—Sí —respondí, aunque mi entusiasmo ya se había disipado—. En este momento investigo un asunto de lo más curioso. Investigo su presencia en casa de mi tío.
—Nada hay más simple —me respondió—. Tenía que resolver un asunto de negocios.
—Pero los detalles, señor Mendes, los detalles. ¿Qué tipo de negocio era ése?
—Sólo unas telas elegantes que cayeron en manos del señor Lienzo y de las que un gobierno que a veces puede ser excesivamente celoso no le deja deshacerse muy fácilmente. Me confió esta mercancía hace unos meses, y tras haber encontrado un comprador sólo quería pagarle a su tío lo que se le debe.
—¿Y el papel de Sarmento en todo esto?
—Es el factótum de su tío. Eso usted lo sabe. Estaba con su tío cuando llegué yo. ¿No estará sospechando que su tío anda metido en algo feo? —añadió con una sonrisa—. Odiaría verle romper con él como rompió con su padre.
Me puse tenso ante estas palabras, que yo sabía que él pronunciaba con intención de provocar.
—Yo que usted tendría cuidado, señor. ¿En serio quiere usted ver si soy o no un oponente adecuado para usted?
—No pretendía desafiarle —añadió, con un tono aceitoso de falsa reconciliación—. Sólo se lo digo porque estoy preocupado por usted. Verá, yo, que he vivido en este barrio muchos años, vi el dolor que sentía su padre porque la plaga del orgullo le hubiera arrebatado a su hijo. El orgullo de ambos, padre e hijo, según creo.
Abrí la boca para responder, pero no se me ocurría nada que decir, y él continuó hablando.
—¿Quiere que le cuente una historia de su padre, señor? Creo que la encontrará de lo más interesante.
Guardé silencio, incapaz de adivinar qué iba a decirme.
—No más de dos o tres días antes del accidente que le costó la vida, me vino a ver a mi casa y me ofreció una bonita suma de dinero para hacerle un recado.
Él deseaba que yo preguntase, así que lo hice.
—¿Qué recado?
—Uno que me pareció extraño, se lo prometo. Quería que entregase un mensaje.
—Un mensaje —repetí. Apenas podía ocultar mi confusión.
—Sí. Me pareció de lo más incomprensible, e intentando con todas mis fuerzas evitar parecer que me las daba de algo que no soy, le dije al señor Lienzo que me parecía que la entrega de mensajes estaba por debajo de mi posición. Él pareció avergonzado, y me explicó que temía que alguien le quisiera mal. Creyó que un hombre de mi planta sería capaz de entregar el mensaje con seguridad además de con discreción.
Esta historia me dolía mucho más de lo que hubiera esperado. Mendes había sido contratado por mi padre para realizar una tarea que yo podía haber hecho, en caso de seguir hablándonos mi padre y yo. Mi padre había necesitado a un hombre de cuya fuerza y valor pudiera depender, y no me había llamado a mí, quizás ni siquiera se le había ocurrido llamarme a mí. Y si lo hubiera hecho, me pregunté, ¿cómo hubiera respondido yo?
—Llevé el mensaje a su destinatario —continuó Mendes—, que estaba, en aquel momento, en el Garraway's Coffeehouse en la calle de la Bolsa. El hombre abrió la nota y murmuró solamente: «Maldición, la Compañía y Lienzo en un mismo día». ¿Sabe usted quién era el destinatario?
Le miré fijamente.
—Bueno, pues era el mismo hombre por quien le preguntó usted al señor Wild. Perceval Bloathwait.
Me lamí los labios, que estaban ya bastante secos.
—¿Envió el señor Bloathwait una respuesta? —pregunté.
Mendes asintió, extrañamente satisfecho consigo mismo.
—El señor Bloathwait me pidió que le dijera a su padre que le agradecía el honor que le había hecho compartiendo con él esa información, y que la guardase para sí hasta que él, Bloathwait, tuviera la oportunidad de reflexionar sobre ella.
—Wild negó que conociera a Bloathwait, y ahora usted me cuenta esta historia. ¿He de creer que desafía la autoridad de Wild? No, es mucho más probable que esta conversación entre judíos sea parte de su estrategia.
Mendes se limitó a sonreír.
—Hay tantos enigmas. Si hubiera prestado más atención a sus estudios de niño, ahora tendría la inteligencia suficiente para ordenar el caos. Que tenga un buen día, señor —se llevó la mano al sombrero y se marchó.
Permanecí allí de pie un momento, pensando en lo que me había dicho. Mi padre había buscado un contacto con Bloathwait, el mismo hombre a quien había visto reuniéndose en secreto con Sarmento. Ahora mi tío se reunía con Sarmento y con Mendes. ¿Qué podía significar?
No podía aguardar más tiempo para enterarme. Regresé a la casa y entré atrevidamente en el despacho de mi tío. Estaba sentado en su escritorio, revisando unos papeles, y me ofreció una sonrisa amplia cuando entré.
—Buenos días, Benjamin —dijo alegremente—. ¿Qué hay de nuevo?
—Esperaba que me lo dijera usted —comencé con una voz que apenas intenté modular—. Podemos empezar con sus negocios con el señor Mendes.
