Lamentaba haberle matado. Quizá eso no fuera del todo cierto. Mi corazón latía a toda prisa y la sangre me palpitaba en las venas, y no sentía remordimiento alguno ni culpa. Lamentaba, sin embargo, que no hubiera vivido lo suficiente como para responder a algunas preguntas antes de expirar. Sabía bien que mi labor ahora consistía en encontrar a sus compañeros y hacerles hablar o enviarles al mismo sino que su amigo.
Mis planes se vieron truncados por la llegada de los alguaciles. Eran de lo más canallesco que podía encontrarse para desempeñar el papel de la justicia en esta ciudad. Los conocía a los dos del tribunal de Duncombe, pero no solía llamar a ninguno de ellos cuando realizaba un arresto, porque eran villanos reputados que disfrutaban de la violencia arbitraria más que de ninguna otra cosa. Uno era un sujeto gordo y de corta estatura, con un sarpullido muy desagradable color púrpura que le cubría todo el rostro. El otro era una criatura menos repugnante, un hombre de aspecto bastante normal, supongo, excepto por sus ojos pequeños, que dejaban ver tan sólo el brillo de la crueldad.
—¿Alguien sabe quién ha disparado a este hombre? —gritó el gordo.
—Sí.
Un hombre dio un paso al frente. No llevaba disfraz, pero supe por su voz que era uno de los que me habían atacado. Señaló hacia mí.
—Ése es el hombre —lo dijo en el mismo tono que podría utilizar para pedirle a una vendedora de ostras dos peniques de mercancía—. Lo vi todo, y lo juraré ante un tribunal. Fue un asesinato a sangre fría, sí señor.
—Asegúrate de jurarlo ante el juez —le espeté, mientras los alguaciles se acercaban a mí—. Disfrutaré viendo cómo te cuelgan.
Estaba demasiado furioso como para hacer nada más que escupir maldiciones. No ganaba nada huyendo de los alguaciles, ya que mis atacantes conocían mi nombre, y terminarían por arrestarme. Tengo un testigo, pensé, que solucionará este embrollo en un instante. Pero entonces se me ocurrió que no sabía dónde estaba el resto de los conspiradores, y que Elias permanecía indefenso en el piso superior. Empecé a adelantarme, pero los dos alguaciles me agarraron por la espalda.
—Usted no va a ningún sitio —dijo el de aspecto cruel.
Intenté zafarme de ambos. Estaba seguro de que podría librarme de ellos si lograba reunir todas mis fuerzas, pero me sentía cansado y desalentado, y temía por mi amigo, tendido e indefenso, a quien podían estar cortándole el cuello en ese preciso momento. Mis débiles esfuerzos no lograron más que enfadar a los hombres que me sujetaban, y me retorcieron los brazos a la espalda en la más incómoda de las posturas. Eché una ojeada a la multitud, como para buscar ayuda, intentando encontrar a alguien que respondiera por mí. Al mirar, vi al mismísimo Noah Sarmento, alejado de la muchedumbre, mirándome fríamente con sus ojos hundidos. Nuestras miradas se encontraron por un instante, y en mi momento de pánico no se me ocurrió preguntarme qué estaría él haciendo allí, sólo que era empleado de mi tío y que me ayudaría. Pero en lugar de hacerlo se dio la vuelta. Su cara revelaba una especie de vergüenza endurecida.
El hombre que me había atacado estaba hablando con uno de los alguaciles, adornando la calumnia.
—Ese hombre de ahí es un villano —dije, señalando con la cabeza a mi acusador— y mi testigo está herido dentro del edificio y puede ser víctima de uno de sus compinches. Les ruego que aunque no me liberen, presten ayuda a mi amigo en el piso superior.
Los asesinatos tienen sobre las multitudes un efecto curioso. Nadie de la muchedumbre, no sé si me entenderán, alberga ningún deseo particular de colaborar, sólo desean ver algo realmente terrible, algo que haga que el resto de los hombres de la taberna se congreguen en torno a él mientras lo cuenta. De modo que la revelación de que había una víctima más aguardando a ser localizada mandó al grueso de la multitud dentro del edificio. Esperaba que su presencia fuera suficiente para proteger a Elias.
—¿Alguien conoce a este hombre? —preguntó uno de los alguaciles a los rezagados, señalando al muerto.
—No —dijo mi acusador nerviosamente, como hablando con certeza en nombre de la docena aproximada de curiosos—. Nadie le conoce.
—Yo le conozco —declaró una voz.
Un hombre de avanzada edad se aproximó arrastrando los pies. Se mantenía erguido con ayuda de un bastón roto y agrietado, con aspecto de estar a punto de quebrarse bajo su peso.
—Sí, es el desgraciado que ha arruinado a mi sobrina —dijo—. Es un ladrón y un ratero, sí señor, y no me da ninguna pena verle ahí sin vida.
—¿Cómo se llama? —preguntó el alguacil.
—Nadie sabe cómo se llama —interrumpió mi acusador. Miró con odio al viejo—. No haga caso de lo que dice este viejo. Está mal de la cabeza, si lo sabré yo.
