—Asombradme, doctor.
—Pues bien: antes de acabar el día tendremos tempestad.
—¡Tempestad en abril!
—El
Great-Eastern
se burla de las estaciones —repuso el doctor, encogiéndose de hombros—. Es una tempestad hecha para él. Mirad esas nubes de mala facha que invaden el cielo. Parecen animales de los tiempos geológicos. Antes de mucho, se devorarán.
—Confieso —dije—, que el horizonte está feo. Su aspecto es tempestuoso, y tres meses más allá, sería yo de vuestra opinión, querido doctor; pero ahora no.
—Repito —dijo Pitferge, animándose—, que dentro de pocas horas estallará la tempestad. La siento, como un
stormglas.
Mirad esos vapores que se condensan en lo alto del cielo. Observad esos cisnes, esas «colas de gato» que se amasan en una sola nube y esos gruesos anillos que aprietan el horizonte. Pronto habrá condensación rápida de vapores, y por consiguiente, producción de electricidad. Además, el barómetro ha caído de pronto a 721 milímetros, y los vientos reinantes son del Sudoeste, los únicos que provocan tempestades en invierno.
—Vuestras observaciones podrán ser exactas, doctor —respondí, como hombre que no quiere dar su brazo a torcer—. Pero, ¿quién ha sufrido alguna vez, tempestades en esta latitud y en esta época?
—Se citan ejemplos en los anuarios. Los inviernos templados suelen marcarse por tempestades. Si os hubierais permitido vivir en 1172, o siquiera en 1824, hubierais oído gruñir el trueno, en febrero, en el primer caso, y en diciembre en el segundo. En enero de 1837, el rayo hizo estragos en Draumen, Noruega, y el año pasado los hizo en la Mancha, en el mes de febrero, echando a pique unas barcas de Treport. Si me dejarais consultar la estadística os confundiría.
—En fin, doctor, ya que os empeñáis… —a veremos. ¿Tenéis miedo al trueno?
—¡Yo! —respondió el doctor—. El trueno es mi amigo, es mi médico.
—¿Vuestro médico?
—Sí. Tal como me veis, fui atacado por un rayo, en mi cama, el 31 de julio de 1867, en Kiew, cerca de Londres, y el rayo me curó una parálisis del brazo derecho, rebelde a todos los esfuerzos de la medicina.
—¿Os chanceáis?
—Nada de eso. Es un tratamiento muy barato, tratamiento por la electricidad. Amiguito, muchos ejemplos, muy auténticos, demuestran que el rayo sabe más que los doctores más sabios; su intervención es muy útil, en casos desesperados.
—No importa —dije—, vuestro médico me inspira poca confianza, ¡no le llamaré jamás!
—Porque no le habéis visto ejercer. Recuerdo un ejemplo. En 1817, en el Connecticut, un campesino que sufría un asma, tenido por incurable, fue herido del rayo, en sus tierras, y radicalmente curado. Un rayo pectoral. ¡Ahí tenéis!
El doctor era capaz de reducir el rayo a píldoras.
—¡Reíd, ignorante, reíd! ¡No entendéis una patotada de tiempo ni de medicina!
Jean Pitferge se marchó y yo me quedé sobre cubierta viendo cómo subía la tempestad. Fabián seguía aún en su camarote. Corsican estaba con él. Fabián tomaba, sin duda alguna disposiciones para el caso de una desgracia. Me acordé entonces de que tenía una hermana en Nueva York y me horroricé al pensar que tal vez tendríamos que llevarle muerto al hermano que esperaba. Hubiera querido ver a Fabián, pero me parecía prudente no interrumpirlos.
A las cuatro vimos otra tierra delante de la costa de Long-Island. Era el islote de Tire-Island, que tiene en st centro un faro que lo alumbra. En aquel momento los pasajeros habían invadido las toldillas. Todas las miradas se fijaban en la costa, que estaba a más de seis millas al Norte Esperábamos el momento en que la llegada del práctico decidiera la importante cuestión de la rifa. Los poseedores de cuartos de hora nocturnos habíamos abandonado toda pretensión, ya que los cuartos de hora de día, a excepción de los comprendidos entre las cuatro y las seis, tenían pocas probabilidades de ganar. Antes de la noche el práctico estaría a bordo, y asunto concluido. Todo el interés se hallaba pues, concentrado entre las siete u ocho personas a quienes la suerte había atribuido los próximos cuartos de hora, las cuales se aprovechaban para vender, comprar y volver a vender sus números con verdadera furia. Parecía que estábamos en Royal-Exchangue de Londres.
A las cuatro y cuarto se divisó a estribor una goletilla con rumbo a nosotros. No cabía duda: era el práctico. Debía llegar a bordo antes de media hora. La lucha se empeñó, por consiguiente entre el segundo y tercero cuartos de hora, contados entre las cuatro y las cinco de la tarde. Las peticiones y ofertas menudeaban. Después se hicieron apuestas insensatas sobre la persona del práctico; las traslado fielmente:
—¡Apuesto diez dólares a que el práctico es casado!
