Esta es la historia del anciano. Dijo así:
—En tal punto y hora partieron el rey y Merlín, y llegaron hasta un ermitaño, que era un buen hombre y un excelente curandero. Entonces el ermitaño escudriñó todas sus heridas y le aplicó unos buenos ungüentos; allí permaneció el rey tres días, al cabo de los cuales estuvieron sus heridas sanas, de modo que ya podía cabalgar, y entonces partieron. Y mientras cabalgaban, dijo Arturo: «No tengo espada». «No os inquietéis, señor —contestó Merlín—, cerca de aquí hay una espada que será vuestra si me lo permitís.» Continuaron hasta llegar a un lago, ancho y de aguas claras, en medio del cual distinguió Arturo un brazo cubierto por un guante de samita blanco que sostenía en su mano una hermosa espada. «Hela ahí —dijo Merlín—, ésa es la espada de que os he hablado.»
En esto vieron a una doncella que caminaba sobre el lago. «¿Quién es esa doncella?», inquirió Arturo. «Es la Dama del Lago —respondió Merlín—, y en medio del lago hay una roca, y es un sitio tan bello como no hay otro igual en la tierra, y ricamente dotado, y esta doncella llegará hasta vos, y deberéis hablarle con palabras hermosas para que os entregue la espada.» En seguida llegó la doncella hasta Arturo y lo saludó, y él a ella.
«Doncella —dijo Arturo—, ¿qué espada es ésa que sostenía un brazo por encima del agua? Desearía que fuese mía, pues no tengo espada.» «Sir Arturo, rey—dijo ella—, esa espada es mía, y si me concedéis un presente cuando yo os lo requiera será vuestra.» «A fe —dijo Arturo—, os daré el presente que pidáis.» «Ahora bien —dijo la doncella—, subid a esa barcaza y remad hasta llegar a la espada, y tomad la espada y la vaina, y yo reclamaré mi presente cuando llegue mi hora.» Entonces, sir Arturo y Merlín desmontaron y ataron sus caballos a sendos árboles, y sin más subieron a la barcaza, y cuando llegaron a la espada empuñada por la mano, sir Arturo la tomó por el mango y tiró hacia él. Y el brazo y la mano desaparecieron bajo el agua y volvieron a tierra los dos, subieron a sus caballos y se alejaron. Pasado un rato vio Arturo un rico pabellón: «¿De quién es ese pabellón?». «Ese pabellón —dijo Merlín— pertenece a sir Pellinor, el último caballero con el que os batisteis, pero está ausente; tuvo una discordia con uno de vuestros caballeros, el noble Egglame, se enfrentaron en buena lid y sir Pellinor le ha seguido incluso hasta Carlion, de modo que lo encontraremos en el camino.» «Dices bien —dijo Arturo— ahora que tengo espada podré entablar batalla con él y cobrarme la venganza.» «Señor, no haréis tal cosa —dijo Merlín—, pues el caballero está cansado de pelear y perseguir, de manera que no sería honroso para vos el tener una refriega con él, además no será fácilmente igualado por ningún caballero viviente, por tanto os aconsejo que permitáis que continúe su camino, pues muy pronto os prestará un gran servicio, y después de su muerte sus hijos harán lo mismo. También llegará en seguida el día en que os sentiréis gozoso de entregarle a vuestra hermana en matrimonio.» «Cuando lo vea —dijo Arturo—, haré lo que me aconsejáis.»
