Si Mark Twain es uno de los escritores que mejor ejemplifica las contradicciones de su tiempo, su ingente confianza en los proyectos tecnológicos de la última mitad del siglo XIX a la vez que su escepticismo y desilusión que el mismo progreso le causaba, Un yanqui en la corte del rey Arturo es el fiel reflejo de esa dicotomía. Empieza burlándose y satirizando el pasado medieval y acaba cuestionando la superioridad del presente moderno e industrializado.
Mark Twain
Un yanki en la corte del rey Arturo
ePUB v1.0
Lecram / OZN15.03.12
Título Original: A Connecticut Yankee in King Arthur's Court
Las despiadadas leyes y costumbres que se mencionan en este relato son históricas, y los episodios que se utilizan para ilustrarlas también son históricos. Esto no quiere decir que tales leyes y costumbres existieran en Inglaterra en el siglo VI, no; sólo quiero decir que, dado que existieron en la civilización inglesa y en otras civilizaciones de épocas mucho más recientes, se puede concluir sin temor a incurrir en una calumnia que también estaban vigentes en el siglo VI. Hay buenas razones para inferir que, cuando en esos remotos tiempos no existía alguna de estas leyes o costumbres, su lugar era ocupado, y de manera muy eficiente, por una mucho peor.
La cuestión de la existencia o no existencia del derecho divino de los reyes no tiene respuesta en este libro. Resultó ser demasiado difícil. Que el primer gobernante de una nación debe ser una persona de carácter excelso y habilidad extraordinaria es manifiesto e indiscutible, que sólo la Deidad podría elegir a ese primer gobernante certera e infaliblemente es también manifiesto e indiscutible, por lo tanto, resulta inevitable deducir que, como se pretende, es la Deidad quien hace la elección. Quiero decir, hasta que el autor de este libro encontró los Pompadour y Lady Castlemaine
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y algunos otros gobernantes de este tipo. Era tan difícil incorporarlos dentro de este argumento, que juzgué preferible abordar otros aspectos en este libro (que debe aparecer este otoño) y luego entrenarme debidamente y resolver los del derecho divino en otro libro. Es algo que debe ser resuelto, por supuesto, y de todas maneras no tenía nada especial que hacer el próximo invierno.
MARK TWAIN
Fue en el castillo de Warwick
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donde me topé con el extraño personaje de quien voy a hablar. Me llamó la atención por tres razones: su ingenua simpleza, su asombrosa familiaridad con las armaduras antiguas y el sosiego que ofrecía su compañía —pues era él quien llevaba toda la conversación—. Como suele ocurrir con las personas modestas, nos quedamos a la cola del grupo que visitaba el lugar, y desde el primer momento me interesaron las cosas que decía. Mientras hablaba, suave, agradable, fluidamente, parecía alejarse imperceptiblemente de nuestro mundo y nuestro tiempo y adentrarse en una era remota y un país olvidado, y de tal manera me fue hechizando con sus palabras que creí encontrarme entre los espectros y las sombras y el polvo y el moho de una gris antigüedad, ¡enfrascado en conversación con una de sus reliquias! Exactamente como hablaría yo de mis mejores amigos y de mis peores enemigos, o de los más conocidos entre mis vecinos, me hablaba él de sir Bedivere, sir Bors de Ganis, sir Lanzarote del Lago, sir Galahad y todos los otros caballeros famosos de la Mesa Redonda
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, ¡y qué viejo, qué indescriptiblemente viejo y ajado y seco y descolorido parecía a medida que seguía hablando! De repente, se volvió hacia mí para decirme con la naturalidad con que uno habla del tiempo o de cualquier otro asunto trivial:
—Ya habrá oído hablar de la transmigración de las almas, ¿pero sabe algo acerca de la transposición de épocas y cuerpos?
