—No te importa que te acaricie, ¿verdad, Redboy? -dijo.
—No creo que pueda montarlo, ¿eh?
—¿Montarlo? Claro que sí puedo montarlo, sin silla y también de pie sobre el lomo. ¿Es suyo?
El hombre, con una divertida sonrisa, ejecutó una pequeña reverencia.
—Georges Sammles, a su servicio, señoras; propietario, como se indica ahí.
Señaló hacia la parte superior de la puerta donde estaba pintado su nombre.
—No debería fanfarronear, señor Sammles -dijo Maisie-, pero he pasado los últimos cuatro años en un circo, de modo que probablemente estoy en condiciones de cabalgar sobre cualquier animal que tenga usted en sus establos.
—¿Eso es cierto? -repuso el señor Sammles pensativamente-. Bueno, bueno.
—¿En qué está pensando, señor Sammles? -intervino April.
—Puede que esto sea un tanto repentino -señaló el señor Sammles tras un breve titubeo-, pero estaba pensando si no le interesaría a esta dama una proposición comercial.
Maisie se preguntó en qué consistiría. Hasta aquel momento, había creído que aquella conversación no pasaba de ser una charla desenfadada y ociosa.
—Adelante.
—Siempre nos interesan las proposiciones comerciales -dijo April sugestivamente.
Pero Maisie tenía la impresión de que el señor Sammles iba detrás de algo de lo que April no tenía ni idea.
—Verá, Redboy está en venta -empezó el hombre-. Pero uno no vende caballos si los tiene encerrados. Aunque si ha de pasearlo por el parque durante una hora o así una dama como usted, bonita y puede que atrevida, con figura de ánfora clásica, atraería enormemente la atención y existirían muchas probabilidades de que, tarde o temprano, alguien preguntara cuánto pediría por el caballo.
Maisie se preguntó si habría dinero en aquella propuesta. ¿Le brindaría la oportunidad de pagar el alquiler sin vender su cuerpo o su alma? Pero no formuló la pregunta que revoloteaba por su cerebro, sino que dijo:
—Y entonces tendría que decir a la persona interesada: «Vaya a los Establos Curzon y pregunte por el señor Sammles, puesto que el rocín es suyo». ¿Es eso lo que usted pretende?
—Exactamente eso, con la excepción de que, en vez de llamar rocín a Redboy, sería mejor que al aludir a él emplease un término como «esta magnífica criatura», «este regio ejemplar de corcel» o algo por el estilo.
—Quizá -dijo Maisie, mientras pensaba que podría utilizar sus propias palabras, no las de Sammles-. y ahora, al negocio. -No iba a fingir que el dinero le tenía sin cuidado-. ¿Cuánto piensa pagar?
—¿Qué cree usted que vale ese trabajo?
Maisie citó una cantidad absurda.
—Una libra esterlina diaria.
—Es demasiado -se apresuró a decir Sammles-. Le daré media.
Maisie apenas pudo creer en su buena suerte. Diez chelines al día era un salario altísimo: las chicas de su edad que trabajaban de doncellas podían darse con un canto en los dientes si cobraban un chelín diario. El corazón empezó a latirle aceleradamente.
—Trato hecho -aceptó rauda, temerosa de que el hombre cambiara de idea-. ¿Cuándo empiezo?
—Venga mañana a las diez y media de la mañana.
—Aquí estaré.
Un apretón de manos y las jóvenes se retiraron. Sammles advirtió a Maisie mientras se alejaban:
—No se olvide de ponerse el mismo vestido que lleva hoy… es atractivo.
—No se preocupe -respondió Maisie. Era el único que tenía. Pero no iba a confesarle tal cosa a Sammles.
EL TRÁNSITO POR EL PARQUE: AL DIRECTOR DE THE TIMES
Muy señor mío:
En las últimas fechas, hacia las once y media de la mañana, se ha advertido que en Hyde Park se produce todos los días un gran atasco, originado por la larga fila de carruajes detenidos en la calzada, lo que ocasiona que durante cerca de una hora no haya forma de circular por allí. Se han sugerido diversas explicaciones: que la causa se debe al gran número de residentes en el campo que acuden a la ciudad durante la temporada o que la prosperidad de Londres es tal que incluso permite a las esposas de los comerciantes tener coche de caballos y pasear en él por el parque, pero la auténtica verdad no se ha mencionado en parte alguna. La culpa la tiene una dama, cuyo nombre permanece en el anonimato, pero a la que los hombres llaman "la Leona", sin duda por el color rojo leonado de su cabellera. Se trata de una criatura encantadora, vestida con atrayente buen gusto, que monta con gran pericia y valor caballos que amedrentarían a muchos varones y que con idéntica habilidad conduce un carruaje tirado por un tronco de caballerías perfectamente emparejadas. Es talla fama de su belleza y audacia ecuestre que todo Londres emigra al parque a la hora en que se supone que va a presentarse la dama; y, una vez allí, comprueba que no puede moverse. Usted, señor, cuya profesión es la de saberlo todo y conocer a todo el mundo, y que acaso esté por lo tanto al corriente de la verdadera identidad de "la Leona", ¿no podría convencerla para que desistiera de aparecer por allí, al objeto de que el parque recupere su estado normal de tranquilo decoro y fluida circulación?