—Mendes —repitió—. Tú ya conoces mis tratos con él. Sólo quería pagarme por unas telas que vendió por mí —sus ojos atentos medían mi expresión con decisión.
—No entiendo por qué tiene negocios con un hombre semejante.
—Quizá no —respondió, con sólo un rastro de dureza en la voz—. Pero no te corresponde a ti comprender mis negocios, ¿verdad?
—No, no es verdad —repliqué—. Estoy ocupándome de una investigación que se refiere a los misteriosos negocios de su hermano. Me ha llevado a albergar ciertas sospechas del jefe de Mendes. Creo que tengo derecho a expresar mi preocupación.
Mi tío se levantó del asiento para nivelar su mirada con la mía.
—No estoy en desacuerdo —dijo con cuidado—. Pero preferiría que lo hicieras en un tono menos acusatorio. ¿Qué es lo que estás intentando decirme, Benjamin? ¿Que estoy involucrado en una especie de trama con Jonathan Wild para tenderte a ti una trampa para que hagas no sé ni qué? Te exijo que recuerdes quién soy.
Me senté, controlando mis pasiones y sin deseo alguno de inflamar las de mi tío. Quizá tuviera razón. Tenía tratos desde hacía mucho tiempo con Mendes. Apenas podía pedirle que los suspendiera simplemente porque a mí no me gustasen ni él ni su jefe.
—Creo que me he precipitado —dije al fin—. Nunca quise sugerir nada acerca de su conducta, tío. Es sólo que ya no sé en quién confiar, y desconfío de casi todo el mundo, particularmente de aquellos relacionados con Jonathan Wild. Me preocupa mucho verle con Mendes. Usted puede creer que no habla más que de negocios, pero a mí me sorprendería saber que no se trae alguna otra cosa entre manos.
Mi tío también cedió. Se sentó y se dejó ablandar.
—Ya sé que sólo quieres descubrir la verdad que se esconde detrás de estas muertes —me dijo—. Admiro tu dedicación, pero no debemos olvidar que mientras tratamos de hacer justicia a los muertos, debemos permanecer entre los vivos. No puedo abandonar mis negocios por esta investigación.
—Y yo no sugeriré que lo haga —suspiré—. Pero Wild, tío. No creo que usted comprenda lo peligroso que es.
—Estoy seguro de que en asuntos de robos y demás es enormemente peligroso —dijo mi tío con complacencia—. Pero éste es un asunto de textiles. Tienes la mente puesta en conspiraciones, Benjamin. Ahora todo te parece sospechoso.
Pensé en esto por un momento. Elias había observado que el peligro de investigar una conspiración era que toda clase de faltas parecen igualmente implícitas. Era sin duda concebible que estuviese sacando de quicio los tratos de mi tío con Mendes.
—Nunca he tenido ningún asunto con Wild —continuó—. Y siempre he encontrado que el señor Mendes se comporta de manera honorable. Comprendo tu preocupación, pero yo no puedo negarme a que me pague lo que me debe porque a ti te disguste el hombre. Pero si lo prefieres, no le encargaré ningún otro negocio hasta que esto no esté resuelto.
—Lo agradecería mucho.
—Muy bien, pues —dijo con buen humor—. Me alegro de que hayamos solucionado este problema. Sé que tu intención no era la de ser excesivamente severo, pero has trabajado demasiado duro en este asunto. Ya sé que no quieres abandonar tu investigación, pero podrías dejarla a un lado durante unos días para que se te despeje la mente.
Asentí. A lo mejor tenía razón, pensé. Unos días de descanso podían venirme bien, pero bien o mal, pensé, no tenía otra elección, ya que no se me ocurría cómo proceder hasta que no descubriese lo que daba de sí mi anuncio.
Considerando que la tensión había pasado, mi tío se levantó y sirvió dos vasos de oporto, que sorbí con placer. Me había bebido ya casi la mitad cuando me di cuenta de que no le había dicho nada acerca de mi anuncio en el Daily Advertiser y de que no tenía intención de hacerlo. No era que desconfiase de la descripción que me había dado mi tío de sus negocios con Mendes, pero tampoco estaba seguro de creérmela precisamente. Él podía ser víctima de un engaño tanto como cualquiera, y su insistencia en conducir su negocio como le parecía podía cegarle frente a ciertas verdades.
Charlé alegremente con mi tío, y disfruté de su conversación, pero preferí no informarle de muchas cosas: de mis sospechas con respecto a Sarmento, del comportamiento desordenado e inexplicable de Miriam, del intento de acabar con mi vida, del anuncio que había publicado y ahora de las revelaciones de Mendes acerca de la comunicación entre mí padre y Bloathwait. No deseaba creer que el comportamiento de mi tío tuviera su origen en ninguna otra cosa que llevar toda la vida haciendo lo que le venía en gana, pero por el momento mi propio silencio me hacía sentirme tan sabio que me resultaba inquietante.