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Contesté que no había oído hablar de ello. Prestaba tan poca atención como si en realidad estuviésemos hablando del tiempo, y no se dio cuenta de si le había respondido o no. Sobrevino un instante de silencio, inmediatamente interrumpido por la voz monótona del cicerone del castillo:
—Coraza antigua, del siglo VI, época del rey Arturo y la Mesa Redonda; se dice que perteneció al caballero Sagramor el Deseoso; obsérvese el agujero circular que atraviesa la cota de malla en la parte izquierda del pecho; resulta inexplicable; se presume que puede haber sido causada por una bala después de la aparición de las armas de fuego, quizá intencionadamente por soldados de Cromwell.
Mi acompañante sonrió, pero no con una sonrisa moderna, sino con una que debió pasar de moda hace muchos, muchos siglos, y murmuró, aparentemente dirigiéndose a sí mismo:
«A fe que vi cómo ocurrió.»
Luego, tras una pausa, añadió:
—Fui yo quien lo hizo.
Cuando logré recuperarme de la electrizante sorpresa que me produjo el comentario, él había desaparecido.
Pasé toda la velada sentado junto a la chimenea de mi habitación en la Hospedería Warwick, inmerso en un sueño de tiempos lejanos, mientras la lluvia golpeaba los cristales y el viento ululaba entre los aleros y las cornisas. De vez en cuando me sumergía en el mágico y anciano libro de sir Thomas Malory, participaba del rico banquete de prodigios y aventuras, respiraba la fragancia de sus nombres obsoletos y volvía a soñar. Pasada ya la medianoche, y mientras conciliaba el sueño, leí un relato más, éste que sigue a continuación y que rezaba así:
DE CÓMO SIR LANZAROTE DIO MUERTE A DOS GIGANTES Y LIBERÓ UN CASTILLO
En esto se abalanzaron sobre él dos enormes gigantes, armados por completo, salvo las cabezas, y empuñando horribles mazas. Enderezó sir Lanzarote su escudo y desvió el golpe de uno de ellos, y con la espada le partió la cabeza por la mitad. Cuando el otro gigante vio esto, echó a correr desatinado por miedo a golpes tan terribles, y sir Lanzarote lo persiguió y con toda su fuerza le descargó un golpe en el hombro que le entró hasta el ombligo.
Al cabo sir Lanzarote entró en el salón y allí salieron a su encuentro cinco docenas de damas y doncellas, y todas se arrodillaron ante él y dieron gracias a Dios y al caballero por su liberación. «Porque, señor —dijéronle—, las más de nosotras hemos sido sus prisioneras estos siete años, haciendo toda clase de labores de seda por nuestra comida y todas provenimos de muy noble cuna. Y en buen hora nacisteis, caballero pues habéis realizado la mayor hazaña que jamás haya realizado caballero alguno en el mundo, de lo cual somos testigos, y todas os rogamos que nos digáis vuestro nombre, de manera que podamos decir a nuestros amigos quién nos liberó de la prisión.» «Gentiles doncellas —dijo—, mi nombre es Lanzarote del Lago.» Y entonces tomó licencia de ellas y las encomendó a Dios. Montó sobre su caballo y recorrió muchos países extraños y salvajes, y atravesó ríos y valles y muchas veces recibió pésimo albergue, hasta que por fin la fortuna le llevó una noche a una hermosa mansión y en su interior encontró a una anciana señora que de muy buen grado le hospedó y fueron bien servidos él y su caballo.
Y cuando fue la hora, su huéspeda le condujo a un cuidado camaranchón, encima de la puerta, donde estaba dispuesta su cama. Allí sir Lanzarote se despojó de su armadura, colocó los arreos a su vera, se acostó en el lecho y luego se durmió. Poco después llegó uno que venía a caballo y empezó a dar golpes en la puerta con gran apremio. Cuando sir Lanzarote lo oyó, se levantó y miró por la ventana, y a la luz de la luna vio que tres caballeros venían en pos del hombre solo, y los tres al tiempo se arrojaban sobre él con sus espadas y él se volvió para defenderse como buen caballero. «¡Voto a Dios —dijo sir Lanzarote—, que he de ayudar a este caballero, pues sería una vergüenza para mí ver cómo tres caballeros atacan a uno solo, y si fuese muerto, sería yo partícipe de su muerte!» Sin más, tomó sus arreos y, deslizándose por la ventana con una sábana, se plantó ante ellos y exclamó:
«Enfrentaos a mí, caballeros, y abandonad vuestra lucha con este caballero.» Y entonces los tres se apartaron de sir Kay, se volvieron hacia sir Lanzarote y sobrevino un gran cambio, porque los tres se apearon y arremetieron contra sir Lanzarote, asediándole desde todos los costados. En esto sir Kay pidió licencia para ayudar a sir Lanzarote. «No, señor —contestó él—, no deseo ayuda vuestra ninguna, y puesto que soy yo quien os la ha ofrecido a vos, dejadme a solas con ellos.» Para complacer al caballero, sir Kay se resignó a obrar de tal manera, y se apartó de la contienda. Y pronto, con sólo seis golpes, sir Lanzarote los había derribado a todos.
