—¿Fabián?
Fabián no respondió. No le había oído. Corsican le llamó otra vez. Fabián se estremeció, volvió un momento la cabeza y dijo:
—¡Silencio!
Después, señaló con la mano una sombra que se movía lentamente, al extremo de la línea de las cámaras. Después, sonriendo con tristeza, murmuró:
—¡La dama negra!
Me agitó un estremecimiento; sentí que Corsican, cuyo brazo estaba unido al mío, se estremecía también. Aquella era la aparición anunciada por Pitferge.
Fabián había vuelto a sumirse en su contemplación soñadora. Yo, con el pecho oprimido, con la mirada vaga, veia aquella forma humana, medio delineada en la sombra, que pronto marcó sus contornos con más claridad. Adelantaba, vacilaba, se detenía, volvía a caminar, más bien deslizándose que andando. ¡Un alma errante! A diez pasos de nosotros se detuvo. Entonces pude distinguir la forma de una mujer esbelta, envuelta con una especie de albornoz pardo y con la cara oculta por un espeso velo.
—¡Una loca! Una loca, ¿verdad? —murmuró Fabián.
Y era una loca, en efecto. Pero Fabián no hablaba con nosotros, sino consigo mismo.
Pero aquella pobre criatura se acercó más aún. Me pareció ver brillar sus ojos al través de su velo cuando se fijaron en Fabián. Se acercó a él. Fabián se levantó electrizado. La tapada le puso la mano sobre el corazón como para contar sus latidos… Después, huyendo, desapareció.
Fabián cayó de rodillas, con las manos extendidas.
—¡Ella! —murmuró.
Y luego, sacudiendo la cabeza:
—¡Qué alucinación! —dijo.
El capitán Corsican le cogió la mano, diciendo:
—¡Ven, Fabián; ven!
Y arrastró tras sí a su desdichado amigo.
Corsican y yo no abrigábamos la menor duda de que aquella sombra era Elena, la prometida de Fabián, la esposa de Drake. La fatalidad los había reunido en el mismo buque. Fabián no le había reconocido, aunque había gritado: «¡Ella!». ¿Cómo había de reconocerla? Pero no se había engañado al decir: «¡Una loca!». Lo estaba sin duda. ¡El dolor, la desesperación, su amor muerto en su corazón, el contacto del hombre indigno que la había robado a Fabián, la ruina, la miseria, la vergüenza, habían destrozado su alma! De esto hablábamos al otro día con Corsican. No dudábamos de la identidad de aquella joven. Era Elena, a quien Drake arrastraba consigo al continente americano, asociándola aún a su vida de aventuras. Los ojos del capitán chispeaban, al acordarse de aquel miserable. Mi corazón estallaba. ¿Qué podíamos contra él, marido y amo? Nada. Pero lo más importante era impedir un nuevo encuentro de Fabián y Elena, porque el joven acabaría por reconocer a su prometida, lo cual daría lugar a la catástrofe que queríamos evitar. Aún podíamos conseguir que aquellos dos seres desventurados no volvieran a verse. La pobre Elena no se presentaba nunca de día en los salones ni sobre cubierta. Sólo de noche, esquivando a su carcelero, sin duda, se bañaba en aquel aire húmedo, pidiendo a la brisa un pasajero alivio. Dentro de cuatro días lo más, el
Great-Eastern
habría llegado a Nueva York. Podíamos, pues, confiar en que la casualidad no burlaría nuestra vigilancia, y en que Fabián ignoraría siempre que Elena había hecho con él la travesía del Atlántico. Pero el hombre propone y Dios dispone.
La dirección del buque había variado algo durante la noche. Tres veces, habiendo acusado el agua del cubo 27° Farenheit, es decir, de 3 a 4 grados centígrados bajo cero, había bajado hacia el Sur. Era indudable que teníamos muy cerca grandes hielos. Aquella mañana presentaba el cielo un brillo singular, la atmósfera era blanca; todo el Norte estaba aclarado por una reverberación intensa, producida evidentemente por el poder reflector de los ventisqueros y bancos de hielo. Una brisa penetrante atravesaba el espacio, y a las diez, una nevada de finísimos copos, espolvoreó de blanco la cubierta del buque. Después se elevó un banco de brumas, en medio del cual señalamos nuestra presencia con silbidos atronadores y continuos, que espantaron a las bandadas de aves acuáticas que se habían posado en las vergas del
Great-Eastern.
A las diez y media, después de haber remontado la niebla, apareció en el horizonte un buque de hélice, a estribor. El extremo blanco de su chimenea indicaba que pertenecía a la Compañía de Yuman, dedicada al transporte de emigrantes, de Liverpool a Nueva York. Envió su número y pudimos ver que era el
City of Limerik,
de 1600 toneladas y 256 caballos. Venía con retraso, pues había salido de Nueva York el sábado.