Entonces, sir Arturo contempló la espada y la encontró muy de su agrado. «¿Cuál de las dos os gusta más, la espada o la vaina?», preguntó Merlín. «Me gusta más la espada», respondió Arturo. «Mal os aconsejáis —dijo Merlín—, porque la vaina es diez veces más valiosa que la espada, puesto que mientras tengáis la vaina en vuestro poder nunca perderéis sangre aunque os encontréis fieramente herido; de manera que deberíais conservar siempre la vaina con vos.» Cabalgaban, pues, hacia Carlion y en el camino se toparon con sir Pellinor, pero Merlín se valió de un artificio de tal guisa que Pellinor no vio a Arturo y pasó de largo sin decir palabra. «Me asombra —dijo Arturo — que ese caballero no haya hablado.» «Señor —dijo Merlín—, no os ha visto, pues de haberos visto no hubiese seguido su camino tan ligeramente.» Al cabo llegaron a Carlion, lo cual alegró mucho a sus caballeros. Y cuando tuvieron noticia de sus aventuras se maravillaron de que pusiera en peligro su persona arriesgándose en tanta soledad. Y todos los hombres de honra dijeron que se alegraban enormemente de estar al servicio de un soberano dispuesto a afrontar las aventuras del mismo modo que el más pobre de los caballeros.
Me pareció que esta curiosa mentira habría sido relatada de una manera muy sencilla y hermosa, pero hay que tener en cuenta que la había escuchado sólo una vez, sin duda había sido agradable para los demás cuando todavía era una novedad.
Sir Dinadan, el humorista, fue el primero en abrir los ojos y en seguida despertó al resto con una broma de muy dudoso gusto. Ató unas jarras de metal a la cola de un perro, lo dejó en libertad y éste comenzó a recorrer velozmente el lugar en un frenesí de terror, mientras los otros perros lo seguían, ladrando, aullando, golpeando y derribando todo lo que se cruzaba en su camino, creando un enorme caos y un ensordecedor estrépito, a la vista de lo cual todos los presentes, hombres y mujeres, se echaron a reír alborozadamente, hasta que se les saltaron las lágrimas; algunos se caían de sus sillas y se revolcaban en el suelo en estado de éxtasis, como si fueran niños. Sir Dinadan estaba tan orgulloso de su proeza que no paraba de contar, una y otra vez, hasta el agotamiento, cómo se le había ocurrido la genial idea; y como sucede con los humoristas de su clase seguía celebrando su propia broma cuando todos los demás ya habían dejado de reír. Estaba tan entusiasmado que decidió pronunciar un discurso, obviamente un discurso histórico. Creo que nunca había escuchado en toda mi vida tal sarta de chistes viejos y manidos. Era peor que un bufón malo, peor que un payaso de circo. Qué triste era tener que estar allí sentado, mil trescientos años antes de mi nacimiento, escuchando los mismos chistes simplones, insulsos, acartonados, que ya me ponían enfermo cuando era un muchacho mil trescientos años después. A punto estuve de convencerme de que los denominados «chistes nuevos» no existen en realidad. Todos los presentes reían con esas antiguallas de chistes, pero de hecho ocurre siempre así, ya lo había notado siglos después. No obstante, el burlón, quiero decir Clarence, no se rió. No; solamente se burló; no había nada de lo que no se burlara. Dijo que la mayoría de los chistes de sir Dinadan apestaban y el resto estaba petrificado. Comenté que lo de «petrificado» me parecía perfecto, convencido como estaba de que la única manera apropiada de clasificar la edad imponente de algunos de esos chistes era por períodos geológicos. Pero una idea tan llamativa como aquella no encontró el menor eco en el joven; todavía no se había inventado la geología. Sin embargo, tomé nota del comentario y me propuse preparar a la comunidad para que lo entendiese si salía adelante en mi determinación. No hay razón para deshacerse de un buen hallazgo simplemente porque el mercado todavía no esté preparado.
