—¡Qué pinta tiene! —me gritaban, al tiempo que me tiraban terrones.
Mi opinión es que los chicos de todas las épocas son iguales. No respetan nada, no les importa nada ni nadie.
Le dicen: «¡Sube, calvo!» al profeta que inofensivamente recorre su camino entre el polvo de la antigüedad; me insultaban en la santa penumbra de la Edad Media, y del mismo modo los había visto actuar durante la administración del presidente Buchanam; lo recuerdo muy bien porque estuve allí y colaboré. El profeta tenía un cayado y podía desquitarse de sus chiquillos, y yo quería bajar del caballo y desquitarme de los míos, pero no era muy buena idea porque no habría podido montar de nuevo. Detesto los países donde no existen grúas.
En seguida estuvimos en el campo. Era de lo más encantador y agradable encontrarse en aquellas soledades silvestres al amanecer de una fresca mañana de principios de otoño. Desde lo alto de las colinas veíamos hermosos valles verdes que se extendían abajo, con sinuosos arroyos que los recorrían, islotes de árboles aquí y allá, e inmensos y solitarios robles que proyectaban oscuras manchas de sombra; y más allá de los valles veíamos cadenas de colinas, sumidas en la neblina, que se extendían en undosa perspectiva hacia el horizonte, y, a grandes intervalos, una tenue mota gris o blanca en la cresta de un cerro, que, como sabíamos, denotaba algún castillo. Cruzamos amplias praderas resplandecientes con el rocío, moviéndonos como espíritus, nuestras pisadas acalladas por la suavidad del césped, igual que en un sueño, nos deslizábamos por claros de bosques tamizados por una luz verde que tomaba su tinte del techo de hojas resecas por el sol, y a nuestros pies corrían los más claros y helados arroyuelos, murmurando y retozando entre los bancos y emitiendo una especie de música susurrante que resultaba reparadora, y por momentos dejábamos atrás el mundo y penetrábamos en las inmensas y solemnes profundidades del bosque, con su penumbra imponente, donde furtivas criaturas salvajes emergían y se ocultaban en seguida, desapareciendo antes de que los ojos localizaran el sitio del que procedía el ruido, y donde sólo revoloteaban los pájaros más tempranos, cantando aquí, riñendo allá, o lejos, en la distancia, martilleando o tamborileando los troncos de los árboles en busca de gusanillos. Y después, poco a poco, comenzamos a acercarnos al fulgor del mundo exterior.
Después de la tercera, cuarta o quinta vez que regresábamos al fulgor —debían haber pasado un par de horas desde la salida del sol— ya no resultaba tan agradable como al principio. Comenzaba a calentar el sol de manera muy considerable, y estuvimos un largo trayecto sin sombra alguna. Es curioso cómo, una vez que comienzan, las pequeñas molestias crecen y se multiplican gradualmente. Cosas que no me molestaban al principio empezaban a molestarme entonces, cada vez más y más. Las primeras diez o quince veces que quise utilizar mi pañuelo no pareció importarme; seguía mi camino y me decía que no tenía importancia, pues era algo insignificante, y lo apartaba de mi mente. Pero ahora era distinto, quería utilizarlo a cada momento, una, y otra, y otra vez, todo el tiempo, sin descanso; no podía dejar de pensar en ello, hasta que perdí la paciencia y maldije al hombre capaz de fabricar una armadura completa sin un solo bolsillo. Veréis: tenía el pañuelo en el yelmo, junto con otras cosas, pero era el tipo de yelmo que no te puedes quitar tú solo. Era algo que no se me había ocurrido cuando puse allí el pañuelo y de hecho era algo que ignoraba. Había supuesto que sería un sitio particularmente cómodo. Y ahora, al saber que estaba allí, tan a mano, tan cerca y, sin embargo, tan inalcanzable, hacía que la situación fuese aún peor y más difícil de soportar. Sí, las cosas que no puedes alcanzar son las que, por lo general, más deseas; es algo