Pero seguía sin resolverse otro rompecabezas. Porque Hugh sabía algo acerca de Peter Middleton de lo que casi nadie estaba enterado. Peter había sido un niño débil, y todos los chicos le trataban como un alfeñique. Acongojado por su endeblez, se había embarcado en un plan de entrenamiento… y el principal ejercicio lo constituía la natación. Hora tras hora, cruzaba a nado aquella alberca, intentando fortalecer su condición física. No le dio resultado: un muchacho de trece años no consigue hombros anchos y pecho impresionante como no sea a base de crecer y convertirse en un hombre, y ése era un proceso que no podía acelerarse.
El único efecto que logró con su esfuerzo fue el de sentirse y moverse en el agua como un pez. Podía sumergirse hasta el fondo, contener la respiración durante varios minutos, flotar de espaldas y mantener los ojos abiertos bajo la superficie. Para ahogarle hubiera sido preciso algo más que las bromas de Edward Pilaster.
Entonces, ¿por qué había muerto?
Que supiese, Albert Cammel había dicho la verdad, de eso Hugh estaba seguro. Pero tuvo que haber algo más. Aquella tarde calurosa sucedió algo más en el bosque del Obispo. A un pobre nadador podían haberle matado accidentalmente; el zarandeo al que le sometió Edward pudo resultar demasiado violento para el chico, que se ahogó en la alberca. Pero una payasada, una broma tan tonta no podía haber acabado con la vida de Peter. Y si su muerte no fue accidental, entonces fue deliberada. y eso era asesinato. Hugh se estremeció.
Allí sólo se encontraban tres personas: Edward, Micky y Peter. A Peter tuvieron que asesinarlo Edward o Micky.
O ambos.
A Augusta ya no le satisfacía la decoración japonesa. El salón estaba repleto de biombos orientales, muebles angulosos de patas largas y delgadas, abanicos nipones y jarras colocadas en negros armarios lacados. Todo aquello era carísimo, pero ya empezaban a aparecer imitaciones baratas en las tiendas de la calle de Oxford y aquella imagen ornamental había dejado de ser exclusiva de las mejores casas. Por desgracia, Joseph no iba a permitirle volver a decorar la mansión tan pronto y Augusta tendría que convivir durante varios años con aquel mobiliario cada vez más vulgar.
En el salón era donde Augusta celebraba audiencia todos los días de la semana a la hora del té. Normalmente, primero se presentaban las señoras: sus hermanas políticas, Madeleine y Beatrice, y su hija, Clementine. Los socios llegaban, procedentes del banco, alrededor de las cinco: Joseph, el anciano Seth, George Hartshorn, marido de Madeleine, y alguna que otra vez Samuel. Si nada extraordinario alteraba la marcha del negocio, también asistían los chicos: Edward, Hugh y Young William. La única persona no perteneciente a la familia a la que se invitaba de modo regular a aquellos tés era Micky Miranda, pero éste de vez en cuando tenía que visitar a un clérigo metodista o acaso a un misionero que recaudaba fondos designados a convertir a los paganos de los mares del Sur, de Malaya o del recién explorado Japón.
Augusta se esforzaba mucho para lograr que los invitados acudiesen. A todos los Pilaster les gustaban los dulces, y ella servía deliciosos bollos y pastelitos, así como el mejor té de Assam y Ceilán. Los grandes acontecimientos, tales como las fiestas familiares y las bodas, se planeaban en el curso de aquellas sesiones, de forma que cualquiera que dejase de asistir pronto perdería contacto con lo que se preparaba.
A pesar de todo, de vez en cuando alguno de los miembros de la familia pasaba por una fase en la que el deseo de independencia le inducía a la deserción. El ejemplo más reciente lo protagonizó la esposa de Young William, Beatrice, cosa de un año antes, a raíz de la insistencia de Augusta en afirmar que no le sentaba bien la tela de un traje que había elegido Beatrice. Cuando ocurría una cosa así, Augusta se retiraba durante un rato, para regresar luego y ofrecer un gesto pródigamente generoso. En el caso de Beatrice, Augusta organizó una costosa fiesta en honor de la anciana madre de Beatrice, una dama al borde de la senilidad y que a duras penas se podía presentar en público. Beatrice se había sentido tan agradecida que olvidó lo de la tela del vestido… que era precisamente lo que Augusta pretendía.
Allí, en aquellas reuniones dispuestas para tomar el té, Augusta se enteraba de cuanto ocurría en la familia y en el banco. En aquella coyuntura precisa, lo que la inquietaba era el asunto del viejo Seth. Estaba imbuyendo meticulosamente en los miembros de la familia la idea de que Samuel no podía ser el próximo presidente del consejo, pero Seth no mostraba ninguna inclinación a retirarse, pese a su deficiente salud. A ella le resultaba enloquecedor tener en suspenso sus minuciosos planes por culpa de la obstinada tenacidad de un anciano.