—¡Veinte a que es viudo!
—¡Treinta dólares a que usa bigote!
—¡Cincuenta a que sus patillas son rubias!
—¡Sesenta a que tiene una verruga en la nariz!
—¡Ciento a que pondrá sobre cubierta el pie derecho antes que el izquierdo!
—¡A que fuma!
—¡A que no!
—¿Cigarro puro?
—¡No! ¡Sí! ¡No!
Y otras mil apuestas más absurdas, pero que encontraban mantenedores más absurdos aún.
Entretanto, la goleta se acercaba sensiblemente. Distinguíanse sus formas graciosas, algo elevadas por la proa, y con curvas prolongadas que le daban el aspecto de un yate de recreo. ¡Qué embarcaciones tan hermosas y sólidas son esos barcos-pilotos de 50 a 60 toneladas, bien construidos para navegar, en términos, que pudiesen dar la vuelta al mundo, sin envidiar a las carabelas de Magallanes! La que teníamos a la vista, ligeramente inclinada, ostentaba todas sus velas, a pesar de la brisa, que empezaba a refrescar. El mar se deshacía en espuma, bajo su estrave. Llegada a dos cables del
Great-Eastern,
se puso al pairo y echó al agua su bote. A una señal del capitán Anderson, las ruedas y la hélice se detuvieron por primera vez después de catorce días de movimiento. Un hombre descendió de la goleta al bote; cuatro remeros bogaron hacia el
Great-Eastern.
Se echó una escala de cuerda por el flanco del coloso, al cual atracó la cáscara de nuez del práctico. Este trepó agilmente y saltó a cubierta. Los gritos de alegría de los gananciosos, las exclamaciones de los que perdían le acogieron, y las apuestas y la rifa se resolvieron por estas circunstancias:
El práctico era casado,
No tenía verruga,
Tenía bigote rubio,
Había saltado con los pies juntos.
Y, por último, eran las cuatro y treinta y seis minutos, en el momento en que pisaba el
Great-Eastern.
El poseedor del vigésimo tercero cuarto de hora, ganaba pues, 96 dólares. Era el capitán Corsican, que no se ocupa ba de semejante ganancia. No tardó en aparecer sobre cubierta, cuando se enteró de lo ocurrido, rogó al capitán Anderson que entregase sus ganancias a la viuda del pobre marinero tan desgraciadamente muerto por el golpe de mar. El comandante le apretó la mano, sin decir una palabra. Un instante después, un marinero se acercó a Corsican.
—Caballero —le dijo—, los compañeros me envían a deciros que sois un hombre de bien. Os dan las gracias en nombre del pobre Wilson, que no puede dároslas en persona.
Corsican, conmovido, estrechó la mano del marinero.
El práctico, de aspecto poco marino, con sombrero de hule, pantalón negro, levita parda con forro encarnado y un gran paraguas, era a la sazón el amo del buque.
Al saltar sobre cubierta, soltó un paquete de periódicos, a los cuales se precipitaron con avidez los viajeros. Aquellos papeles, que contenían noticias de Europa y de América, eran el lazo político y civil que se estrechaba entre el
Great-Eastern
y ambos continentes.
La tempestad estaba preparada. Iba a comenzar la lucha de los elementos. Una especie de bóveda de nubes, de matiz uniforme, se redondeaba sobre nosotros. La atmósfera, oscurecida, era
algodonosa
por su aspecto. La Naturaleza quería dar la razón al doctor Pitferge. La marcha del buque iba siendo cada vez más lenta. Las ruedas solo daban tres o cuatro vueltas por minuto. Torbellinos de blanco vapor se escapaban por las entreabiertas válvulas. Las cadenas de las anclas estaban dispuestas. El pabellón inglés ondeaba en el pico-cangrejo. El capitán Anderson había tomado todas las medidas precisas para fondear. Desde lo alto del tambor de estribor, el práctico, haciendo señales con la mano, ordenaba las evoluciones precisas para que el buque penetrara en los estrechos pasos. Pero el reflujo empezaba y el
Great-Eastern
no podían franquear la barra de la desembocadura del Hudson. Era preciso esperar la marea creciente. ¡Aun faltaba un día!
A las cinco menos cuarto, por orden del práctico, se soltaron las anclas. Corrieron las cadenas a lo largo de los escobenes, con un estrépito comparable al del trueno. Por un momento, llegué a creer que la tempestad empezaba. Así que las uñas del ancla se hubieron agarrado a la arena, el buque permaneció inmóvil. Ni una ondulación desnivelaba la superficie del mar. El
Great-Eastern
era un islote.
En aquel instante la bocina resonó por última vez. Llamaba a los pasajeros a la comida en que habían de despedirse. La
Sociedad de Fletadores
iba a prodigar el champaña. Ni uno solo hubiera querido faltar a la cita. Un cuarto de hora después, los salones estaban llenos de convidados, y la cubierta estaba enteramente sola.
