosas casi hasta la arrogancia empujábamos su cochecito por todas partes; ahora ellos, por obligación y cansinamente, empujan nuestras sillas.

—Nuestros hijos no nos conocen como somos ahora y mucho menos saben cómo éramos antes. ¡Cómo me gustaría que nos hubiesen conocido antes! ¿Os parece que habrían reconocido su juventud en la nuestra? Ojalá nos hubiesen visto con toda nuestra torpeza y nuestro egoísmo, tan parecidos a la torpeza y el egoísmo que tienen ellos ahora. Otro eco.

—Nos creímos los cuentos que les contábamos a nuestros hijos y los queríamos con un amor irracional, aunque éramos ingenuas y torpes. Éramos niñas que amábamos a nuestros niños y lo seguimos siendo.

En lugar de reunirse bajo la pérgola, una noche todas las mujeres se congregan cerca de la puerta de la maternidad. Aunque no entiendo el motivo del cambio, camino tras ellas, más o menos sola. La maternidad está en un ala del primer piso de la villa que todavía no he visto nunca. La habitación no se parece en absoluto a la clínica que me había imaginado, sino que tiene más pinta de capilla, salvo por las camas de hospital y unos cuantos accesorios prácticos. Las ventanas largas y anchas, con pesadas cortinas de seda, están abiertas a la suavidad de la noche. De una pared ocre cuelga una
Santa Ana
—para los católicos es la patrona de las embarazadas— de Tiziano, iluminada por una luz suave, y, a su lado, una reproducción de una Virgen de Rafael que sostiene a su hijo dormido contra su pecho vestido de rojo. Una estatuilla de mármol muy estropeada de Deméter, la diosa griega de la fertilidad y la maternidad, se alza en un pedestal delante de las dos pinturas. Indiferentes al contraste o la contradicción, la reverencia de las viudas y su familiaridad con estas tres imágenes muestran idéntico fervor. Salmodian, rezan y se santiguan las unas a las otras.

—Somos todas mujeres —me dice Nuruzzu y con eso me lo dice todo.

En la parte más lejana y oscura de la habitación, dos camas contiguas están ocupadas. En grupos de dos o de tres, las viudas se acercan a ellas y hablan con suavidad con las mujeres que las ocupan. Otra vez se ponen a salmodiar y a rezar y a continuación se alejan, para que se pueda acercar el siguiente grupo de viudas. Espero que Nuruzzu regrese a donde me encuentro, delante de las pinturas y la estatuilla, y salgo de la maternidad con ella. Sin que se lo pregunte, me cuenta la historia de las dos mujeres que ocupan las camas.

—Una es una viuda llamada Cosettina —empieza y me desconcierta que una viuda ocupe una cama en la maternidad, pero no digo nada.

Hace diez años o más que Cosettina vive en la villa, donde, aparte de sus obligaciones en la cocina, daba clases informales a otras viudas que no habían aprendido a leer o a escribir y también a las que disfrutaban con sentarse por las noches mientras ella leía en voz alta. Había sido maestra en la escuela de Enna durante la mayor parte de su vida y amiga de Tosca durante más tiempo aún. Aunque su deseo de trabajar seguía vivo, su capacidad para hacerlo había ido disminuyendo poco a poco a lo largo del último año. Había sufrido desmayos, leves ataques al corazón y uno que no fue tan leve. La
dottoressa
Rosa, la joven palermitana que había venido a practicar medicina general a las montañas, diagnosticó, medicó y controló a Cosettina con esperanza, hasta que, unas semanas atrás y después de más episodios y complicaciones, comunicó a Tosca que convenía ingresarla en el hospital de Enna, pero Cosettina se negó a marcharse de la villa y Tosca estuvo de acuerdo. Cosettina esperaría la muerte «en casa». Se dispuso una habitación para ella cerca del comedor, para que, a través de la puerta abierta, se sintiera como si estuviera cenando con los demás. Tosca y las demás viudas se desvivían por ella y Cosettina se convirtió en la hija de todas: todas le daban de comer a cucharadas y la sorprendían con algún dulce o una flor. Todas las noches, a la luz de las velas, lavaban sus miembros atrofiados con paños suaves y aceite de oliva tibio, la vestían como una muñeca con vestidos bordados y le sujetaban las trenzas con cintas del viejo camisón rosado de alguna de ellas.

El día que llegamos a la villa, Cosettina estaba muy cerca del final de su vida. Comprendí que por ella había llorado Carlotta aquel primer día. Nuruzzu me contó que las viudas se turnaban para velar a su lado todas las noches y que la
dottoressa
Rosa seguía visitándola a diario. Cuando Tosca ocupó su puesto junto a la cama de Cosettina, ella aprovechó la ocasión para pedirle un nuevo traslado: «Llévame a la maternidad —le había pedido—. Déjame estar allí. No será por mucho tiempo y me marcharé en silencio, sin ningún escándalo ni nada. Te lo prometo. Quiero entregar mi vieja alma al próximo bebé que nazca aquí. Me parece justo que me dejes estar allí».