—Tú sí que estás mal de la cabeza —le espetó el viejo—. A ti sí que no te he visto en mi vida.
—¿Cómo se llama? —volvió a preguntarle el alguacil al viejo.
—El desgraciado de mierda ése es Bertie Fenn, si lo sabré yo.
Y mientras los alguaciles me llevaban consigo, y yo me angustiaba por la seguridad de Elias, no me satisfizo poco saber que acababa de matar al hombre que había atropellado a mi padre.
Una vez más me encontraba frente al juez John Duncombe, y una vez más se trataba de un asesinato, un dato que el juez no pasó por alto. Por un crimen tan grave, Duncombe a veces reunía a su tribunal en mitad de la noche. Los asesinos eran villanos peliagudos, y solían escaparse, y cuando un asesino se escapa los administradores de justicia se enfrentan a más escrutinio del que suelen agradecer.
La noticia de mi aventura había empezado a recorrer las calles, y en la sala del juzgado, aunque no albergaba a su número habitual de espectadores, había alrededor de una docena de curiosos, un público suficiente para una actuación de medianoche.
El juez me estudió con su mirada borrosa e inyectada en sangre. Su rostro estaba cubierto por una incipiente barba espesa, y tenía la peluca torcida sobre la cabeza. Las bolsas bajo sus ojos indicaban que no había dormido bien, y no me parecía que le hubiese hecho mucha gracia que le arrancasen de la cama a aquella hora para ocuparse del asunto de un asesino a quien había dejado en libertad tan recientemente.
—Veo que le traté con excesiva lenidad la última vez que apareció usted ante mi tribunal —entonó, con la piel floja batiéndose en torno a su boca desdentada—. No volveré a cometer el mismo error.
Si Duncombe tenía ganas de enviarme a Newgate rápidamente para poder volver a la cama, al menos lo que parecía un deseo de hacer justicia le aguijoneaba a seguir el procedimiento correcto.
—Me dicen —le dijo al tribunal— que hay testigos oculares que vieron a este hombre matar al fallecido. Que se aproximen los testigos.
Transcurrió un momento de silencio antes de que yo escuchara una voz familiar gritar:
—Yo soy testigo.
Sentí un alivio inexpresable cuando vi a Elias abrirse paso a través de los espectadores y, con paso torpe y vacilante, acercarse al estrado. Sus movimientos rígidos dejaban claro su dolor, y tenía un aspecto zarrapastroso, además de absurdo, ya que aún llevaba puesto el disfraz de mendigo judío, pero sin la máscara le presentaba al mundo su cabeza afeitada y sin peluca. Habían respetado su rostro, pero me estremecí al verle llevarse la mano al costado por el dolor.
—El muerto era uno de cuatro hombres que me atacaron sin provocación —comenzó Elias con voz trémula—. Este hombre, Benjamin Weaver, vino a rescatarme, y mientras él se esforzaba en salvar mi vida, uno de mis asaltantes disparó una pistola. Para defenderse, el señor Weaver hizo lo mismo, y el hombre que han encontrado pagó el precio de su vileza.
Un murmullo se extendió por la sala. Oí mi nombre repetidas veces, así como detalles de la narración de Elias. Sentía ya que la opinión pública estaba de mi parte, pero sabía que el deseo de la concurrencia de verme absuelto no iba a tener efecto alguno sobre un hombre como Duncombe.
—El alguacil me dice que se incautó de una pistola que había sido disparada, de modo que eso se confirma —dijo el juez—. Pero en el lugar de los hechos había otro hombre que declaró que el asesinato había sido deliberado, ¿no es eso cierto?
—Lo es, señoría —dijo el alguacil.
—Ese hombre era uno de mis atacantes —dijo Elias—. Estaba mintiendo.
—¿Y por qué le atacaron esos hombres, señor? —preguntó Duncombe.
Elias guardó silencio un momento. Se enfrentaba a un dilema poderoso: ¿iba a decir todo lo que sabía, revelando nuestra investigación ante el tribunal, o iba a mantenerse todo lo taciturno que pudiera, con la esperanza de que un mero goteo de verdades fuera suficiente para liberarme?
—No sé por qué me atacaron —dijo al fin—. No creo que sea el primer hombre de Londres que se ve asaltado por un grupo de desconocidos. Supongo que iban detrás de mi dinero.
—¿Acaso le pidieron dinero? —insistió el juez. Miraba a Elias fijamente, con la cara convertida en una ensayada máscara de penetración inquisitiva.
—No hubo tiempo —explicó Elias—. Poco después de que estos hombres me obligaran a seguirles, el señor Weaver intentó rescatarme.
—Ya veo. ¿Y usted ya conocía al señor Weaver?
Elias hizo una pausa muy breve.
—Sí. Somos amigos. Sólo puedo suponer que vio cómo estos hombres me atacaban e intervino, con la intención de liberarme.
—¿Y dónde tuvo lugar este ataque?
—En el baile de máscaras del señor Heidegger, en Haymarket.
—Eso me parecía, por sus ropas. ¿Así que me está diciendo que estos cuatro hombres le atacaron en mitad de un baile de máscaras, señor?