Y entonces los tres imploraron: «Señor caballero, nos rendimos a vuestra merced como hombre de fuerza sin igual.» «En cuanto a eso —dijo sir Lanzarote—, no acepto vuestra rendición, pero salvaré vuestras vidas con la condición de que os rindáis a sir Kay el senescal, y no de otro modo.» «Noble caballero —dijeron—, eso que nos pedís detestaríamos hacerlo, pues hemos seguido a sir Kay hasta aquí, y lo hubiéramos derrotado de no haber sido por vuestra merced; y así no es razón que nos rindamos a él.» «Bueno, en cuanto a eso —dijo sir Lanzarote—, pensadlo bien, pues estaréis eligiendo si queréis morir o queréis vivir, ya que si pretendéis rendiros ha de ser a sirKay.» «Noble caballero —dijeron entonces ellos—, para salvar nuestras vidas haremos lo que ordenáis.» «En ese caso —dijo sir Lanzarote—, os llegaréis a la corte del rey Arturo el próximo Domingo de Pentecostés, y allí os rendiréis a la reina Ginebra y os pondréis a su gracia y merced, y le diréis que sir Kay os ha enviado para que seáis sus prisioneros.» Por la mañana, sir Lanzarote se levantó temprano, dejó a sir Kay durmiendo, se llevó el escudo y la armadura de sir Kay, luego fue al establo y tomó el caballo de sir Kay, se despidió de la huéspeda y partió. Poco después despertó sir, Kay, no encontró a sir Lanzarote y se dio cuenta de que se había llevado su armadura y caballo. «A fe —dijo—, que muchos caballeros en la corte del rey Arturo recibirán afrenta y daño, pues con él los caballeros se mostrarán atrevidos, creyendo que soy yo, y se estarán llamando a engaño, mientras que yo seguro estoy de cabalgar en paz gracias a su escudo y armadura.» Y entonces poco después partió sir Kay dando gracias a la huéspeda.
En el momento en que cerraba el libro llamaron a la puerta y entró el forastero. Le ofrecí una pipa y un asiento y le invité a que se pusiera cómodo. También le ofrecí un reconfortable whisky escocés caliente; luego otro, y otro más —esperando cada vez que se animara a contar su historia—. Después de un cuarto intento de persuasión comenzó la historia, de una manera bastante sencilla y natural.
Soy norteamericano. Nací y crecí en Hartford, en el Estado de Connecticut o sea, justamente al otro lado del río. De manera que soy el más yanqui de los yanquis
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, y un hombre práctico, sí, y supongo que desprovisto casi por completo de sensibilidad o, en otras palabras, desprovisto de poesía. Mi padre era herrero; mi tío, médico de caballos, y en un principio yo era un poco lo uno y un poco lo otro.
Luego entré en la gran fábrica de armas
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y aprendí mi verdadero oficio, todo lo que había que aprender, aprendí a fabricarlo todo: fusiles, revólveres, cañones, calderas, motores, cualquier tipo de maquinarias para ahorrar mano de obra. ¡Diantres! Era capaz de fabricar lo que me pidiesen, cualquier cosa en el mundo, lo que fuese, y si no existía una manera veloz y novedosa de fabricarla, yo era capaz de inventarla con la misma facilidad con que se hace flotar un tronco. Llegué a ser superintendente en jefe, con unos dos mil hombres a mi cargo.