Corsican movió la cabeza, como hombre que no admite la eficacia de la casualidad en los negocios humanos. En aquel momento subió Fabián la escalera que conducía a la cubierta. Me impresionó su palidez. La herida sangrienta de su corazón había vuelto a abrirse. Entristecía su aspecto. La seguimos. Erraba, sin objeto, evocando aquella pobre alma medio libre de su cubierta mortal, y trataba de evitarnos.
—¡Era ella! ¡La loca! —dijo—. Era Elena, ¿no es verdad? ¡Pobre Elena mía!
Dudaba aún, y se alejó de nosotros, sin esperar una respuesta que no hubiéramos tenido valor para darle.
Al mediodía, Drake no había enviado aún sus padrinos, a pesar de que ya debía haberse cumplido este preliminar, si Drake trataba de obtener satisfacción con las armas en la mano. ¿Podía darnos alguna esperanza aquel retraso? Yo sabía perfectamente que las razas sajonas entienden las cuestiones de pundonor de muy distinta manera que nosotros, y que el desafío ha desaparecido casi por completo de las costumbres inglesas. Como ya he dicho, no sólo la ley es severa con los duelistas, y no es fácil eludirla, como en Francia, sino que la opinión se declara contra ellos. Pero el caso de Drake y Fabián era excepcional. El lance había sido buscado, deseado. El ofendido había, por decirlo así, provocado al ofensor, y todos mis razonamientos, conducían a esta deducción: el encuentro de aquellos dos hombres era inevitable.
En aquel momento, los paseantes invadieron la cubierta. Eran los fieles domingueros, que salían del templo. Oficiales, marineros y pasajeros regresaban a sus puestos o a sus camarotes.
A las doce y media el cartel anunciaba:
Lat. 40° 33 y N.
Long. 66° 21' O.
Car.: 214 millas.
El
Great-Eastern
no distaba más que 348 millas de la punta de Landy-Hook, lengua pantanosa que forma la entrada de los pasos de Nueva York. Pronto iba a surcar las aguas americanas.
Durante el
lunch
, Drake ocupaba su puesto de costumbre; pero Fabián no se halla en el suyo. Aunque charlatán, me pareció que aquel tunante estaba intranquilo. ¿Pedía al vino el olvido de sus remordimientos? No lo sé; pero se entregaba a continuas ovaciones, en compañía de sus amigos de siempre. Varias veces me miró
de reojo,
no atreviéndose a encararse conmigo, a pesar de su insolencia. ¿Buscaban a Fabián entre los convidados? No sé. Me llamó la atención que abandonara la mesa bruscamente, antes de terminar la comida. Me levanté acto continuo, para observarle, pero se dirigió a su camarote, donde se encerró.
Subí a cubierta. El mar estaba tranquilo y sereno el cielo. Ni una nube ni un poco de espuma. El doctor Pitferge me dio malas noticias del marinero herido. A pesar de las seguridades que daba el médico, el estado del paciente empeoraba.
A las cuatro, pocos minutos antes de la comida, fue señalado un buque a babor. El segundo me dijo que debía ser el
City of París,
de 2750 toneladas, uno de los mejores
steamers
de la compañía de Inman; pero se engañaba, pues habiéndose acercado el buque nos dio su nombre
Saxonia,
de la
Steam-National Company.
Por espacio de algunos instantes, los dos buques corrieron a contrabordo, a menos de tres cables de distancia. La cubierta del
Saxonia
estaba ocupada por sus pasajeros, que nos saludaron con una triple aclamación.
A las cinco otro buque en el horizonte, pero demasiado distante para que pudiéramos reconocer su nacionalidad. Debe ser el
City of París.
¡Qué atractivo tienen esos encuentros de buques, de esos huéspedes del Atlántico, que se saludan al paso! No es posible la diferencia entre buque y buque. El común peligro es un lazo de unión hasta entre desconocidos.
A las seis, tercer buque, el
Filadelfia,
de la línea de Inman, dedicado al transporte de emigrantes de Liverpool a Nueva York. Decididamente, la tierra no podía distar mucho pues recorríamos mares frecuentados. Yo estaba ansioso de tocar en ella.
Se esperaba también al
Europa,
barco de ruedas de 3200 toneladas y 1300 caballos, perteneciente a la Compañía transatlántica, dedicado al servicio de pasajeros entre E Havre y Nueva York; pero no fue señalado. Sin duda había remontado al Norte.
A cosa de las siete y media anocheció. El disco de la Luna se separó del sol poniente y permaneció algún tiempo suspenso en el horizonte. Una lectura religiosa hecha por Anderson en el gran salón, entrecortada por cánticos, se prolongó hasta las nueve de la noche.
Terminó el día sin que Corsican y yo recibiéramos la visita de los padrinos de Drake.
El día 8 de abril amaneció hermosísimo. El sol se levantó radiante. Sobre cubierta encontré al doctor, bañándose en los efluvios luminosos. Se dirigió a mí.