Viví en tensión hasta el siguiente jueves, cuando vería quién había respondido al anuncio que yo había publicado. No sabía en qué ocupar mi tiempo mientras durase esta investigación, y no deseaba aceptar nuevos encargos. De manera que me pasé el tiempo reflexionando incesantemente acerca de lo que ya sabía y observando cómo disminuía la hinchazón de mi rostro. Tomé notas y compilé listas e hice diagramas, actividades que me ayudaban a comprender mejor la complejidad de mi búsqueda, pero que, me temía, no me llevaban más cerca de ninguna solución.
Me reprendí una y otra vez por no haber leído y comprendido por entero el panfleto de mi padre mientras tuve oportunidad. Me convencí a mí mismo de que las respuestas estaban allí dentro, pero incluso si aquello no era cierto, sí lo era que contenía las palabras de mi padre, hablando, aunque fuera indirectamente, acerca de su propia muerte. Ahora lo había perdido.
Por invitación de Elias pasé una de mis mañanas libres en el teatro de Drury Lane, donde me distraje casi por completo. Aunque vi cómo ensayaban una de las escenas de la comedia de Elias unas quince veces, hasta sentir que podía haber interpretado cada papel yo mismo, me pareció ingeniosa y bien representada. Elias se paseaba por el escenario como si fuera él mismo el empresario teatral, sugiriendo a los actores distintas poses y distintas maneras de declamar. Cuando ya me iba, me dio un ejemplar de la obra, que más tarde leí y encontré extrañamente encantadora.
Pasé aquella tarde con mi tía Sophia, acompañándola a hacer visitas de cortesía y conociendo a otras importantes judías ibéricas de Dukes Place. Algunas de estas mujeres eran bastante jóvenes y solteras, y mientras pasé aquellas horas tensas intentando hacerme entender en portugués, no pude menos de preguntarme si no estaría mi tía intentando organizarme un matrimonio.
En un esfuerzo por no dejar que la investigación se enfriase en este periodo de espera, visité la casa de Perceval Bloathwait en diversas ocasiones, pero cada vez que iba su criado me negaba la entrada. Dejé varios mensajes para el director del Banco de Inglaterra, pero no recibí ninguna respuesta. Deseaba con toda mi alma saber algo más acerca del mensaje que Mendes me había contado que mi padre envió a su viejo adversario, pero Bloathwait, al parecer, había decidido no tener nada más que ver conmigo.
Rumié cómo remediar la situación mientras me ocupaba de labores más mundanas: se había corrido la voz de que me había trasladado a Dukes Place, y unos cuantos hombres llegaron a la casa a solicitar mi ayuda. Así que me distraje encontrando a unos cuantos morosos mientras aguardaba lo que esperaba, y esperaba bien, sería el fructífero resultado del anuncio.
Mis relaciones con Miriam habían seguido siendo frías, especialmente después de su inexplicable acusación en el baile. En varias ocasiones intenté hablar con ella, pero me evitaba todo el tiempo. Un día, después de desayunar en silencio con ella y con mi tía, la seguí desde la mesa hasta la sala.
—Miriam —comencé—, dígame por qué está enfadada conmigo. No entiendo en qué la he traicionado.
La única explicación que se me había ocurrido era que estuviera enfadada porque yo había descubierto su relación con Deloney, pero como no había hecho pública la información ni la había utilizado para dañarla, ese conocimiento apenas podía contar como una traición.
—No tengo nada que decirle —anunció, y se dispuso a marcharse.
La agarré por la muñeca, tan suavemente como pude.
—Tiene que hablar conmigo. He rebuscado en mis recuerdos algo que haya podido hacer que pueda haberle hecho daño, pero no he encontrado nada.
—No intente engañarme —se zafó de mí, pero no se alejó—. Sé por qué está en esta casa, y conozco la naturaleza de su investigación. ¿Merecen la pena unas pocas guineas de su tío, o acaso del señor Adelman quizá, por establecer una falsa intimidad conmigo? Pensé que había regresado con su familia por un propósito más noble que el de ponerla en evidencia.
Se fue de la habitación corriendo; podría haberla seguido si hubiera sido capaz de formular alguna idea acerca de lo que decir. No se me ocurría ninguna razón, ninguna explicación, y me preguntaba si algún día la comprendería. No podía saber que mi próxima conversación con Miriam iba a clarificar muchas más cosas que su enfado conmigo.
Por fin llegó el jueves. La temperatura era significativamente más baja, y con el aire fresco de la mañana que olía a nieve inminente me puse en camino hacia el Kent's Coffeehouse. Llegué una hora antes de lo que indicaba el anuncio, para poder colocarme en posición antes de que llegara nadie. Hice saber a los criados quién era, y me senté con la prensa para mantenerme ocupado hasta que se me llamase, pero me encontraba demasiado distraído como para que la lectura me absorbiera por completo. Debo decir que los hechos del baile me habían vuelto aprensivo, ya que era evidente que estos villanos harían cualquier cosa por protegerse, y sin duda había algo de temerario en publicar mi desafío contra ellos en el Daily Advertiser. Sin embargo sabía que Elias tenía razón, porque si me limitaba a seguir el rastro dejado por ellos, conocerían mis pensamientos incluso antes que yo mismo. Aquí, al menos, tenían algo que no habían previsto.