Antes del
lunch
, algunos pasajeros organizaron una especie de lotería que no podía desagradar a aquellos aficionados a todo lo que es juego o lo parece. El resultado no debía ser conocido hasta pasados cuatro días. Era lo que se llama la «rifa del práctico». Sabido es que, cuando llega un buque a la entrada del puerto, un piloto, llamado «práctico», sube a su bordo. Divídense las veinticuatro horas del día y de la noche en cuarenta y ocho medias horas o en noventa y seis cuartos de hora, según el número de jugadores; cada uno de éstos, a quien corresponde una hora determinada, pone un dólar; se lleva el premio el jugador durante cuyo cuarto de hora o media hora pone el práctico el pie en el buque. El juego es, como veis, poco complicado; no es una carrera de caballos, sino de cuartos de hora.
El honorable canadiense MacAlpine tomó la dirección de la empresa. Reunió fácilmente noventa jugadores, algunos del bello sexo, que no eran los menos aficionados al juego. Seguí la corriente y di un dólar, tocándome en suerte el cuarto de hora número 64. Era un mal número, del cual no podía esperar provecho. En efecto, aquellas subdivisiones de tiempo se contaban de un mediodía al siguiente; hay, pues, cuartos de hora de día y de noche. Estos últimos valen poco, pues los buques no suelen aventurarse por la noche a navegar cerca de los varaderos de los puertos, por cuyo motivo es muy difícil que durante ellos se reciba práctico a bordo. Pero me consolé fácilmente.
Al bajar al salón, vi anunciada para aquella noche una lectura. El misionero del Utah iba a hablar sobre el mormonismo. Buena ocasión para iniciarse en los misterio de la Ciudad de los Santos. Además, aquel Elder, mister Hatch, debía ser buen orador y de convicciones. La ejecución debía estar a la altura de la obra. El anuncio de semejante conferencia fue favorablemente acogido.
Aquel día leímos:
Lat. 42° 32' N.
Long. 51° 59' O.
Car. 254 millas.
A las tres de la tarde anunciaron los timoneles un vapor de cuatro palos. Aquel buque modificó ligeramente su rumbo para acercarse al
Great-Eastern,
que a su vez, dejó orzar algo, por orden de su capitán, y pronto el vapor nos dijo su nombre. Era el
Atlante,
uno de esos grandes barcos que hacen el servicio de Londres a Nueva York, tocando en Brest. Nos saludó y le saludamos, perdiéndole pronto de vista, por correr a contrabordo.
En aquel momento me anunció Dean Pitferge, con disgusto, que no tendría ya efecto la conferencia de mister Hatch. Las puritanas de a bordo habían prohibido a sus maridos iniciarse en el mormonismo.
El cielo, que estaba encapotado, se despejó a las cuatro. El mar estaba en calma y el buque no sufría balanceo. Parecía que estábamos en tierra firme. La inmovilidad del
Great-Eastern
sugirió a algunos pasajeros la idea de organizar carreras. El suelo era más llano que el de la pista del hipódromo de Epsom, y a falta del
Gladiator
y de la
Touque,
hacían su papel escoceses de pura sangre. Cundió pronto la noticia, acudiendo los deportistas y apresurándose los espectadores a dejar los salones y camarotes. Un inglés, el honorable Macarthy, fue nombrado presidente, y los corredores se presentaron acto continuo. Eran seis marineros, especie de centauros, caballos y jockeys en una pieza, prontos a disputar el premio del
Great-Eastern.
Las dos anchas calles formaban el campo de las carreras. Los corredores debían dar tres veces la vuelta al buque, recorriendo así un espacio de unos 1300 metros. Pronto las tribunas, es decir, las toldillas, se cuajaron de curiosos, armados de anteojos y algunos de
velos verdes,
sin duda para preservarse del polvo del Atlántico. Faltaban los carruajes, es verdad, pero no el espacio para hacerlos entrar en fila.
Las señoras, desplegando un lujo asiático, ocupaban la toldilla de popa. El golpe de vista era hermosísimo.
Fabián, Corsican, Pitferge y yo estábamos colocados en la toldilla de proa, en el sitio que podía llamarse el recinto del peso. Allí se habían reunido los verdaderos
gentleman.
Ante nosotros estaba el poste de salida y llegada. Empezaron las apuestas, con entusiasmo británico, arriesgándose enormes sumas, sin más garantía que la cara de los corredores cuyas hazañas aún no estaban inscritas en el
studbook.
No sin inquietud vi a Harry Drake intervenir en los preparativos con su acostumbrado aplomo, discutiendo, disputando, resolviendo con un tono que no admitía réplica. Afortunadamente, Fabián, aunque había apostado algunas libras, permanecía indiferente a aquel estrépito. Se mantenía aparte, con la frente arrugada y la mente en otra parte.
Entre los corredores, dos habían llamado más particularmente la atención. Uno de ellos, escocés de Dundée llamado Wilmore, era un hombrecillo flaco, avispado, ancho de pecho. El otro, mocetón bien plantado, largo como un caballo de carreras, era un irlandés llamado O’Keilly, que a los ojos de los inteligentes, podía competir ventajosamente con Wilmore. Apostaban por él, tres contra uno, y yo, cediendo al entusiasmo general, iba a arriesgar a su favor algunos dólares, cuando el doctor me dijo:
—Optad por el pequeño, creedme. El grande va a dar chasco.