que todo el mundo ha experimentado. Pues bien, dejé de pensar en todo lo demás, totalmente, y me concentré en el yelmo, y así continué, kilómetro tras kilómetro, pensando en el pañuelo, representándome el pañuelo, y era desagradable y enojoso sentir el sudor salado que continuamente goteaba sobre mis ojos. Así escrito parece algo sin importancia, pero no se trataba en modo alguno de algo insignificante: era el más real de los sufrimientos. No lo diría si no fuese así. Decidí que la próxima vez llevaría unos anteojos de retículo, sin importarme el aspecto o lo que pudiera opinar la gente. Naturalmente, esos caballeretes de hierro de la Mesa Redonda pensarían que era inaudito, inaceptable, y tal vez supondría un escándalo, pero por lo que a mí respecta, primero, la comodidad, y después, el estilo. Así que seguimos avanzando, y de vez en cuando entrábamos en terrenos polvorientos, y el polvo se arremolinaba en nubes, se me metía en las narices y me hacía estornudar y llorar y, por supuesto, comenzaba a decir cosas que no debería decir. No lo niego. No soy mejor que los demás. Parecía que no nos íbamos a topar con nadie en aquella Inglaterra solitaria, ni siquiera con un ogro, y con el humor que me gastaba, más le hubiese valido a un ogro mantenerse a distancia; a un ogro con pañuelo, quiero decir. La mayoría de los caballeros sólo hubieran pensado en hacerse con su armadura, pero si yo lograba apropiarme del pañuelo el ogro bien hubiese podido quedarse con toda su ferretería.
Entretanto, cada vez hacía más calor en el interior de mi armatoste. Veréis, el sol golpeaba y calentaba progresivamente el hierro, y cuando sientes tanto calor te irrita cualquier pequeñez. Si avanzaba al trote, traqueteaba como una canasta repleta de trastos, lo cual me fastidiaba y, lo que es peor, no podía impedir que el escudo fuera dando saltos y golpes contra mi pecho y mi espalda; si disminuía el paso, mis articulaciones crujían y rechinaban de la misma y fatigosa manera que lo hace una carretilla, y a ese paso no conseguíamos provocar ni un soplo de brisa. Me sentía como si me estuvieran cociendo en una estufa, y además, cuanto más despacio me movía, más pesado se hacía el hierro y a cada minuto me parecía llevar encima más y más toneladas. Y continuamente tenía que estar pasando la lanza de un lado al otro, pues era muy fatigoso asirla mucho rato con la misma mano. Bueno, cuando sudas de esa manera, a chorros, llega un momento en que te… en que te…, bueno, en que te pica. Tú estás dentro, tus manos están fuera, y entre tu cuerpo y ellas se interpone una espesa costra de hierro. Es algo que no se debería tomar tan a la ligera, dígase lo que se diga. Primero te pica un sitio; luego, otro, y otro, y continúa extendiéndose hasta que termina por invadir todo el cuerpo, y nadie sería capaz de imaginar cómo te sientes, ni lo desagradable que resulta. Y cuando ya no podía ser peor, y me parecía que no podría resistir más, se coló un mosquito por la rejilla y se asentó en mi nariz, y la rejilla se trabó y no conseguía levantar la visera, sólo podía sacudir la cabeza, que en ese momento ardía de calor, y bueno, ya sabéis cómo se comporta un mosquito cuando te tiene a su merced, así que ante cada sacudida su única reacción era pasar de la nariz al labio y del labio a la oreja, y zumbar y seguir zumbando a lo largo y ancho de mi rostro, y picar, y seguir picando de un modo que para alguien como yo, en tal estado de desasosiego, resultaba sencillamente insoportable. Así que me rendí y le pedí a Alisande que me despojara del yelmo y lo descargara. Entonces procedió a vaciarlo y fue a llenarlo de agua y cuando regresó bebí de él, y el resto lo vertió en el interior de mi armadura. Sería imposible imaginarse qué sensación de frescor. Continuó trayendo y vertiendo agua hasta que estuve empapado y completamente aliviado.