Sin embargo, siete personas iban a dejar su puesto desocupado: los dos adversarios que iban a jugar su vida, y los cuatro testigos y el doctor que les asistían. La hora estaba bien elegida para el combate, así como el sitio. No había un alma sobre cubierta. Los pasajeros habían bajado a los
dining-rooms,
los marineros estaban en sus puestos y los oficiales en su comedor particular. No había timonel en la popa, pues el buque yacía inmóvil sobre sus anclas.
A las cinco y diez minutos, Fabián y Corsican se unieron al doctor y a mí. Fabián, a quien yo no había vuelto a ver desde la escena del juego, me pareció triste, pero extraordinariamente tranquilo. Su pensamiento estaba en otra parte, y sus miradas buscaban a Elena. Se limitó a extender la mano sin pronunciar una palabra.
—¿No ha venido aún Harry Drake? —me preguntó Corsican.
—No, contesté.
—Vamos a la popa. Allí es la cita.
Fabián, Corsican y yo seguimos la gran calle. El cielo se oscurecía. Sordos gruñidos se oían en el límite del horizonte. Era una especie de bajo continuo, sobre el cual se destacaban con fuerza los vivas y los «his» que salían de los salones. Algunos relámpagos distantes marcaban la espesa bóveda de las nubes. La atmósfera estaba impregnada de electricidad.
Harry Drake y sus padrinos llegaron poco antes de las cinco y media. Aquellos señores nos saludaron y les devolvimos estrictamente su saludo. Drake no habló una palabra. Su rostro, sin embargo, revelaba una animación mal contenida. Lanzó a Fabián una mirada de odio. Fabián ni siquiera le vio, pues se hallaba sumido en profunda meditación, sin acordarse siquiera del papel que debía representar en aquel drama.
Corsican se acercó al yanqui, testigo de Drake, y le pidió las armas. Eran floretes de desafío, cuya concha llena protegía por completo la mano que los empuñaba. Corsican los probó, los dobló, los midió y dejó elegir uno al yanqui. Mientras se hacían estos preparativos, Harry Drake había tirado su sombrero, se había quitado la levita, se había desabrochado la camisa y remangado sus puños. Después cogió el florete. Vi entonces que era zurdo, ventaja incontestable para él, acostumbrado a tirar con los que manejaban la espada con la mano derecha.
Fabián no se había movido de su puesto, cual si aquellos preparativos no tuvieran nada que ver con él. Corsican le cogió la mano y le presentó el florete. Fabián miró el arma reluciente, y pareció que recobraba la memoria en aquel momento.
Tomó el florete por su empuñadura con serenidad y mano segura.
—Es justo —dijo—; ¡me acuerdo!
Después se colocó ante Drake, que cayó al punto en guardia. En aquel reducido espacio, era imposible quebrar la distancia. El combatiente que hubiese retrocédido, se hubiera visto acorralado contra la pared. Era preciso batirse, por decirlo así, a pie firme.
—Vamos, señores —dijo Corsican.
Los floretes se cruzaron. Desde los primeros pases algunos rápidos
uno-dos
tirados por una y otra parte, ciertos ataques y paradas nos demostraron que los dos adversarios eran igualmente diestros. El aspecto de Fabián me pareció de buen augurio. Estaba sereno, era dueño de sí, casi indiferente, menos conmovido, de fijo, que sus padrinos. Drake, al contrario, le miraba con ira, con los ojos inyectados; sus dientes se veían bajo un labio crispado; su cabeza estaba sumida entre sus hombros, y su fisonomía presentaba todos los síntomas de un odio violento, que le privaba de su sangre fría. Quería matar a toda costa.
Después de algunos minutos de lucha, los floretes se bajaron. Ninguno de los dos enemigos estaba tocado. Un simple arañazo se marcaba en la manga de Fabián. Drake secaba el sudor que inundaba su rostro.
La tempestad se desencadenaba en todo su furor. El rumor de trueno era incesante, y estampidos tremendos se oían a cada momento. La electricidad se desarrollaba con tal intensidad, que de los dos aceros se desprendían penachos luminosos, como se desprenden de los pararrayos en medio de nubes tempestuosas.
Después de un corto descanso, Corsican volvió a dar la señal. Fabián y Drake volvieron a ponerse en guardia.
El segundo combate fue mucho más animado que el primero Fabián se defendía con admirable calma, Drake atacaba con rabia. Varias veces, después de un golpe furioso, admirablemente parado, esperé una contestación de Fabián, que ni siquiera la intentó.
De pronto, después, de un quite en tercera, Drake se tiró a fondo. Creí que Fabián había sido tocado en medio del pecho, pero éste había parado en quinta, pues el golpe iba bajo. Drake se retiró, cubriéndose con un rápido semicírculo, mientras los relámpagos rasgaban las nubes sobre nuestras cabezas.
Fabián tenía excelente ocasión de responder. Pero no lo hizo. Esperó, dejando a su enemigo tiempo de reponerse.
Confieso que aquella magnanimidad, que Drake no merecía, me desagradó. Harry Drake era uno de esos hombres con quienes no conviene tener miramientos.