—¿Por qué?
—Porque no es de pura sangre —dijo con seriedad el doctor—. Puede tener gran velocidad inicial, pero carece de resistencia. El otro es escocés, es de raza. Ved su cuerpo bien equilibrado sobre sus aplomos, fuertes sin rigidez. Debe haberse adiestrado en correr «a la pata coja», es decir, saltando sucesivamente sobre uno y otro pie, sin ganar terreno, produciendo al menos doscientos movimientos por minuto. Apostad por él, repito; no os pesará.
Seguí el consejo de mi sabio doctor y aposté a favor de Wilmore. Los otros cuatro no merecian siquiera que me acordara de ellos.
Se sortearon los puestos, saliendo favorecido el irlandés, a quien tocó la cuerda. Los seis corredores se alinearon a la altura del poste. No había que temer falsas salidas, lo cual facilitaba el trabajo del presidente.
Diose la señal, que fue acogida con grandes aclamaciones. Los inteligentes reconocieron en el acto como Wilmore y O’Keilly eran andarines de profesión. Sin hacer caso de sus rivales, que les adelantaban resoplando, llevaban el cuerpo algo inclinado, la cabeza alta, los codos unidos al cuerpo, los puños ligeramente adelantados, acompañando cada movimiento del pie opuesto con un movimiento alternativo. Iban descalzos. Su talón, que nunca tocaba el suelo, les dejaba la elasticidad suficiente para conservar la fuerza adquirida. En una palabra, todos sus movimientos se relacionaban y apoyaban.
A la segunda vuelta, O’Keilly y Wilmore, siempre alineados, habían distanciado a sus adversarios, que ya habían echado el pulmón, como suele decirse. Demostraban palpablemente la verdad de este axioma que repetía el doctor:
«No se corre con las piernas, sino con el pecho. Bueno es tener fuerza en las corvas, pero es mejor tenerla en los pulmones».
En la penúltima vuelta, los gritos de los espectadores saludaron de nuevo a sus favoritos. Los vivas y palmadas resonaron por todos lados.
—El chiquitín gana —me dijo Pitferge—. No bufa y su rival jadea.
En efecto, Wilmore tenía el semblante tranquilo y descolorido. O’Keilly humeaba como una hoguera de paja mojada.
Andaba «a fuerza de látigo», usando la expresión adoptada en la jerga de los deportistas. Pero se mantenían en la misma línea. Pasaron por fin más allá de la escotilla de la máquina, pasaron del poste de llegada.
—¡Bravo! ¡Bien por Wilmore! —gritaron los unos.
—¡Bien por O’Keilly! —exclamaron los otros.
—¡Ha ganado Wilmore!
—¡No, hay empate!
La verdad era que había ganado Wilmore, pero por menos de media cabeza. Así lo dijo el honorable Macarthy. Pero la discusión se acaloró, llegando a palabras mayores. Los partidarios de O’Keilly, particularmente Harry Drake, sostenían que había
dead head
y debía empezar de nuevo la dudosa carrera.
Fabián, arrastrado por un movimiento involuntario, se acercó a Drake y le dijo con frialdad:
—Os equivocáis, caballero. El escocés ha vencido.
Drake se adelantó con prontitud hacia Fabián.
—¿Qué decís? —preguntó en tono de amenaza.
—Que os equivocáis —respondió tranquilamente el capitán.
—Sin duda —repuso Drake—, porque habéis apostado por Wilmore.
—He apostado por el otro, como vos. Pago y callo.
—Señor mío —gritó Drake—, ¿queréis, acaso, enseñarme?…
Corsican no le dejó acabar, pues se colocó entre él y Fabián, con el firme propósito de tomar la cuestión por cuenta propia. Trató a Drake con una dureza y un desprecio muy significativo, pero Drake, por lo visto no quería habérselas con el. Así que hubo concluido Corsican, cruzándose de brazos y dirigiéndose a Fabián, dijo Drake:
—Este caballero, según veo, necesita que sus amigos le defiendan.
Fabián quiso arrojarse sobre Drake, pero le contuve. Por otra parte, los amigos del tunante se lo llevaron, no sin que hubiese dirigido a Fabián una mirada de odio.
Corsican y yo bajamos con Fabián, que se limitó a decir con voz serena:
—En la primera ocasión, le daré de bofetadas.
En la noche del viernes al sábado, atravesó el
Great-Eastern
la corriente del Gulf-Stream, cuyas aguas, más azules y calientes, se distinguían perfectamente de las que las limitaban a uno y otro lado. La superficie de esta corriente, apretada entre las olas del Atlántico, es hasta ligeramente convexa. Aquella corriente, es pues, un río de márgenes movibles y uno de los más considerables del globo, pues reduce a simple arroyos el río de las Amazonas y el Mississippi. La temperautra del agua que se sacó durante la noche, había subido, de 27° Farenheit a 51°, lo cual equivale a 12 centígrados.