Una conspiración de papel (55 page)

Read Una conspiración de papel Online

Authors: David Liss

Tags: #Histórica, Intriga, Misterio

BOOK: Una conspiración de papel
9.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Quizá le resulte peor que declaremos todo lo que sabemos en un juicio que que sigamos en la calle, donde podamos volver a ser víctimas de sus maquinaciones.

—Eres un amigo reconfortante, Weaver.

Resultó que Elias y yo no tuvimos mucho tiempo para especular acerca de la identidad de nuestro benefactor. Al salir de la casa del juez al frío de la noche vi un carruaje lujoso aparcado inmediatamente delante, y al abrirse la portezuela pude comprobar cómo el mismísimo señor Perceval Bloathwait, el director del Banco de Inglaterra, emergía del interior.

—Me parece que me debe usted un favor, señor Weaver —dijo Bloathwait en su tono aburrido—. De haber llegado aquí antes mis enemigos de la Mares del Sur, sin duda hubieran pagado abundantemente para verle arrestado en espera de un juicio. No porque hubieran permitido que se celebrase un juicio: sin duda sería demasiado peligroso permitir que un hombre como usted declare todo lo que sabe en un foro público. Una vez en Newgate hubiera sido usted ciertamente más susceptible de que le ocurriesen una variedad de desventuras: tifus, peleas con otros presos y demás; no habría vuelto a verle con vida.

—Una idea que sin duda le horrorizaba —le dije con escepticismo. Bloathwait me había ayudado sólo por salvaguardar sus propios intereses, y me resultaba difícil sentir nada parecido a la gratitud.

—Como sabe, deseo que usted llegue al fondo de esta cuestión. Creo que debe de estar usted acercándose, porque sus enemigos se comportan cada vez con mayor audacia. Enhorabuena.

Abrí la boca para responder, pero mi herido amigo Elias se abrió paso echándome a un lado para saludar a Bloathwait y ofrecerle una exagerada reverencia.

—Es un gran placer verle de nuevo, señor. Ha pasado demasiado tiempo desde la última vez que tuve el honor de servirle.

Bloathwait se quedó mirando el disfraz de Elias.

—¿Conoce usted a este vagabundo, Weaver?

Intenté reprimir una sonrisa.

—Este caballero es el señor Elias Gordon —dije—, a quien han herido hoy mientras me hacía un favor a mí. Creo que en una ocasión tuvo la oportunidad de hacerle un favor a usted también. Un asunto médico, si mal no recuerdo.

Bloathwait agitó una mano en el aire.

—Usted es el cirujano irlandés que me estuvo lisonjeando toda una noche en el teatro.

—Efectivamente —convino Elias con sorprendente obsequiosidad, Una vez le vi administrarle subrepticiamente una dosis triple de laxante a un caballero que cometió el error de llamarle irlandés, pero por un hombre de la fortuna de Bloathwait, Elias era capaz de crecerse bajo lo que consideraba un insulto.

Bloathwait volvió a dirigirse a mí.

—Espero que utilice bien esta libertad que le he conseguido.

—Agradezco su ayuda —dije secamente—, pero tengo la impresión de que sabe usted más de lo que dice, señor Bloathwait, y a mí no me gusta demasiado que jueguen conmigo.

—Sólo sé que la Compañía de los Mares del Sur está implicada de alguna manera y, de alguna forma que aún no alcanzo a comprender, también lo está ese bribón de Jonathan Wild. Pero sé poco más.

—¿Y qué hay de Martin Rochester? —pregunté.

—Sí, también está Rochester, ¿verdad? Eso no hay ni que decirlo.

Apenas era capaz de contener mi ira. ¿Por qué nadie me decía nada acerca de aquel espectro?

—¿Tiene usted alguna idea de dónde puedo encontrarle?

Bloathwait se me quedó mirando.

—¿Que dónde puede encontrar a Rochester? Veo que le he sobrestimado, Weaver. Imaginaba que eso ya lo habría deducido.