Era agradable tomar un descanso y recobrar la paz. Pero en esta vida nada es perfecto. Tiempo atrás había fabricado una pipa, y también picadura de tabaco bastante buena, no exactamente igual a la auténtica, más bien como la picadura que usan los indios: con la corteza interna de un sauce puesta a secar. Todo esto lo llevaba en el yelmo, y ahora lo recuperaba, pero no tenía cerillas. Gradualmente, a medida que transcurría el tiempo, algo desconcertante se fue haciendo patente, teníamos entre manos un problema de logística, dado que un novato armado es incapaz de montar en su caballo sin ayuda, y una ayuda considerable además. Sandy no bastaba; en cualquier caso no bastaba para mí. Tendríamos que esperar a que apareciera alguien. Una espera tranquila, silenciosa, no hubiera sido desagradable, pues tenía numerosos motivos de reflexión y estaba deseando tener la oportunidad de darles rienda suelta. Quería tratar de dilucidar cómo era posible que hombres racionales, o medianamente racionales, habían podido acostumbrarse a vestir armaduras, teniendo en cuenta sus múltiples inconvenientes, y cómo habían podido preservar esa moda durante generaciones, si, evidentemente, lo que yo había sufrido ese día ellos lo tendrían que sufrir todos los días de sus vidas. Deseaba dilucidar aquello, y aún más: quería encontrar alguna manera de reformar esta sinrazón y persuadir a la gente de que tan ridícula costumbre debería desaparecer, pero en las circunstancias en que me hallaba no era posible pensar. Donde estuviese Sandy resultaba imposible hacerlo. Se trataba de una criatura dócil y de buen corazón, pero su torrente de palabras era tan constante como un molino, y te causaba un dolor de cabeza como el que te puede producir el estruendo en el centro de una ciudad. Hubiese sido un verdadero alivio tener un tapón, pero a las de su especie no se les puede cerrar con un tapón: morirían. Se pasaba el día entero cascando y podría pensarse que su maquinaria terminaría por desgastarse poco a poco, pero no; no se estropeaba nunca, no quedaba fuera de funcionamiento y nunca tenía que disminuir el ritmo para buscar palabras. Era capaz de estar una semana entera rechinando, triturando, bombeando, resoplando, sin detenerse jamás para engrasar o reparar su molino de palabras. Y, sin embargo, el resultado no era más que viento. Nunca tenía ideas, de hecho, no tenía más ideas de las que puede tener la niebla. Era como una cotorra, bla, bla, bla, todo el día, bla, bla, bla, sin parar, bla, bla, bla, etc. Esa mañana no me había molestado su molino de palabras, preocupado como estaba por mi avispero de problemas, pero por la tarde, más de una vez, tuve que decir:
—Date un descanso, nena; al ritmo que estás gastando el aire del reino tendremos que empezar a importar aire mañana mismo, y ya tenemos suficientes problemas de tesorería.
Sí; resulta curioso pensar cuán poco tiempo es capaz una persona de permanecer satisfecha. Sólo un rato antes, cuando cabalgaba y sufría me hubiera parecido un verdadero paraíso la paz, el sosiego, la dulce serenidad de aquel escondrijo remoto y sombreado junto a un arroyo cristalino, donde me encontraba completamente a gusto vertiendo de vez en cuando agua dentro de mi armadura y, no obstante, comenzaba ya a sentirme insatisfecho.
En parte, porque no podía encender mi pipa, pues aunque hacía algún tiempo había instalado una fábrica de cerillas, se me había olvidado traer una provisión para el viaje. Y en parte, también porque no teníamos nada para comer. He aquí otro ejemplo de la pueril imprevisión de aquella época y aquella gente. Un caballero armado confiaba siempre en la posibilidad de encontrar comida durante un viaje y se hubiera sentido escandalizado ante la idea de colgar de su lanza una cesta de bocadillos. Seguramente no había uno solo entre todos los caballeros de la Mesa Redonda que no hubiera preferido morir antes de que le viesen llevando una cosa semejante en su estandarte. Y, sin embargo, no podía haber nada más sensato. Había tenido la intención de esconder un par de bocadillos en mi yelmo, pero fui interrumpido mientras lo hacía, tuve que inventar una excusa y apartarlos, y se los comió un perro.