—Supongo que Cosettina esperaba que Tosca se negara o, como mínimo, que se resistiera, pero —dijo Nuruzzu— esta mañana la llevaron a su cama de la maternidad, donde estará acompañada por santa Ana y Deméter y la propia Virgen. En la cama de al lado, una joven aldeana llamada Viola espera el nacimiento de su primer hijo. A las dos mujeres está por llegarles la hora.

Después de la visita a la maternidad, todas las mujeres se quedaron de pie o se sentaron o se pusieron a dar vueltas por el jardín. Tosca hizo circular la cigarrera, se encargó de que sirvieran un refrigerio y pasó junto al lugar donde yo estaba de pie con Nuruzzu y otras mujeres para volver a entrar en la villa. Cuando regresó, al cabo de unos minutos, anunció en voz baja que Cosettina había muerto.

—Todo fue tranquilo —anunció—. Además, parece que la hija de Viola, aunque no ha accedido aún a venir al mundo, está haciendo los primeros intentos.

Tosca fue pasando poco a poco entre las mujeres a invitarlas a todas a ir al comedor a rezar el rosario juntas por Cosettina y llamaron a los hombres para que se sumaran a nosotras. Nunca se recurre demasiado a la electricidad en la villa, pero aquella noche Tosca pidió que se apagaran las luces y se encendieran velas. Cerró determinadas ventanas y abrió otras y volvió los espejos de cara a la pared; por último se sentó y alguien empezó a rezar el rosario. Cuando íbamos por la tercera decena de avemarías, un viento estremecedor atravesó la habitación como si fuese una caverna larga y Tosca sonrió.


Ciao, Cosettina. Ti voglio tanto bene
. Adiós, Cosettina. Te quiero mucho.

Nadie había derramado una lágrima hasta entonces, al menos que se pudiera oír, pero en aquel momento todo el mundo lloraba. Sollozaban, lloriqueaban y repetían la misma despedida a Cosettina. Había tanto ruido a nuestro alrededor, que me extraña que escucháramos el primer vagido procedente de la maternidad. Viola llamó a su hija Cosettina. Al día siguiente es sábado. Hace mucho que estoy despierta, pero me quedo en la cama, esperando a que amanezca. Espero el ángelus. En lugar de su repiqueteo desenvuelto en la neblina, se oye el sonido metálico de una campana quejosa: por Cosettina. Antes de que el lamento se pierda en el aire, resuena un estruendo jubiloso de campanas: por Cosettina.

Hay menos personas para desayunar, porque algunas han ido a la aldea a pie o a caballo para asistir al funeral que se celebra en San Salvatore. Muchos de los que se han quedado se han puesto a trabajar, de una manera u otra, en los preparativos del bautizo que se hará a mediodía. En estas montañas, no se pierde tiempo en enviar un alma al paraíso ni en lavar una nueva para su paso por la tierra. Todo es ajustado, claro, oportuno.

Me pongo de pie para alejarme de la mesa del desayuno, pero me quedo clavada: Antonio Banderas viene hacia mí y pasa a mi lado. Huele a levadura. Una viuda corre hacia él y le dice:


Ab, Furio. Hai già finito? Vieni a mangiare qual cosa adesso
. ¿Ya has terminado? Ven a comer algo.

El panadero ambulante. Conque Antonio Banderas deambula por las montañas Madonie haciéndose pasar por un panadero ambulante. Una tapadera magnífica. ¿En qué otro lugar y de qué otra manera podría librarse de los garfios de Melanie Griffith? Lleva una camiseta blanca fina, pantalones vaqueros, botas de trabajo y un gorro negro largo tejido y con una borla en el extremo que le cubre el pelo y acaba justo por encima de los ojos árabes.

Hasta ahora me había preguntado para qué hacía falta otro panadero en la casa.

Me vuelvo a sentar, me apoyo en los codos y lentamente tamborileo con los dedos sobre mi mejilla. Carlotta viene a sentarse a mi lado.

—¿Has conocido a Furio? —indaga.