—¿Que habría deducido qué?

Admito que más que hablar escupía.

La pequeña boca de Bloathwait se rizó en una sonrisita.

—El tal Martin Rochester no existe.

Me sentí como un hombre que se despierta en un lugar desconocido, sin saber dónde está ni cómo llegó hasta allí. ¿Cómo que Martin Rochester no existía? ¿Qué era lo que yo había estado buscando? Me concentré en controlar mis pasiones y formularme estas preguntas.

—Todos y cada uno de los hombres de la Bolsa han oído hablar de él. ¿Cómo puede no existir Martin Rochester?

—Es un mero fantasma de corredor —explicó Bloathwait con su tono solemne—. Es un escudo tras el cual otro hombre, u hombres, hacen negocios. Si quiere usted descubrir quién mató a su padre, no necesita encontrar a Martin Rochester; necesita enterarse de quién es.

Necesitaba algún tiempo para pensar en esta revelación. Explicaba por qué nadie le conocía, desde luego. ¿Pero cómo podía este fantasma hacer negocios con tantos y mantenerse secreto?

—Dios —murmuré para mí—, qué desgraciado.

Noté que Elias había abandonado la sonrisa afectada.

—Ésta es la vileza sobre la que te advertí —me dijo—. Nuestro enemigo está hecho de papel. El crimen es de papel y el criminal es de papel. Sólo las víctimas son reales.

No podía compartir el horror filosófico de Elias. Aún creía que existían cosas tales como las preguntas con respuesta, y deseaba de todo corazón confiar en que cualquier velo de engaño, independientemente de la astucia con que hubiera sido colocado, podía arrancarse.

—Un hombre de papel —dije en voz alta—. ¿Tiene usted alguna idea acerca de su verdadera identidad?

Bloathwait sacudió la cabeza.

—Podría ser un hombre o podría ser un club entero. Me estremezco de pensar en el tiempo que ha perdido buscando a un hombre de carne y hueso cuando podría haberse estado esforzando en llegar al fondo de este asunto. Estoy incluso planteándome si no sería mejor devolverle al juez, para lo que vale usted.

—Sea quien sea este hombre —dijo Elias—, ¿no deberíamos saber algo más acerca de qué es? ¿Cuál es su relación con la Compañía de los Mares del Sur?

Bloathwait frunció el ceño brevemente.

—¿Ni siquiera saben ustedes eso?

Pensé en lo que Cowper me había dicho; le había preguntado por Rochester inmediatamente después de preguntarle por el fraude de acciones. «Ya le he dicho, señor, que no voy a hablar del tema.» Sólo podía extraer una conclusión probable.

—Rochester es el procurador de acciones falsas —le dije a Bloathwait.

Me miró fijamente y asintió muy despacio.

—Puede que aún sirva usted —dijo.

No hice caso de su reservado elogio. ¿Me creía un perro al que dar palmaditas en la cabeza?

—Ya sabe que puede usted venir a verme si necesita algo más —dijo Bloathwait.

Luego se metió en su carruaje, y los caballos se fueron al trote, dejándonos a Elias y a mí más perplejos quizá que nunca.

Elias se reunió conmigo a la mañana siguiente. La vacilación de su caminar indicaba que el dolor aún limitaba sus movimientos, pero por lo demás parecía encontrarse bastante bien. Me informó de que tenía ocupaciones urgentes en el teatro, pero que estaba encantado de poder brindarme el poco tiempo que tenía. Nos sentamos en la sala de mi tío, sorbiendo té, intentando no pensar en los desastres de los que habíamos escapado de milagro la noche anterior.

—No se me ocurre cómo proseguir —le dije—. Hay tantos hombres implicados, y tengo tantas sospechas, que no sé cómo solucionarlo, a quién visitar, ni qué preguntas hacerles.

Elias se rió.