En ese momento se alzó sir Kay y se dispuso a poner en marcha su molino de historias, utilizándome a mí como combustible. Había llegado el momento de ponerme serio, y así lo hice. Sir Kay relató cómo me había encontrado en una remota tierra de bárbaros, donde todos llevaban las mismas vestimentas ridículas que llevaba yo y que, por cierto, eran obra de encantamiento y hacían a su portador inmune a las heridas causadas por cualquier hombre. Sin embargo, él había anulado el poder del conjuro por medio de la oración y había dado muerte a mis trece caballeros en una batalla que se había prolongado durante tres horas, y me había hecho prisionero, perdonándome la vida, con el propósito de que una curiosidad tan extraña como era yo podía ser exhibida para asombro y admiración del rey y de la corte. Se refería siempre a mí de manera superlativa, llamándome «este gigante prodigioso» o «este monstruo horrible y descomunal» o «este ogro devorador de hombres, dotado de garras y colmillos», y todos parecían aceptar esas tonterías de la manera más ingenua, sin sonreír y aparentemente sin reparar en la discrepancia que existía entre esas estadísticas infladas y yo. Dijo que al tratar de escapar de él había alcanzado de un salto la copa de un árbol de doscientos codos de altura, pero él me había derribado con una piedra del tamaño de una vaca, que me había roto la mayor parte de los huesos y después me había hecho jurar que me presentaría en la corte de Arturo para recibir la sentencia. Al final me condenó a morir el día 21 al mediodía, y dio tan poca importancia al asunto que se detuvo para bostezar antes de designar la fecha.
Al llegar a aquel punto me hallaba en una condición lamentable; de hecho, estaba tan fuera de mis cabales que apenas podía seguir los pormenores de una discusión que había surgido en torno a la forma de darme muerte, pues algunos juzgaban que sería imposible a causa del encantamiento de mis ropas. ¡Y pensar que era un traje corriente de quince dólares adquirido en una tienda de rebajas! Pese a todo, estaba lo suficientemente cuerdo para notar ese detalle: muchos de los términos utilizados de la manera más despreocupada por aquella egregia reunión de las damas y caballeros más eminentes de la tierra hubiera hecho sonrojar a un indio comanche. La palabra «procacidad» se quedaría corta para dar una idea de la manera de hablar allí. No obstante, yo había leído
Tom Jones
,
Roderick Ramdom
y otros libros de ese tipo, y sabía que las más altas damas y los principales caballeros de Inglaterra habían sido casi tan procaces o igual de procaces en su forma de hablar, y en la moralidad y conducta que ello implica, hasta hace apenas cien años y, de hecho, hasta bien entrado el presente siglo, siglo en el cual se pueden encontrar, en un sentido amplio, los primeros ejemplos de una verdadera dama y de un verdadero caballero en la historia de Inglaterra, e incluso en la historia de Europa. Suponed que se hubiese puesto en boca de los personajes las palabras que realmente habrían empleado. Tendríamos parlamentos de Raquel e Ivanhoe y la dulce lady Rowena que en nuestros días avergonzarían totalmente a un vagabundo. Sin embargo, para quien es inconscientemente procaz, todas las cosas resultan delicadas. La gente del rey Arturo no se daba cuenta de que era indecente, y yo conservaba la suficiente presencia de ánimo para no mencionarlo.
Tanto les preocupaba el asunto de mis ropas encantadas, que se sintieron enormemente aliviados cuando, por fin, el viejo Merlín los desembarazó de esa dificultad con una sugerencia de simple sentido común. Les preguntó por qué eran tan obtusos, por qué no se les ocurría desvestirme. En medio minuto me encontré tan desnudo como unas tijeras y, ¡por vida mía!, yo era el único que sentía vergüenza. Todos hablaban de mí, y lo hacían tan despreocupadamente como si se tratara de una calabaza. La reina Ginebra estaba tan ingenuamente interesada como los demás y dijo que nunca había visto a nadie con unas piernas como las mías. Fue el único cumplido que recibí…, si es que se trataba de un cumplido.
Finalmente me llevaron en una dirección, y mis peligrosas ropas en otra. Me arrojaron a una de las oscuras y estrechas celdas de la mazmorra, con unas escasas sobras de comida como cena, un montón de paja podrida como lecho y un sinfín de ratas por compañía.
Estaba tan agotado que ni siquiera mis temores consiguieron mantenerme en vela mucho tiempo.