Era a finales de julio, y Londres estaba cada vez más tranquilo. En aquella época del año la aristocracia abandonaba la ciudad, rumbo a los yates que les esperaban en Cowes o a los pabellones de caza de Escocia. Permanecerían en el campo hasta las Navidades, dedicados a matar aves a mansalva, cazar zorros y acechar ciervos. Entre febrero y Pascua iniciarían el regreso, y para el mes de mayo la «temporada» estaría en Londres en pleno apogeo.
La familia Pilaster no seguía ese programa. Aunque eran más ricos que la mayoría de los aristócratas, se trataba de personas de negocios y no tenían la menor intención de dilapidar la mitad del año persiguiendo ociosamente por el campo estúpidos animales. No obstante, por regla general resultaba fácil persuadir a los socios para que disfrutasen de unas vacaciones durante la mayor parte del mes de agosto, dado que durante el mismo no solía haber excesiva animación en el mundo de la banca.
Aquel año, las vacaciones se prolongarían sin duda todo el verano, ya que una lejana tempestad había retumbado ominosamente sobre las capitales financieras de Europa, pero lo peor parecía haber quedado atrás, el tipo de interés bancario había descendido al tres por ciento y Augusta había alquilado un pequeño castillo en Escocia. Ella y Madeleine pensaban partir al cabo de una semana, más o menos, y los hombres las seguirían veinticuatro o cuarenta y ocho horas después.
Unos minutos antes de las cuatro, mientras se encontraba de pie en el salón, sumida en el descontento que le producía su mobiliario y la terquedad de Seth, entró Samuel.
Todos los Pilaster eran feos, pero Samuel era el más feo de todos, pensó. Tenía la misma enorme nariz, pero también una boca femenina, débil, y una dentadura irregular. Era remilgado, iba inmaculadamente vestido y se mostraba quisquilloso con respecto a la comida, amante de los gatos y enemigo de los perros.
Pero lo que más le desagradaba a Augusta de él era que, de entre todos los hombres de la familia, era el más difícil de convencer. Augusta podía hechizar al viejo Seth, que incluso a su avanzada edad, se mostraba sensible a los encantos de cualquier mujer atractiva; podía salirse con la suya frente a Joseph, mediante la estrategia de agotarle la paciencia; George Hartshorn estaba bajo el dominio de Madeleine, así que podía manipularlo indirectamente; y los demás eran lo bastante jóvenes como para dejarse intimidar, aunque, a veces, Hugh le proporcionaba problemas.
Con Samuel no funcionaba nada… y menos sus encantos femeninos. Tenía una forma exasperante de reírse de ella, cuando Augusta creía haber sido sutil y hábil. Samuel daba la impresión de considerar que no merecía la pena tomarla en serio, y eso ofendía mortalmente a Augusta. La hería mucho más la tranquilidad burlona de Samuel que el que una mujerzuela la llamase vieja zorra en el parque.
Hoy, sin embargo, Samuel no mostraba aquella sonrisa escéptica y divertida. Parecía colérico, tan furioso, que durante unos segundos la alarma cundió en Augusta. Obviamente, había llegado temprano para encontrarla sola. Augusta recordó que llevaba dos meses conspirando para buscarle la ruina y le asaltó la idea de que, por menos de eso, se había asesinado a algunas personas. Samuel no le estrechó la mano, sino que se limitó a plantarse frente a ella, vestido con una chaqueta gris perla y corbata de color vino tinto. Despedía un tenue olor a colonia. Augusta alzó las manos en ademán defensivo.
Samuel dejó oír una risa carente de humor y se apartó.
—No voy a pegarte, Augusta -dijo-. Aunque bien sabe Dios que mereces una azotaina.
Naturalmente, no iba a tocarla. Samuel era un alma delicada que se negaba a financiar exportaciones de fusiles. Como un torrente impetuoso la confianza volvió al ánimo de Augusta. El desdén saturaba su voz al reprocharle:
—¿Cómo te atreves a criticarme?
—¿Criticarte? -la ira centelleó de nuevo en los ojos de Samuel-. No me rebajo a criticarte. -Hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, la cólera de su voz estaba controlada- Te desprecio.
A Augusta no se le podía intimidar dos veces.
—¿Has venido a decirme que estás dispuesto a renunciar a tus costumbres depravadas? -preguntó en tono cantarín.
—Mis costumbres depravadas -repitió él-. Lo que quieres es acabar con la felicidad de mi padre y amargarme a mi la vida, todo para saciar tu ambición, ¡y encima hablas de costumbres depravadas! Creo que estás tan impregnada de perversidad que has perdido la noción del mal.
Se expresaba con tal convencimiento y vehemencia que Augusta empezó a pensar si no habría cometido una iniquidad al amenazarle. Entonces se dio cuenta de que Samuel intentaba debilitar su resolución recurriendo a la posible simpatía de ella.
—A mí sólo me preocupa el banco -dijo fríamente.
—¿Ésa es tu excusa? ¿Eso es lo que alegarás ante el Todopoderoso el Día del Juicio Final, cuando te pregunte por qué me extorsionaste?
—Cumplo con mi deber.