Se acercaba la noche, y con ella, una tormenta. La oscuridad se extendió rápidamente. Por supuesto, debíamos acampar. Encontré un buen refugio para la doncella debajo de una roca, me alejé un poco y encontré otro para mí. Pero me vi obligado a permanecer dentro de mi armadura; no podía quitármela solo y tampoco podía pedirle a Alisande que me ayudara, pues hubiera sido lo mismo que desvestirse en público. En realidad, no era para tanto: llevaba otras ropas debajo, pero los prejuicios de tu propia educación no desaparecen tan de sopetón y sabía que cuando llegase el momento de despojarme de esas férreas enaguas de cola iba a sentir vergüenza.
La tormenta trajo un cambio en el clima, y cuanto más fuerte soplaba el viento y con más virulencia golpeaba el agua más frío iba haciendo. Muy pronto empezaron a salir de la humedad escarabajos, hormigas, gusanos y otros bichos, y a arrastrarse dentro de mi armadura en busca de calor, y mientras algunos de ellos se comportaban bastante bien y se limitaban a introducirse entre mis ropas y quedarse quietos, la mayoría parecía pertenecer a esa especie de insectos incansables e incómodos, que nunca pueden estar quietos y siguen rondando y explorando, aunque no tengan idea de lo que buscan. Las hormigas, por ejemplo, que desfilaban en monótona e incesante procesión de un extremo a otro de mi cuerpo, y son una clase de criaturas con quienes espero no tener que dormir nunca más. Aconsejaría a las personas que se encuentren en esta misma situación que no intenten dar vueltas ni revolcarse por el suelo, porque esto excita la curiosidad de las diferentes especies de animalejos, y hasta el último de ellos quiere acudir al lugar de los hechos y enterarse de lo que pasa, lo cual, desde luego, empeora aún más la situación y te hace renegar todavía más, si es que ello es posible. Pero a fin de cuentas, aunque uno no diera vueltas y no se revolcara, podría morir de desesperación, de modo que tal vez da lo mismo hacer una cosa que la otra. Realmente no hay ninguna opción. Incluso cuando ya estaba totalmente congelado podía sentir un cosquilleo, del mismo modo que ocurre cuando un cadáver recibe descargas eléctricas. Me prometí que después de este viaje no volvería a usar armadura.
Durante esas horas de agonía, cuando estaba congelado y al mismo tiempo era una hoguera viviente, por así decirlo, debido a aquella pandilla de reptantes, la misma pregunta sin respuesta continuaba dando vueltas y vueltas por mi cansado cerebro. ¿Cómo puede la gente soportar estas horribles armaduras? ¿Cómo han podido soportarlas durante tantas generaciones? ¿Cómo podrán quedarse dormidos cada noche sabiendo que al día siguiente deberán afrontar la misma tortura?
Cuando al fin llegó el día, me encontraba en unas condiciones bastante lamentables: demacrado, desaseado, soñoliento, agotado por la falta de sueño, fatigado por el esfuerzo de tener que revolcarme, hambriento después de tan largo ayuno, muriéndome por tomar un baño y librarme de los bichos y casi lisiado por el reumatismo. ¿Y qué suerte había corrido la doncella de noble cuna, de título aristocrático, demoiselle Alisande la Carteloise? Pues bien, estaba tan fresca como una lechuga, había dormido como un lirón y en lo que respecta al baño, probablemente ni ella ni ningún otro noble sobre la faz de la tierra había tomado uno y, por lo tanto, no le hacía ninguna falta. Consideradas desde un punto de vista moderno, estas gentes no eran más que salvajes reformados. La noble dama que me acompañaba no parecía tener ninguna impaciencia por desayunar, y eso también tiene algo de salvaje. Aquellos ingleses estaban acostumbrados a largos ayunos en sus viajes y sabían cómo soportarlos, y también cómo cargarse ellos mismos, acumulando reservas para futuros ayunos, del mismo modo que lo hacen los indios y la serpiente anaconda. Seguramente Sandy estaba cargada para una jornada de tres días.