Cuando desperté me parecía haber dormido durante largo tiempo. Mi primer pensamiento fue: «Vaya, ¡qué sueño más extraño he tenido! Supongo que desperté justo a tiempo para salvarme de que me ahorcaran, me ahogaran, me quemaran en la hoguera o algo por el estilo… Dormiré otra siesta hasta que suene el silbato, y luego bajaré a la fábrica de armas y me desquitaré de Hércules».
Pero precisamente en ese momento escuché un áspero sonido de cadenas y grilletes herrumbrosos, una luz me hirió los ojos, ¡y aquella aparición, Clarence, estaba frente a mí! Me atraganté de la sorpresa y por poco pierdo la respiración.
—¡Qué! —dije—. ¿Tú aquí todavía? Márchate con el resto del sueño. ¡Desaparece!
Pero él se limitó a reír, a su manera despreocupada, y comenzó a burlarse de mi penosa situación.
—Está bien —dije resignadamente—; entonces que continúe el sueño, no tengo ninguna prisa.
—¿Qué sueño, señor?
—¿Que qué sueño? Hombre, el sueño de que estoy en la corte del rey Arturo, un personaje que nunca existió y que estoy hablando contigo, que no eres más que un producto de mi imaginación.
—Ah, vaya, vaya. ¿Y también es un sueño que mañana vais a ser quemado en la hoguera? Ja, ja. ¿Qué me respondéis? Me sacudió en ese momento un apabullante estremecimiento. Comencé a razonar que mi situación era sumamente grave, fuese o no fuese un sueño, pues conocía por experiencia la intensidad tan vívida de los sueños, y sabía que morir en la hoguera, aun en sueños, distaba mucho de ser una broma, y era algo que debía evitar por todos los medios a mi alcance, falsos o verdaderos. Así que le dije en tono de súplica:
—Ah, Clarence, mi buen joven, mi único amigo, porque eres mi amigo, ¿verdad?; no me falles. ¡Ayúdame a trazar un plan para escapar de aquí!
—¡Pero qué cosas decís! Por favor, si los pasillos están custodiados y vigilados por hombres de armas.
—Sin duda, sin duda. ¿Pero cuántos, Clarence? ¿Quizá no muchos?
—Una veintena completa. No habría esperanza de escapar —luego dijo, dubitativamente—: Y hay otras razones, y de mayor peso.
—¿Otras razones? ¿Cuáles?
—Bueno, dicen… ¡Ah, pero no me atrevo, de verdad que no me atrevo!
—¿Pero qué te pasa, pobre hombre? ¿Por qué palideces? ¿Por qué tiemblas?
—¡Ah, por cierto, es necesario! Quisiera deciros, pero…
—Vamos, vamos, sé valiente, pórtate como un hombre; habla; anda, sé buen chico.
Clarence dudaba, indeciso entre el deseo de ayudarme y el miedo que sentía… Después de un momento se acercó furtivamente a la puerta y se asomó. Luego gateó hasta llegar a mí y me susurró al oído sus terribles noticias, con el recelo de alguien que se aventura en un terreno espantoso y que habla de cosas cuya sola mención pudiera ser castigada con la muerte.
—Merlín, en toda su maldad, ha hechizado esta mazmorra, y no hay en todos estos reinos una persona tan temeraria que intentara salir de aquí con vuestra merced. ¡Dios, ten piedad! ¡Lo he dicho! Ah, sed bueno conmigo, tened clemencia de un pobre muchacho que sólo desea vuestro bien. Si me traicionaseis, estaría perdido.
Me reí, con una risa tan refrescante como no lo había hecho en mucho tiempo. Empecé a vociferar:
—¡Merlín lo ha hechizado! ¿Merlín? ¡Olvídate! ¿Ese farsante de pacotilla? ¿Ese viejo embustero? Bobadas, puras bobadas, las bobadas más estúpidas del mundo. ¡Que me cuelguen si de todas las supersticiones idiotas, pueriles, mentecatas, descabelladas que han existido en…, ah, maldito sea Merlín!