Queda de usted, su seguro servidor.
UN OBSERVADOR
«Esta carta tiene que ser una broma», pensó Hugh, mientras bajaba el periódico.
la Leona
era bastante real -había oído hablar de ella a los empleados del banco-, pero no era la causa de la congestión del tránsito rodado. A pesar de todo, se sintió intrigado. Miró hacia el parque, a través de las emplomadas ventanas de la Mansión Whitehaven. Era fiesta. Lucía el sol y, en la calle, numerosas personas paseaban a pie, a caballo o en coche. Hugh se dijo que muy bien podía ir a darse una vuelta por el parque, con la esperanza de ver sobre el terreno la causa de tanto alboroto.
Tía Augusta también proyectaba ir al parque. Su birlocho estaba aparcado delante de la casa. El cochero lucía su peluca y el lacayo de librea permanecía allí, listo para subir detrás. En aquella época del año, tía Augusta iba al parque casi todas las mañanas, como hacían todas las señoras de la clase alta y todos los hombres ociosos. Afirmaban que era para respirar aire fresco y hacer ejercicio, pero lo más importante consistía en que el parque era un escenario en el que uno veía a los demás y los demás le veían a uno. La verdadera causa del atasco circulatorio estribaba en que la gente detenía sus vehículos para chismorrear y eso bloqueaba el camino.
Hugh oyó la voz de su tía. Se levantó de la mesa del desayuno y salió al vestíbulo. Como de costumbre, tía Augusta iba ataviada con esplendorosa elegancia. Llevaba un vestido de mañana, con un ceñido jubón sin mangas y metros de volantes en la parte inferior. Se había equivocado con el sombrero, en opinión de Hugh: un canotier minúsculo, de unos siete centímetros y medio de diámetro, sujeto por delante en lo alto del peinado. Era la última moda, y en las jóvenes guapas quedaba simpático; pero Augusta distaba mucho de ser simpática y en ella, aquel sombrerito resultaba ridículo. No cometía a menudo errores semejantes, pero cuando lo hacía era porque se empeñaba en seguir la moda con excesiva fidelidad.
En aquel momento se dirigía a tío Joseph. El hombre tenía el aire de persona hostigada que solía adoptar cuando Augusta le hablaba. Permanecía de pie frente a ella, medio vuelto, atusándose con impaciencia las espesas patillas. Hugh se preguntó si existiría entre ellos alguna brizna de afecto. Sin duda lo hubo en otra época, supuso, puesto que concibieron a Edward y a Clementine. En muy raras ocasiones se mostraban cariñosos, pero alguna que otra vez, meditó Hugh, Augusta tenía atenciones con Joseph. Sí, se dijo que probablemente se querían todavía.
Augusta continuó hablando como si Hugh no estuviese delante, lo cual era corriente en ella.
—Toda la familia está preocupada -insistía, sin que tío Joseph le llevase la contraria-. Podría ser un escándalo.
—Pero la situación -sea cual fuere- lleva años manteniéndose y a nadie se le ha ocurrido que pueda ser escandalosa.
—Porque Samuel no es el presidente del consejo. Un hijo de vecino cualquiera puede hacer muchas cosas sin llamar la atención. Pero el presidente del consejo del Banco Pilaster es una figura pública.
—Bueno, tal vez el asunto no sea urgente. Tío Seth aún vive y da la impresión de que va a durar indefinidamente.
—Ya lo sé -concedió Augusta, y en su tono había una nota de frustración-. A veces, me gustaría… -se calló antes de revelar demasiado-. Tarde o temprano tendrá que soltar las riendas. Podría ocurrir mañana mismo. El primo Samuel no puede aparentar que no existe motivo de preocupación.
—Quizá -convino Joseph-. Pero si él lo disimula de esa forma, no estoy seguro de que pueda hacerse.
—Es posible que haya que plantear el problema a Seth.
Hugh se preguntó cuánto sabría el viejo Seth de la vida de su hijo. En el fondo de su alma, probablemente conocería la verdad, pero tal vez jamás lo admitiese, ni siquiera ante sí mismo.
Joseph pareció sentirse incómodo.
—Dios no lo permita.
—Desde luego, sería una desgracia -dijo Augusta con vivaz hipocresía-. Pero debes hacer entender a Samuel que, a menos que ceda, su padre entrará en escena, y si eso sucede, a Seth habrá que informarle de todas las circunstancias.
Hugh no pudo por menos que admirar la astucia e implacabilidad de Augusta. Enviaba un recado a Samuel: renuncia a tu secretario u obligaremos a tu padre a afrontar la realidad de que su hijo está más o menos casado con un hombre.
Lo cierto era que a Augusta le tenía absolutamente sin cuidado la relación entre Samuel y su secretario. Lo único que deseaba a toda costa era impedir que Samuel se convirtiera en el presidente del consejo… a fin de que aquel manto cayese sobre los hombros de Joseph, su marido. Era una jugada muy ruin, y Hugh se preguntó si Joseph se daría cuenta cabal de lo que estaba haciendo Augusta.