Sonrío y sacudo la cabeza y se pone a hablarme de él. Dice que llega antes del amanecer todos los sábados, que irrumpe en la villa en un
cinquecento
que chisporrotea, arrastrando un carro que contiene su máquina de amasar y sacos de la única harina con la que hace pan. La cultiva y se la muele en un molino de agua un amigo que tiene cerca de Caltanissetta. Como una reliquia sagrada, me cuenta, lleva un frasco de vidrio rebosante de levadura sobre un cojín de terciopelo negro en el asiento del acompañante. En el rostro de Carlotta se manifiestan emociones contradictorias y me da la impresión de que se ha sentado a hablarme del panadero para distraerse. Acerco mi silla a la suya. Dice que Furio recorre las aldeas y los caseríos más remotos, dondequiera que se conserve un viejo horno de piedra. En cada lugar lo invitan a quedarse, dice. Le pagan una miseria por su trabajo, si es que le pagan algo. Cena y duerme donde se detiene a hacer pan. Dice que es una especie de santo folclórico. Evidentemente, tiene una mujer en cada aldea, me dice, y ella supone que hijos también, aunque abriendo bien los brazos me asegura que aquí no. Por lo menos sus mujeres comen buen pan y ven a su hombre, feliz y cariñoso, una vez por semana. Y eso es más de lo que tienen muchas mujeres, me dice.

—¿Estás bien? Te las arreglas sola, ¿verdad?

—Estoy bien y Fernando también, aunque sí que me siento un poco un estorbo, a veces, con tantos acontecimientos familiares.

—Claro, por supuesto. Por eso nadie te invitó a venir con nosotras esta mañana; es un poco incómodo para ti, pero… —Carlotta deja de hablar, mira el motivo de rosas rojas y hojas verdes bordado en el mantel y lo sigue con el dedo índice—. Acabo de venir de misa. En realidad, siempre que voy a un funeral me avergüenzo un poco de mí misma; por más que trate de evitarlo, siempre llega un momento en el que, aunque llore sinceramente por la persona que se ha ido, me digo: "Yo estoy bien; es ella la que se ha ido. No soy yo la que está en la hermosa caja brillante. Tranquila, que a mí no me pasará nunca. El mundo se acabará antes de que me ocurra a mí".

—A menos que se nos muera un hijo, creo que todos nos alegramos en silencio por nuestra propia supervivencia. No tienes por qué avergonzarte.

Me da la impresión de que no me ha oído.

—Una sola vez, hace mucho tiempo, hubo un funeral durante el cual ese momento nunca llegó. Una sola vez.

Me quedo callada.

—Sinceramente espero que todo esto, todas nosotras, no te alejemos. Quiero decir que, por favor, te quedes un poco más. Te quedarás, ¿verdad?

—Por supuesto que se queda. —Tosca se ha acercado a la mesa por detrás; la rodea y se sienta frente a nosotras. Una viuda le trae su café.— He observado que le entusiasman los frescos que hay en esta habitación. ¿Estoy en lo cierto?

—Supongo que miro mucho hacia arriba cuando estoy aquí —reconozco.

—Hace tiempo que quiero invitarla a que venga a verlos a la primera luz del crepúsculo. Los colores se suavizan y se vuelven más intensos a medida que el sol se va moviendo. En esta época del año, creo que son más bonitos a eso de las seis. Puede venir a echar un vistazo.

Al menos no hay ningún riesgo de que una mujer con la menstruación eche a perder a los dioses y las diosas regordetes y con los ojos en blanco bajo el sol cambiante.

—Será un placer, gracias.

Tosca y Carlotta deben de tener cosas que hablar, conque me excuso y me voy. No es que sea tan sensible a sus necesidades, sino que lo soy a las mías. Me siento incómoda en presencia de Tosca. Tiene una austeridad que parece fuera de lugar aquí y su mirada perfora y me pone nerviosa. Sin embargo y desde el primer día, me da la impresión de que, a menos que esté cerca, siempre falta algo.

C
APÍTULO
V

Con su disfraz convincente de sacerdote rural, es, inesperadamente, Christopher Plummer el que nos busca más a menudo en la mesa, el que me para en los pasillos cuando voy o vengo de nuestra habitación para preguntarme cómo estoy.

«¿Le gustaría ver la capilla?»

«La
signora
y yo estaremos en el salón azul a las cuatro, por si quiere venir a tomar el té con nosotros.»

«Me encantaría enseñarle la biblioteca.»

«¿Sabe montar a caballo?»

Siempre que tiene ocasión de abordarme, don Cosimo deja caer alguna joya ciceroniana sobre la historia de la villa: cuándo fue construida; que su arquitecto principal era descendiente del hombre que, en el siglo XV, diseñó los hospicios de la ciudad de Beaune, en la Borgoña; que, por su especial amalgama arquitectónica de motivos rurales franceses del siglo XV e italianos del siglo XVII, es excepcional y puede que única. Parece que el sacerdote tiene muchas ganas de hablar. Me invita a reunirme con él en los jardines, donde todas las tardes a las cinco se sienta a leer bajo el magnolio, y me asegura que ese lugar y esa hora proporcionan el único momento de tranquilidad del día en la villa.

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