—Creo que te has topado con el problema de las conspiraciones. Hay hombres que desean evitar que descubras la verdad acerca de este asunto en particular, pero existen otros que sólo tienen vilezas privadas y tienen sus propias pequeñas verdades que ocultar. Cuando te enfrentas a una conspiración se hace monstruosamente difícil distinguir entre la abyecta vileza y las mentiras ordinarias, comunes.

Asentí.

—Anoche Bloathwait confirmó mis sospechas de que Rochester, quienquiera que sea, es el vendedor de acciones fraudulentas. Varios hombres me han sugerido que fue Rochester quien dio la orden de atropellar a mi padre, cosa que sin duda tendría sentido si mi padre hubiera estado amenazando el negocio de las acciones falsas. Es por tanto probable que Rochester sea responsable de los diversos asaltos que he sufrido yo, y que de hecho ahora también has sufrido tú.

—Bien razonado —convino Elias.

—Sabemos además que Rochester parece ser capaz de llegar a cualquier extremo para mantenerse oculto, pero la mejor manera de cerrar esta investigación es sacar a Rochester a la luz. Si no podemos localizarle, como efectivamente parece que sucede, quizá podamos localizar al resto de sus víctimas.

Elias aplaudió.

—Creo que estás a punto de dar el puñetazo perfecto.

Sonreí.

—¿No es probable que podamos encontrar a algunos de sus enemigos, los dueños de acciones falsas, o a aquellos que hayan sufrido violencia por su culpa? Cuando intenté entregar mi mensaje falso en el Jonathan's, fueron muchos los hombres que levantaron la cabeza cuando el chico gritó el nombre de Rochester.

—No creo que puedas interrogar a todos los corredores de bolsa —observó Elias.

—A los corredores no, pero ¿qué hay de los compradores? Como bien dices, aquellos que no tienen ni idea de que han sido estafados. Son a ésos a los que hay que interrogar, Elias, porque si no saben que les han engañado, entonces tampoco saben que tienen algo que temer.

Mi corazón empezó a latir a toda prisa. Por fin vislumbraba una solución.

—Tenemos que encontrarles. Me guiarán hasta Rochester.

No sabía si a Elias le excitaba más la idea o mi entusiasmo.

—Dios santo, Weaver. La expresión de tu cara es de inspiración. Ya ni te conozco.

Le conté mi idea, y Elias me ayudó a solucionar los detalles. Luego nos fuimos hasta las oficinas del Daily Advertiser y colocamos el siguiente anuncio:

A Todos y a Cada Uno

de quienes hayan adquirido acciones del, o vendido acciones al
,

Sr. Martin Rochester

Se solicita su asistencia al Mr. Kent Coffeehouse
,

en Peter Street, cerca de Bloomsbury Square

este jueves entre las doce y las tres

donde recibirán una compensación

por su tiempo
.

Hecho esto, regresamos a la calle para volver a casa. Tanto Elias como yo nos tapamos la nariz con un pañuelo al pasar al lado de un pobre que empujaba una carretilla llena de cordero podrido.

—Se trata de un golpe audaz —murmuré mientras nos apresurábamos a alejamos del hedor.

—Sí que lo es —convino Elias—, pero creo que no puede fallar. Tus enemigos, caballero, saben quién eres y lo que buscas. Han sido capaces de hacer que fueses hasta ellos, y han sido capaces de encontrarte. Y ahora tú, amigo mío, vas a tener que desvelar sus puntos flacos. Este bribón de Rochester ha hecho todo lo posible por ocultar su identidad, pero nadie puede tener tanto cuidado como para pasar completamente inadvertido. Ha cometido errores, y más tarde o más temprano los descubriremos.

—No puede ser de otra manera —convine, espoleado por la emoción de las acciones decididas—. Sospecho que esta falsa identidad suya nunca fue diseñada para soportar el nivel de escrutinio al que vamos a someterle.

Elias asintió.