—Me sacaron del baile y me llevaron al piso de arriba, donde me encontraría indefenso.
—¿Y usted siguió a estos hombres, a quienes no conocía?
—Me dijeron que tenían información importante para mí —dijo Elias vacilante. Sonaba como una pregunta.
—Pues explíqueme otra vez cómo apareció el señor Weaver en este encuentro.
—El señor Weaver, que es amigo mío, debió de sospechar algo, así que me siguió. Una vez que los hombres comenzaron a agredirme, vino a ayudarme.
—Muy admirable —dijo el juez—. Y bastante oportuno, supongo. ¿Hay algún testigo más de estos sucesos? —preguntó.
No recibió más respuesta que los murmullos de la gente.
—¿Tiene usted algo que añadir, señor Weaver?
No hubiera tenido sentido mencionar que el hombre a quien yo había disparado había matado a mi padre; no parecía la clase de información que fuera a exonerarme. Confiaba en que la historia de Elias resultara tan eficaz como cualquier otra. Sin embargo, no albergaba grandes esperanzas de que Duncombe fuera a ponerme en libertad. Había matado a un hombre en misteriosas circunstancias. Un juicio sería inevitable, a no ser que dijera algo que ablandase al juez. Ni siquiera podía esperar que mi tío fuera capaz de sobornarle si me arrestaban en espera de juicio. Una vez que un prisionero era enviado a Newgate, el asunto estaba ya fuera de manos de Duncombe. Iba a tener que sobornarle antes de que dictase sentencia para poder hacerle cambiar de opinión, y era del dominio público que Duncombe no aceptaba sobornos a crédito.
—Sólo actué para ayudar al señor Gordon —expliqué—. Cuando vi que su seguridad, que su vida incluso, podía estar en peligro, me comporté como creo que cualquier amigo, cualquier hombre en realidad, lo hubiera hecho. Aunque lamento la pérdida de una vida, creo que convendrá conmigo en qué Londres es una ciudad peligrosa, y que sería muy duro que le prohibiesen a un hombre protegerse a sí mismo y a sus amigos de los criminales que pululan por las calles y que incluso, como en esta ocasión, consiguen colarse en actos de sociedad.
Mi testimonio se había ganado a la concurrencia, aunque no a Duncombe. Los espectadores rompieron a aplaudir y hubo una profusión de «hurras», que el juez silenció dando golpes con el mazo sobre la mesa.
—Gracias por ese discurso apasionado, que le aseguro que no me ha afectado en absoluto. No es asunto mío juzgar si es usted culpable o inocente, sólo si los hechos que se me presentan merecen un examen más exhaustivo. Teniendo en cuenta la corroboración de su socio, no existe ambigüedad acerca de si efectivamente fue atacado o no. Y aunque no animo a nadie a utilizar la fuerza con resultado fatal, sería muy extraño por mi parte empezar a llevar a juicio a hombres que sólo protegen su propia seguridad o la de otros inocentes. Por consiguiente voy a liberarle, señor, bajo condición de que si salen a la luz nuevas pruebas, podré volver a llamarle a declarar.
El público estalló en expresiones de júbilo, y yo, invadido por una mezcla de confusión y alivio, me fui inmediatamente hacia Elias para ver cómo se encontraba.
—Estoy incómodo —me dijo— y debería tomarme unos cuantos días de reposo, pero no creo que me hayan hecho ningún mal serio o permanente.
Le palmeé cálidamente en la espalda.
—Lamento mucho que te hayan hecho tanto daño, al fin y al cabo estabas siguiendo mi plan.
—Imagino que encontrarás alguna forma de compensarme —me dijo con fingida petulancia.
Sonreí, contento de que Elias estuviese ileso y que no me guardase demasiado rencor.
—E imagino que la recompensa en la que piensas incluirá de una forma u otra a tu prima.
—En cuanto te circunciden —le dije—, será toda tuya.
—Lo vuestro es que es muy duro —suspiró—. Pero dime, ¿cómo es que el juez dictaminó a nuestro favor? Me pareció que las pruebas eran bastantes malas, y por propia confesión habías disparado al tipo. Temí verte arrestado y juzgado.
Sacudí la cabeza ante el enigma. La única explicación era que alguien hubiese pagado por el veredicto, pero no era capaz de imaginar quién podía haber provisto a Duncombe con fondos suficientes como para liberar a un posible asesino: una actuación peligrosa, porque un juez podía crearse muchos problemas por hacer la vista gorda ante un crimen tan serio. Sin embargo, Duncombe podría fácilmente alegar ante cualquiera de sus patrones que dictaminó a favor de la defensa propia. Pero la estrategia de Duncombe no me ayudaba a comprender quién podía haber puesto el dinero, o, puestos a preguntarnos cosas, con qué objeto.
—Lo único que se me ocurre es que algún amigo desconocido, o quizá incluso un enemigo misterioso, haya intervenido en mi favor —le dije a Elias, mientras consideraba el asunto en voz alta.
—¿Un enemigo? ¿Por qué iba a querer un enemigo ofrecerte una ayuda tan generosa?