—¡Cómo ha de ser! —me dijo—. ¡Nuestro pobre herido ha muerto! ¡Oh, los médicos! ¡No temen nada! ¡Es el cuarto compañero que nos abandona desde nuestra salida de Liverpool, el cuarto que ha de apuntar el
Great-Eastern
en su pasivo! ¡Y aún no hemos llegado!
—¡Pobre hombre! —dije—. Al llegar al puerto, ¡casi enfrente de las costas americanas! ¿Qué será de su mujer y de sus hijos?
—¡Qué le hemos de hacer! —respondió el doctor—. Es la ley, la gran ley. ¡Hemos de morir! ¡Hay que ceder el puesto a los que vienen! No morimos, al menos así lo creo, sino porque ocupamos un sitio a que otro tiene derecho. ¿Sabéis cuántas personas habrán fallecido durante mi vida, si dura sesenta años?
—No sé, doctor.
—Bien sencillo es el cálculo. Si vivo sesenta años habré vivido 21.900 días o 525 600 horas o 31 536 000 minutos, o en número redondo, dos mil millones de segundos. Durante este tiempo habrán muerto dos mil millones de personas que estorbaban a sus sucesores, y yo partiré del mismo modo, cuando sea un estorbo. La cuestión está en estorbar lo más tarde posible.
El doctor prosiguió desenvolviendo esta tesis, tratando de probarme que todos somos mortales. No creí oportuno contradecirle. Mientras paseábamos, vi a los carpinteros, ocupados en reparar las averías de la proa. Si el capitán quería entrar sin averías en Nueva York, debían darse prisa, porque el
Great-Eastern
navegaba en aquellas tranquilas aguas con velocidad mayor que la observada hasta entonces. Para comprender esto bastaba ver a los dos jóvenes prometidos que, apoyados en la borda, no contaban ya las vueltas de las ruedas. Los largos émbolos se movían con rapidez, y los enormes cilindros, oscilando en sus muñones, se asemejaban a un grupo de campanas lanzadas a vuelo. Las ruedas daban once vueltas por minuto, y el buque marchaba a razón de trece millas por hora.
A las doce, los oficiales no se ocuparon de observar el sol. Conocían su posición por rutina. Pronto se iba a señalar la tierra.
Después del
lunch
, mientras paseaba, vino a buscarme el capitán Corsican. Tenía algo que decirme. Lo comprendí, al ver la expresión de su semblante.
—Fabián —me dijo—, ha recibido a los testigos de Drake. Me ha nombrado padrino suyo y os ruego me acompañéis. ¿Puede contar con vos?
—Sí, capitán. ¿Por lo visto, ya no hay esperanza de arreglo?
—Ninguna.
—Pero, decidme: ¿cómo empezó la cuestión?
—Una disputa de juego, un pretexto, ni más ni menos. Si Fabián no conocía a Drake, éste conocía a Fabián. El nombre de Fabián es un remordimiento para ese hombre, y quiere darle muerte con el hombre que lo lleva.
—¿Quiénes son los testigos de Drake?
—Uno de ellos es ese farsante…
—¿El doctor T…?
—Precisamente. El otro es un yanqui a quien no conozco.
—¿Cuándo los veremos?
—Los espero aquí.
En efecto, pronto divisé a los dos testigos de Drake, que se acercaban a nosotros.
El doctor T… estaba muy satisfecho: le parecía haber crecido cinco codos, sin duda porque apadrinaba a un pillastre. Su compañero, otro de los comensales de Drake, era uno de esos mercaderes eclécticos que están siempre dispuestos a vender cualquier cosa que se les quiera comprar.
El doctor T… tomó la palabra, después de haber hecho con énfasis un saludo a que Corsican apenas se dignó contestar.
—Señores —dijo el doctor T… con tono solemne—; nuestro amigo Drake, un
gentleman
cuyo mérito y compostura son de todos conocidos, nos ha enviado a tratar con vosotros un asunto delicado. En otros términos, el capitán Fabián Macelwin, a quien nos hemos dirigido, os ha nombrado sus representantes para este lance. Creo que, nos arreglaremos, como cumple a personas bien educadas tocante a nuestra delicada misión.
No respondimos, dejando a aquel hombre recalcar su «delicadeza».
—Señores —prosiguio—, no es discutible que mister Drake es el ofendido. El capitán Macelwin, sin razón y hasta pretexto, ha desconfiado de la honradez de nuestro representado, en una cuestión de juego, y después, sin provocación alguna, le ha inferido el insulto más grave que puede recibir un caballero…
Esta fraseología melosa impacientó a Corsican, que se mordía el bigote. No podía contenerse por más tiempo.
—Basta de música, señor mío —dijo asperamente al doctor T… cortándole la palabra—. La cuestión es muy sencilla. El capitán Macelwin ha levantado la mano contra ese mister Drake. Vuestro amigo da por recibido el bofetón. Es el ofendido y exige una satisfacción. La elección de armas es suya. ¿Qué más?
—¿El capitán Macelwin acepta? —preguntó el doctor, desconcertado por el tono de Corsican.
—Se aviene a todo.