Augusta tenía conciencia de que volvía a ser dueña de la situación y empezó a preguntarse a qué habría ido Samuel allí. ¿A declararse vencido… o a desafiarla? Si se daba por derrotado ella podría descansar tranquila, en la seguridad de que pronto iba a ser la esposa del presidente del consejo. Pero la alternativa hizo que le entrasen ganas de morderse las uñas. Si Samuel la desafiaba se desencadenaría una lucha ardua y prolongada, de resultado incierto.
Samuel se acercó a la ventana y contempló el jardín.
—Me acuerdo de ti, cuando eras una jovencita preciosa -articuló meditativamente. Augusta emitió un gruñido de impaciencia-. Solías ir a la iglesia con un vestido blanco y cintas también blancas en el pelo -continuó Samuel-. Pero las cintas no engañaban a nadie. Incluso entonces ya eras una déspota. Acabado el servicio religioso, todos íbamos a pasear por el parque y los otros niños te tenían miedo, pero jugaban contigo porque eras la que organizaba los juegos. Llegabas a aterrorizar a tus padres. Si no te salías con la tuya, montabas una rabieta tan estrepitosa que la gente detenía el coche para ver qué pasaba. Tu padre, que en paz descanse, tenía la expresión alucinada del hombre que no comprende cómo pudo haber traído al mundo semejante monstruo.
Lo que Samuel decía se acercaba mucho a la verdad y Augusta se sintió violenta.
—Eso ocurrió hace muchos años -dijo desviando la mirada. Samuel prosiguió, como si ella no hubiese dicho nada.
—No me preocupo por mí. Me gustaría ser presidente del consejo, pero puedo sobrevivir sin ese cargo. Sería un buen presidente del consejo, tal vez no tan dinámico como mi padre; mejor como miembro de un equipo. Pero Joseph no es la persona adecuada para ese destino. Es impulsivo, tiene mal genio y no sabe tomar decisiones acertadas; además, tú empeoras las cosas al inflamar sus aspiraciones y nublarle la visión. Es eficaz como integrante de un grupo, donde los otros pueden guiarle y refrenarle. Pero no está capacitado para ser el director, su criterio no es lo suficientemente bueno. A la larga, perjudicará al banco. ¿Eso no te importa?
Durante un momento, Augusta se preguntó si Samuel no tendría razón. ¿Estaba en trance de matar a la gallina de los huevos de oro? Pero había tanto dinero en el banco que jamás podrían gastarlo todo, aunque ninguno de ellos trabajase un día más. De todas formas, era ridículo decir que Joseph resultaría pernicioso para el banco. La tarea que realizaban los socios no tenía ninguna ciencia: iban al banco, leían las páginas financieras de los periódicos, prestaban dinero a la gente y cobraban el interés. No era difícil, Joseph podía hacerlo lo mismo que cualquiera de los demás.
—Los hombres siempre pretendéis que el negocio de la banca es algo complejo y misterioso -dijo Augusta-. Pero a mí no me engañas.
—Comprendió que se comportaba a la defensiva-. Responderé ante Dios, no ante ti.
—¿Tienes intención, realmente, de ir a contarle a mi padre la historia, tal como has amenazado? -dijo Samuel-. Sabes que eso podría matarle.
Augusta vaciló, pero sólo un segundo.
—No hay otra opción-dijo con firmeza.
Samuel la contempló durante un buen rato.
—Te creo, endemoniada -dijo.
Augusta contuvo la respiración. ¿Cedería Samuel? Tuvo la impresión de que la victoria estaba al alcance de su mano y, en su fantasía, oyó la voz de alguien que anunciaba respetuosamente: «Permítame que les presente a la señora de don Joseph Pilaster… esposa del presidente del consejo del Banco Pilaster…»
Samuel titubeó, para decir al final con evidente desagrado:
—Muy bien. Diré a los demás que no deseo ser presidente del consejo cuando mi padre se retire.
Augusta reprimió una sonrisa de triunfo. Había ganado. Emprendió la retirada para ocultar su júbilo.
—Disfruta de tu victoria -dijo Samuel amargamente-. Pero no olvides, Augusta, que todos tenemos algún secreto… incluso tú. Algún día alguien utilizará de esta misma forma tus secretos en contra tuya, y entonces te acordarás de lo que me hiciste.
Augusta se desconcertó. ¿A qué se refería? Sin ninguna razón que lo justificara en absoluto, la imagen de Micky Miranda acudió a su mente, pero la apartó automáticamente.
—No tengo secretos de los que avergonzarme -aseguró.
—¿De veras?
—No -insistió Augusta, pero le preocupó la confianza de Samuel.
Samuel Pilaster le dirigió una torva y extraña mirada.
—Ayer fue a verme un joven abogado que atiende por el nombre de David Middleton.
Durante unos segundos, Augusta no entendió a dónde quería ir a parar.
—¿Tengo que conocerle? -El nombre le resultaba perturbadoramente familiar.
—Le viste una vez, hace siete años, en una audiencia.