—Empiezas a entender la teoría de la probabilidad —dijo—. De la necesidad general de existencia de víctimas, se infiere la particularidad del villano.

—Ojalá tuviéramos aún el panfleto de mi padre —no podía estimar con facilidad las consecuencias de la pérdida del documento—. Si aún estuviera en nuestro poder, imagino que podríamos dar algún empujón aquí y allá con un instrumento muy poderoso.

—Creo que eso ya lo hiciste —observó Elias—. ¿No fue por eso por lo que robaron el documento?

Tenía toda la razón. Iba a tener que empezar a pensar más como él si quería ser más listo que aquellos villanos.

La idea del anuncio me llenaba de resplandeciente satisfacción por mi propio ingenio, y deseaba informar a mi tío de lo que había hecho. La puerta de su estudio estaba abierta, y me acerqué con la esperanza de encontrarle desocupado, pero pronto me di cuenta de mi error. Se oían dentro varias voces, y debí haberme dado la vuelta y pensar solamente en regresar a una hora más oportuna, pero descubrí algo que me inquietaba. Uno de los hombres que hablaban era Noah Sarmento, y aunque no sentía afecto alguno por aquel hombre, no podía sorprenderme encontrarle en presencia de mi tío. No, era una segunda voz la que me llamó la atención, porque pertenecía al mismísimo Abraham Mendes, el esbirro de Jonathan Wild.

Me retiré deprisa; demasiado deprisa, ya que apenas oí un par de palabras de su conversación, pero no me atrevía a permanecer donde pudieran pillarme espiando tan atrevidamente a mi propio pariente.

De modo que salí y esperé en la calle, caminando arriba y abajo durante casi una hora hasta que vi a Sarmento y a Mendes abandonar juntos la casa. Quizá deba decir que la abandonaron simultáneamente, porque la forma en que estos hombres se comportaban el uno con el otro no daba en absoluto la impresión de que colaboraran, ni siquiera de que congeniaran. Simplemente se fueron del mismo sitio a la misma hora.

Me adelanté antes de que tuvieran tiempo de partir, sin embargo.

—Caramba, caballeros —dije con fingida alegría—. Qué alegría verles a los dos. Especialmente a usted, señor Mendes, saliendo tan inesperadamente de casa de mi tío.

—¿Qué quiere, Weaver? —preguntó Sarmento con acidez.

—Y usted —continué, llevado ahora sólo por la fanfarronería—. Usted, mi buen amigo el señor Sarmento. Creo que no le he visto desde, ¿cuándo sería? Ah, sí. Fue después del baile de máscaras cuando usted se escondió entre la multitud justo después de un intento fallido de asesinato sobre mi persona. ¿Cómo está, señor?

Sarmento chasqueó la lengua con desagrado, como si acabara de hacer un comentario obsceno ante compañía elegante.

—Ni le entiendo ni tengo ganas de entenderle —dijo— ni voy a seguir por más tiempo hablando con alguien que no dice más que tonterías —se dio la vuelta deprisa y fingió marcharse con dignidad, pero giró la cabeza repetidas veces para ver si le estaba siguiendo, y no dejó de estirar el cuello hasta que dobló la esquina y desapareció de mi vista.

Pensé en perseguirle, pero Mendes no se iba a ningún sitio, como si me estuviera desafiando a que le preguntase por sus negocios. No tenía duda de que sería capaz de hacer confesar a Sarmento en el momento que quisiera, pero con Mendes la cosa era muy distinta.

—Me alegra encontrarle de tan buen humor, señor —me dijo—. Espero que su investigación le trate bien.

Other books

Guilty Series by Laura Lee Guhrke
Phoenix Falling by Mary Jo Putney
Charmed Spirits by Carrie Ann Ryan
Gabriel's Rule by Unknown
Dark Empress by S. J. A. Turney
Fissure by Nicole Williams
Vintage Munro by Alice Munro
Roadside Picnic by Strugatsky, Boris, Strugatsky, Arkady