—Nuestro amigo Drake elige el florete.
—¿En qué sitio, en Nueva York?
—No; aquí a bordo.
—¿Cuándo?
—Esta tarde, a las seis, a lo último de la toldilla que a esa hora está desierta.
—Bueno.
Dicho esto Corsican tomó mi brazo y volvió la espalda al doctor T…
No era ya posible alejar el desenlace del drama. Sólo algunas horas nos separaban del momento en que los dos adversarios habían de encontrarse. ¿Por qué Harry Drake no esperaba que su enemigo y él hubieran desembarcado? ¿Aquel buque, fletado por una compañía francesa, le parecía un terreno más a propósito para aquel desafío, que debía ser a muerte? ¿O quería deshacerse de Fabián antes que éste hubiera pisado el territorio americano y sospechara la existencia a bordo, de Elena, que Drake debía suponer ignorada de todo el mundo? Esto último debía de ser.
—Poco importa —dijo Corsican—. Cuanto antes mejor.
—¿Os parece que suplique a Pitferge que asista al desafío como médico?
—Sí, me parece bien.
Corsican fue a ver a Fabián. La campana sonaba en aquel momento. ¿Qué significaba aquel toque inusitado? El timonel me dijo que tocaba a muerto por el marinero. En efecto, iba a llevarse a cabo una triste ceremonia. El tiempo, hasta entonces tan hermoso, tendía a modificarse. Gruesas nubes subían pesadamente hacia el Sur.
Al oír la campana, los pasajeros acudieron en tumulto hacia estribor. Los tambores, los obenques, las pasarelas, las bordas y hasta las lanchas, colgadas de sus pescantes, se llenaron de espectadores. Oficiales, marineros y fogoneros francos de servicio, se alinearon sobre cubierta.
A las dos apareció un grupo de marineros al extremo de la calle. Salía de la enfermería y pasó por delante de la máquina del gobernalle. El cuerpo del marinero, envuelto en un pedazo de lona cosido y fijo a una tabla, con una bala a los pies, iba en hombros de cuatro de sus compañeros. El pabellón inglés cubría el cadáver. El grupo avanzó lentamente por entre la concurrencia. Todos los asistentes se descubrieron.
Llegados más allá de la rueda de estribor, los que llevaban el cadáver depositaron la tabla en el descansillo en que terminaba la escalera al llegar a la cubierta.
Delante de la fila de espectadores que ocupaban el tambor, hallábanse el capitán Anderson y sus oficiales vestidos de gala. El capitán tenía en la mano un libro de oraciones. Se descubrió, y por espacio de algunos minutos, en medio de un silencio profundo, que ni la brisa turbaba, leyó con voz grave la oración de los difuntos. En aquella atmósfera pesada, tempestuosa, sin el más leve ruido, sin un soplo de aire, se oían distintamente todas sus palabras. Algunos pasajeros respondían en voz baja.
A una señal del capitán, el cadáver, levantado por los que lo habían llevado, se deslizó hacia el mar. Sobrenadó un instante, desapareciendo después en medio de un círculo de espuma.
En aquel momento la voz del vigía gritó:
—¡Tierra!
Aquella tierra, anunciada en el momento en que el mar se cerraba sobre el cuerpo del pobre marinero, era amarilla y baja. Aquella línea de dunas poco elevadas era Long-Island, la isla larga, gran banco de arena, vivificado por la vegetación que cubre la costa americana, desde la punta de Montkank hasta Brooklyn, dependencia de Nueva York. Numerosas goletas de cabotaje costeaban aquella isla, sembrada de casas de recreo. Es la campiña predilecta de los habitantes de Nueva York.
Los pasajeros saludaban con la mano a aquella tierra tan deseada, después de una travesía demasiado larga, y no exenta de accidentes penosos. Todos los anteojos estaban apuntados a aquella primera muestra del continente americano, mirándola cada uno por distinto prisma, según sus sentimientos o deseos. Los yanquis saludaban en ella a su madre patria. Los sudistas miraban con cierto desdén aquellas tierras del Norte: el desdén del vencido hacia el vencedor. Los canadienses la miraban como gentes a quienes falta poco para llamarse ciudadanos de la Unión. Los californianos, al rebasar todas las llanuras del Far-West y franquear las Montañas Rocosas, ponían ya el pie en sus inagotables placeres. Los mormones, con la frente levantada y los labios fruncidos por el desprecio, apenas miraban aquellas playas, dirigiendo sus visuales más lejos, a su desierto inaccesible, a su Ciudad de los Santos, y a su Lago Salado. Para los dos prometidos, aquel continente era la Tierra de Promisión.
Pero el cielo se oscurecía más y más. Todo el horizonte sur estaba ocupado. Las nubes se acercaban al cenit. La pesadez del aire aumentaba. Un calor sofocante penetraba la atmósfera, como si el sol de julio cayera a plomo sobre ella. No terminaban aún los incidentes de aquella travesía.
—¿Queréis que os asombre? —me dijo Pitferge, que se hallaba a mi lado.