—Me gustaría resolver este asunto sin recurrir a acciones tan drásticas -decía en aquel instante Joseph en tono desazonado.
Augusta bajó la voz hasta: convertirla en un murmullo íntimo. Cada vez que lo hacía, Hugh pensaba siempre que la mujer se mostraba transparentemente farisea, como un dragón que intentase ronronear.
—No dudo de que encontrarás el modo de hacerlo así -dijo, esbozó una sonrisa suplicante-. ¿Vienes hoy conmigo? Me gustaría que me acompañaras.
Joseph negó con la cabeza.
—Tengo que ir al banco.
—¡ Qué lástima estar encerrado en un despacho polvoriento en un día tan hermoso como hoy!
—Ha habido pánico en Bolonia.
Hugh estaba intrigado. Desde el «Krach» de Viena varios bancos habían quebrado y numerosas empresas se hundían en distintas partes de Europa, pero era la primera vez que se producía una situación de «pánico». Hasta entonces, Londres había salido indemne. En junio, el tipo de interés bancario, termómetro del mundo financiero, había subido hasta el siete por ciento -que no era del todo el nivel febril- y ahora había descendido ya al seis por ciento. Sin embargo, puede que aquel día hubiese cierta excitación.
—Espero que el pánico no nos afecte a nosotros -dijo Augusta.
—Mientras tengamos cuidado, no nos afectará -respondió Joseph.
—Pero hoy es fiesta… ¡en el banco no habrá nadie que pueda prepararte el té!
—Me atrevo a afirmar que sobreviviré a media jornada sin té.
—Le diré a Sara que vaya al banco dentro de una hora. Ha hecho un pastel de cerezas, tu preferido… te llevará un pedazo y te prepararé té.
Hugh vio su oportunidad.
—¿Quiere que vaya con usted, tío? Tal vez necesite un oficinista.
Joseph movió la cabeza negativamente.
—No te necesitaré.
—Es posible que quieras que te lleve algún recado, querido -sugirió Augusta.
Hugh añadió sonriente:
—O es posible que quiera pedirme consejo.
Joseph no apreció la broma.
—No vaya hacer más que leer los mensajes telegráficos que lleguen y decidir lo que ha de hacerse cuando los mercados bursátiles abran de nuevo mañana por la mañana.
—A pesar de todo, me gustaría ir… -insistió Hugh neciamente-. Es simple interés.
Siempre era un error acosar a Joseph.
—He dicho que no te necesito -espetó con voz irritada-. Vete al parque con tu tía, ella sí que necesita un escolta.
Se puso el sombrero y salió.
—Tienes talento para incordiar innecesariamente a las personas, Hugh -acusó Augusta-. Ponte el sombrero y acompáñame, ya estoy lista.
En realidad, Hugh no deseaba acompañar a Augusta en el birlocho, pero su tío había ordenado que lo hiciera, y como, por otra parte, sentía curiosidad por ver a
la Leona
, no discutió.
Apareció Clementine, la hija de Augusta, vestida para salir. De niños, Hugh había jugado con su prima, lo que le permitía saber que Clementine siempre había sido una chivata. Cuando tenían siete años, le pidió a Hugh que le enseñase el pirulo y luego corrió a contarle a su madre lo que Hugh había hecho, con lo que consiguió que al niño le sacudieran una buena zurra. Ahora, a sus veinte años, Clementine se parecía mucho a su madre, si bien todo lo que tenía Augusta de autoritaria en Clementine era timidez.
Salieron los tres. El lacayo ayudó a las damas a subir al carruaje. Era un vehículo nuevo, pintado de azul brillante y del que tiraba una pareja de soberbios caballos capones de pelaje gris: un carruaje digno de la esposa de un banquero importante. Augusta y Clementine iban de cara al sentido de la marcha, y Hugh de espaldas, frente a ellas. Como brillaba el sol, el birlocho llevaba la capota bajada, pero las damas abrieron sus sombrillas. El auriga hizo restallar el látigo y partieron.
Instantes después llegaban al paseo de Coches del Sur. Se encontraba tan concurrido como había aseverado el caballero que escribió la carta a The Times. Había centenares de caballerías montadas por hombres tocados con chistera y mujeres que cabalgaban a la amazona; docenas de carruajes de todo tipo: abiertos y cerrados, de dos y de cuatro ruedas; además de niños a lomos de ponis, parejas que iban a pie, niñeras que empujaban cochecitos de niño y personas con perros. Los carruajes rutilaban, recién pintados, los caballos aparecían limpios y cepillados, los hombres vestían ropa de calle y las mujeres lucían los colores más luminosos que los tintes de la nueva industria química era capaz de producir. Todo el mundo se movía despacio, para examinar mejor a caballerías y vehículos, vestidos y sombreros. Augusta hablaba con su hija, y el diálogo no requería más contribución por parte de Hugh que, llegado el caso, algún que otro asentimiento de cabeza.